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LAS TRES VÍAS

Tres caminos hacia la liberación: lógica, devoción, ultraje

ELÉMIRE ZOLLA

LAS TRES VÍAS - Tres caminos hacia la liberación: lógica, devoción, ultraje - ELÉMIRE ZOLLA

106 paginas
22 x 15 cm.
Editorial Paidos, 1997

Colección Orientalia
Encuadernación rústica,
 Precio para Argentina: 87 pesos
 Precio internacional: 16 euros

Más que cualquier otra civilización, la India ha intentado sentar las bases de su saber sobre el concepto de conocimiento. Pero con una peculiaridad: se trata de un conocimiento que debe conducir forzosamente a la liberación. Y, sin embargo, ¿qué es la liberación? ¿Qué vías pueden conducimos a ella? En la tradición india, son muchos los caminos posibles -del Upanisad a Buda-, por lo que, a partir de esta situación, Elémire Zoila se ha atrevido a delinear los principales rasgos de tres de ellos: el Vedanta, quizá la más elevada y compleja elaboración metafísica procedente de la India; la bhakti (devoción), la vía del corazón y del abandono, de la efusión mística y lírica; y, finalmente, el tantrismo, paradójica, misteriosa y a menudo equívoca vía de exceso, en la que la infracción de las reglas puede convertirse en un elemento intensificador, exaltador y, en consecuencia, también liberador.

Elémire Zoila (Turín, 1926) ha sido profesor de la Universidad La Sapienza de Roma y es autor, entre otras obras, de Archetipi, I letterati e lo sciamano, Verità segrete esposte in evidenza, Le meraviglie della natura, L'androgino,
J. Petru Culianu, Uscita dal mondo, Lo stupore infantile, Auras y La amante invisible, estas dos últimas publicadas igualmente por Paidós.

 

ÍNDICE

Prólogo                       11
La presuposición                   19
Las tres vías   27
La vía del conocimiento       35
La vía del sentimiento          43
Bhakti se convierte en tantra           57
La gran filosofía shivaíta tántrica    63
El tantra budista        79
Los lazos entre la India tántrica y otras naciones ...          85
Medicina y alquimia 89
El combate meditativo          101

PRÓLOGO

Un joven inglés barbudo, como salido de un galeón del siglo XVIII, como embrutecido por los huracanes; con veinte años se había lanza­do a pie por vías y andurriales de la India hasta Assam y me confia­ba, con voz profunda, que entonces había logrado la intimidad más estrecha con los cazadores de cabezas de una tribu todavía aislada en aquellas selvas. Ahora, por el contrario, comentaba con rigor cada una de las variantes de las representaciones de Visnu que se habían sucedido a lo largo de dos milenios, y esperaba la llamada de una universidad alemana.
Había conseguido promover un seminario en Lucknow, con la ayuda de los políticos locales, los cuales recibieron a indios, ameri­canos y europeos dentro de una tienda de estilo mongol. El semina­rio trataba de cómo nace y cómo se mantiene el poder político en las artes y en el mito, de qué panteones desciende y por cuáles se hace apoyar.
¡Propicia la ciudad! Su terrible y suntuosa historia resuena en cualquier encrucijada. Abundante en academias de danza y de pin­tura, con un valioso museo, ofrece una belleza deslumbrante con el
Gran Imámbára, ápice de la arquitectura mongol, un espacio defini­do, abrazado, ritmado por escenarios tras escenarios de palacios rojos almenados, por sucesivas explanadas de rosales y frondosos tamaris­cos cortados por monumentales escalinatas diversamente anguladas. En lo alto una mezquita deslumbrante.
Lo contemplaba durante los crepúsculos: la interminable cuenca de maravillas apuntaba, en el cielo azul turquí, entre nubes de ma­dreperla enrojecidas ya en el borde, a la selva de pináculos moriscos y de torres abombadas: se extendía un abanico suave de penachos en el muro, como corona de la entrada llamada Puerta Romana, o sea, bizantina, dirigida hacia occidente.
Muy raramente el poder político se ha expresado con tanta fas­tuosidad, para justificarse, convirtiéndose en belleza purísima.
La obra fue decidida por los mongoles porque una carestía afli­gía a las masas: las utilizaron y la depresión económica desapareció.
«Tal como hizo Roosevelt», le dije a una amiga americana, que me liquidó a bote pronto: «Sí. Para nosotros, en Carolina del Norte hizo construir decenas de miles de retretes».
De aquellas jornadas recuerdo unos diálogos memorables. En­contré a quien quiso seguirme mientras imaginaba que los maniqueos fueran descendientes de los jaina: reproducían su ascetismo inflexible y la jerarquía que culminaba en los perfectos tendentes al suicidio. Extrañamente pareció que cada uno se abría, que contaba su pasión más profunda. En particular intimé con un anciano brahmán de Benarés, Anand Krishna, el padre del cual había deja­do la colección de Roerich a la galería de la universidad hindú. Anand era de una finura encantadora, envuelto en los blancos ve­los de su casta. Habló de una sociedad secreta que regía el imperio de Afebar, el Lorenzo de Medici hindú. La secta lo adoraba como Dios. Cada miembro recibía un medallón que lo representaba, para llevar envuelto en el turbante: y juraba evitar la violencia salvo para la caza o la guerra, y que no se olvidaría ni por un instante de Dios, manteniendo la paz perpetua entre todas las religiones y hon­rando a las estrellas. Prostitutas consagradas habitaban en la corte; llevaban la imagen de la diosa en un mechón encima de la cabe­za, y habían jurado dedicar todos sus actos a los dioses. Anand ex­plicaba a cada rato la convicción de que ascesis y eros, poder y re­nuncia están entrelazados de manera tan férrea que se funden bajo el ojo sapiente.
Pero también me atrajeron otros, en medio de aquella compañía dedicada a evocar los tiempos en los cuales era soberano aquel que hubiera encontrado y amado a la diosa de las aguas subterráneas, que le hubiera hecho ofrenda de las tierras por ella bañadas y nutridas. Ha­bló K. Fischer, de la Universidad de Bonn, autor de un tratado sobre «Erotismo y ascesis en el arte hindú»; mostró cómo a veces la diosa que suministra el imperio es una centaura, y muy a menudo un palafrén divino es el intermediario del poder político. En los ritos hindúes, para el crecimiento de la potencia real, la reina simulaba la unión con el corcel sacrificado para absorber el imperio en su regazo. Fischer rela­cionó esta mística equina con la forma retráctil del miembro de los ca­ballos, símbolo de una capacidad simultánea de erotismo y de ascesis, que desde siempre ha sido el ideal místico hindú y se manifiesta en la figura de Siva, así como para los budistas se manifiesta en los ejercicios de meditación sobre el pene retráctil del Maestro. El caballo continúa siendo el símbolo del poder hasta tal punto que en lugares de la India donde es desconocido se imagina, a pesar de ello, que el dios defensor de la aldea recorra durante la noche el circuito montado en su corcel para eliminar las asechanzas de las tinieblas.
F. Baldissera, de la Universidad de Milán, ilustró una forma que adopta la diosa de la destrucción, Durgá, como difusora de la reale­za. Durga es la diosa de la decapitación. Hasta que los ingleses abo­lieron la costumbre, en Benarés, en las orillas del Ganges, en el tem­plo de la diosa, los devotos extáticos se revolcaban por el suelo hasta truncarse de cuajo la cabeza contra una sierra, y las aguas del río acogían la ofrenda, la cual puede propiciar el imperio. En el Nepal el fundador de una dinastía debía encontrar a alguien que aceptara ser degollado por él, a ser posible una mujer embarazada; y él prometía que la cabeza truncada habría sido, venerada reliquia, el oráculo di­nástico.
Georges Bataille afirmó que la república francesa se sostenía en el rito de la decapitación de Luis XVI: los arquetipos se camuflan pero no desaparecen. De la decapitación y de la diosa también habló M. Piantelli, de la Universidad de Turín, extendiendo la red de las analogías desde la India hasta toda Eurasia, refiriéndose también al símbolo del cuervo en la alquimia occidental: decapitado, se con­vierte en plata. Piantelli expuso a los atónitos oyentes indios una gama de comparaciones exaltantes, que abarcaban la ecuación entre Krisna, que seduce a la vaqueras mediante la flauta, y el flautista de Hamelín.
El poder desciende de la diosa de las aguas subterráneas, madre y amante, fuente de la elocuencia y del terror. ¿Pero cómo se realiza la unión entre un pueblo y ella? R. Nagaswamy, historiador de Ma­dras, ilustró los ritos que transforman en Diosa Madre una tierra sal­vaje, presa de espíritus inmundos. En primer lugar se definen los lí­mites con agua lustral y cantos védicos, a continuación se fija el centro a partir del cual el territorio se encuadra y se reparte, atribu­yendo cada parcela a una parte del año, fundiendo tiempo y espacio. Finalmente se anuncia: «Madre, te poseo, y tú asumes la potencia vi­ril», y se entierra una caja en el centro. En ella se habrán colocado los símbolos necesarios: figuritas de verracos, carros y cetros, si los ha­bitantes son guerreros; de alimentos, peces, arados, si son trabaja­dores.
En aquel centro y regazo surgirá el tabernáculo o el palacio del soberano, el amante de la diosa; en cambio en la periferia se coloca­rán efigies feroces y tutelares. Estas son algunas de las primeras figu­raciones del arte: J. S. Maxwell, de la Universidad de Reading, mos­tró algunos ejemplares estupendos que constituyen el testimonio más antiguo del culto a la diosa —pre-islámica, pre-hindú—, desconoci­da hasta hoy, presente en las Maldivas. El territorio es concebido como un loto y el soberano en su centro es el dios sentado sobre el loto, montaña cósmica que otorga las aguas: Visnu. Su iconología fue expuesta por R. Parimoo, de la Universidad de Baroda: es el dios de la paz y también del combate, armado con maza y disco, sol y luna. Representa la irresistibilidad del tiempo y del poder reales: del orden cósmico. Por ello, en la poesía tamil, mencionada por R. Champakalakshmi, de la Universidad Nehru de Delhi, templo y palacio se de­signan con las mismas palabras, el homenaje al soberano y la adora­ción del dios se confunden, los bardos alaban a los reyes con las mismas fórmulas con que exaltan a las divinidades del suelo. ¿Por qué motivo los reyes tamiles, en el siglo vii, en lugar del culto de Visnu empezaron a proteger el culto de Siva, relacionado con las clases más humildes? ¿Tal vez porque el culto religioso y el monárquico se habían ido separando y era necesaria una inversión de perspectiva para que se unieran de nuevo?
Pero si los reyes reivindicaban un culto divino, se imponía dia­lécticamente la necesidad de que renunciaran al poder para conver­tirse en pura divinidad. M. N. Deshpande, de la Universidad de Nue­va Delhi, ilustró el tema del monarca que en el ápice del poder debe coronar su carrera convirtiéndose en un asceta. El tema no sólo es tí­pico del mundo jaina y budista sino intrínseco del propio hinduismo. El poeta Jñánesvara, del siglo xiii, exalta al rey ideal que se convierte en ermitaño, para quien ya en la fase solamente real la espada sim­boliza la concentración mística, la armadura la impasibilidad, el ene­migo el obstáculo interior de la liberación, y el triunfo en la batalla la victoria sobre cualquier vínculo mundano. En realidad, ya la cere­monia hindú de la coronación implicaba que el rey se convirtiera, ri­tualmente, en el creador, el embrión del universo, y simbolizara la unificación interior del yoga: precisamente sus parámetros designa­ban estos fines supremos, como ilustró G. Marchianó.
El nexo entre las dos oposiciones, la desnudez ascética y la pom­pa real, es íntimo en la sensibilidad hindú: Churchill no sabía que es­taba aumentando el prestigio de Gandhi cuando lo escarnecía lla­mándolo «el faquir desnudo».
Después del seminario mi mujer y yo quisimos reunimos de nue­vo con Anand Krishna en Benarés. Un lento aeroplano con hélice re­corrió las suaves y verdísimas tierras que brillaban al sol, voló por en­cima de la blancura del Táj Mahal, los templos de Khajuraho.
Centro de nuestra residencia en Benarés fue un restaurante brahmánico. Su patio adquiría vitalidad gracias a las tintas brillantes del fresco que cubría una de las paredes: una fila de proas negras so­bre el Ganges. Nos adecuamos a la alimentación rigurosamente cas­tigada, que generaba aquella casta, ofreciendo una gama de sabores matizados y suntuosos. Salíamos exultantes por calles obstruidas de manera horrible por muchedumbres compactas en medio de las cuales avanzaban deprisa los vehículos. Hay que adentrarse henchidos de una calma inexpugnable, ensoñados, siempre al filo de la turba, de los vehículos como flechas, de las espaldas de las vacas.
Llegábamos a los templos en las orillas, a las librerías donde apa­recían ante los ojos deseantes volúmenes inesperados. Academias re­finadas se abrían en callejuelas de estiércol y lodo, repletas de búfa­los negruzcos, donde aparecían ascetas desnudos con los ojos rojos. A veces en un nicho se entreveía a un dios, desde una ventana se di­visaba el interior de un templo con los sacerdotes que recitaban alre­dedor del fuego. Nos acercábamos finalmente a las avenidas de la universidad hindú, a la facultad de Áyurveda, al departamento de Al­quimia, finalmente a la facultad de Filosofía. Presenta dos enseñanzas separadas, la Advaita Vedánta y el tantra. En una se razona, en la otra el razonar lleva a una gimnasia y a una erótica. Profesores dis­tintos imparten una u otra: el tantrista tiene una mirada intensa y tu­multuosa, el advaitano una sonrisa burlona. Un joven monje thai nos fue alabado por su erudición abundante y durante los días suce­sivos nos escoltó por todos los monumentos de su religión esparcidos por el condado; la plebe de los sin casta los veneraba y de esta ma­nera volvía a vivir la India del año mil.

En la miríada de pensamientos que me brotaron durante aque­llas jornadas por aquellas sendas y orillas, se encontraba el que aho­ra dicta estas páginas consagradas a los tres senderos que se le pre­sentan al hindú.

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