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San Martín en su conflicto con los liberales

 

Carlos Steffens Soler

San Martín en su conflicto con los liberales - Carlos Steffens Soler

312 páginas
Editorial Huemul
1983

Encuadernación rústica
 Precio para Argentina: 38 pesos
 Precio internacional: 9 euro
s

El libro que en este momento tiene entre sus manos es un alegato. Audaz, desafiante, polémico, poco o nada agradable ni aceptable si el lector es un convencional y sumiso creyente de la historia oficial, con sus dogmas e imposturas maniqueístas. En cambio, si dispone de esa libertad de espíritu que caracteriza a los hijos de Dios y que lo pone a resguardo de los "mass media", el libro le resultará no solo atrayente sino convincente, no solo interesante sino apasionante. Porque aquí surge, nada menos, que un San Martín nuevo, más de carne y hueso que el que elaboró Mitre o imaginó Levene para consumo y provecho de la República Liberal.
Por supuesto que su autor no es un recién llegado al campo de la historia ni del derecho ni de la política ni de la polémica ni del periodismo. Enfrentó, por ejemplo, al soberbio Lisandro de la Torre en 1937 desde las páginas de "La Fronda" o al doctor Ricardo Rojas en 1939. Describió a la Masonería desde la revista del Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas y analizó el comportamiento de figuras del paraíso oficial como Urquiza y Marco Avellaneda. Todo ello mientras desarrollaba una intensa actividad profesional que culminaría como miembro del Superior Tribunal de Justicia de San Luis, provincia donde se encuentra radicado desde hace largo tiempo, carrera judicial paralela a la docente que llevó a cabo entre otros lugares en la Universidad de La Plata.

 

ÍNDICE


A MANERA DE INTRODUCCIÓN
Federico Ibarguren       . . . .
CAPITULO PRIMERO
SAN MARTÍN Y NOSOTROS LOS ARGENTINOS (A la manera de prólogo)                   9
CAPITULO SEGUNDO
El renunciamiento de San Martín según Mitre — El renunciamiento de San Martín según San
Martín — Ricardo Rojas consagra el nacimiento de la historia científica en el país — El héroe de
la inteligencia — El espíritu inmortal de Fray Gerundio de Campazas — Levene no galopa a la
zaga — Los sembradores de cultura         27
CAPITULO TERCERO
El renunciamiento de San Martín visto por el general Guido — Recriminaciones amargas — La
respuesta de San Martín — Las actividades secretas — Explicaciones que Guido esperó en va-
no — Una carta de Balcarce a Mitre — Honni soit qui mal y pense             33
CAPITULO CUARTO
La imagen de San Martín al trasluz de la historia oficial — El héroe deshumanizado — El es-
quema simplista: "Civilización y barbarie" — La solución historiográfica de Mitre — Las
dos cuerdas en el arco de San Martín, según Mitre — El juramento de San Martín en la ma-
sonería inglesa — La información de Mitre es la aceptable — El informe de Felipe Contucci —
La masonería de San Martín y los desvaríos de los polemistas católicos — Las tiranías constitucionales —Manera de entender a San Martín en el mundo político            43
CAPITULO QUINTO
La paz con España — Presupuestos oscilantes de la política británica en el Río de la Plata — Los Tory, los Wigs y los comerciantes ingleses — Significado político y jurídico de la desobediencia de San Martín — Su criterio en el conflicto entre Buenos Aires y las provincias — El informe de Abreu a Fernando VII— Actitudes contradictorias y equívocas de San Martín — Su definición en Punchauca — Mitre dilucida limpiamente el fondo del asunto — El camino sin salida            73
CAPITULO SEXTO
Pacífico Otero y Ricardo Rojas aspiran en vano rescatar la indiscreción de Mitre — El informe
de San Martín a Miller acerca de Punchauca — Un borrador de Guido — La carta de Rufino
San Martín al Libertador — Lo que piensan San Martín y Abreu sobre el fracaso de Punchauca — La actitud contradictoria del general Valdés y la explicación que nos da el "Venerable" Valdés — Las logias anglo-española y anglo-americana en febril actividad — Los futuros tratados comerciales con España — Belgrano se resiste a prestar colaboración a la logia del Perú — Su opinión última sobre los liberales y acerca del conflicto con las provincias — La gran monarquía que uniría a Perú, Chile y la Confederación Argentina — El testimonio de García del Río — Prestigio multar y político de San Martín — El informe del almirante Bowles — El diario del capitán Basilio Hall —
La solidaridad incondicional de los caudillos a los proyectos de San Martín — Una carta de
Facundo Quiroga — El ejército de los Andes y los planes monárquicos — El informe de Abreu
a Fernando VII 105
CAPITULO SÉPTIMO
San Martín en el Perú — El hito histórico—Có­mo se perdía la ciudadanía en el Perú — El es­píritu ausente de San Martín en la Argentina ...125
CAPITULO OCTAVO
La guerra religiosa — El estatuto dado por San Martín en el Perú — Enérgica imposición del dogma católico — Extremas exigencias del Pro­tector en materia religiosa — Las explicaciones de San Martín al espía inglés Basilio Hall — Pa­ralelo entre lo que San Martín exigía en el Perú en materia religiosa y lo que Rivadavia urdía en Buenos Aires y del Carril en San Juan — San Martín y Rivadavia frente a las exigencias de Inglaterra en materia religiosa — "La religión verdadera" y el Reverendo Amstrong — Las amnesias de Borges — La penetración comercial inglesa y los gauchos salvajes y católicos — De­ficiencias culturales de Ferns — La intensidad del sentimiento católico en la Argentina — La ubicación de San Martín y Rivadavia en el pro­ceso histórico liberal — Piccirilli, mitológico y fatalista .................................. 133
CAPITULO NOVENO
Los tramos finales del "camino sin salida" — Las últimas tentativas de paz con España — La carta a La Serna — Su insistencia en los trata­dos comerciales con España — La carta al gene­ral Canterac — Guayaquil — La ninguna impor­tancia de la carta del francés Lafond — El juicio de San Martín acerca de Bolívar — La carta a Guido — Los temas de Guayaquil — Secreto no es sinónimo de misterio — La obli­gación contraída por San Martín de establecer repúblicas en América, es exigencia inglesa — Las instrucciones reservadas dadas por Puey-rredón — La renuncia de San Martín; la carta de Rancagua — La sorpresiva e inquebrantable de­cisión de abandonar el Perú — El relato de Gui­do en la "Revista de Buenos Aires" — San Mar­tín y los "encantos de una vida agricultora" — Escepticismo inglés — La masonería se reserva el interesante derecho de asesinar a los masones rebeldes — San Martín iba a ser detenido "como a un facineroso" — La intervención de del Carril — Las ideas políticas de los liberales y su manera de ejecutarlas — Las epístolas ejempla­res de del Carril — El ofrecimiento del general Estanislao López a San Martin — La necesidad de exterminar a uno de los dos bandos ..... 165
CAPITULO DÉCIMO
Mitre lo persigue a San Martín con temibles imágenes literarias — Algo más acerca del des­prestigio político y militar de San Martín — Posición política de Mitre: equilibrios y acro­bacias para salvar a la república y a la democra­cia — La opinión de Guido — Para el almirante Bowles, San Martín es prenda de unión en el Virreinato — Una carta de San Martín al general Ramón Castilla confirma la real significación política que tuvo en la Confederación Argenti­na — Los verdaderos sentimientos argentinos frente a un San Martín medieval y reaccionario — Algunas verdades prófugas de la obra de Ri­cardo Rojas — Rosas mantiene la línea política y religiosa de San Martín: su consagración ....    187
CAPITULO DÉCIMO PRIMERO
San Martín y Dorrego — El fusilamiento de Dorrego — El "happy end" de la historia oficial —
El autor y los instigadores — El descubrimiento del Padre Furlong — Las fuentes inglesas —
La carta de lord Ponsonby a Dorrego — El informe secreto del cónsul francés — La actitud
de San Martín en Montevideo — Inglaterra desencadena el terror             207
CAPITULO DÉCIMO SEGUNDO
San Martín desfigurado en los altares cívicos — La técnica de un procedimiento historiográfico — Rivadavia en la "Historia de Belgrano" y en la "Historia de San Martín" — San Martín responsable de las guerras civiles — Un pase de la más bizarra tauromaquia — El encubrimiento de Bolívar y Rivadavia a expensas de San Mar­tín — Las deficiencias intelectuales de San Mar­tín — Sus errores políticos y su estrechez de cri­terio que comparte con Rosas — La calumnia encubierta — La mala fama de San Martín — San Martín ladrón — El Rey José — Una carta de Lavalle — Los motivos de Mitre, su superioridad entre los liberales de su tiempo — Su
clara visión acerca de las relaciones entre la historia y la política — Cómo se apodera del archivo de San Martín — Caen en sus manos los documentos más importantes de la historia argentina  225
CAPITULO DECIMOTERCERO
Independencia y desintegración — San Martín en el Congreso de Tucumán — La Confedera­ción convulsionada v militarmente vencida — Los que se abrieron — La Dinastía del Inca — Las razones de los que peleaban y las de los que hablaban — La desintegración definitiva y el triunfo de la política de los industriales ingle­ses — San Martín primero y Bolívar después, fueron los grandes derrotados en América ....    245
CAPITULO DECIMOCUARTO
La secuela de Guayaquil              261
La Argentina en la época del Congreso de Tucumán, según un mapa del Virreynato del Río de la Plata de 1796              275
Mapa del Virreynato del Río de la Plata de 1796. .    277

APÉNDICE A
Declaración del Episcopado Argentino sobre la masonería (1959)            279
APÉNDICE B
Respuesta de la Gran Logia de la Argentina, a la "Declaración del Episcopado Argentino sobre la masonería" (1959)       287
APÉNDICE C
Carta de San Martín a La Serna     293
APÉNDICE D
EL CAPITAL INGLES (discurso pronunciado por Mitre en la inauguración del ferrocarril del Sud de Buenos Aires, el 7 de marzo de 1861)                299
APENDICE E
DISCURSO MASÓNICO (pronunciado por Mitre en el banquete dado en honor de los presidentes Mitre y Sarmiento, al sucederse en el mando Supremo de la República)          307

PRÓLOGO

 

Dr. CARLOS STEFFENS SOLER
El Volcán 5701
SAN LUIS

Querido Carlos:

Acabo de leer con todo deteni­miento e interés, los originales dactilografiados de tu "SAN MARTIN EN SU CONFLICTO CON LOS LIBERALES". ¡Qué bomba!
En divertido estilo chestertoniano desenmascaras el tartufismo que abunda en las historias de Mitre, Otero y Rojas (para no nom­brar a los Levene, Piccirilli, Palcos y Cía.). ¿Por qué todos los que escriben sobre historia tienen que adoptar un tono siempre solemne y aburri­do?. Al contrario, tu traviesa pluma, nada aca­démica pero invariablemente contundente y que nosotros creíamos ya adormecida, rebrota aquí destilando un saludable sens of humor conside­rado incompatible con la profesión de historia­dor "serio" para no pocos figurones liberales de esta Argentina decadente que nos toca vivir. Es mordaz y sarcástica a la vez: da en el clavo y hace reír, aún cuando por momentos —momen­tos trágicos— debiéramos largar el llanto. Y esos espontáneos desahogos hoy —según los psicólo­gos— resultan saludables y hacen bien. Descar­gas anímicas que nos ayudan a soportar la vida en prosa de esta sociedad de consumo asfixian­te en la cual vegetamos todos.
Yendo ahora al fondo del asunto: juzgo convincente el enfoque, y bien documen­tado por lo demás, el planteo que haces en torno a la explicación verdadera del famoso renuncia­miento sanmartiniano. Lo vinculas con abrumador despliegue de pruebas, diestramente traídas a cuento, no al cansancio del héroe —según la ver­sión mitrista— ni a sus fracasos políticos atribuibles a Monteagudo o a frustraciones militares en el Perú (¿derrotas de lca, Moquegua y Toreta?), sino al drástico veto de la masonería británica: con la cual el joven San Martín antinapoleónico se había vinculado por juramento desde 1811, según tu planteo histórico. Cuya ideología antina­cional por demás anarquizante en Hispanoaméri­ca, nuestro pragmático y en el fondo tradicionalista Gran Capitán de los Andes -de vuelta, por experiencia propia del sarampión liberal— repu­dió en 1821 (antes ya había desobedecido dos ve­ces a la logia en 1818 y 1819) al proponer al vi­rrey La Serna, en "Punchauca", nada menos que la reunión —geopolítica diríase hoy— de Chile, el Perú y Río de la Plata bajo el sistema monárqui­co—constitucional (nada democrático, con prín­cipe español católico a la cabeza), y el completo restablecimiento de las relaciones comerciales en­tre esa nueva monarquía independiente y España. ¡Hispanismo puro, sin lugar a dudas!. No advir­tiendo quizá San Martín en su claro desafío a In­glaterra —error fatal para él—, que en España la masonería triunfante con la revolución de Riego, apoyada por el "Foreign Office" de Londres, excomulgaría su grave y audaz hispanofilia a la sazón. Lo cual le iba a costar casi enseguida el estrellato político a nuestro héroe —los masones no perdonan jamás la independencia rebelde de los personajes considerados claves  por la Logia Ma­triz—, debiendo someterse San Martín, silenciosa­mente en Guayaquil (desautorizado por sus "Her­manos" europeos, grados 33 de compás y mandil) a las ambiciones personalistas de Bolívar: apoya­do entonces por la pérfida Albión que buscaba —dividir para reinar— el fraccionamiento republi­cano en Hispanoamérica, fomentando en ella bro­tes revolucionarios permanentes. Y lo obtuvo al fin Inglaterra, incluso contra el integrismo tardío bolivariano, al empastelarle indirectamente con su veto el tan cacareado Congreso de Panamá en 1826 (¡negocios son negocios!); al cual Congreso, Rivadavia presidente no quiso enviarle —invitado por Bolívar— los prometidos representantes ar­gentinos a la reunión... Tal sería —según tu inte­resante planteo nada académico— la historia ver­dadera del renunciamiento del Protector del Perú y la actitud servil de Rivadavia presidente, cóm­plice calificado de la masonería triunfante (aun­que Mitre lo disfrace con retorcidos ditirambos).
Termino aquí felicitándote, queri­do Carlos. Tu libro SAN MARTIN EN SU CON­FLICTO CON LOS LIBERALES es un espléndido alegato por elevación contra los llamados "próceres" unitarios: Moreno, el precursor, Rivadavia, Lavalle, Paz, Sarmiento, Alberdi, Mitre y sus epí­gonos actuales, promocionados por la prensa en general, que abundan como colaboradores o con­sejeros obligados de todos nuestros gobiernos de turno: herederos putativos, en política, de la lí­nea "Mayo—Caseros", tan sumisa mentalmente al extranjero poderoso y rico (sobornador de con­ciencias y corruptor de honradeces). Antaño co­mo hogaño. ¿Serán ellos otra vez los dueños ar­gentinos indiscutidos del año 2.000, por obra (y/o dólares) de la "Trilateral Comission"?. ¡Dios no lo quiera!.
Tu libro es, además, claramente polémico. Un desafío a la inteligencia del adver­sario a quien arrinconas contra las cuerdas en pú­blico para que responda, sin darle cuartel, con ar­gumentos históricos contundentes. Pero el adver­sario no ya a contestar. Es su vieja táctica: el si­lencio. Puedes tener la seguridad de ello. Y así habremos ganado, los revisionistas sin pelear, otra batalla incruenta. Aunque nuevamente por "no contest", para decirlo en la jerga pugilística co­rriente. Porque los medios masivos de comunica­ción que maneja la antipatria, se guardarán muy mucho de comentar tu libro. Ni siquiera en son de crítica. Ya verás.
A nosotros los católicos naciona­listas antiliberales (declarados "leprosos" por la Argentina oficial), no se nos llamará públicamen­te al diálogo abierto desde 1976, que da cabida a los "interlocutores válidos" de la obsoleta polí­tica partidaria: aparente procedimiento adorme­cedor de conciencias y tolerante justificativo de encubiertas cobardías disfrazadas de Democra­cia y Pacifismo a ultranza... En fin, lo de siempre. ¡Para qué seguir con este tema!.

Te abraza:
FEDERICO IBARGUREN

INTRODUCCIÓN

 

SAN MARTIN Y NOSOTROS LOS ARGENTINOS
(A la manera de prólogo)

El general San Martín está como pegado a los liberales, a los masones y a los ingleses; no preci­samente de loable manera, pero en grado de ab­soluta inseparabilidad: Primero, porque cuando apareció en Buenos Aires, desde Londres y en un barco inglés, fueron Rivadavia y los suyos quie­nes lo recibieron y le dieron mando de tropa de inmediato y sin mayores averiguaciones, como si se tratara de algo así como de un valor entendi­do, y segundo, porque después lo agredieron, persiguieron y calumniaron hasta expulsarlo del país, ya que hubo de refugiarse en Europa para evitar que lo eliminaran: "como a un facineroso" (son sus palabras); y éste es el proceso que se co­noce en la historia oficial con la denominación de: "renunciamiento del general San Martín"; y tercero, porque después de su muerte se convir­tieron en sus más fervientes, constantes y exa­gerados admiradores; y están a pique de inventar una religión alrededor de la figura del Gran Capi­tán, después de haberle fabricado una historia ad hoc.
Siendo esto así, para ubicarlo históricamen­te a San Martín es conveniente dedicarle unas palabras previas a los liberales argentinos, entre los que se entremezclan masones e ingleses en América: Esta especie humana habitaba el puerto de Buenos Aires y apareció con la Revolución de Mayo, pero luego —caído Rosas— se desparramó por las provincias, llevando consigo las ideas de la secta y sus modalidades inconfundibles. Es una tribu de gran vitalidad política y su "habitat" preferido es la masonería del Gran Oriente In­glés; pero existen y subsisten en todos los parti­dos políticos; y en el Congreso y en las Legisla­turas de provincia, se distingue su presencia por­que desde distintas agrupaciones partidarias, vo­tan en idéntico sentido cuando se trata de inte­reses extranjeros y muy particularmente si están relacionados con actividades británicas o sionis­tas.
Se le suele llamar también: "la generación del ochenta", pero con error cronológico nota­ble, porque históricamente con el nombre de unitarios, se remontan a Moreno y Rivadavia.
Estos liberales —casi todos ellos de larga y sólida tradición católica— no fueron católicos; es decir, lo fueron en razón del bautismo, a una edad en que verosímilmente no pudieron opo­nerse; pero ocuparon un lugar de honor en el proceso de descristianización de la cultura en nombre de las luces, frente al oscurantismo o tinieblas que era de rigor consignarle al mundo católico. No asumieron, sin embargo una acti­tud abiertamente hostil contra la Iglesia; salvo raras excepciones, se casaban bajo el rito cató­lico, bautizaban a sus hijos y respetaban y hasta mantenían buenas relaciones con la jerarquía eclesiástica, que anduvo siempre en las proxi­midades de una pasividad cómplice. Estos libe­rales eran escépticos en materia religiosa, no creían en el Dios Vivo de la Biblia, pero creían en cambio fanáticamente que la escuela laica y la democracia representativa ambas de la mano de la ciencia, nos conducirían hacia un mundo mejor; porque además creían en el progreso in­definido de la humanidad y en las "cabezas pen­sadoras", como decía el General Paz, que tam­bién creía en ellas.
Esta posición ambigua prestó sus servicios a la causa, ya que eludía la polémica dentro del catolicismo y dentro del catolicismo liberal; y no hería sentimientos religiosos que habían prendido vigorosamente en Hispanoamérica, que después de todo había surgido a la vida civilizada como una expresión de la fe en la Resurrección de Jesucristo que trajeron los misioneros españo­les; y que arraigó con fuerza en América, más que en ninguna otra parte del mundo. La religión fue así atacada desde adentro, una especie de vacia­miento dejando la caparazón intacta; y esto pare­ce haber sido general en América Española: Julio Tobar Donoso, comentando la constitución del Reino de Quito, bajo la masónica influencia del General José María Flores, ateo y enemigo de la Iglesia, dice:
"En el viejo tronco del regalismo, ya roído por el tiempo se injertó, tímidamente y a trai­ción, el liberalismo religioso y económico, un liberalismo semi devoto aún, que no se atrevía a negar la sustancia de la Fe tradicional, pero que trataba a todo trance de limitar la órbita de la Iglesia" ("La Iglesia Ecuatoriana en el Siglo XIX", Tomo 1, pág. 501, Quito 1943).
Inclinados a la izquierda aunque el bolsillo permanecía a la derecha —todos los izquierdistas tienen un desaforado amor por el dinero—, vol­terianos aún sin haber leído a Voltaire, libres de la preocupación religiosa acerca de una condena imperdonable en este siglo y en el venidero —co­mo la que recae en la blasfemia contra el Espíritu de Verdad, (San Mateo XII, 31, 33) — perdieron el sentido moral y calumniaron con Sarmiento, concienzudamente a los caudillos, al país adjudi­cándole una barbarie que no tenía; y a sus adver­sarios en la lucha y aun después de ella; dueños del poder como consecuencia del simulacro béli­co que fue Pavón (1861), se abalanzaron a escribir algo que se pareciera a la historia y que sirviera de antecedente lógico al régimen liberal que se propusieron establecer; y lo lograron bajo la som­bra protectora de los empréstitos y del comercio ingles y de sus naves de guerra, que siempre estu­vieron presentes en el Río de la Plata; como acon­teció hace relativamente poco tiempo; en 1876, cuando una cañonera británica apunto al Banco de la Provincia de Santa Fe. para poner fin a un conflicto de intereses con el banco de Londres; y los liberales celebraron regocijados el aconteci­miento.
En realidad no alteraron tales o cuales he­chos históricos en particular, sino que armaron una historia cuyo argumento era la lucha de la civilización contra la barbarie; y asunto de tal je­rarquía le sirvió para justificar las alianzas con las potencias extranjeras, cuando éstas pretendie­ron apoderarse de nuestro territorio: Brasil, Francia e Inglaterra; pero aún así, el pretexto no daba para tanto, porque la historia —tomada esta palabra en la acepción de hechos pasados— los condenaba abiertamente, pues en las guerras in­ternacionales que había tenido el país, muchos de ellos integraron los ejércitos extranjeros; pero to­dos —sin excepción— ampararon de alguna mane­ra los intereses agresores y no gratuitamente; de manera que había que desviar la curiosidad de la posteridad hacia otra variante y así lo hicieron, no sin astucia; y con su cuota de ingenio, transmuta­ron en dioses a los protagonistas de la lucha con­tra el mundo católico encarnado en Rosas y los caudillos, es decir, los bárbaros según ellos; y la idea no era mala, pues a los dioses se les rinde culto y no se les investiga; y de esta suerte asen­taron un principio tan aferradamente prendido en el Derecho Argentino, que desde entonces no se investigó a nadie en el país; el juicio de residencia de los sombríos españoles no reaparecería en nin­guna de sus formas posibles, para perturbar la ale­gre libertad de no rendir cuentas, algunas de ellas abultadas y no nada limpias, porque la traición a la patria asomaba por todas partes; y fue preci­samente San Martín, el que señaló esa "felonía".
Esa desviación del sentido religioso —del que estaba en la tradición de sus mayores— dejaría impune a la mentira calumniosa, la actividad pro­pia del bíblico Satanás (San Juan, VIII 44,45); y los llevaría al paganismo que endiosaba a sus em­peradores en una operación pseudo religiosa, que el cristianismo nunca pudo desterrar del todo: La apoteosis caía allí sobre políticos sospechados de los más surtidos desafueros, porque el paga­nismo, aún el ilustrado, no actuó con sentido moral, aunque lo tuvieran —por ejemplo— Pla­tón o Aristóteles; el sentido moral de la vida lo predicaron los profetas hebreos y estableció su imperio espiritual con Nuestro Señor Jesucristo.
Pero la deificación entre nosotros de estos supuestos próceres, quedó gracias al cristianismo a medio camino: fueron especies de semidioses, demiurgos de la supuesta grandeza argentina, en medio de una execrable literatura al margen de la historia.
Nació así un estilo tropológlco: y eltropo preferido fue algo parecido a la sinécdoque; o sea, cuando por ejemplo queremos decir en lenguaje florido cuarenta naves, decimos románticamente cuarenta velas; así, Sarmiento fue "El maestro de América" o "El profeta de la pampa"; Mariano Moreno "El numen de Mayo"; Rivadavia "El genio que se adelantó a su tiempo"; Echeverría "El albacea de Mayo"; Urquiza "El padre de la Constitución"; Mitre "El héroe de la inteligen­cia"; y así, el grueso de la gente se fue habituando desde la escuela primaria, a rendirles culto con inalterable regularidad en los respectivos aniver­sarios o centenarios, con una idea muy vaga —y desde luego enteramente convencional— de las respectivas hazañas de estos dioses laicos.
Cuando llegaron a San Martín, lo llamaron con toda justicia "El padre de la Patria"; pero lo trajeron adherido a una actitud que se le atri­buyó sin muchas preocupaciones de exactitud histórica: la de su renunciamiento, que estaba destinada a producir una conmoción en el mundo político, escenario en donde nadie tiene la más leve inclinación a renunciar a cosa alguna, y otra conmoción en el mundo militar, de suerte que no cayeran en la tentación de sustituirse a los civiles, así éstos entregaran el país, como efectivamente lo hicieron.
Así quedaron las aguas durante muchos años, tranquilas como en un estanque: el General co­locado en los altares cívicos, fue ensalzado a granel, en prosa y en verso, por estos encomiastas profesionales: una verdadera fiesta para literatos desdeñados por las Musas —que como aquel Bellanís de Grecia (el del soneto de Cervantes), que traía del copete a la calva ocasión al estricote— no perdieron la oportunidad que la historia les prestaba para derramar galas retóricas prolife­rantes e iterativas: mala literatura que no tenía salida por otro lado; embadurnadores de brocha gorda, como diría Groussac; y perpetraron así toda suerte de tropos en medio de una marejada de adjetivos laudatorios, que aplastaron al muy ilustre Capitán de los Andes; que, ciertamente, no se merecía semejante responso, tan contrario a su elegancia natural, a su recato y a ése su estilo puntual, directo, expresivo, sobrio, "soldadesco", como solía decirlo él.
Los panegíricos continuaron en un "cres­cendo" a medida que se alejaban del verdadero San Martín, hasta que en tiempos harto conocidos se obligó a integrar toda fecha con la frase: "Año del Libertador General San Martín"; y la Argentina gardeliana, celebró a su modo a quien era rigurosamente la antítesis de lo gardeliano; en todo esto no faltó la cursileria que crece allí donde hay fingimiento y mala calidad, que Ri­cardo Rojas había alcanzado ya con su indigerible "Santo de la espada", un libro sustancialmente falso, en donde el general San Martín no es el ge­neral San Martín, sino el propio Ricardo Rojas con su liberalismo nebuloso a cuestas, que se ha colgado al cinto un imaginario sable corvo: en su conocida y alarmante vanidad, creyó que el mejor homenaje que le podía rendir, era hacer un San Martín parecido a él.
La reacción, aunque aplastada por la "prensa seria", se produjo al fin: es que era ilógico que un país cayera en un embobamiento colectivo por un hombre a quien sólo conocían al trasluz de un par de batallas, sobre todo si después de ganarlas se habría ido sin motivo a Europa, dejando al país —que la Independencia había perturbado— nave­gando al garete; por eso cayó sobre San Martín, convertido en un gran espectáculo incesante­mente repetido, la incredulidad, el aburrimiento y hasta la indiferencia; indiferencia que, por lo de­más, resultaba de una historia argentina reducida a admirar sin motivo conocido, a una lista de hombres que los liberales habían izado por ensal­mo a la proceridad: media juventud se corrió al marxismo desorientada por este desabrido espec­táculo tan falto de sinceridad, de fundamento y de lógica, que en realidad redondeaba una estupi­dez sin rescate posible; y no es menester tener ojos de lince para ver que Ja falsa antinomia civi­lización (Buenos Aires, próspera y rica) y la bar­barie (el interior empobrecido), prefiguraba ya la lucha de clases; de ahí que los socialistas y co­munistas adhirieran sin reservas a la historia ofi­cial, como el comunista Puiggrós en su "Rosas el pequeño"; y los socialistas cipayos de la Casa del Pueblo, con Américo Ghioldi y su mujer, a la ca­beza.
Alguien debía alguna vez, "pegar el grito" que ya se hacía esperar por demás: don Carlos Ibarguren, una insobornable figura prócer —uno de los pocos sino el único que vio claro en la gran confusión de su tiempo— dio con la verdad escon­dida y denunció la acechanza en su "San Martín Intimo, el hombre y su lucha"; dijo entonces este ilustre argentino (sobre cuyo pensamiento políti­co ha caído un silencio cómplice), algo que merece una transcripción:
"La imagen de San Martín, esteriotipada en la mente popular, es la de una personalidad des­humanizada: un mito, un protagonista ideal de alegoría, un símbolo o un ser a quien se rinde culto religioso. En estos últimos tiem­pos la exageración fervorosa o retórica lo ha desfigurado totalmente quitándole por com­pleto fisonomía humana. Es necesario reac­cionar contra esta tendencia que altera la per­sona de nuestro Libertador, quien debe ser mostrado ante la posteridad tal como fue, co­mo hombre, resultando así más admirable que la representada en su monumento o en su efi­gie divinizada en un retablo". "El autor de este estudio —sigue diciendo lbarguren— ha prescindido, pues, en absolu­to, de escarceos literarios y ha sofocado la natural tentación, provocada por las suges­tiones "sanmartinianas", de remontarse a altu­ras ideales o de pintar cuadros, escenas, pano­ramas o ambientes imaginados; la fantasía lleva a veces al escritor, a pesar suyo, a envol­ver al personaje que trata con una aureola que no es la que éste irradió. El presente libro procura que el lector se aproxime a San Mar­tín, que lo vea, lo sienta, escuche su voz, su lenguaje, sus modismos peculiares, sus excla­maciones, sus ímpetus, la reflexión serena de sus juicios, sus simpatías y sus repulsiones. Las personas que aparecen flageladas, enaltecidas o alabadas, lo son por él y no por el autor. En estas páginas San Martin habla siempre, se transcribe textualmente lo que él dijo, sin que el autor se interponga, de manera alguna, en­tre aquél y el que las lea. Tal procedimiento permite familiarizarse con nuestro Libertador, conocerlo íntimamente, comprenderlo, que­rerlo y admirarlo mucho más que visto en el mármol o bronce de su estatua, o a través de ¡as nubes de incienso con que se lo oscurece, se lo esfuma y se lo desfigura en altares cívi­cos. Oigámosle en sus cartas privadas, en sus papeles secretos, en sus notas íntimas, en sus confidencias, en sus arrebatos, en sus expan­siones y sus tristezas, acerquémonos a él y así, a su lado, le veneraremos de verdad" (pág. 11, Edit. Peuser, Bs. Aires. 1950. 2., ed).
Y tenía razón don Carlos Ibarguren, porque hay un misterioso acuerdo en mantener una ima­ginaria historia del general San Martín, que ha sido tácitamente aceptada por los propios revi­sionistas, incluido José María Rosa, en su "His­toria Argentina" (obra ésta que por tendenciosa y hasta mezquina, desmerece notoriamente a "La caída de Rosas" y sobre todo a "Nos los repre­sentantes del pueblo", donde sube muy alto la gracia y el ingenio de su autor). Hay otro acuerdo igualmente misterioso en atribuirle al general un renunciamiento en términos patéticos; y otro acuerdo más misterioso aún, en celebrar con un­ción ese renunciamiento, como si fuera un su­ceso venturoso que un hombre extraordinario —como realmente lo era San Martín— desapare­ciera del país; lo que, cierto es, no dice demasiado de la perspicacia de los argentinos.
Sería sin duda más claro y más limpio, pres­cindir de los desmanes literarios y ofrecer de lla­no los hechos y hazañas de los próceres, sus vir­tudes y sus errores, con lo que nos acostumbra­ríamos a enfrentar a la verdad y a no engañarnos a nosotros mismos: feísima costumbre ya endémi­ca en el país.
La falsificación de la historia, la menguada y triste hazaña de los liberales, ha descaminado a los argentinos, los ha deslinajado separándolos de su verdadero pasado heroico y triunfal; el de las guerras contra el Brasil, Francia e Inglaterra, que condujo Rosas el Grande —el que salvó la libertad de América, según Spengler, el destina­tario del legado del sable de San Martín—; "smarrita, la diritta via", todo, quedó al revés como corresponde a una filosofía política y a una filo­sofía de la historia que se asienta sobre la adul­teración: así se perdió la mitad de la Patagonia y el Brasil se apoderó de las Misiones Orientales.
El General San Martín, monárquico, reaccio­nario, amigo de los caudillos "bárbaros" y admi­rador de Rosas, pudo haberse equivocado; los que así lo creyeron debieron decirlo, pero no falsifi­carlo; pero si en cambio acertó, correspondía entonces la pertinente celebración; y de paso lle­garían a nuestro conocimiento los problemas de ayer que son también los de hoy; lo que no co­rrespondía era inventar un San Martín para uso de los liberales, porque eso era ignorar al general y a los problemas.
Pero el asunto era otro: si se le sigue la huella al Capitán de los Andes en sus agitadas andanzas por los caminos de América, la inquisición deja un saldo afligente, que llamaremos paradoja, para encubrir con un eufemismo algo que preci­samente no nos enaltece; porque entre fiestas y alabanzas, hemos hecho en el país y con el país, exactamente lo contrario de lo que fue el pensa­miento político y religioso del que llamamos "pa­dre de la Patria", lo que no deja de ser una des­templada irreverencia para el destinatario de los multiplicados homenajes.
Una correcta enumeración de lo que dijo e hi­zo, deja el siguiente saldo:
San Martín expresó vivamente y por escrito sus propósitos monárquicos, para evitar transfor­maciones fuera de sazón, desde que la organiza­ción virreinal era una monarquía; y dio el funda­mento en carta dirigida al general Guido: en Amé­rica la república es la anarquía; y desde luego sus consecuencias: la desintegración del país; y los liberales, asiduos cultivadores de toda injusticia política y social, la desencadenaron a instancia de los comerciantes ingleses, desmembrando el país que perdió 2.200.000 km2. del territorio que integraba el Virreynato del Río de la Plata; e inclusive se desinteresaron de la Patagonia, abandonando el planteo de Rosas de 1847; y comprometidos con el Brasil no pudieron impe­dir que los macacos se quedaran con las Misio­nes Orientales, después de Caseros; y constitu­yeron en cambio una república turbulenta con el fraude adjunto y la subversión permanente, antes y después de las feroces expediciones puni­tivas al interior; erigidas en sistema después de 1861; y que el General rechazó en su tiempo con una actitud inequívoca lindando con el heroís­mo: su desobediencia.
San Martín a poco de llegar al país, había advertido ya (1816) que el conflicto entre fe­derales y unitarios no era teórico ni institucio­nal, sino consecuencia de la política del puerto de Buenos Aires, que funcionaba como capital de las provincias y conspiraba contra el resto del país; de ahí que le expresara a Godoy Cruz cuál era la solución radical del conflicto, que era ficticio; como que Rosas llegó a la unidad con su Ley de Aduana de 1835 que protegía las indus­trias de tierra adentro. San Martín escribió lo que sigue:
"..;Me muero cada vez que oigo hablar de fe­deración. ¿No sería más conveniente trasplantar la capital a otro punto, cortando por este medio las justas quejas de las provincias...?"
Y     nosotros después de Pavón (1861), dero­gamos la Ley de Aduana y afirmamos con garfios la capital en el puerto de Buenos Aires, arruinan­do las industrias del interior en beneficio del co­mercio inglés, como lo reconocen los propios his­toriadores de Gran Bretaña, Ferns y Street, que suelen ser más veraces que los nuestros (Street, "Gran Bretaña y la Independencia...", nota 176, págs. 156, 164 y 141; Ferns, "Gran Bretaña y Argentina...", pág. 92).
Tampoco se le escapó a San Martín que la agresión económica de los mercachifles ingleses envolvía también la desintegración del catolicis­mo; para atajarla, dictó en el Perú disposiciones ejemplares y rigurosas en defensa de la religión de América; no solamente no permitió la libertad de cultos, sino que prohibió que el dogma fuera atacado ni en público ni en privado; y una serie de medidas de carácter religioso fueron tomadas con tal minuciosidad que por momentos parece­ría que el espíritu ortodoxo de Felipe II se hubie­ra apoderado de su persona.
Y     nosotros no solamente establecimos la li­bertad de cultos, sino que con particular entusias­mo incorporamos al país gente de todas las razas y de todas las religiones, de esas que andaban desarraigadas por la tierra; la cosecha fue gene­rosa, en 1978 el Ministerio de Relaciones Exte­riores informó que funcionaban en el país 1.614 organizaciones religiosas con más de 7.000 filia­les ("La Nación", 7—2—78); un cuadro de estoli­dez que no admite comparación con ningún otro país del mundo.
San Martín dijo que en una organización po­lítica había que "mantener las barreras que sepa­ran las diferentes clases de la sociedad". Consecuente con su pensamiento, creó en el Perú la Orden del Sol, por Decreto del 8 de octubre de 1821:
"...Y establecer una orden que sea el patrimonio de los guerreros libertadores, el premio de los ciudadanos virtuosos y la recompensa de todos los ciudadanos beneméritos. Ella du­rará mientras haya quien recuerde la fama de los años heroicos"
Es evidente que el general se propuso fundar una aristocracia en el sentido noble, es decir el genuino de la palabra, con los hombres de la Inde­pendencia, dándole capacidad hereditaria a los descendientes de los fundadores; pero nosotros eliminamos constitucionalmente esa posibilidad y no admitimos que se trasmitiera por vía de heren­cia otra cosa que no fuera dinero, que sí puede pasar de padres a hijos para crear lo que Dorrego denominó "aristocracia mercantil", que dominó en el país empezando por fusilar al autor de la frase.
De esta suerte, y tirando sobre el país una monstruosa inmigración indiscriminada y masiva, fuimos descabalando lo poco que quedaba de tra­dición; ya Rivadavia se encargó de que desapare­ciera el Ejército de los Andes mediante una serie de medidas de retiro forzozo; y de esta suerte:
"...quedaron en la miseria las tres cuartas par­tes de los veteranos de la Independencia... fue el gran pecado de Rivadavia —comenta el general Iriarte— ya que nosotros estábamos todavía en guerra y nuestra Independencia en gran peligro" ("Memorias", Buenos Aires 1945, Tomo III, págs. 28/30, citado por Rene Orsi en "Estrategia", nro. 17,pág. 116).
Los que consolidaron nuestra patria ni actua­ron ni tuvieron descendencia política, aunque el ejército de hogaño se esforzó felizmente en revivir esta tradición sanmartiniana, pero con un San Martín desfigurado por la historiografía oficial.
Más tarde, el 19 de febrero de 1826, volvió a Buenos Aires el Regimiento de Granaderos a Ca­ballo que fue inmediatamente disuelto.
El General San Martín en carta dirigida al Ca­pitán General Don Juan Manuel de Rosas el 6 de mayo de 1850, después de señalar la prosperidad la paz interior, el orden existente en el país y "el honor restablecido en nuestra patria", (se refería a Francia, Inglaterra y Brasil derrotados por Rosas en el transcurso de su Gobierno), agrega:
"...y que al término de su vida pública sea col­mado del justo reconocimiento de todo argen­tino... ".
Y nosotros hemos rodeado la memoria de Juan Manuel de Rosas con un cerco inexpugnable de papel impreso, que encierra todas las calumnias que pudo sugerir el bíblico padre de la mentira.
San Martín remitió una carta a Rosas el 10 de julio de 1839, en una época particularmente di­fícil de nuestra historia, pues se intentaba some­ternos a una dominación que —según lo señala allí el General— era: "...peor de la que sufríamos en tiempo de la dominación española..."; el motivo de esa carta eran los argentinos que se levantaron contra Rosas financiados por el país agresor; San Martín empleó entonces la palabra felonía; escri­bió: "...la felonía que ni el sepulcro puede hacer desaparecer", frase tremenda porque el general sabía bien el valor de las palabras que usaba y el destino que ellas tenían, desde que iban dirigidas al jefe de la Confederación Argentina, es decir, que tenían carácter público y oficial; y la carta fue publicada profusamente por Rosas.
El Instituto Sanmartiniano nunca publicó la lista de los felones; pero una guía de las estatuas y de las calles de las ciudades de la República puede orientarnos; no se escapan Mitre, Sarmien­to, Alberdi, Lavalle, del Carril, el Gral. Paz y otros muchos.
En carta a O'Higgins desde París el 13 de sep­tiembre de 1833, San Martín escribió lo que si­gue:
"...Yo estoy firmemente convencido, que los males que afligen a ios nuevos Estados de América no dependen tanto de sus habitantes como de las constituciones que los rigen. Si los que se llaman legisladores en América hu­bieran tenido presente que a los pueblos no se les debe dar las mejores leyes, pero sí las mejo­res que sean apropiadas a su carácter, la situa­ción de nuestro país sería diferente —no siga­mos este asunto, porque es entrar en un caos interminable" (San Martín — Su Correspon­dencia", pág. 39; Museo Histórico Nacional 1911).
Esta concepción de simple buen sentido po­lítico —por la que clamó San Martín en el de­sierto— es tan elemental, tan propia de su envi­diable "gros bon sens" que parecería trivial enunciarla; sin embargo en su tiempo fue un pen­samiento heteróclito, casi una herejía (aunque en menor grado quizás lo sea hoy también: los teó­ricos de la democracia representativa, del libre cambio, del cientificismo, del marxismo, del progreso indefinido, etc.), porque el asunto se agitaba en su tiempo con ímpetu en las testas turbulentas de los ideólogos cazadores de nove­dades (siempre que entendamos por novedad, la fecha en que ellos se enteraban); y que por aña­didura eran dogmáticos irredimibles, porque paradojalmente lo eran en nombre de la libertad. Napoleón los llamaba: "songe creux"; literal­mente ensueño hueco; y lo primero que hizo cuando consiguió apaciguarlos —es decir detener la actividad fúnebre de la guillotina— fue sosegar­les la vanidad con títulos de nobleza y legiones de honor (repartió cuarenta y ocho mil) para des­prenderse de ellos.
Moreno leyó el "Contrato Social" de Rou­sseau y aunque no entendió el fondo del asunto, quedó perturbado; rechazó los diputados del in­terior —aparte la exigencia inglesa— porque iban a importunado en su propósito de poner en mar­cha el Contrato Social en Buenos Aires; Rivadavia había trabado relación con Bentham, el gran li­beral (república, democracia representativa, sufra­gio universal) y desde luego no descanso hasta revolucionar todo el país con el propósito: "de aplicar la teoría Bentham que adquirió en Euro­pa" (Stoetzer, O. Carlos, "El pensamiento polí­tico en la América española...", pág. 123, Madrid 1966).
El sistema de Bentham, qué perturbaba al país, favorecía por eso mismo los propósitos bri­tánicos, de modo que Rivadavia y sus satélites, los hombres de infernal conducta como los llama­ba San Martín, contaban con el apoyo no nada teórico de los mercaderes ingleses.
Bentham remitió la obra al Perú para ser en­tregada a San Martín, quien no hizo el menor caso de ella (pág. 122); Bolívar que empezó creyendo en Bentham, concluyó por prohibir sus obras cuando asumió la dictadura en Nueva Granada (págs. 140/141); y en el Congreso de Angostura: "mandó a Rousseau y a todo su Contrato Social al diablo" (Marius André, citado por Stoetzer, pág. 155).
La Constitución de 1853, se dictó con el mis­mo espíritu; hasta el Preámbulo es una copia de la declaración de principios de la Constitución nor­teamericana; el miembro informante José B. Go-rostiaga, dijo que el proyecto: "estaba vaciado en el molde de la Constitución de Estados Unidos, único modelo de verdadera federación que existe en el mundo" (en la Sesión del 3 de mayo de 1853).
Sin embargo, la raza, la religión, el espíritu, la cultura, eran distintas; y sobre todo la geografía, porque a diferencia de Estados Unidos, existía en él país un solo puerto prácticamente utilizable que era el de la ciudad de Buenos Aires, que fun­cionaba como capital de las provincias; y ese puer­to es el que creaba el problema de las tarifas y de las relaciones aduaneras con el resto del país, en particular el de tierra adentro, que por cierto no quedó resuelto; antes se habían desencadenado sangrientas guerras civiles y después de la Cons­titución del 53 el conflicto tampoco quedó resuelto como no sea en favor de Buenos Aires, tras nuevas guerras civiles que ensangrentaron a las provincias, hasta sujetarlas definitivamente al do­minio del puerto.
"Las quejas de las provincias son justas", ha­bía dicho San Martín: "Hay que cambiar la capi­tal de Buenos Aires"; y su pensamiento político de entonces es hoy actual, desde que el origen y las causas de la crisis económica insoluble que pa­dece el país, hay que buscarla ahí y no en otra parte: la república, efectivamente, quedó escin­dida en dos, una poblada que absorbe todas las energías de la nación y la otra desvalida, con sus industrias deshechas como consecuencia de la política del libre cambio, que el mitrismo anglo­filo impuso después de Pavón (1861).
Hay que reconocerles, pese a todo, que los dirigentes del liberalismo de esos tiempos, tanto en la capital como en las provincias, fueron gente culta y distinguida, de discreto estilo literario, de buenas maneras, que vestía con elegancia sobria, sabía comer en la mesa y que impuso en el país un estilo de vida amplio y generoso; así como conservaron todavía restos de un concepto del honor de tipo medieval —hoy totalmente desapa­recido— de manera que salvo el espíritu de entre­ga, manejaron con honestidad los dineros públi­cos. En Buenos Aires fundaron el Jockey Club, una institución aristocratizante de alta catego­ría, sobre todo en sus primeras etapas, y de in­cuestionable buen gusto, con una magnífica bi­blioteca adjunta; por cierto que todo esto no te­nía nada que ver con los que ellos decían y hacían afuera, en donde eran democráticos y predica­ban la "noble igualdad"; y atosigaron al país con una inmigración indiscriminada y en masa, que por último los desplazó y simbólicamente le les quemó el Jockey Club.
Esa contradicción ínsita en el liberalismo, se refleja en una carta del general Roca, a Agustín de Vedia (1887), que nos da una idea de la arrolladora correntada entreguista que el viejo sol­dado —uno de los pocos presidentes que no fue masón— parece haber servido a contre coeur; y que evidentemente no pudo detener, como se de­duce de los párrafos que van a continuación, que revelaron cuáles eran sus convicciones más ínti­mas.
"Ese proyecto de las Obras de Salubridad ha sido, también, un proyecto desgraciado que se ha arrojado a los opositores como buena presa para clavar su diente lleno de ponzoña. Yo aconsejé en contra, pero no me hicieron ca­so".
"Si a pesar de todo el proyecto, rechazado ca­si por unanimidad en la forma de contrato.
se convierte en ley, será una ley contraria a los' intereses públicos en el sentir de la mayoría de la opinión de esa capital, tan esquilmada por la Compañía de Gas y otros servicios". "A estar a las teorías de que los gobiernos no saben administrar, llegaríamos a la supresión de todo gobierno por inútil, y deberíamos poner bandera de remate a la Aduana, al Co­rreo al Telégrafo, a los puertos, a las oficinas de Rentas, al Ejército y a todo lo que consti­tuye el ejercicio y deberes del poder". (Salvador San Martín "Julio A. Roca — Su tiempo, su obra en la Patagonia", pág. 16, Talleres Gráficos Lumen, 1965).
No sería del todo inútil terminar este capítulo que escribo a guisa de prólogo, reproduciendo el juicio sobre los liberales argentinos de un profesor de la Universidad de Birmingham, quien ha es­crito un libro que trata de las relaciones argenti­nas con el Imperio Británico en el siglo XIX, va­liéndose muy especialmente de documentos de los archivos ingleses.
El juicio ad pedem litterae, es el siguiente:
"La República Argentina fue un estado de libre intercambio durante más tiempo que Gran Bretaña, y en pocas comunidades de rápido desarrollo el Estado hizo tan pocos y tan débiles intentos de industrialización. La clase deudora que dominaba la Argentina no llevaba raídas ropas de trabajo ni practicaba la cooperación y el descenso de la cruz de oro en que la humanidad estaba crucificada. En­viaba a sus hijos a las escuelas privadas ingle­sas y hacía construir palacios en la "Avenue Klever y en la Riviera", mientras dejaba que en su país se acumulara, al llegar 1914, el mayor volumen "per capita" de intereses ex­tranjeros de cualquier país del mundo" (H. S. Ferns, pág. 154).
Este es el saldo, así, a primera vista, de un co­tejo entre San Martín y los unitarios y sus epígo­nos los liberales, que instauraron una Constitu­ción notoriamente inconstitucional pues dividía y enfrentaba a dos Argentinas: una pobre y la otra rica; ellos mismos son los que lo bautizaron a San Martín con el nombre enternecedor de "pa­dre de la Patria"; y los que le organizaron los copiosos homenajes y con palpable ingratitud filial, desorganizaron su historia y se apartaron de la línea política que él había trazado; y des­viaron así el curso de las aguas hacia otros rum­bos, que ciertamente no fueron los mejores, de estar a sus frutos: una Argentina deslinajada, confundida, empobrecida artificialmente, en­deudada, sin independencia económica y sin cla­se dirigente: y por los frutos es la manera de juzgar al árbol, según lo aconsejaba insistente­mente Nuestro Señor Jesucristo, que contaba con buena información, desde que le venía de lo Alto.
Como se verá camino adelante, yo analizo la tentativa de aniquilar a la Argentina católica, aniquilamiento que queda a la intemperie en la persecución a San Martín, a Juan Manuel de Ro­sas y a Bolívar, hasta conseguir anularlos a los tres; para de ahí asegurar el vasallaje de Hispanoa­mérica, que los liberales argentinos sirvieron con una lealtad que la historia no podrá olvidar.
No obstante, no podría asegurarse que esta tendencia desquiciadora muy avanzada ya, triun­fe definitivamente; ni que Dios Padre, el Dios Vivo de la Biblia en el cual creo, lo permita; Rubén Darío dijo "hay mil cachorros sueltos del León español"; y el imprevisible histórico se suele dar con no poca frecuencia y destruye los me­jores cálculos de los hombres.
La aparición de un catolicismo militante pa­rece haber surgido sorpresivamente de un cristia­nismo lastimoso, cómplice, enfermo y desarma­do; y la revisión de la historia oficial que en el siglo pasado intentaron en vano Adolfo Saldías y Ernesto Quesada, hizo su ruidosa aparición allá por el año 1939, con fuerte sentido polémico, a raíz de la publicación del "Juan Manuel de Rosas" de Carlos Ibarguren y de "La Argenti­na y el Imperio Británico" de Julio y Rodolfo Irazusta.
Se ha trabajado mucho y bien: los entregadores masones del Gran Oriente Inglés han quedado al descubierto; y las Fuerzas Armadas, que gracias a Dios Padre son la columna vertebral del país, tienen todavía capellanes en sus cuarteles, de manera que la espada y la fe no se han separado.