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Memorias del mariscal de campo Kesselring

 

Albert Kesselring

Memorias del mariscal de campo Kesselring - Albert Kesselring

454 páginas
23,5 x 15,5 cm.
Tempus Editorial
2009

Encuadernación en tapa dura, cosido
sobrecubierta color con relieve
Ilustrado, 16 páginas papel ilustracion
 Precio para Argentina: 165 pesos
 Precio internacional: 26 euros

Pese a que su nombre no posee la aureola mítica de otros generales alemanes, como Rommel, Von Manstein o Guderian, el mariscal Albert Kesselring está considerado por los expertos como uno de los talentos militares más sobresalientes de la contienda de 1939-1945.
Su mando enérgico y extremadamente eficaz quedó demostrado en todos los escenarios en los que participó, pero especialmente durante la campaña de Italia. Allí, con unos medios muy reducidos, logró establecer un plan defensivo que acabó con la paciencia de los Aliados, convirtiendo su avance en una lenta y dolorosa sangría.
Es estas Memorias, Kesselring revela las claves de sus éxitos en el campo de batalla, ofreciendo además una visión insólita de algunos capítulos de la guerra, como la ofensiva aérea sobre Londres, la campaña africana de Rommel o la represión contra la población civil italiana por su apoyo a los partisanos. Su testimonio, reflejado en estas páginas, se ha convertido en una herramienta imprescindible para comprender estos y otros episodios de la Segunda Guerra Mundial.

 

 

 

ÍNDICE

Prólogo, por James Holland                 9
Introducción, por Kenneth Macksey                19
Prefacio                       23

Primera parte. Años de guerra y paz, 1904-1941                    25

1.         Servicio en el Ejército Real Bávaro y la Reichswehr, 1904-1933                     27
2.         Apuntes del periodo de la Reichswehr             34
3.         Traslado a la Luftwaffe                        41
4.         En el Ministerio del Aire                      50
5.         Jefe del Estado Mayor General de la Luftwaffe ....       55
6.         Jefe de la 1.a Flota Aérea, Berlín                     58
7.         La campaña polaca, 1939                   67
8.         Entre campañas: el invierno de 1939-1940                  76
9.         La 2.a Flota Aérea en la campaña del oeste                 81
10.       En vísperas del momento decisivo: el verano de 1940              95
11.       La Operación León Marino y la Batalla de Inglaterra               100
12.       La campaña rusa hasta fines de noviembre de 1941 .   129

Segunda parte. La guerra en el Mediterráneo, 1941-1945       151

13.       El Mediterráneo, 1941-1942               153
14.       ¿Malta o Egipto? De noviembre de 1941 a octubre de 1942               175
15.       La invasión aliada del norte de África y la batalla por Túnez                 202
16.       El salto a Sicilia                        229
17.       La caída de Mussolini y la defección de Italia               241
18.       La batalla de Salerno y la lucha por levantar un frente defensivo al sur de Roma   262
19.       Cassino, Anzio-Nettuno y Roma. Otoño de 1943-principios del verano de 1944        273
20.       La defensa de Italia entre el verano de 1944 y la primavera de 1945               292
21.       La guerra partisana en Italia                 321

Tercera parte. La rendición incondicional y mi proceso .          335

22.       Jefe del Comando Oeste                     337
23.       El final de la guerra                  381
24.       Mis experiencias en la posguerra                     418

Índice onomástico                    449

PRÓLOGO

El mariscal de campo Albrecht Kesselring es todavía hoy, en cierto modo, una figura paradójica. Es, por ejemplo, el único oficial alemán de alta graduación que ostentó el mando sin interrupciones durante toda la guerra, y sin embargo su reputación ha quedado eclipsada por subordinados carismáticos como Rommel o por gallardos comandantes de fuerzas blindadas del estilo de Guderian. Hábil en la táctica y en la estrategia, Kesselring comprendía la guerra moderna en sus múltiples facetas, y pese a todo no logró sacudirse el sambenito de un optimismo excesivo. Destacó como diplomático y como comandante militar, y no obstante a menudo incurrió en ingenuidades políticas. Tal era su buen talante y su popularidad entre superiores y subordinados que le apodaban «Albrecht el Risueño»; y sin embargo, supervisó algunas de las peores atrocidades cometidas en la Europa oriental. Se le ha considerado uno de los dos únicos comandantes verdaderamente «grandes» de la guerra, pero sigue desatendido por los historiadores. Tal parece ser su legado.
Es cierto que en las fotografías aparece a menudo sonriente o incluso riendo a carcajadas. La suya es una cara inofensiva: un poco tosca, quizá, pero de ojos oscuros y casi amigables. No hay en ella ni rastro de la altanería señorial de generales procedentes de la aristocracia, como Manstein, Rundstedt o Kleist. Su apariencia es más bien anodina, casi fácil de olvidar; incluso enigmática.
Nombrado mariscal de campo en julio de 1940, Kesselring fue uno de los tres primeros oficiales de la Luftwaffe (después de Göring) que ocuparon dicho puesto, y sin embargo su educación tiene poco de reseñable. Su rápido ascenso, en cambio, dice mucho acerca de su personalidad. Nacido en 1885 en Bayreuth, Baviera, donde su padre era maestro de escuela y concejal, Kesselring procedía de una sólida familia de clase media. A edad temprana resolvió hacer carrera en el ejército y, tras graduarse en la escuela de gramática local en 1904, se convirtió en Fahnenjunker (aspirante a oficial) en el 2° Regimiento de Artillería a Pie de Baviera. Sus servicios en la poca glamorosa artillería a pie durante la Primera Guerra Mundial supusieron una valiosa experiencia en el campo de batalla, y en 1917 se convirtió en oficial de estado mayor, primero a nivel divisionario y posteriormente, al finalizar la contienda, a nivel de cuerpo de ejército, señal segura de que empezaba a despuntar.
Fue, en efecto, uno de los relativamente pocos oficiales que conservaron su empleo en el exiguo ejército de posguerra, en el que demostró sus aptitudes como oficial de estado mayor y en el que fue ascendiendo gradualmente hasta ocupar el rango de coronel al mando de una división. En 1933 Hitler llegó al poder y anunció de inmediato la formación clandestina de la Luftwaffe. Kesselring fue apartado del ejército y se le concedió un cargo civil en la nueva fuerza aérea, donde se ocupó de la dirección administrativa y la creación de aeródromos. Aprendió a volar y trabajó con denuedo en el desarrollo tanto estratégico como táctico de la Luftwaffe. En 1936 volvió a vestir el uniforme en calidad de general y jefe de Estado Mayor de la Luftwaffe.
Al iniciarse la guerra se hallaba al mando de la 1.a Flota Aérea, que ayudó a lanzar la Blitzkrieg o guerra relámpago sobre Polonia con los devastadores resultados por todos conocidos. Se hizo cargo asimismo de la 2.a Flota Aérea, que comandó con gran éxito en los Países Bajos, Francia y Gran Bretaña en 1940 y en Rusia en 1941. Durante esta época fue el primero en aplicar la teoría de los ataques aéreos masivos y contribuyó en gran medida a desarrollar el empleo de la Luftwaffe como fuerza aérea táctica, en estrecha colaboración con los contingentes terrestres alemanes.
Fue precisamente esta colaboración la que le impulsó a mostrarse crítico con los planes para la invasión de Inglaterra. La Luftwaffe nunca había operado sola y Kesselring creía que su mayor oportunidad de éxito radicaba en combinar el ataque aéreo con el desembarco de tropas aerotransportadas y la captura de aeródromos y estaciones de radar. Tenía razón, indudablemente, y sin embargo en septiembre de 1940 cometió la equivocación de creer que la Luftwaffe había destruido el Mando de Cazas de la RAF [Royal Air Force, Real Fuerza Aérea británica], lo que le indujo a aceptar la exigencia de concentrar los ataques sobre Londres, alejándolos de los aeródromos británicos. No fue ésta la primera vez que su optimismo desmedido le nubló el juicio induciéndole a error.
El mismo escenario se repitió en la primavera de 1942, durante el asedio a la isla de Malta. En aquel momento, Kesselring acababa de volver del frente oriental para ocupar el puesto de comandante en jefe de las fuerzas del Eje en el Mediterráneo. De nuevo abogó por lanzar un ataque combinado de fuerzas aéreas y tropas transportadas por mar y aire para someter Malta, aquella isla diminuta pero de crucial importancia estratégica. Hitler, que todavía lamentaba los costes del ataque aerotransportado sobre Creta en mayo de 1941, se negó a ello. El subsiguiente ataque relámpago puso a Malta al borde de la rendición pero, al igual que en 1940, Kesselring se quedó corto. La RAF recuperó su presencia en la isla mucho más rápidamente de lo que esperaba, Malta se convirtió en una espina decisiva en el costado del Eje durante el resto de la campaña norteafricana y en julio de 1943 sirvió de trampolín para la invasión aliada de Sicilia.
A pesar de su elevada posición en el Mediterráneo, Kesselring tuvo dificultades para manejar tanto a sus socios italianos como a su subordinado, el general Rommel (posteriormente mariscal de campo). No se había establecido ningún estado mayor conjunto dentro de las fuerzas del Eje, ni se había clarificado la confusa cadena de mando, de modo que, a pesar del puesto que ocupaba Kesselring, Rommel, al frente de los efectivos del Eje en el norte de África, siguió estando, al menos oficialmente, bajo el mando del comandante en jefe italiano en la región norteafricana, el general Bastico, quien a su vez se hallaba subordinado al jefe del Estado Mayor italiano, el general Cavallero. Para complicar más aún las cosas, Cavallero estaba profundamente resentido por el nombramiento de Kesselring.
Éste no se arredró, sin embargo, y desde su sede en Roma se esforzó por facilitar las relaciones con sus aliados, tarea ésta en la que consiguió un éxito rotundo. Mostrándose al mismo tiempo respetuoso y sensible, su destreza diplomática y su brillante capacidad organizativa contribuyeron en gran medida a aliviar las dificultades de aprovisionamiento que afrontaban las fuerzas del Eje en el norte de África.
No consiguió, sin embargo, doblegar a Rommel, único comandante al que crítica en sus memorias. Ambos disentían constantemente sobre cuestiones de evaluación militar y estrategia futura. Rommel, sin embargo, no escatimó posteriormente elogios sobre Kesselring, llegando a afirmar que éste «poseía una considerable fuerza de voluntad, un talento de primera clase para la diplomacia y la organización y un conocimiento notable de cuestiones técnicas».
A Rommel, lo mismo que a Montgomery en el bando británico, se le recuerda como el comandante alemán por excelencia en la campaña norteafricana; sin embargo, y pese a su tremenda reputación, sus decisiones tácticas y estratégicas fueron a menudo erróneas, lo cual quedó con frecuencia disimulado por su gran estilo, su carisma y su evidente capacidad de liderazgo. De ahí que, mientras Rommel apelaba directamente a Hitler para que le permitiera, tras la caída de Tobruk, lanzarse hacia Alejandría y el canal de Suez, Kesselring instaba al Führer a capturar Malta y a asegurar, antes que nada, las líneas de aprovisionamiento. Hitler desoyó a Kesselring, con consecuencias fatales para el Eje. La derrota sin paliativos que Rommel sufrió en El Alamein se debió en gran medida a que sus líneas de suministro se habían alargado hasta hacerse inmanejables, mientras que las de los Aliados se habían acortado drásticamente.
A principios de 1943 se jugaba en Túnez la partida final de la campaña norteafricana. Un optimismo injustificado volvió a teñir la evaluación que Kesselring hizo del desastre inminente, a pesar de que todos sus comandantes (incluido Rommel) reconocían desde hacía tiempo que el norte de África estaba perdido. Kesselring juzgó mal, por otro lado, las intenciones del mariscal Badoglio tras la destitución de Mussolini en julio de 1943, creyendo que el nuevo mandatario italiano cumpliría su promesa de que Italia seguiría luchando codo con codo junto a Alemania. «Kesselring es demasiado honesto para esos traidores natos», dijo de él Hitler, frase esta que Kesselring cita en sus memorias.
Finalmente, sin embargo, ni sus errores de apreciación respecto a la situación en Túnez ni su credulidad respecto a Badoglio influyeron decisivamente en el rumbo de los acontecimientos. Fue Hitler, y no Kesselring, quien insistió en seguir enviando tropas y suministros al norte de África en un vano esfuerzo por mantener a Italia en la contienda; y fue también Hitler quien, junto con el Alto Mando alemán, ordenó el envío constante de tropas a Italia desde el derrocamiento de Mussolini. Fue, no obstante, Kesselring quien, con su acostumbrada brillantez organizativa, supervisó la evacuación desde Sicilia de más de 60.000 soldados alemanes y de armamento de gran valor a través del estrecho de Mesina, y ello delante de las narices de Patton y Montgomery. De ahí que, cuando cayó Sicilia y se anunció el armisticio con Italia, Kesselring dispusiera de tropas con las que llevar a cabo una larga y extensa operación de entorpecimiento del avance aliado que hizo posible que Italia no cayera totalmente en manos de los Aliados hasta los últimos días de la guerra.
Kesselring no sólo supo prever el desembarco de los Aliados en Salerno con el puerto de Nápoles como objetivo, sino que instó a Hitler a permitirle defender Italia desde el sur de Roma. Rommel, ahora al mando del norte de Italia, había recomendado a Hitler replegarse hacia los Alpes. Pero esta vez fue Kesselring quien se salió con la suya. Recién nombrado jefe del Suroeste y del Grupo de Ejército C, ostentaba el mando directo de todas las fuerzas alemanas en el sur de Italia y no tenía ya que abrirse paso a través del campo de minas de la política. Tras la marcha de Rommel a Francia en noviembre de 1943, la defensa de Italia fue obra suya y sólo suya.
Aunque en Italia los efectivos de uno y otro bando estuvieron a menudo igualados o casi, Kesselring carecía de la potencia de fuego, el armamento, los efectivos aéreos y el suministro de combustible de los Aliados. Tenía a su favor, desde luego, las defensas naturales de ese país estrecho y extremadamente montañoso, pero no cabe duda de que su perspicacia militar fue crucial durante esta campaña larga y sangrienta. No sólo creó una serie de líneas defensivas de gran eficacia, sino que llegó a dominar magistralmente el arte de la retirada y la acción retardatriz. Tras obligar a los Aliados a replegarse hacia el mar en Salerno, retiró a sus fuerzas ordenadamente hasta la línea Gustav, una posición defensiva que recorría Italia a lo ancho a unos 95 kilómetros al sur de Roma, con la localidad de Casino como punto crítico. Durante casi seis meses, Kesselring contuvo allí a los Aliados antes de replegarse, con numerosas acciones de ralentización del avance enemigo, hasta la siguiente línea defensiva de importancia. Más tarde, sus tropas contuvieron a los Aliados hasta abril de 1945 a lo largo de la línea Gótica, que discurría entre Pisa, en el oeste, y Pésaro en la costa del Adriático. Es cierto que la invasión del sur de Francia debilitó a los Aliados y que el crudo invierno de 1944-1945 benefició a los alemanes, pero los ingeniosos preparativos defensivos de Kesselring, su perfecta apreciación del alcance y la ejecución de las acciones de retraso del enemigo y su habilidad para sacar el máximo partido a sus escasos recursos, hacen de él uno de los mejores comandantes alemanes de la contienda.
Kesselring resultó herido en un accidente de tráfico en octubre de 1944, pero regresó al frente a principios de 1945. En marzo de ese año se le concedió el dudoso honor de ostentar la comandancia de todas las fuerzas alemanas en el oeste. Es propio de él el que aceptara dicho puesto sin vacilar, a pesar de que Alemania se hallaba por entonces al borde del colapso total. Fue siempre, como dice al inicio de estas memorias, «un soldado en cuerpo y alma», y después de la contienda, cuando fue procesado como criminal de guerra, argüyó repetidamente en su defensa que no era más que un soldado honesto y que se había limitado a cumplir con su deber sin rechistar, como le habían enseñado.
¿Era esto una prueba de candor o sólo de cinismo? Resulta difícil saberlo. Kesselring era, desde luego, bastante simpático, y aunque sin duda no era un nazi en lo ideológico, juró lealtad a Hitler al igual que los demás comandantes y se negó a retractarse de su juramento hasta el amargo final. Desde marzo de 1945, el general Karl Wolff, el oficial de mayor graduación de las SS en Italia, le instó repetidamente a aceptar la rendición, pero el mariscal de campo se negó: la rendición contravenía las órdenes de Hitler y no había más que hablar. Ello, podría aducirse, hizo a Kesselring responsable de un sinfín de muertes innecesarias. Aunque hubiera accedido a los ruegos de Wolff en fecha tan tardía como la tercera semana de abril de 1945 (momento en el que la resistencia alemana en Italia se había derrumbado), podría haber evitado un par de semanas de derramamiento de sangre.
Hay, por otro lado, un grave interrogante que pende sobre Kesselring, un interrogante que a menudo se ha pasado por alto debido a su, por lo demás, atractiva personalidad y su brillantez como militar. Las tropas alemanas llevaron a cabo más de setecientas matanzas en Italia. Esto incluye la de Monte Sole, donde, a fines de septiembre de 1944, 965 hombres, mujeres y niños fueron asesinados en la peor masacre de civiles de Europa occidental.
Fue por estas atrocidades, y en especial por el fusilamiento de 335 hombres en las catacumbas Ardeatinas en marzo de 1944, por lo que Kesselring fue procesado por crímenes de guerra después de la contienda. No cabe duda de que la actividad de los partisanos complicó mucho la vida a Kesselring y a sus hombres en Italia. Nunca es fácil la ocupación de un país por una potencia extranjera (y menos aún si dicha potencia es sumamente impopular), y aparte de intentar mantener la línea del frente en circunstancias extremadamente difíciles, Kesselring tuvo que enfrentarse a repetidos actos de sabotaje y a la muerte de millares de soldados alemanes a manos de «facinerosos» italianos.
Como italianófilo que era, se resistió en principio a adoptar medidas represivas brutales, pero en la primavera de 1944 había llegado a la conclusión de que su blandura no daba resultados. En marzo de ese año, cuando los partisanos hicieron estallar una bomba en el centro de Roma, aceptó de buen grado la orden de Hitler de que se ejecutara a diez civiles por cada uno de los treinta y tres hombres de las SS que murieron en el atentado. De allí en adelante aplicaría esta ley del talión. En junio promulgó una orden en la que afirmaba: «La lucha contra los partisanos ha de llevarse a cabo con la mayor severidad y todos los medios a nuestra disposición. Respaldaré a cualquier comandante que rebase nuestra habitual contención a la hora de elegir la severidad de los métodos para combatir a los partisanos». Un par de semanas después añadió: «Donde haya un número considerable de grupos partisanos, se detendrá a una parte de la población masculina. En caso de que se cometan actos de violencia, dichos hombres serán fusilados. Ello se pondrá en conocimiento de la población. En caso de que desde algún pueblo se disparara a nuestras tropas, se prenderá fuego a dicho pueblo. Los autores materiales o los cabecillas serán ahorcados públicamente».
Kesselring era hombre de palabra. En el centro y norte de Italia numerosos hombres fueron apresados como rehenes, algunos perecieron colgados de las farolas y muchos otros fueron fusilados o quemados vivos en establos. En numerosas comarcas se impuso un auténtico reinado del terror, a pesar de que estas medidas draconianas no parecían surtir efecto: los partisanos siguieron socavando la campaña alemana en Italia hasta el final de la guerra.
Durante su juicio, Kesselring se defendió arguyendo que, en Italia, la lucha contra la resistencia estaba en manos de las SS y del servicio secreto alemán, lo cual no era del todo cierto. Aseguró, además, que dado que la actividad guerrillera era ilegal, los partisanos y cualquier persona vinculada a ellos habían perdido el derecho a la protección que dispensaban las normas internacionales de guerra. Esto era absurdo, naturalmente, si se tiene en cuenta que la invasión alemana de Holanda, un país neutral, en mayo de 1940 fue una violación del derecho internacional, al igual que el resto de las incontables atrocidades nazis.
A pesar de su profesión de inocencia, Kesselring fue hallado culpable y sentenciado a muerte. La intercesión de Churchill y Clement Attlee, entre otros, dio como resultado su indulto y la conmutación de su pena por la de cadena perpetua. Apenas cinco años después, en 1952, fue puesto en libertad en un acto de clemencia.
Fue durante esta época en prisión cuando Kesselring redactó sus memorias y algunos otros documentos para los americanos, especialmente acerca de la campaña en Italia. Su sentido del humor se hace patente en estas páginas, lo mismo que su tenacidad y su voluntad de hablar con Hitler con franqueza y hasta con brutalidad. Hay incluso una sección dedicada enteramente a la cuestión partisana. Estas memorias brindan una visión fascinante de la vida de un alto mando del ejército alemán que luchó en los principales teatros de operaciones de la guerra y son, por tanto, material de lectura imprescindible para quien busque una comprensión más profunda de la guerra y especialmente de las campañas de 1940 y de la lucha en el Mediterráneo.
Sin embargo, cuando se tiene en cuenta que diversos subordinados de Kesselring afrontaron penas de cárcel mucho mayores que él e incluso fueron ejecutados por llevar a cabo su brutal política antipartisana, se hace evidente que Kesselring escapó casi indemne. Murió en 1960, proclamando aún su inocencia, y su legado se ha preservado en muchos aspectos, aunque a menudo haya quedado oscurecido. Es en gran medida debido a ello, sospecho, por lo que todavía se le considera, en general, un nazi «bueno», un oponente digno y un militar de casta, como siempre aseguró ser.

JAMES HOLLAND

INTRODUCCIÓN

Podría decirse que Albrecht Kesselring fue uno (si no el mayor) de los grandes jefes militares alemanes de la Segunda Guerra Mundial: un comandante brillante, un oficial de estado mayor y un administrador comparable a Von Scharnhorst y al anciano Helmut von Moltke, generales que supieron trasladar al campo de batalla el fruto de su creatividad. No cabe duda de que fue, junto con un coetáneo británico de menor rango, el único oficial en ostentar un puesto militar de la más alta relevancia durante toda la guerra, sin interrupción.
Kesselring no buscó ni recibió la adulación pública que se derrochó en «prodigios propagandísticos» como los generales Guderian y Rommel. Con todo, su carisma era fuerte y sus logros sobresalientes. Ejerció, además, tanta influencia sobre Adolf Hitler (hombre escéptico y desconfiado) como el Reichsmarschall Hermann Göring y como el gran almirante Karl Dönitz, el favorito del Führer en sus últimos tiempos. Como cabría esperar de uno de los mejores cerebros que produjo el ejército bávaro, los logros de Kesselring, fruto de una energía y una seguridad en sí mismo desmedidas, fueron asombrosos. Fue él quien puso a la Reichswehr en la excelente posición administrativa que le condujo triunfalmente a la guerra; él quien estableció la estructura administrativa de la Luftwaffe, todavía secreta y embrionaria; y él quien, al ser nombrado por primera vez jefe de estado mayor (tras el accidente aéreo que costó la vida a Walter Wever), hizo de la Luftwaffe una fuerza de ataque y apoyo al ejército, separando expresamente de su orden de batalla a un elemento especializado en el bombardeo estratégico. Un militar capaz de levantar una fuerza aérea y de comandar la aviación en cuatro grandes campañas (Polonia, 1939; Holanda, Bélgica y Francia, 1940, Gran Bretaña, 1940-1941 y Rusia, 1941), antes de convertirse en comandante supremo de un teatro de operaciones cuyas responsabilidades atañían a las operaciones navales, aéreas y terrestres de las fuerzas del Eje en el frente, ha de ser, por fuerza, único. Ésos fueron los logros de este comandante de versatilidad extraordinaria que, al mismo tiempo, puso en juego sus dotes diplomáticas para limar asperezas entre los heterogéneos ejércitos de Alemania e Italia en el Mediterráneo y, de paso, estuvo a punto de derrotar a los británicos en 1943. No sólo supervisó una de las más brillantes acciones retardatrices de la historia militar, desde El Alamein al norte de Italia, durante un periodo superior a dos años, sino que al mismo tiempo tuvo que enfrentarse a las intrigas de los «compañeros» que pretendían destruirle.
Vale la pena señalar que estos recuerdos fueron escritos en secreto, de memoria (Kesselring no llevaba diario) mientras se hallaba en una prisión sombría, bajo la amenaza de su ejecución por crímenes de guerra (cometidos más bien por defecto que con premeditación) y que el más leve tropiezo por su parte podía comprometer asimismo la vida de compañeros sobre los que pesaba la misma condena. Da la medida de su talento el hecho de que, como un renacentista, dominara asimismo la tecnología y el vuelo; y que, hallándose en prisión, fuera capaz de alentar con su fortísimo carácter, entre otros, a un Göring marchito para que se condujera con valor. Él mismo pasó un calvario de juicios y tribulaciones (que estuvieron a punto de doblegar su espíritu) con su famosa y perenne sonrisa siempre a la vista, en paz consigo mismo y en posesión del respeto reconocido de muchos de sus enemigos, lo cual le salvó la vida y le valió la conmutación de la pena. En efecto, es propio de un miembro de una distinguida familia de la aristocracia bávara el que sobreviviera con la integridad intacta (salvo alguna excepción) y a pesar de sus vínculos, estrechos y prolongados, con algunos de los personajes más perversos del régimen nazi.
Como otros entre la flor y nata del Alto Mando alemán, Kesselring llevó a cabo un peligroso ejercicio de equilibrismo, buscando servir lealmente a su país pese a saber que éste se hallaba embarcado en una aventura suicida, al tiempo que se hacía escuchar sutilmente por hombres que desconfiaban profundamente de él y a los que se refería en aquel momento como «bandidos». La guerra destruyó muchos de los valores en los que creía, pero aun así, en medio de la debacle que siguió a la contienda, supo ser magnánimo con aquellos que le hicieron tan difícil la vida y el desempeño de sus deberes. Sumamente crítico con Hitler, como lo fue siempre, pudo pese a todo anotar circunstancias en descargo de un dirigente que condujo a la ruina tanto a la Wehrmacht como al Reich. En muchos aspectos consideraba a Rommel un hombre mediocre y desagradable, y sin embargo ahorra al lector lo que fácilmente podría haberse convertido en un ejercicio de ensañamiento contra un general cuya «insultante grosería» para con los subordinados Kesselring desaprobaba rotundamente y cuyas decisiones ope-racionales resultaban a menudo sumamente sospechosas. No recoge en sus memorias su opinión de que «si no hubiera sido de Württemberg, quizá se le podría haber dicho algo» acerca de su rudeza, y sin embargo le elogia con generosidad siempre que encuentra razón para ello, e intenta después de la guerra restañar la brecha con su familia. En cuestión de principios era, sin embargo, implacable. Hasta su muerte en 1960 detestó a los comunistas, cuyas actividades justificaron su apoyo al rabioso Partido Nazi. Ello explica la postura ultraderechista que adoptó tras su puesta en libertad en 1952 y que le granjeó un rechazo considerable por parte de personas que creían que lo pasado, pasado estaba.
Estas Memorias han de leerse como un documento de su tiempo, escrito por un gran hombre que había pasado por un calvario. Un hombre que había conocido el triunfo y la tragedia, el éxito y la adversidad, en sus extremos más opuestos. Un oficial que había ejercido su dominio sobre los más poderosos del país y que incluso logró controlar hasta cierto punto a Adolf Hitler, el más desconfiado y desencaminado de los cancilleres y los comandantes supremos. Un aviador osado que aprendió a volar a la tardía edad de 48 años, que pilotó en numerosas misiones operativas para ver las cosas con sus propios ojos y que fue derribado cinco veces. Una figura polémica que solía anteponer el bienestar del Estado y la Wehrmacht a consideraciones corporativas, lo que le valió numerosos reproches de antiguos compañeros del Ejército y la Luftwaffe que consideraban que había traicionado sus intereses. Por encima de todo, un auténtico torbellino cuyo estilo y sentido del humor le elevaban muy por encima de la caricatura popular del militar alemán rígido y falto de imaginación. Sus Memorias, publicadas en 1953, fueron de las primeras escritas por un alto cargo del ejército alemán, en un momento en que los recuerdos del conflicto reciente eran aún amargos y antes de que el tapiz de la historia tomara forma.
Esta nueva edición, publicada diez años después de mi biografía de Kesselring, permite leer sus Memorias bajo una nueva luz, con la perspectiva que da el tiempo, y traer el recuerdo del mariscal de campo a la atención de quienes quizá ni siquiera hayan oído hablar de un personaje tan sobresaliente.

KENNETH MACKSEY 1988

PREFACIO

Los años que pasé en prisión fueron un camino que tuve que transitar antes de empezar a comprender los enigmas de la vida, o así se me antoja ahora que, pasados los años, he tenido tiempo para la reflexión. Allí, mis pensamientos se veían atraídos por el pasado como por un imán. Quería aclarar mis ideas acerca de los acontecimientos del ayer, con la esperanza de comprender, quizá, el presente y de confiar en el mañana.
Tras el primer año (que pasé en el campo de prisioneros americano de Mondorf, cerca de Luxemburgo, y en el centro de internamiento de Nüremberg, donde sólo se nos permitía echar un vistazo subrepticio al Stars and Stripes, el órgano del ejército americano), desde mediados de 1946 pude estudiar obras de ciencia militar. Además, los periódicos, revistas y libros de muy diversos países me brindaron una visión más profunda de los acontecimientos y las tendencias del mundo contemporáneo. A través de publicaciones extranjeras me familiaricé con las ideas imperantes en Norteamérica, Gran Bretaña, Francia, Suiza, Italia y también, en menor medida, con las ideas soviéticas. La prensa alemana, sometida a controles, tenía poco que ofrecerme, de ahí que siempre agradeciera la abundancia y la variedad de periódicos foráneos a través de los cuales tuve acceso, pese a estar aislado del mundo exterior, a todos los asuntos que me interesaban y de los que yo suponía se informaba con la suficiente precisión. No obstante, muchas de esas lecturas me parecían insatisfactorias. Los libros novedosos y los comentarios editoriales sólo son útiles si surgen del afán de servir a la verdad. Muchas noticias «históricas», sin embargo, hacían que uno se sintiera ciertamente incómodo.
En otros países, muchos de los principales actores del drama han pintado desde su memoria personal un cuadro lo más detallado posible de lo que sucedía en su bando; faltan, en cambio, los recuerdos de los protagonistas alemanes. De ahí que el historiador carezca de un elemento esencial. Puede que mucha gente se alegre de saber por qué y cómo, en tal o cual situación, se prefirió tomar un rumbo a otro, y qué motivos influyeron en las decisiones, grandes y pequeñas, de quienes tenían que tomarlas.
Resolví, por tanto, tomar la pluma y hacer mi contribución. Intentaré hablar únicamente de situaciones en las que me vi implicado o en las que pude formarme una idea más o menos cabal de lo que estaba sucediendo.
Lo que me dispongo a escribir versa, dentro de la medida de mis capacidades, sobre personas y circunstancias tal y como me parecieron en su momento. Soy consciente, desde luego, de que por más que aspire a la objetividad puede que, en última instancia, me quede en lo subjetivo o, en todo caso, dé esa impresión. Pero el lector no tendrá motivo para acusarme de intentar dar a entender que siempre tuve razón. Nadie es infalible en sus juicios ni en su conducta, y yo mismo reconozco voluntariamente los errores que ahora tengo por tales. Un hombre con la experiencia de toda una vida a sus espaldas no debe eludir el deber del examen de conciencia y la confesión sincera. Relatos como éste exigen, por encima de todo, franqueza personal, es decir, la voluntad de poner por escrito los motivos y las acciones de uno tal y como se concibieron en su momento. El hecho de que, hasta la fecha, dicho deber se haya eludido á menudo no justifica el que yo siga un precedente que considero equivocado.
Si el lector desea comprender mis actos, habrá de tener paciencia mientras esbozo mi bagaje personal. Un breve resumen tal vez ponga de manifiesto que la vida castrense es mucho más que «jugar a los soldaditos» y que exige un arduo esfuerzo físico y psicológico y una gran responsabilidad.

EL AUTOR

Albert Kesselring (1885-1960), mariscal de campo alemán, afable y extrovertido, era conocido como «el sonriente Albert». Nació en Marktsteft, hijo de padres profesores. Se unió al Ejército alemán en 1904. Durante la Primera Guerra Mundial sirvió en varios mandos de cuerpos y divisiones. En 1936 fue nombrado jefe del Estado Mayor de las Fuerzas Aéreas. Participó en las campañas de Polonia y Francia. Durante La Batalla de Inglaterra se Le encargó dirigir La ofensiva aérea sobre Londres. En diciembre de 1941 fue nombrado comandante en jefe Sur, al mando de todas las fuerzas aéreas del Mediterráneo, repartiéndose con el mariscal Rommel La dirección de La campaña de África. En otoño de 1943 recibió el mando sobre las fuerzas alemanas en Italia, en donde supo organizar una férrea defensa a Lo largo de la península, obstaculizando el avance de los Aliados. El 25 de octubre de 1944 resultó gravemente herido en un accidente. Una vez recuperado, en marzo de 1945, fue nombrado comandante en jefe del Frente Occidental y posteriormente comandante en jefe Sur. Tras La rendición alemana, fue encarcelado en Italia. Condenado a muerte como criminal de guerra en 1946, se le conmutó la pena por la de cadena perpetua, aunque fue liberado en 1952 por razones de salud. Al año siguiente publicó su autobiografía.