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La danza de la muerte

Campaña de Rusia 1941-1945

Erich Kern

La danza de la muerte - Campaña de Rusia 1941-1945 - Erich Kern

280 páginas
medidas: 14,5 x 20 cm.
Ediciones Sieghels
2017
, Argentina
tapa: blanda, color, plastificado,
 Precio para Argentina: 310 pesos
 Precio internacional: 21 euros

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Con todo lo que se ha escrito sobre las Waffen SS, Erich Kern se encarga, desde el seno de la misma organización, de dar una perspectiva diferente que convierte esta obra en lectura obligada para los interesados en las memorias alemanas.
"La danza de la muerte" es una de las primeras autobiografías publicada por un veterano de la temida Waffen SS. Kern, quien fue una figura clave en el movimiento de extrema derecha alemán de la posguerra hasta su muerte en 1991, escribió este relato de su servicio al Tercer Reich mientras estaba en un campo de internamiento y reeducación para ex miembros de las SS y el Partido Nazi. Kern comenzó su carrera como periodista de un periódico austríaco de derechas en 1936 y continuó su carrera como periodista nazi incluso mientras servía en las Waffen SS, una organización en la que ascendió del rango de soldado a SS-Sturmbannführer, sirviendo en organizaciones tan notables como la Leistandarte Adolf Hitler, la Das Reich, la División Viking y varias unidades más pequeñas de las Waffen SS (incluido el servicio con Skorzeny durante el golpe en Budapest, octubre 44).
Kern no teme salirse de los canones habituales de las memorias de postguerra de ambas parcialidades y expone con franqueza sus pensamientos sobre el combate, sobre la naturaleza de la guerra con la Unión Soviética y sus observaciones sobre los errores cometidos por el Tercer Reich en la conducción de esa guerra, particularmente en su tratamiento de los "Pueblos del Este" que contribuyó sustancialmente a la derrota de Alemania. Pero no es la crítica de quien espera el final de la guerra y declara para lavar su imagen sino de quien intentó hacer algo para cambiarlo.
Su critica tampoco es de quien toma el bando ganador pues Kern sigue defendiendo sus ideales tras la guerra y el desempeño del soldado alemán a pesar de la censura que recibe algunas de sus obras, que pueden situarse en la corriente revisionista. También fue jefe de prensa de la asociación de veteranos SS, HIAG, de la que fue uno de los miembros fundadores, y editor de Der Freiwillig, su revista mensual.
Kern, además, es un gran escritor y sus descripciones de los combates están a la altura de los mejores, resultando en un relato apasionante que cuesta dejar de leer, por lo que se ha convertido en clásico dentro de la literatura bélica.

 

ÍNDICE

Prólogo7
I.- La autopista del norte 13
II.- Avance hacia el sur 35
III.- A Mariupol por la costa del Mar Negro 65
IV.- Adelante hacía Taganrog 85
V.- Oportunidades Políticas Desaprovechadas107
VI.- Batalla de carros en el Cáucaso 127
VII.- Stalingrado 155
VIII.- El fantasma de los Tauros163
IX.- La cabeza de puente de Narva185
X.- La guerra en Galitzia 197
XI.- La lucha por Budapest 217
XII.- La gran Borrachera 249
XIII.- La cuenta de Stalingrado 265
Epilogo277

Prólogo

 

Era una tarde tranquila y maravillosamente silenciosa. Me encontraba tumbado en el estrecho camastro de unos campesinos griegos y contemplaba los espléndidos limones amarillos que, frente a nuestra ventana, colgaban de las ramas de los limoneros. A lo lejos se oía el canto indistinto de una compañía en marcha.
Habían pasado ya los días de Klidipass y de Castoria, del cruce del golfo de Corinto y del gran desfile de la victoria en Atenas. Como guiados por uno de los libros de texto de nuestro bachillerato, habíamos recorrido Corinto, Delfos, Tebas, el Paso de las Termópilas, y llenado a la deslumbrante Acrópolis.
El pueblo estaba satisfecho. Nos dábamos cuenta del alivio que para los hombres, las mujeres, e incluso los niños, representaba nuestra llegada en vez, de la de los italianos. Nos sentíamos como sumergidos bajo una cálida ola. Lo mismo que antes en Hungría, en Rumania y en Bulgaria. Habíamos caminado con nuestras «Panzers» sobre tapices de rosas búlgaras; con los campesinos macedonios habíamos compartido el pan y la sal y bebido el vino.
La campaña balcánica estaba terminada. Una vez más habíamos sido más rápidos, y más fuertes. Sin embargo, a pesar de este orgullo, no nos abandonaba un sentimiento humillante: sabíamos desde hacía tiempo que detrás nuestro seguían las tropas italianas, y que sus corresponsales de guerra, muy orgullosos, comunicaban como propias las conquistas de ciudades y aldeas tomadas por nosotros.
No puedo olvidar la mirada de una viejecita que, en Monsoglion, contemplaba horrorizada los ondulantes penachos de los «bersaglieri» y me decía desconsolada: «¿Y toleráis esas cosas? ¡No habéis obrado bien, soldados alemanes!»
En medio de mis reflexiones, tuve un sobresalto. El techo de la habitación oscilaba. De un salto, me encontré al otro lado de la ventana, colgando de las frondosas ramas del limonero. ¡Un terremoto! ¡Un terremoto en Larissa!
Pero, tras un par de breves sacudidas, la tierra se calmó. Los de la casa acudieron, persignándose, y me hablaban a gritos, sin que yo, naturalmente, comprendiese una sola palabra.
Meneando la cabeza, descendí trepando de mi involuntario refugio, y recordando las excursiones de los felices tiempos de mi niñez, me dirigí a las oficinas de la compañía, donde reinaba gran agitación. Los cazadores de montaña, agrupados alrededor del sargento, discutían con gran vehemencia. Pronto me di cuenta de que la causa de la agitación no era el pequeño terremoto: los cazadores de montaña habían oído una radio enemiga y discutían si era cierta la noticia de que Rudolf Hess, el lugarteniente del «Führer», había huido en avión para Inglaterra.
A nosotros, la noticia nos pareció un «cuento». Nos reímos de los valientes cazadores, desconfiados hijos de campesinos de Baviera y de Estiria. Compungidos, se despidieron de nosotros.
Pero por la noche, llegó la confirmación. Rudolf Hess se había dirigido al enemigo sin autorización del «Führer». Estábamos como atontados. Nos sentíamos invadidos por el helado soplo de lo desconocido, del terror. Discutimos. Y finalmente, enmudecimos desconcertados.
A la mañana siguiente, el comandante me mandó llamar para darme una orden confidencial, estrictamente confidencial. Carraspeó primero unos instantes y por fin dijo:
—Procúrese material de información, lo más amplia posible, sobre la Unión Soviética y la parte de Polonia ocupada en 1939 por la U.R.S.S.
Yo le contemplé perplejo. Entonces, añadió secamente:
— ¡Avanzaremos hacia el Este, para terminar de una vez con la eterna amenaza!
Mi primera reacción ante esta noticia fue de frío terror. Instantáneamente acudió a mi memoria la cita de Hitler en «Mein Kampf» sobre la guerra en dos frentes. Y también la aclaración aparecida después de la conclusión del Tratado con la Unión Soviética —que tan gran extrañeza causó, especialmente entre los nacionalsocialistas—, y los hechos reales que se habían tenido en cuenta.
Todo se venía abajo. La amenaza. Sí, desde luego, una de las mayores amenazas, no sólo para nosotros, sino para el mundo entero. ¿Y precisamente ahora? ¿Cuándo todavía no habíamos acabado con la otra? De nuevo reaparecía la maldita guerra en dos frentes.
Mientras todos mis conocidos se habían sobresaltado tantísimo a raíz de la conclusión del tratado con el Kremlin, yo había respirado.
Era una estratagema digna del Canciller de Hierro. Así habría obrado Bismarck. Coger el toro por los cuernos y romper el cerco. Y si la bestia se resistía, si las armas habían de decir la última palabra, que fuera por lo menos cuando tuviésemos las espaldas libres.
Esta esperanza quedaba barrida de golpe. Mi segunda reacción fue: el comandante ha indicado meramente una posibilidad, se hace el importante, eso no concuerda, no puede concordar.
Pero concordaba.
La moral de los soldados no importaba. Estaban acostumbrados a avanzar, a luchar, a morir si era necesario, pero a vencer en todos los casos. En aquellos días era raro que alguien reflexionase.
En Viena encontré a un buen amigo mío, un hombre muy allegado al Gabinete de Prensa del Ministro de Asuntos Exteriores.
—¡Ni le ha recibido! —explicaba indignado—. ¡Ni siquiera ha querido verle!
—¡Demonios! ¿Quién a quién? —intervine yo, nervioso.
—El «Führer» al conde Schulenburg, el Embajador del Reich en Moscú. Ha tomado el avión y de un vuelo se ha presentado en el Hotel Imperial para ver al «Führer». Traía en su cartera datos auténticos sobre el Ejército Rojo. Molotof se los debió facilitar en el último momento — seguramente para intentar todavía detener los acontecimientos— y en ellos constan sus efectivos de defensa. Pero Ribbentrop ha interceptado el paso al anciano caballero y le ha comunicado que el «Führer» no quería dejarse influir por nadie en su decisión; por consiguiente, no podía volver a recibirle. Pero Schulenburg ha replicado excitado que él no había cometido ninguna falta y que aportaba material decisivo. Ribbentrop casi ni le ha dejado hablar. No era posible. Nada importaba lo que él tuviese en su poder, el «Führer había ya tomado su decisión.
Yo me callé.
—Todo eso puede ser una patraña —dije irritado, después de una pausa —. Lo habréis maquinado vosotros mismos, en la redacción. ¡Vente al frente con nosotros; allí olvidarás esas tonterías!
Mi amigo movió la cabeza, melancólico.
—Lo haré tan pronto como pueda. Ojalá permitiera Dios que estuvieses en lo cierto y que sólo se tratara de estúpidas murmuraciones. Pero desgraciadamente no es así. Lo puedes creer. La historia es casi oficial.
Aproveché mi corto permiso, después de despedirme de mi madre, para visitar a mi «Gauleiter», Josef Burkel.

Lo encontré animado e impetuoso.
—Seguramente, pronto me escribirás desde Moscú — me dijo al despedirme, seguro de la victoria—, esa tontería no os ocupará mucho tiempo, y entonces ¡que Dios se apiade de ti, Inglaterra!
En Brunn, toda la división, la Bandera «Adolf Hitler», se enteró de la noticia de que había estallado la guerra contra la Unión Soviética. En todas las compañías se levantó un clamor de protesta.
— ¿Qué hacen con nosotros? Vamos a llegar demasiado tarde al jaleo. ¡Maldición! El «Führer» nos había prometido que estaríamos presentes en todas partes. Y aquí nos quedamos mientras los demás entrarán en Moscú un día de esos.
Se bebió mucho y fuerte. Yo bebí más de lo debido. Pronto me vi envuelto en la ola de optimismo. Las informaciones de los periódicos que procedían de los rusos blancos emigrados y que predecían el instantáneo desmoronamiento de la U.R.S.S., corrían gozosamente de boca en boca. Los primeros comunicados de la «Wehrmacht» fueron cursados y escuchados con los ánimos en suspenso.
Por fin, al tercer día nos pusimos en marcha con la motorizada hacia el Este.
En todos los pueblos de Silesia los hombres se detenían a nuestro paso, y nos saludaban. Una auténtica borrachera les embargaba. Viejos inválidos de la primera campaña de Rusia, aguantaban de pie, incansables, al lado de las columnas en descanso, y nos daban consejos para exterminar a los cosacos y a la infantería rusa. Las mujeres nos facilitaban tanta cantidad de provisiones y cigarrillos que era muy superior a lo que podíamos consumir y llevar encima. Los niños nos vitoreaban, y muchachas desconocidas se nos echaban al cuello y nos besaban.
Pronto se percibió en el aire el olor de las aldeas en llamas. A lo lejos, retumbaba débilmente el estruendo del cañón. Nuestros corazones empezaron a brincar, aunque habíamos dejado de ser novatos hacía tiempo.
Y entonces empezó a desarrollarse ante nosotros el gran drama que había de mantenernos en la más alta tensión durante varios años.