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Catolicismo y Nacionalismo

 

Alberto Ezcurra Medrano

Catolicismo y Nacionalismo - Alberto Ezcurra Medrano

118 páginas
Editorial Cruz y Fierro
1991

Encuadernación rústica
 Precio para Argentina: 30 pesos
 Precio internacional: 9 euros

La Argentina no se reencontrara a sí misma sin el retorno a sus orígenes. No la salvarán los planes económicos, la urnolatría democrática ni los golpes militares sino el regreso a la Fe. a Dios y a sus mandamientos, el reconocimiento de la Realeza del Verbo Encarnado, la instauración de la Patria en Cristo, que es la única posible civilización del Amor. Por eso el Nacionalismo debe caracterizarse por su respeto a lo tradicional, por la vuelta a lo que hay de eterno en el pasado.
Y por ello, el Nuevo Orden Internacional, que se construye ignorando al Único Rey Divino, no solo aparece como un nuevo intento de edificar al mun­do como una nueva Torre de Babel, sino que de lograrse —cosa que dudamos— solo podrá ofrecer una base material apta para el reinado del Anticristo.

 

ÍNDICE

Prólogo a la Presente Edición, P.Alberto Ignacio Ezcurra    11
Prólogo       19
Ubicación del Nacionalismo            21
El Estado Nacionalista y el Catolicismo       33
El Estado Nacionalista Argentino y el Catolicismo   53
Iglesia y Estado       69
Epílogo       89
Apéndice    91
Breve Semblanza y Antología del Autor. Ignacio Martín Cloppet    95

LA OBRA

Catolicismo y Nacionalismo fue publicado por primera vez en el año 1936. y reeditado en 1939 por ediciones Adsum, sello editorial de los Cursos de Cultura Católica, de los que Ezcurra Medrano fuera uno de sus destacados protagonistas.
Comienza el autor por ubicar al Nacionalismo en el contexto histórico de la Apostasía Universal, proceso al que análoga con el de la apostasía individual. Porque es en este contexto trágico que surge el Nacionalismo como una reac­ción viril y apasionada. Pero, sin em­bargo, se trata de una reacción política que para no terminar siendo un puro voluntarismo necesita del ordenamiento y de la sujeción hacia y a la Fe. Y es aquí cuando el otro término de este binomio analizado por Ezcurra Medrano, entra a jugar un papel relevante: el Catolicismo.
El Nacionalismo sera católico o no sera. Porque su fin no es otro mas que la búsqueda de la restauración de todas las cosas de la Patria en Cristo. El Naciona­lismo no debe olvidar que si bien es una reacción esencialmente política, el mal que combate no es exclusivamente po­lítico, ni siquiera principalmente politico, sino que obedece a causas filosóficas y religiosas a las cuales necesita remon­tarse para acertar en su acción política.
Desde la Cátedra de Pedro, se exalta permanentemente el amor a las fisono­mías cristianas de las naciones, así como la legitimidad y la impostergabilidad de la lucha en defensa de esas identidades cristianas de los pueblos. El ¡Abrid de par en par las puertas a Cristo! del ac­tual Pontífice, es el eco de aquel inolvi­dable Omnia instaurare in Christo pronunciado por San Pío X. Las lecturas de estas páginas que aquí se reeditan serán una guía insustituible para quienes persigan este propósito con tenacidad militante.

EL AUTOR

Don Alberto Ezcurra Medrano nació en Buenos Aires el 28 de junio de 1909. Se dedicó desde muy joven a la investi­gación histórica, a la literatura, al pe­riodismo, a la política, y en todas esas manifestaciones espirituales dejó im­presa su doble e inequívoca condición de católico y nacionalista.
Considerado el precursor y el fun­dador de la historiografía revisionista argentina, inició su prédica sostenida en el año 1929 desde las páginas de El Baluarte y La Nueva República, cola­borando posteriormente con las re­vistas Crisol, Sueva Política. Ofensiva, Cabildo, El Pampero, El Federal, Sexto Continente y el Boletín del Instituto Juan Manuel de Rosas de Investiga-clones Históricas, desde el que publi­có artículos notables.
Conferencista y docente infatigable, su pasión por la justicia y por la verdad histórica y política en la Argentina, lo llevó a integrar organismos e institu­ciones como la Junta Americana de Homenaje y Repatriación de los restos del Brigadier General Don Juan Ma­nuel de Rosas, la Comisión de Home­naje al Combate de la Vuelta de Obli­gado y la Junta de Recuperación de las Malvinas.
Es autor de verdaderos clásicos del revisionismo histórico, como Sarmiento Masón, Las otras tablas de sangre. La independencia del Para­guay, historia de una desmembración histórica y de siete libros inéditos so­bre cuestiones teológicas, uno de los cuales —Historia del Anticristo— fue publicado y presentado hace pocos años. La compilación de sus artículos y ensayos demandaría una gran canti­dad de volúmenes.
Murió en Buenos Aires, en 1982, dejando una familia de honda raigam­bre católica y nacionalista.

Prólogo a la presente edición

a la memoria de mi padre, autor de este libro.

La presente edición de "Catolicismo y Nacio­nalismo" es la tercera y reproduce fielmente la segunda, publicada en 1939 por Adsum, se­llo editorial de los Cursos de Cultura Católica. No sorprenderán por tanto al lector diversas afirmaciones y juicios circunstanciales, refe­ridos tanto a la situación de la Iglesia como a los movimientos nacionalistas europeos que, válidas para el momento en que fueron escri­tas, no conservan hoy la misma vigencia.
Sin embargo, al releer estas páginas des­pués de mucho tiempo, consideramos que los principios fundamentales en ellas expuestos conservan permanente validez y son por lo tanto capaces de iluminar la inteligencia y de orientar la militancia de quienes aún creemos en la coherencia existente entre la verdad humana del nacionalismo y la verdad revela­da de nuestra fe católica.
Comienza el autor por ubicar al naciona­lismo en el contexto histórico de la Apostasía universal, la Revolución anticristiana o pro­gresiva desarticulación del Orden medieval, causa de una radical inversión que intenta edificar la sociedad sobre la voluntad del hombre, en lugar de fundarla sobre la volun­tad de Dios.
Explica el proceso de la Apostasía universal por analogía con la apostasía del individuo, que afecta a éste de modo sucesivo en sus di­versas potencias.
«Lo primero que cedió en la Cristiandad medieval fue la sensibilidad, o sea el arte (Renacimiento) y la voluntad, o sea la política (rebelión de Felipe el Hermoso contra el Pa­pado); luego se corrompió el alma o sea la Religión (Reforma); después la inteligencia o sea la filosofía (Racionalismo cartesiano); más tarde y en forma definitiva la política (Demo­cracia); y finalmente predominó el estómago, o sea la economía (Capitalismo)» (p. 23).
En este contexto de disgregación surge el Nacionalismo como reacción frente a la Apostasía. Es la reacción política, o sea de la voluntad. Pero la voluntad es una potencia ciega que, para encontrar el camino correcto, debe ser iluminada por la inteligencia y ésta, a su vez, para ser plena, necesita de la luz sobrenatural de la Fe.
Sin ello sería el Nacionalismo una reacción parcial e ineficaz, como lo es el Socialismo, reacción estomacal e instintiva, que ataca los efectos del Capitalismo pero se solidariza con las causas. Mero cambio de postura del hom­bre y de la sociedad enfermos, que en vez de sanar la enfermedad termina por transfor­marse en un nuevo avance del proceso de­sintegrador.
Entre el Catolicismo y la Apostasía el Estado nacionalista tiene que definirse. El laicismo, pretendida neutralidad y actitud típica del Estado liberal, es ya una definición en sentido contrario. También valen para la sociedad las palabras del Señor: «El que no está conmigo está contra mí». Y, si se pretende esquivar la definición doctrinal, las situaciones concretas exigirán soluciones prácticas que, al no estar iluminadas por la claridad de la doctrina, re­sultarán por lo general equivocadas.
El autor no se limita a explicar estos prin­cipios generales. Expone con espíritu crítico las diversas actitudes de los movimientos na­cionalistas que ejercían el poder en la Europa contemporánea. Denuncia como un peligro la mentalidad de algunos nacionalistas que con­ciben a la Iglesia como una institución pura­mente humana y sujeta al poder político del Estado. Refuta la capciosa objeción de los católicos que pretenden identificar al Nacio­nalismo con la violencia —juzgando errónea­mente a esta como algo «intrínsecamente perverso».
Valga como conclusión de esta parte la advertencia de que «el Nacionalismo jamás debe perder de vista su ubicación en el terri­ble drama de la Cristiandad. Jamás debe ol­vidar su gloriosa calidad de reacción contra la Apostasía. No debe olvidar que si bien es una reacción esencialmente política, el mal que combate no es exclusivamente político, ni siquiera principalmente político, sino que obedece a causas filosóficas y religiosas a las cuales necesita remontarse para acertar en su acción política» (p. 38).
Si los principios expuestos tienen valor universal, y su aplicación es posible y nece­saria en las naciones de occidente, con cuánta mayor razón debe asumirlos el Nacionalismo argentino y no sólo por razones doctrinales, sino también históricas y culturales.
La razón de esto es nuestra Tradición, que es católica y no liberal. El liberalismo es para nuestra Patria una enfermedad y la enferme­dad —como bien lo recuerda Castellani— no constituye la Tradición.
La Argentina nació católica, fundada por aquellos que trajeron de España, junto a la espada de los conquistadores la Cruz de los misioneros. Nació católica a la vida indepen­diente, con hombres como San Martín y Bel-grano, que confiaban la suerte de sus ejércitos libertadores a la protección de la Virgen Generala.
La Argentina nació mariana y la presencia y protección de la Madre de Dios se manifesté) en ella desde el Valle a Itatí, del Carmen al Rosario, del Milagro a María Auxiliadora. Es vana retórica de maestra sarmientina la que atribuye el color de nuestra bandera al «azul del cielo» o a las «nieves de la cordillera». Por voluntad expresa de su creador nuestra ban­dera lleva los colores del manto de la Virgen Inmaculada «en su advocación de Nuestra Señora de Lujan».
Después vinieron los «próceres» de las logias, los doctorcitos unitarios de Buenos Aires, de espaldas a la realidad del país, traidores a la Patria y a la Fe. Los que nos dieron una Constitución copiada de los Estados Unidos que tibiamente «sostiene» la religión católica.
Los que nos vaciaron el alma desde la es­cuela sin Dios, e hicieron de nosotros una fac­toría, a veces próspera, otras empobrecida, pero siempre dependiente y ajena a su destino y a su misión.
La Argentina no se reencontrará a sí mis­ma sin el retorno a sus orígenes. No la salva­rán los planes económicos, la urnolatría de­mocrática ni los golpes militares, sino el re­greso a la Fe, a Dios y a sus mandamientos, el reconocimiento de la realeza del Verbo En­carnado, la instauración de la Patria en Cristo —que es la única posible «civilización del Amor»—. Por eso «el Nacionalismo debe ca­racterizarse por su respeto a lo tradicional, por la vuelta a lo que hay de eterno en el pa­sado» (p. 53).
En la última parte de la obra se refiere el autor a las relaciones que deben establecerse entre la Iglesia y el Estado. El capítulo cons­tituye una buena síntesis de la doctrina tra­dicional, tal como puede encontrarse en cual­quiera de los manuales clásicos que al tratar el tema exponen sus principios y conclusiones como algo común y pacíficamente aceptado.
Sin embargo, al leer estas páginas escritas hace medio siglo, sus afirmaciones pueden aparecer como cosa de otros tiempos, opi­niones «superadas», y resultar sorprendentes e incluso chocantes para muchos católicos desprevenidos. Tanto han cambiado las cosas, no sólo en la praxis eclesiástica, sino también en las enseñanzas del Concilio Vaticano II, tal como se hallan expuestas en el decreto «Dignitatis Humanas», sobre la libertad religiosa.
Para algunos —Monseñor Marcel Lefebvre, por ejemplo— este decreto conlleva una rup­tura escandalosa con la doctrina tradicional, un triunfo del espíritu masónico de la Revo­lución Francesa, una aceptación acrítica de las tesis liberales, que colocan a la Iglesia Católica en un mismo nivel con las falsas religiones.
Otros, como el Padre Julio Meinvielle, in­tentan salvar la continuidad del magisterio, explicando los textos conciliares como un es­fuerzo supremo —y limítrofe— de la Iglesia, en su caridad para ganar al hombre contem­poráneo, que se ha vuelto incapaz de com­prenderla.
Parecería sin embargo, que la contradic­ción se encuentra ínsita en el mismo texto del decreto, que comienza afirmando su conti­nuidad con el magisterio anterior, para ex­playarse luego en afirmaciones que no se ve cómo puedan conciliarse con las enseñanzas pontificias que van desde el Syllabus de Pío IX hasta los discursos de Pío XII sobre las rela­ciones entre Iglesia y Estado.
Pensamos que no puede considerarse un tema cerrado para la discusión teológica, y que canalizarla será una de las funciones de la Pontificia Comisión «Ecclesia Dei», instituida por Juan Pablo II para el diálogo con los ca­tólicos tradicionales.
Una aclaración que nos parece necesaria para orientar la lectura de este libro se refiere al cambio de las circunstancias históricas.
El libro fue escrito cuando se preveía el derrumbe estrepitoso de las democracias li­berales y amenazaba violenta la revolución comunista. En esta situación surgen con fuer­za los movimientos nacionalistas, que toman el poder en algunas naciones europeas y flo­recen con suerte y orientaciones diversas en casi todas partes del mundo.
Derrotados los nacionalismos en la Se­gunda Guerra Mundial por la alianza de las democracias capitalistas con el comunismo soviético, los vencedores se reparten el do­minio mundial en el cónclave de Yalta y vivi­mos la guerra fría y el equilibrio inestable de poder entre los dos bloques imperialistas, hasta que en 1989 se produce el derrumbe inesperado del bloque comunista, hecho que analiza magistralmente Juan Pablo II en la encíclica «Centesimus Annus».
Hoy el mundo parece encaminarse hacia un «Nuevo Orden Internacional», bajo el dominio de un solo centro de poder, el «hermano grande» norteamericano, vigilante universal encargado de velar por el mismo e imponer a los díscolos la democracia partidocrática, el capitalismo de mercado, el estilo de vida americano y el cumplimiento de las más ar­bitrarias resoluciones de las Naciones Unidas.
En lugar de la euforia nacionalista se vive hoy el tiempo de las soberanías limitadas, de la dependencia, de la sujeción al «imperialis­mo internacional del dinero», del interven­cionismo discrecional y descarado.
En este ambiente sufren los creyentes la tentación de confundir el espíritu universal del catolicismo, que respeta y asume todo lo verdadero y positivo de las culturas naciona­les, con el internacionalismo nivelador y masificante. Corren el riesgo de pensar que todo nacionalismo es aislamiento, egoísmo, cerrazón y xenofobia, de perder hasta el sen­tido mismo de la Patria y de convertirse, en el espíritu de la «Nueva Era», a la religión de la humanidad.
Por eso el tiempo presente nos exige no sólo orientar al nacionalismo en el sentido de la Verdad católica, mostrar la coherencia entre catolicismo y nacionalismo, sino tam­bién y ante todo justificar la existencia misma de la Nación como algo que deriva del Orden Natural, es decir, querido por Dios e irreem­plazable. Sigue siendo vigente aquello de Castellani:
pues creemos que hoy el único vivir civilizado es dentro de naciones en soberano estado...
La unidad verdadera en Cristo supone la armónica conjugación de aquello que es di­ferente. La unificación niveladora en una in­versión y caricatura satánica de la verdadera unidad.
Por ello, el Nuevo Orden Internacional, que se construye ignorando al único Rey divino, no sólo aparece como un nuevo intento de edificar al mundo como una nueva Torre de Babel, sino que de lograrse —cosa que duda­mos— sólo podrá ofrecer una base material apta para el reinado del Anticristo.
P. Alberto Ignacio Ezcurra

Prólogo

Vamos a trazar en estas páginas, un rápido es­quema de las relaciones entre esa verdad abso­luta y divina que es el Catolicismo y esa otra verdad parcial y humana —pero verdad al fin— que puede y debe ser el Nacionalismo. Es urgente hacerlo, porque la confusión al res­pecto es grande. Muchas veces se ha confundi­do el nacionalismo legítimo y verdadero con aquel nacionalismo exagerado que la Iglesia condena; y muchas veces también, se ha dado pie para que esa confusión exista. Dios quiera que nuestro trabajo contribuya a disiparla.
Para ello comenzaremos por ubicar al Na­cionalismo en ese terrible drama de la Cris­tiandad que comienza por la Apostasía religiosa y termina con el liberalismo económico y la correspondiente reacción socialista. Esa ubi­cación es indispensable si se quiere comprender al movimiento nacionalista, que no debe ser contemplado ni juzgado en abstracto, fuera del espacio y del tiempo. Luego veremos la necesi­dad de que ese Estado nacionalista, cuya esencia ya hemos ubicado, se defina —y lo haga afirmativamente— frente a esa Verdad revelada, a la cual naturalmente se inclina. Estudiaremos a continuación el caso concreto del Estado Argentino, sobre el cual pesan seis siglos de tradición católica que no puede despreciar sin traicionarse. Y finalmente, nos ocuparemos de aclarar algunos puntos referentes a las rela­ciones de la Iglesia y el Estado.
Una cosa deseamos ante todo, y es no au­mentar la confusión. Por eso advertimos que al sostener que el Nacionalismo debe ser católico, más aún, que tiende naturalmente a serlo, no pretendemos que la Iglesia deba ser naciona­lista. La Iglesia es indiferente ante las formas políticas, y mal puede ligarse a ninguna porque está por encima de ellas. Pero —en la realidad histórica— las formas políticas no son indife­rentes ante la Iglesia. Unas han nacido bajo el signo del Error y éste las ha penetrado hasta la médula. Otras han nacido como reacción contra el Error, buscan a tientas la Verdad, y muchas veces la encuentran. Entre estas últi­mas está el Nacionalismo. Roguemos a Dios porque la encuentre siempre. Y cuando esté desorientado, ayudémosle a ver, en vez de re­procharle su ceguera.
Alberto Ezcurra Medrano