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La época de Rosas

 

Ernesto Quesada

La época de Rosas - Ernesto Quesada

232 páginas
medidas: 14,5 x 20 cm.
Ediciones Sieghels
2019
, Argentina
tapa: blanda, color, plastificado,
 Precio para Argentina: 400 pesos

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Ernesto Ángel Quesada fue un abogado, sociólogo, historiador, escritor, catedrático y magistrado argentino al que le debemos haber dado inicio, junto a Adolfo Saldías, a la revisión de la Historia Argentina.
A pesar de provenir de una familia unitaria, su búsqueda de la objetividad y el dato contrastado, publica en 1898 su libro “La época de Rosas: su verdadero carácter histórico”, que es considerada su obra más importante entre sus más de 500 escritos, generando una renovación metodológica en la historiografía argentina. Fue para su época un libro verdaderamente revolucionario y transgresor dado que en aquel momento resultaba casi imposible defender y justificar la actuación y el gobierno de Rosas. Fue necesario un gran coraje para poder sostener sus investigaciones. "La época de Rosas" fue considerado entonces como una verdadera herejía doctrinaria, pues iba en contra de la opinión consagrada en todas las esferas de la vida nacional—en los debates parlamentarios, en los actos de gobierno, en la organización de la enseñanza, en la prensa periódica, en los libros y folletos de los publicistas, en los textos escolares y aún en el consenso familiar,—todo lo cual consideraba a la tiranía de Rosas como la encarnación de una época nefasta, víctima de un verdadero monstruo neurótico, y de la cual mejor era callar, pues se le atribuían todos los excesos imaginables. De esa manera se borraba un cuarto de siglo de la historia nacional. Fue entonces cuando apareció este libro, fruto maduro de una larga serie de estudios monográficos, y amplisimamente documentados, publicados en nuestras revistas más acreditadas, desde años atrás: tuvo por objetó trazar una síntesis de la época de Rosas, y juzgarla objetivamente con arreglo al novísimo criterio histórico.
Su obra, producto de una tarea patriótica y de honestidad intelectual, tiene bases sólidas, sin embargo en su tiempo fue ignorado y dejado de lado por “rosista”. En ella hizo un estudio de éste hombre público, del medio y de la época en la que le tocó gobernar, comparándola y haciendo un paralelo con la del rey francés Luis XI –artífice de la unidad de Francia y del fortalecimiento de la corona– y de Felipe II de España. En otro de sus paralelos, utiliza la expresión «Edad Media Argentina» para referir el período que va desde la anarquía resultante de la disolución del año 20 hasta la reorganización inaugurada por la batalla de Caseros después del año 50.
Hasta entonces, como hiciera Vicente López, la historia no se había basado tanto en documentación como en inclinaciones y recuerdos teñidos por las inclinaciones de los historiadores. Rosas, siendo el hombre más rico de la época desde antes de llegar al poder, debe abandonar el país sin llevarse más que todos los documentos del archivo de su gobierno a fin de que la posteridad pudiera conocer la verdad de su larga dictadura, sabiendo que sus enemigos querían borrar sus acciones. No se equivocó, el primer gobierno bonaerense se apresuró a “clasificar” todos los papeles de la época que pudo encontrar, hacer con parte de ellos grandes pilas y quemarlos todos para borrar toda huella del Restaurador.
Quesada retoma el respeto por la documentación e inaugura una nueva época para nuestra historia. Cualesquiera que sean las convicciones o simpatías de los historiadores, si la estudia a la luz de documentos auténticos y de pruebas fehacientes, podrá iluminar esa profunda oscuridad de con el rayo de la verdad que por igual brilla para amigos y adversarios. Tal será el criterio en estas investigaciones históricas.

 

ÍNDICE


Advertencia7
Prólogo. Criterio doctrinario en estas investigaciones históricas11
Introducción. Fuentes históricas y propósitos de este ensayo41
I.- Carácter federal de la organización nacional47
II.- Esencia de nuestra emancipación: génesis del federalismo y del unitarismo53
III.- La crisis politica-social del año xx: el régimen del caudillaje57
IV.- La “edad media” argentina63
V.- Rosas, el Luis XI criollo67
VI.- Su idiosincrasia personal: paralelo con Felipe II71
VII.- Régimen económico de la época76
VIII.- Política financiera de Rosas : Los “embargos”86
IX.- Característica de su sistema de gobierno95
X.- El “federalismo” de Rosas106
XI.- Su dictadura y su tiranía114
XII.- La crisis de los partidos federal y unitario: guerra civil de 1840117
XIII.- Criterio doctrinario de unos y otros: la política del terror128
XIV.- El terrorismo de Rosas: la mashorca 131
XV.- Filiación histórica de la política terrorista: el plan de Moreno144
XVI.- Carácter sui generis de la guerra civil: alianza del partido unitario con las potencias extranjeras150
XVII.- Los unitarios y la traición a la patria157
XVIII.- Antecedentes históricos: las desmembraciones de territorio argentino164
XIX.- Explicación del triunfo constante de Rosas, en la larga lucha con el partido unitario169
XX.- Síntesis de la dictadura173
XXI.- Criterio histórico para juzgar la tiranía rosista178
XXII.- La constitucionalidad del gobierno de Rosas: el derecho interprovincial y las “facultades extraordinarias”181
XXIII.- Rosas y Portales: la democracia y la oligarquía184
XXIV.- Conclusión. La evolución social argentina durante la época de Rosas, comparada con la análoga en el resto de América, principalmente en Chile.190
Epilogo. Una visita a Rosas en Southampton (febrero de 1873)220

ADVERTENCIA

La editorial “Artes y Letras” ha recabado autorización para incluir entre sus ediciones mis trabajos monográficos publicados en revistas y periódicos sobra el período histórico que he denominado “edad media argentina”—y que va desde la anarquía resultante de la disolución del año 20 hasta la reorganización inaugurada por la batalla de Caseros después del año 50 — comenzando por mi libro La época de Rosas y continuando con una serie de volúmenes que se ocupen, sucesivamente, de Lamadrid y la liga del norte (1840), primero; Lavalle y la batalla del Quebracho Herrado, después; Pacheco y la campaña de Cuyo (1841), más adelante; y, por último, Acha y la batalla de Angaco.
Es decir, en esos volúmenes se darán a conocer, por vez primera en forma de libro, aquellas monografías históricas, perdidas hoy en las colecciones de periódicos y revistas. Tal propósito tiene, es cierto, el inevitable inconveniente de que, tratándose de estudios aparecidos en diversas épocas, posiblemente se habrán producido, en no pocos detalles, repeticiones o aún reproducciones fragmentarias: pero, la depuración de dichos textos habría equivalido a una refundición total de los mismos en una obra de otra magnitud. Lo que ahora so proponen los editores es reunir aquellas monografías analíticas y documentarías, en forma de volúmenes de precio reducido, a fin de poner al alcance del mayor número estudios que pueden considerarse virtualmente inéditos, por la restringida circulación que tuvieron al aparecer. Tratándose, pues, de una edición de carácter popular, no he tenido inconveniente en acceder a tal propósito.
Ahora, respecto del presente volumen, sólo me resta, observar que los editores han deseado reproducir el texto de la edición original de 1898, precediéndolo de la exposición doctrinaria sobre el criterio aplicable en estas investigaciones históricas, tal como se expuso en la monografía sobre La guerra civil argentina, inserta en la Revista del Club Militar (Nos. 3 y 6, septiembre y octubre de 1894), y terminando el libro con la reproducción del epílogo — referente a una entrevista con Rosas en 1873 — inserta en la edición de jubileo de 1923.
Para terminar, reproduciré tan sólo estas palabras de la recordada última edición: “El Instituto de investigaciones históricas, de la Facultad de filosofía y letras (Universidad de Buenos Aires) ha resuelto incorporar a la serie de sus publicaciones esta nueva edición — en el XXV aniversario de su aparición — del presente libro, que fue considerado entonces (1898) como una verdadera herejía doctrinaria, pues iba en contra de la opinión consagrada en todas las esferas de la vida nacional—en los debates parlamentarios, en los actos de gobierno, en la organización de la enseñanza, en la prensa periódica, en los libros y folletos de los publicistas, en los textos escolares y aún en el consenso familiar,—todo lo cual consideraba a la tiranía de Rosas como la encarnación de una época nefasta, victima de un verdadero monstruo neurótico, y de la cual mejor era callar, pues se le atribuían todos los excesos imaginables. De esa manera se borraba un cuarto de siglo de la historia nacional. Fue entonces cuando apareció este libro, fruto maduro de una larga serie de estudios monográficos, y amplisimamente documentados, publicados en nuestras revistas más acreditadas, desde anos atrás: tuvo por objetó trazar una síntesis de la época de Rosas, y juzgarla objetivamente con arreglo al novísimo criterio histórico. El efecto singular producido en la opinión coetánea, nacional y extranjera, está en parte reflejado en la bibliografía crítica, reproducida en el apéndice de la presente edición, la cual viene a representar la celebración de las bodas de plata de la obra, y permite — después del cuarto de siglo transcurrido — darse cuenta de la honda transformación del criterio histórico para juzgar la época de Rosas. Hoy, en las diversas formas de la opinión nacional, la orientación es visiblemente la del nuevo criterio, polo opuesto del esbozado antes como característico del momento en que se publicó el libro. Así, el lamentado escritor argentino, Juan Agustín García, ha dicho en Sobre nuestra incultura (B. A. 1922) “E. Q en su Época de Rosas, es sintético y, además, es sobrio y claro; percibió el significado de esa dictadura en nuestra evolución histórica, en una forma que parece ser definitiva” ; y el conocido pensador estadunidense, Leo S. Rowe, actual director de la Unión Panamericana, a su vez ha declarado en The federal system of the Argentine Republic (Washington, 1921) que “en la manera de encarar ese período de la historia argentina, hay qué reconocer lo que se debe a la obra admirable de Q.” Esos dos recientes y autorizados juicios, formulados coetáneamente en los dos extremos del continente americano, explican porque el contenido del presente libro parecerá hoy al lector casi como un truismo conservador, cuando en su primera edición fue considerado cómo una audacia revolucionaria. El autor continuó dando a conocer en las revistas, y aún en forma de libro, el resultado paulatino de sus estudios documentados sobre aquella época, con el objeto de refundir todo ello en la obra anunciada en el prólogo originario: los 3 vols. de su Historia de la guerra civil argentina, que debieron editarse cuando se incorporó a la magistratura, y, demorada la publicación en razón de las nuevas tareas, han permanecido inéditos y requieren hoy una revisión prolija para ponerlos al corriente de todo lo aparecido posteriormente.”

B. A. Septiembre de 1926.
E. Q.


Prólogo. Criterio doctrinario en estas investigaciones históricas

Arduo asunto es abordar el estudio de nuestras guerras civiles, y quizá convendría sólo publicar aquello que tuviera en cierto modo el carácter de lo definitivo, pero sobre que ello es empresa difícil de por sí, estimo que es preferible adoptar la forma de monografías sueltas, porque bien pudiera encontrarse, entre los lectores más de uno que, poseyendo datos inéditos acerca de las cuestiones que abarca cada estudio, pueda verse tentado de prestar un servicio a la historia patria, utilizando aquellos para completar o rectificar las conclusiones a que llego. Cierto es que estudios, aislados y sin conexión entre sí, como los que forman, una serie de monografías, no pueden aspirar al rango de historia; pero, perteneciendo a la crítica histórica, como su mismo carácter lo revela, servirán de contribución sincera. Además, el interés que puedan tener estos artículos estriba en la documentación inédita en que se apoyan, sobre todo en el numeroso archivo del general Angel Pacheco, guerrero de la Independencia, y cuya intervención militar durante nuestras guerras civiles, principalmente en la época de la Confederación, fue prominente y decisiva.
Explicaré ecuánimemente cuál es, en mi entender, el criterio histórico que debe presidir a esta clase de investigaciones. Sólo me resta añadir que lo característico de estos estudios es la máxima buena fe, para evitar que se les pueda atribuir la pretensión dogmática de ser la última palabra posible acerca de los sucesos estudiados. El que en asuntos de esta naturaleza busca solo la verdad, prescinde del falso amor propio del escritor que se cree obligado a sostener siempre el fatal dixi, y a considerar como un descrédito el hecho de ser rectificado con razón y a mérito de documentos que no estuvo a su alcance conocer. Declaro, por el contrarió, que seré el primero en reconocer el error siempre que la prueba sea completa.
La historia de la independencia argentina, por lo menos en las dos primeras décadas, puede decirse que está ya escrita. Mitre y López—para no citar los dii minores,—han publicado sobre aquella época obras verdaderamente notables; y tiene además el exigente lector, cuyo criterio histórico difiera del de aquellos patriarcas literarios, montañas de publicaciones, de monografías, de memorias, de mil otros elementos auxiliares, para poder profundizar el punto más insignificante. Los archivos públicos y privados referentes a dicho período casi no guardan ya secretos, pues lo que no se ha publicado en forma aislada o como complemento de otros libros, ha sido estudiado libremente por todo el que en ello se interesa.
No quiere esto decir que la materia esté agotada, pues diariamente se nos revelan incidentes curiosos; pero existen ya sobradísimos elementos para poder juzgar la época sin tropezar a cada momento con esas incógnitas y esas obscuridades que, por no ser aún conocidos los documentos respectivos, nos detienen a cada paso en otros períodos de nuestra historia patria, irritando nuestra curiosidad sin lograr satisfacerla.
Mitre y López, pues, son los dos maestros en la historia nacional. No siempre, sin embargo, están de acuerdo; su criterio obedece, a las veces, a índole opuesta; y su procedimiento es diametralmente distinto. Ambos merecen, sin duda, todo nuestro respeto, pero conviene darse cuenta de su diversa índole para apreciar cómo deben aquilatarse sus opiniones, y hasta qué punto es justificada la aclaración o rectificación a las mismas, cuando parte de las generaciones nuevas.
López, en su Historia Argentina, mantiene vivo el interés del lector más displicente, y los capítulos que la componen revisten una forma tan dramáticamente palpitante, tan llena de vida, —y de vida que desborda— que, a las veces, parece leerse una verdadera novela real y no una fría y mesurada historia.
La tradición oral es su fuente, no diré exclusiva, pero sí casi excluyente. Nacido en los comienzos del siglo, hijo de ilustre padre vinculado a todos los acontecimientos de nuestra historia, desde niño ha podido conocer a casi todos los que han actuado en ella; ha podido oír las opiniones de todos los que en ella influyeron, y ha podido ver con sus propios ojos la mayor parte de los sucesos que han tenido lugar. Más tarde, durante su larga emigración en Montevideo y en Chile, ha vuelto a conversar extensamente con todos los personajes de aquellas épocas; ha anotado sus conversaciones, ha requerido estudios especiales, y puede asegurarse que desde entonces, esto es, desde hace casi medio siglo, ha estado escribiendo insensiblemente nuestra historia, por medio de la acumulación de materiales vivos, por decirlo así. Esas son sus fuentes principales: los propios recuerdos y la tradición, piadosamente recogida; elementos de inestimable valor ambos y de alcance tanto más notable, cuanto que escapan a un control cualquiera, pues estriban exclusivamente en la fidelidad del recuerdo, o en la exactitud de apuntes de carácter personalísimo.
La prensa le ofrece también valioso contingente de libros publicados, se procura sólo de lo muy indispensable; en cuanto a documentación, sólo con beneficio de inventario recibe tales piezas: así, de una plumada y sin más trámite, condena esa fuente de información durante un largo cuarto de siglo. “A cuantos errores capitales bien comprobados, — dice en el último tomo de su Historia han inducido las notas y documentos de una cancillería en la que no hay un solo dato de verdad, de justicia, de palabra honrada, de sinceridad, de respeto siquiera a los hechos más notorios y públicos que forman la historia moral y política de ese hombre funesto y sanguinario que pesó 26 años sobre el país en que había nacido!”
No es mi ánimo discutir en este lugar la exactitud de ese criterio; me limito a comprobar su carácter. Podría argüirse que es, sobre peligroso, inseguro, el anteponer los propios recuerdos y los apuntes personales, al testimonio de los hechos, a los documentos de las cancillerías y a las demás fuentes de que usualmente echa mano la historia en otras partes del mundo; podría decirse que no existe para el lector garantía alguna que le asegure de que las pasiones o los gustos, las simpatías o antipatías del escritor, no han tergiversado, anulado o transformado, — quizá, a las veces, ayudado, — al recuerdo que se invoca, interpretando apuntes o reminiscencias más o menos vagas o incompletas. Me guardaré bien de hacer esta objeción.
López escribe, con pasión, su Historia, haciendo de ella una verdadera reconstrucción del pasado. Desdeña la documentación más o menos inédita, y si notas tiene su obra, son más bien aclaraciones de tal o cual detalle que hubieran hecho difuso el texto, caso de incluirlas en él. La narración tiene así mayor vida, pues no se interrumpe con justificaciones más o menos oportunas de los asertos que emite: el lector tiene que creer en la palabra del historiador y adoptar su criterio, sin poder contralorear aquella ni darse cuenta de si en éste han sido más o menos bien interpretados los hechos que sirven de base a la opinión del escritor.
La lectura es así más fácil; nunca se solicita la atención del estudioso con una erudición que, por más que se trate de disimularla, resulta siempre fastidiosa; el estilo puede, por lo tanto, ser más elegante, más vivido, y la obra literaria se hermana de esa manera con la indagación histórica, permitiendo deducir la filosofía, del pasado sin trabas ni reatos.
Nuestra historia está recién en pañales; vale decir, nos encontramos en el período preparatorio e ingrato de las investigaciones previas para reunir materia prima. La documentación conocida es relativamente insignificante, comparada con la que aún permanece inédita. El lector que quiera aquilatar con criterio propio la obra de un historiador de la escuela de López, deberá forzosamente rehacer por su parte la ímproba labor de rebuscar en lo publicado, y, sobre todo, en lo inédito, los fundamentos necesarios para basar aquel criterio, a no ser que sé resigne a aceptar ciegamente las opiniones del libro que lee, exponiéndose así a jurar in verba magistri.
En cambio Mitre, en esas obras verdaderamente admirables que a Belgrano y San Martín ha dedicado, se ha resignado al costoso sacrificio del brillo del relato y de lo florido del estilo, porque ha querido apoyar cada opinión en un verdadero lujo de documentación. El lector entonces se encuentra en condiciones de poder apreciar si el historiador interpretó bien o mal aquellos documentos, y adquiere, por lo menos, el convencimiento de que la opinión emitida tiene un positivo fundamento.
La simple síntesis es sin duda, más simpática; nada desalienta más que el engorroso análisis. Sé muy bien que de esas dos obras que acabo de mencionar, se ha dicho que “hay capítulos en que parece vérsele al autor extender la mano hacia su biblioteca, y que siempre deja al descubierto los hilos con que ha tejido su asunto, que hacen un efecto análogo al de los andamios en los edificios y las cacerolas en los banquetes”. Sea. No se me escapa tampoco que espíritus más o menos superficiales, que prefieren el brillo a la solidez, y la burla irónica a la sesuda indagación, encuentran en ése procedimiento ancho campo para repetir el dudoso chascarrillo del “ratón de biblioteca”. Pero es más fácil hacer esos chistes que practicar aquellas investigaciones eruditas de benedictino, y condenar un libro diciendo que es un cronicón y no una historia. La crítica de ese género exime de tomarse el trabajo de estudiar y de profundizar, y es patrimonio de los que prefieren hacer gala de esa mal llamada malicia del hombre de mundo, que lo encubre todo a los ojos de un público más o menos ocupado, y que realmente carece del tiempo necesario para leer y estudiar esos verdaderos pozos de erudición, que requieren la consagración de una vida entera, y una preparación vasta y continuamente mantenida al día.
Hablando de sus obras históricas, Mitre ha dicho con razón profunda que lea dió “la consistencia de un documento, como materia prima y clasificada, que otros pudiesen utilizar mejor, ahorrando algún trabajó a los venideros. Los historiadores presentes no pueden aspirar a más, ni existen ordenados los materiales necesarios para confeccionar desde luego una historia completa en su crónica y en su filosofía. No es posible hacer alquimia Histórica, pues asi como sin oro no se hace oro, sin documentos no se hace historia. Nuestra tarea es la de los jornaleros que sacan la piedra bruta de la cantera, y, cuando más, la entregan labrada al arquitecto que ha de construir el edificio futuro; y en este sentido, creemos haber desempeñado en conciencia la nuestra, sin dar a nuestra obra más valor que el que tenga, o lo den los materiales de que está formada.” López, en una polémica histórica famosa, estudiando esta cuestión, ha dicho: “Es inexactísimo que el enjambre de todos los documentos y papeles existentes sea indispensable para escribir la historia... La historia no necesita estar documentada como una cuenta corriente, sino ser cierta y natural por los hechos y por el, enlace de su movimiento... Creemos que la única filosofía de la historia consiste en la regla moral y jurídica con qué todo el fuego y el torbellino del movimiento humano arriba a la consagración del bien que produce la prosperidad dé los pueblos, o a la consumación de las iniquidades y violaciones del derecho, que lo lleva a su desgracia, a su deperecimiento y a su ruina... Toda la filosofía de la historia propiamente dicha se concreta en el influjo de las tradiciones y en el poder de la educación, y del progreso moral...”
Mitre se contentó con Responder que esa. es “la historia filosófica de una historia que no se ha escrito todavía en concreto, y cuyos documentos recién se están coleccionando”.
En efecto, 1a filosofía de la historia, tal como la han comprendido Buckle y Taine, exige una amplia documentación como base. “Cada renglón de Buckle está comprobado con una biblioteca citada al pie, y, no obstante sus facultades generalizadoras y sus tendencias filosóficas, él ha dicho que es de la vasta reunión de los hechos, y con ayuda de ellos, que el progreso de la humanidad debe ser estudiado, y que estos son los materiales con que debe construirse la historia filosófica, porque las deducciones más comprensivas de las acciones del hombre reposan y están expresadas en lenguaje matemático. Taine ha cuajado su texto de extractos de documentos originales, no adelantando un paso sin consolidar antes su terreno, de tal manera, que se ha dicho de él que el aíro no circula en su composición frondosa; los árboles ocultan el bosque; el conjunto se esconde bajo la prodigalidad de los detalles. El documento es su númen, y en él se ha inspirado su clásico libro, que tanto ruido ha hecho en el mundo, adoptando por máxima de su composición: sorprender los hechos en el heho — les faits sur le fait”.
En cuál de ambas tendencias es más susceptible de encontrarse la verdad histórica? Ambas escuelas tienen sus partidarios, y quizá depende del estado de la literatura histórica nacional, en cada país, el saber cuál de las dos es la que merece mayor atención en un momento dado. Para que Bagehot pudiera deducir las leyes científicas del desenvolvimiento de las naciones, ha sido menester que antes de él una legión de trabajadores hubiera exhumado toda la materia prima de la historia, que la hubiera comentado con criterio vario, pues así aquél ha podido hacer con seguridad la síntesis de las cosas, sin que su atención fuera perturbada por la duda de si los hechos mismos habían sido errada o deficientemente expuestos, lo que hubiera zapado por la base el edificio que se proponía construir.
Pues bien, López es un historiador de escuela definida: busca siempre practicar la síntesis para extraer de ella la filosofía de la historia. A las veces sucede que los hechos que sirven de base a su exposición, resultan controvertidos: documentos desconocidos hasta entonces surgen arrojando nueva luz sobre el pasado, y lo que era lícito antes de eso interpretar en un sentido dado, es imposible no considerarlo de otra manera después...
El mismo López lo ha dicho: “Una cosa son los sucesos en sí mismos y otra cosa es el arte de presentarlos en la vida con todo el interés y con toda la animación del drama que ejecutaron. Es preciso ver los tumultos y sus actores, oír el estruendo de sus voces, sorprenderlos en las tinieblas de sus conciliábulos, sentir el ruido de sus combates, asistir al festejo de sus triunfos y temblar al derrumbe de los cataclismos, como si todo ese bullicio estuviera removiéndose en el fondo de cada una de las páginas que se escribe. Este arte no debe confundirse con la mecánica exactitud ni con la filiación metódica de los hechos. Una y otra tienen su mérito y su necesidad relativa; pero estas últimas no son el arte; son cuestiones de simple ordenación, mientras que la otra es cuestión de estética, de más o menos poder imaginativo para agrupar los conflictos de la vida social, para restablecer los golpes de la lucha, para dar acción, gesto, ademán y palabra, a las masas y a las generaciones que actuaron en la escena. En esto es en lo que consiste la belleza y las grandes enseñanzas de la historia; y esto lo que hace la diferencia de los clásicos antiguos con aquellos otros escritores de cuyas obras Macaulay ha dicho tan bien estas irónicas y admirables palabras: very valuable, but a little tedious”.
Quizá el más ilustre de los críticos ingleses modernos, Matthew Arnold, es respecto de este escritor cruelmente terminante: “con Macaulay no tiene piedad ni respeto: atójasele el apóstol de la burguesía utilitaria, -preocupado por completo por las ideas y las tendencias de su público, al que quería complacer y de hecho dejó complacido; pero duda de que haya en sus obras la parte de verdad artística necesaria, para prestarles larga vida”. El modelo que tiene siempre ante sus ojos el autor de la Historia de la República puede, pues, conducirlo más cerca de la roca Tarpeya que del Capitolio.
Un crítico distinguido, juzgando un tomo de la obra de López, después de hablar con irónico respeto del “afán perseverante de viejos y jóvenes que corren en pos de registros y exhuman los viejos archivos para arrancarles secretos ignorados”, concluye diciendo que “en el estado de los estudios argentinos, hay campo para otras exploraciones. Existen detalles parciales y elementos generales de conjunto, fenómenos comprobados suficientemente para que la filosofía se apodere de la historia y pueda ofrecernos sus lecciones experimentales”.
Muy hermoso deseo. Pero cuando sabemos que nuestros archivos públicos, — donde se encuentran mezclados, en pintoresco pero inextricable desorden, los legajos de la documentación oficial, pública y secreta, de aquellas épocas, — permanecen aún casi terra incognita, debido a que los gobiernos no han tenido tiempo para dedicar recursos a su clasificación y conveniente colocación; cuando no ignoramos que existe mucho inédito de lo que los contemporáneos escribieron, y en cuyas páginas debe buscarse frecuentemente el secreto de las grandes cosas, como no ha desdeñado hacerlo Taine en su soberbia obra sobre los orígenes de la Francia contemporánea; cuando diariamente, a la aparición de un libro cualquiera nacen rectificaciones abundantes, qué cambian por completo el aspecto de los hechos, ¿cree el crítico que puedo, sobre base tan deleznable, tan insegura, “apoderarse de la historia la filosofía y ofrecernos lecciones experimentales...” Parece; a priori, que es un tanto aventurado lanzarse a hacer disquisiciones filosóficas basándose en hechos o en datos, que al día siguiente pueden resultar blancos en lugar de negros, o viceversa. ¡Singular filosofía de la historia sería esa!
Sin duda alguna, no quiere eso decir que habrá que concretarse a la seca enumeración de hechos, o a la simple exhumación de documentos.
“Es preciso que la historia — ha dicho un pensador — no sé nos presente como esos edificios que se acaban de concluir, los cuales están aun rodeados de los andamios, empalizadas, depósitos de cal y ladrillos, materiales y máquinas que sirvieron para su construcción. Tampoco ha de ser como los tapices vueltos del revés; en que sólo sé yen los hilos y las tramas. Al contrario, la historia nos ha de hacer el efecto de una verdadera evocación.”
El mismo López nos demuestra en su grande obra que, sin pretender deducir la filosofía de la historia, se puede tratar da aproximarse a ella en la medida de lo posible... sine irá et studio, sin simpatías ni antipatías que amengüen el criterio, sin pasiones ni odios que convierten al historiador en polemista o en propagandista.
Por eso López, al comenzar su grande obra, se adelantaba al reproche posible, diciendo: “Quizá entre los defectos que la crítica entendida pueda reprochar a nuestro estilo (en el sentido de nuestra imparcialidad, pues dé los de otra clase no hacemos defensa), sea el mayor su vehemencia y su calor, cuando nuestro natural impulso nos obligue a actuar con lo más caro de nuestros principios en el recuerdo y en la exposición de los debates del pasado. Empeñarnos en eliminar este defecto sería como querer falsificar nuestra propia naturaleza, y preferimos presentarnos como somos. Estamos sí seguros de que, por lo menos, no ha de desconocerse la lealtad y la honradez de los motivos que al dictar nuestro espíritu hayan calentado la pluma con que los expresemos. El historiador, lo mismo que el abogado y que el médico, es siempre parte: paciente unas veces; y otras triunfador; indiferente, jamás! ”
¿Es también el mismo López quien ha dicho lo siguiente: “¡Qué libros los más preciosos los que tendremos el día en que los historiadores sean artistas analistas que, eliminando toda convención y digiriendo todo el material de información adquirida, nos presenten la visión de la realidad transcurrida, todo lo más vivo posible! ¡No mas historias anodinas; no más fantasías convencionales! Cada personaje se nos aparecerá como un hombre, un conjunto de funciones psíquicas y morales en ejercicio, ¡según las circunstancias del medio en que viviera. Loa retratos respirarán; las estatuas sentirán; podrá observarse el cerebro que ya no existe; apreciarse el lenguaje que ya pasó; reconstruirse la casa habitada. Las personas queridas o aborrecidas vendrán a ponerse en las relaciones en qué vivieren. Renacerá el paisaje, no como una perspectiva de teatro, sino como una observación, de la naturaleza, colorista y movida a la vez. La prosa producirá la sensación de los objetos y de la atmósfera: por ella sentiremos nomo sintieron los antepasados sus respectivas pasiones arcaicas; nos explicaremos afecciones y odios hoy inexplicables, ideas inconcebibles. La geografía pasada no se nos presentará sólo como mapas intercalados; a la exactitud topográfica, la pluma añadirá la vista del terreno, de la vegetación, de los poblados, de las aguas, de la atmósfera, tal como nos la dan solo los paisajistas sensitivos. Veremos la marcha de los pueblos, oiremos el estruendo de los ejércitos, los rumores de las muchedumbres; contemplaremos levantarse los edificios, surgir las artes, elaborarse el pensamiento de la especie; se nos comunicará la intimidad de la vida pasada, cual si fuera, presente”.
No, no es ello de López, pero de seguro suscribiría con gusto ese programa. Sin duda él es seductor. Pero el escritor que lo formula añade: “La historia será una novela”. Si, novela, sobre todo cuando están aún por comprobarse los hechos mismos, cuando no se conoce sino parte de la documentación que al respecto existe, cuando los documentos conocidos aun no han sido “sabiamente comparados y seriados”, cuando nos exponen a convertir la historia en una novela que no sea sino una fantasía convencional. Para que la historia llegue a ser esa hermosa resurrección del pasado, es necesario primero que se asiente sobre sólidas bases y que haya pasado el ingrato período de la construcción de materiales, pues, como dice el citado autor, “¡no más historias anodinas; no más fantasías convencionales!”
Es preciso reaccionar contra esas exageraciones.
“Ninguna persona ilustrada que preste inteligente atención al género histórico — ha dicho un discretísimo crítico — tal como lo comprende el espíritu moderno, ignora preceptos envejecidos o completamente desautorizados por el fracaso de aquellos mismos que los pregonaron en sus escritos teóricos. La historia no se concreta a la narración vivida de los acontecimientos, hecha en tono oratorio y con tendencias de alegato forense... Desde luego, es preciso encontrar el material; para hallarle, buscarle; para buscarle, plantearse uno a sí mismo la cuestión histórica. En seguida, investigar en distintas direcciones, porque los documentos históricos, como los hechos mismos, son variados y múltiples, y no de una sola especie: no basta extraer un papel de un archivo oficial o privado, es indispensable estudiarlo en sí, en su procedencia, en su concordancia o contradicción, con otros documentos igualmente auténticos e igualmente autorizados. Después de este trabajo preliminar inmenso, digno de la avidez del sabio y capaz de transformar en verdad aquello de ser el genio una paciencia larga, viene la crítica, que no sólo determina — según un célebre y erudito crítico alemán,
Droysen — qué relación guarda el material documentado con los actos voluntarios que trasmita, sino que verifica la exactitud de los hechos que lo constituyen, probando hasta las pruebas, como dice otro crítico eminente, Taine... El trabajo del historiador consiste, ante todo, en revivir, por el espíritu, estados que fueron de la sociedad, coordinando al efecto inmenso y complejo material, fragmentario casi siempre, por intermedio de la erudición que acopia y de la crítica que depura y ordena.”
Todo esto nos demuestra acabadamente que no hay exageración alguna al decir que la historia argentina está recién en pañales, a pesar de los trabajos admirables de algunos de nuestros escritores nacionales.
De ahí la necesidad de estudiarla a la luz de archivos inéditos, tarea que es verdaderamente patriótica; y aunque pudiera quizá argüirse que semejante fuente de información sea tal vez parcial en cuanto no ilumina sino aspectos aislados del gran cuadro, entiendo que es servicio prestado a nuestra historia patria el utilizar ese control, siquiera para aquilatar el criterio con el cual se han emitido juicios con carácter de definitivos. No se me oculta que la crítica histórica, así ejercida, corre peligro de ser a su vez corregida por nuevos documentos que salgan a luz, pero aun cuando así fuese, el hecho sólo de provocar ulterior esclarecimiento, bastaría para justificar plenamente a aquella, sobre todo cuando la guía sólo el amor altivo de la verdad y el celo de un patriotismo que consideraría menguado el mantener en las páginas de nuestra historia cualquier apreciación acerca de sucesos o de hombres, que resulte errada, por más que ella pueda halagar la vanidad mal entendida de los que creen que no deben considerarse a los personajes o a los hechos del pasado sino de una manera grandilocuente, y no como en realidad han sido, esto es, con las luces y las sombras de todo lo que es humano. Paréceme que eso frisa en el patrioterismo y que está reñido con un sano patriotismo, pues este, lejos de sufrir, gana siempre con la exposición de la verdad, sin ambages.
En razón misma del período de indagación en que se encuentra lo que a nuestra historia patria se refiere, no cabe honradamente todavía el emitir acerca de ella juicios definitivos: lo que conocemos acerca de la misma nos autoriza tan sólo a formular conclusiones relativas, porque no puede escapar al criterio levantado del historiador de verdad que aquellas están expuestas a rectificaciones más o menos fundamentales, a medida que salgan a luz, no sólo documentos inéditos de carácter público — perdidos en el dédalo intrincado de nuestros archivos oficiales, — faltos de organización, — sino los papeles que contienen los archivos de las familias de los hombres que en nuestro pasado actuaron, o las memorias que muchos de ellos escribieron en medio del tumulto de los acontecimientos o a raíz de aquellos sucesos memorables, y que sus descendientes titubean aún en publicar hoy, esperando que el transcurso del tiempo vaya enfriando pasiones que en su época fueron intransigentes o terribles.
Entiendo que la leyenda sólo puede practicarse y respetarse cuando se refiere a épocas heroicas o a las cuales no alcanza el microscopio de la historia, pero tratándose de un pasado reciente y cuando los que en él actuaron recién ayer han muerto, sería vano y pueril empeño querer mantener una concepción errada respecto de hombres o de sucesos, cuando es posible demostrar su verdadero carácter. En esas condiciones, la pretendida leyenda sería una mistificación. Si héroes tenemos en nuestra corta historia, aquel carácter debe basarse en la severa verdad: querer cimentarlo sobre el falseamiento de la misma o sobre la injusticia para con algunos cometida, deprimiendo a unos para ensalzar a otros, es tarea vana que no resistirá al examen. Menguada sería la teoría que pretendiera sustraer lo que ha dado en llamarse nuestra tradición nacional, al análisis que permiten las fuentes de información de la historia. Se honran las glorias patrias haciéndolas pasar por el crisol del análisis, y se deprimen por el contrario cuando se las quiere sustraer al mismo, como si se tuviese el temor de que salgan depuradas o modificadas. La piedad por nuestros antepasados y el respeto por nuestros héroes se aquilata haciendo brillar sus méritos verdaderos, y no empañando sus figuras históricas con relumbrones de oropel. La justicia y la verdad deben ser la única norma de los estudios históricos.
¿ Qué escrúpulos justificados puede haber para contradecir, con las pruebas en la mano, la opinión, más o menos exacta, de los que nos han precedido en el arduo trabajo de las investigaciones históricas? Nadie puede pretender infalibilidad en esto, y los maestros verdaderos tienen que reconocer que aún hay o puede haber mucho que rectificar o completar en sus opiniones, desde el momento en que no se niega que nuestra historia nacional está recién en el ingrato período de su formación, vale decir, que estamos recién allegando materiales para la obra que sólo generaciones venideras podrán contemplar concluida y en su mérito emitir juicios definitivos. No podría razonablemente alegarse que haya ligereza o falta de respeto en los que recién principian a investigar, cuando, documento en mano, se creen autorizados a señalar una deficiencia o a corregir un error. Por el contrarío la obra de los maestros saldrá depurada de este juicio contradictorio, del que, en última tesis, beneficiará la verdad histórica.
Sólo podrá caber escrúpulos por el hecho de que llegue a cambiar el concepto que acerca de determinados personajes se tenga. He dicho ya cuán infundado me parece este argumento.
Por eso debo aplaudir con calor las palabras de un historiador argentino, cuyos trabajos revelan una conciencia y una erudición verdaderamente admirables: — “Donde hay un hombre, hay una luz y una sombra. Así como el sol tiene sus manchas, encontramos en la vida de aquellos personajes que una nación considera como sus grandes próceres, puntos obscuros o dudosos, que dan asidero a la crítica o a la reprobación, los que deben estudiarse valientemente, sin temores pueriles o supersticiosos y sin que por ello varíe fundamentalmente el concepto general que se ha formado respecto de esos personajes.”
No as otro el criterio que inspira estos estudios.
...He entrado en las consideraciones anteriores para demostrar cuán serio es este asunto, aún concretándonos al período de la independencia: cuanto más ardua no será la tarea al estudiar nuestras guerras civiles, acerca de las cuales, puede casi decirse, sólo apologías se conocen!
Esto último nos impide formar sobre esos tiempos un juicio definitivo, y obliga la lealtad del escritor sincero a no emitir fallos que reposen sobre base insegura, expuestos a ser desmentidos sin piedad al día siguiente. No son ni pueden ser historiadores los que de tal modo proceden, pues no basta haber practicado con ahinco más o menos loable cuantas indagaciones hayan estado a su alcance, porque desde el momento que lea conste que existen elementos de importancia, archivos enteros que permanecen infranqueables, el escritor que se respeta jamás se aventura a juzgar de un modo radical acontecimientos graves y de los que tiene conciencia que ignora los detalles verdaderos.
So concibe perfectamente que en una polémica se avancen juicios más o menos arriesgados, aún a trueque de sufrir rectificaciones contundentes, pues cuando éstas se fundan en elementos ignorados hasta entonces, deja ello a salvo la buena fe del contendor, más o menos ardoroso. Pero lo que es admitido en el panfleto, no es tolerado en la historia. Un panfletista puede ser virulento y, dejarse llevar de la vehemencia, pues hay a las veces habilidad en ello, desde que se trata principalmente de golpear fuerte para atraer la atención de los indiferentes. Pero un historiador profana y vilipendia tan augusto carácter, cuando se descubre que procede a sabiendas de mala fe, o que, alardeando de imparcialidad, calumnia conscientemente la memoria de los que fueron, y falsea de un modo indisculpable hechos importantes, que escapan a su fallo por cuanto ignora hasta los detalles más elementales.
Cuando tal sucede, es un deber de los que tienen a la mano las pruebas, arrancar la máscara serena de historiador imparcial y dejar al descubierto la fisonomía característica del panfletista fogoso, elocuente, acreedor al aplauso muchas veces, pero en definitiva panfletista y no historiador. En esos casos poco importa que el panfleto sea un folleto o un libro que se componga de varios volúmenes. De esa manera el lector leerá esos libros o seguirá esas polémicas con un interés más o menos grande, pero jamás tendrá el derecho de decir que ha sido engañado por falsos sacerdotes.
La opinión ha notado ya, en términos generales, ese lamentable defecto de no pocas obras a todas luces meritorias y dignas de encomio. “No excusamos — dice un crítico — las caídas del escritor que no penetra con ojo seguro en el laberinto de las contradicciones históricas para desentrañar con mirada firme, libre de ofuscaciones, la verdad de los hechos. No; apuntamos tan solamente la dificultad de la empresa cuando se estudia una época cuyas proyecciones sociales o políticas no se han extinguido.”
Muy exacto; pero debe dominar por sobre los errores o equivocaciones la buena fe y la lealtad del escritor, la justicia, sobre todo, cuando se trata de los muertos, porque éstos ya no pueden defenderse. Por eso decía otro competentísimo crítico: “Las aseveraciones en que basa condenaciones irremisibles, no siempre están comprobadas, bastando para ello la acusación de una sola parte, así como sus relatos detallados adolecen de inexactitudes y exageraciones que los desfiguran hasta hacerlos desconocidos para los mismos actores.”
Un notable pensador ha dicho con profunda verdad: “La tolerancia no es la indiferencia, ni el dilettantismo, ni la pereza. Muy por el contrario. Exige un gran esfuerzo, una perpetua vigilancia de sí mismo. Concuerda muy bien con las convicciones fuertes, y es porque conoce su precio que no consiente nunca en odiarlas en los demás. Implica el respeto de la persona humana. La tolerancia, en fin, es realmente uno de los nombres del espíritu crítico; pero es también uno de los nombres de la modestia y de la caridad. Es la caridad de la inteligencia”.
Pero, ¿por qué ha olvidado más de un escritor a las veces aquellas palabras? Porque, contestaremos a nuestro turno valiéndonos de su propia expresión, “así lo ha revelado en todos sus escritos históricos, donde el historiador desaparecía, para dar paso al propagandista”. No pretendo que en todos los casos suceda así, pero sí sostengo que con frecuencia asume ese carácter, y que para bien mismo de su obra, debería limpiarla de esos borrones. Pues si el exclusivismo de la tradición es condenable, no lo es menos el proselitismo del propagandista: la imparcialidad desaparece así, y — sea cual fuera la honradez literaria del escritor — cuando se deja seducir por informes parciales, por documentos incompletos, desposándose con querellas de bandería, y deposita sobre el altar severo de la historia el falso sacrificio, de cuyo contrabando se hace voluntariamente conductor, hay que lanzarle al rostro el grito viril del romano: Cave ne cadas!
Así, si las dos primeras décadas de nuestra historia se prestan al estudio sereno de un verdadero historiador, las dos décadas siguientes — el período del año 30 al 50, para tomar cifras redondas — casi no permiten hoy día sino que brille el panfletista; y si por acaso las estudia un historiador, tiene que hacerlo con una cautela, una serenidad y una rectitud de conciencia verdaderamente singulares. Nuestra generación carece en general de los elementos más indispensables para poder juzgar con claridad dicha época, pues los archivos de ese tiempo están unos guardados con esmero y otros apenas entreabiertos con meticulosa prudencia al que quiera consultarlos. Y es ello muy natural. Somos casi coetáneos de loa que entonces actuaron, y nos apasionamos por los unos o por los otros al extremo de obscurecer nuestro criterio y da falsear nuestro juicio. Por eso es prudente mantener reservados los archivos de la época, archivos que, por la minuciosidad de entonces, no hablan a medias palabras sino a voces, y el darlos sin precaución a la publicidad provocaría tempestades inútiles, pues quizá no tiene esta generación la calma requerida para estudiar ese proceso con imparcialidad.
De análoga manera han procedido en otras partes del mundo, y esa razón elemental es lo que explica que, en las viejas y sensatas naciones europeas, los gobiernos no permitan la consulta de sus archivos llamados “reservados”, sino después de haber pasado medio siglo; y los mismos particulares imitan tan prudente medida,
Pero si bien es permitido guardar silencio ante el brioso arran-que de un panfletista de talento, no es dable hacerlo cuando el que así procede disfraza su carácter con el nombre de historiador, porque la reserva en esos casos podría casi pasar como un tácito otorgamiento, e inducir en lamentable error al estudioso que recurra a libros de aquella índole, tanto más engañosos cuanto que son asaz completos y llenos de documentación en todo aquello que merece las simpatía del autor.
Y es esto tanto más grave, cuanto que se trata de nuestras guerras civiles, para juzgar las cuales predomina casi siempre la pasión política. A estos estudios pueden, pues, con verdad aplicarse estas palabras de un notable pensador:
“La tolerancia es también la salvación en, política. Es la gracia de las inteligencias verdaderamente libres. A menudo, al mismo tiempo que sentimientos muy bajos, hay en el fanatismo político una especie de arcaísmo inconsciente. Casi siempre la intolerancia es un legado del pasado: se ejerce en virtud de opiniones que se ha recibido y que se olvida de contralorear. Muchas de esas opiniones son mero» anacronismos. Seguimos en desunión porque nuestros padres fueron desunidos: y esto, cuando todo ha cambiado, cuando las causas históricas de esas desuniones han desaparecido. Lo más triste es que se es mucho más intolerante para defender las opiniones que se han heredado o que se aceptan como el dogma de un partido, que para sostener las opiniones que uno se ha formado por sí mismo. Pues en esto caso cada uno sabe por experiencia lo incierto que se mezcla con ellas...”
Deber, pues, de la historia es estudiar la época de Rosas sin prevenciones partidistas y sin el odio ciego de la emigración de entonces. Dos generaciones se han acostumbrado desde la caída, de Rosas a considerar aquella época como la de una tiranía violatoria de todas las leyes divinas y humanas, vale decir, englobando en una condenación absoluta y fulminante todos los acontecimientos que se sucedieron y todos los hombres que actuaron durante un largo cuarto de siglo. Es la tabla rasa de la historia.
Demás está decir que ese criterio extremo puede sólo mistificar la opinión, mientras las generaciones nuevas tarden en examinar los hechos y en juzgarlos como posteridad. Y si aún la opinión está indecisa, si casi todo lo que entonces acaeció está sujeto a dudas, proviene de que todavía no han sido entregados a la publicidad los documentos que permitirán formar un juicio sereno. Las pasiones de la época ofuscan de tal manera el criterio de los historiadores de la tremenda lucha, que uno de ellos ha llegado hasta decir: “Verá este honradísimo y laboriosísimo escritor — refiriéndose a uno de los poco que ha osado buscar la verdad — y lo verán después sos lectores también, a cuántos errores capitales, bien comprobados, lo han inducido las notas y documentos de una cancillería en la que no hay un sólo dato de verdad, de justicia, de palabra honrada, de sinceridad, de respeto siquiera a los hechos más notorios y públicos que forman la historia moral y política de ese hombre funesto y sanguinario que pesó 26 años sobre el país en que había nacido”. Es tan enorme ese falseamiento del criterio, que causa asombro ver cuán fuertemente imbuidos en él están los hombres que actuaron entonces, Otro ilustre escritor, con mayor justicia, ha dicho: “El benévolo juicio respecto de la tiranía y sus excesos, en contraposición de la amarga censura de todos los errores ciertos o supuestos de los que lo combatieron col senno é con la mano, le quita su carácter de severa imparcialidad filosófica. En la disyuntiva, nos quedamos con el odio contra la tiranía y el crimen, en contra de la benevolencia, que cubre una y otra.” Criterio igualmente equivocado, pero que ya deja entrever que es posible juzgar la época con mayor serenidad.
Bien natural es ese falseamiento del criterio.
“Pedir a los hombres que se agitan en la complicada maraña de las sociedades modernas, que ven comprometidos todos sus ideales en las luchas civiles, la serenidad marmórea de un Tucídides, es injusto y es inútil. Es natural que al presentarnos redivivos los hombres y los sucesos en medio de los que pasó su juventud, que lo hicieron o sufrir o regocijarse intensamente, — como pasa en las épocas críticas, — es natural que al esfuerzo de evocación se asocie involuntariamente la resurrección de las pasiones, y que las brasas escondidas en el rescoldo de la memoria tomen a encenderse y llamear... En esas condiciones, el autor no es un juez, es un acusador, un representante de la vindicta pública — como se decía en el añejo idioma criminalista — y su conclusión breve y desapiadada se infiere rectamente de premisas en que no figura una sola circunstancia atenuante”.
Porque es preciso decirlo una vez por todas. Los emigrados que regresaron al país después de Caseros, venían con el alma preñada de odio y de despecho contra el gobierno de Rosas, y explotaron la leyenda de la tiranía para ejercer otra peor, pues bastaba que cualquiera fuera sindicado de no ser partidario del nuevo orden de cosas, para señalarlo a la execración pública con el mote denigrante de mazhorquero, desatando en su contra las iras ciegas de las muchedumbres. A la sombra de ese fanatismo político, fue éste hábilmente explotado por muchos (¿no se vió acaso entre los corifeos del grupo catoniano de los emigrados, a personas que el día antes, desatando los caballos del coche en que iba Manuelita Rosas, lo habían arrastrado por las calles?) y eran estos, por ley natural, más exaltados que los ultra unitarios, para medrar a su sombra, para proclamarse los únicos puros, liberales, etc., y todos los que no se incorporaban a su partido políticos eran rosines, mazhorqueros, etc. Y como el grupo de la emigración (y los neo-emigrados, que se disfrazaron de tales) dominó la prensa, las cámaras y el gobierno, al favor del desbarajuste del primer momento, el resultado ha sido que los que como ellos no pensaron — por cualquier motivo y por doctrinaria que fuera la causa de la divergencia — quedaron excluidos de la vida pública, sindicados como leprosos políticos; siendo mistificada audazmente la historia gracias a la prédica diaria, constante — terriblemente constante — de una prensa que repetía con gravedad sacerdotal siempre la misma leyenda, hasta convertirla casi en historia, haciendo que las nuevas generaciones se educaran en los colegios aprendiendo en libros que a su vez repetían como cosa inconcusa lo mismo que la prensa predicaba. Esta colosal mistificación de la pública opinión, condujo al falseamiento del régimen constitucional de gobierno, pues se dió el singular espectáculo de que unitarios de doctrina gobernaran con el sistema federal. ¡Hoy ha desaparecido la razón de ser de aquella prédica: se puede hablar de unitarios y federales con entera libertad; la nueva generación tiene sed de verdad y no está dispuesta a tolerar ninguna Congregación del Index en materia política o religiosa. Demasiado ha durado ese terrorismo político que ha gobernado al país otro cuarto de siglo!
Preciso es protestar contra esas exageraciones; tiempo es ya de emanciparnos de una tutela partidista que, so color de la palabra “tiranía”, nos niega el derecho de ver con nuestros ojos y de juzgar con nuestro criterio. Nosotros no somos partidistas de la época: los que hemos nacido después de la caída de Rosas, estamos en perfecta independencia para examinar las piezas del proceso y para condenar los excesos de la tiranía y las claudicaciones de la emigración.
¡Ah! la tiranía de Rosas... argumento falaz si lo hubo, porque aquel gobierno, aparte de las formas aparentemente constitucionales que siempre observó, fue saludado en sus comienzos por toda la opinión sana del país, fue sostenido por el elemento conservador, por esas clases sociales que claman siempre por tranquilidad y que prestigian cobardemente los gobiernos fuertes, con la esperanza de prosperar a la sombra de la paz, aunque sea menester comprar ésta al terrible precio de la libertad! Esos gobiernos dictatoriales no son posibles sino cuando encuentran el terreno preparado para ello, y los pueblos mismos son los que se ponen el dogal al cuello; tomar a un hombre como único editor responsable, es un expediente fácil para disculpar el extravío de toda una nación. Porque es indudable que la mayoría del país, fatigada de la anarquía de la primera época, prefería el descanso y tranquilidad material que les brindaba la perspectiva de un gobierno fuerte. Aquellos que rehúsan obstinadamente reconocerlo, no aducen por lo general más razón para negarlo, que el no querer que haya salido nada bueno de un régimen que detestaban. Por cierto y bajo muchos aspectos ese régimen merecía ser execrado; pero, por más repugnancia que provoque, necesario es recordar que duró más de 20 años y que, para comprender que haya podido durar tanto tiempo, preciso es admitir que en medio de sus muchos defectos, tenía algunas cualidades. La verdad es que, cuando se implantó el gobierno de Rosas, la sociedad estaba preparada para recibirlo: “lo que lo demuestra, es que lo recibió bien y que se acomodó a él con extraña rapidez” La necesidad de un gobierno fuerte estaba en la atmósfera, después de los excesos de la anarquía, de las revoluciones constantes, de las interminables guerras civiles, de aquel terrible caos del año 20, y de la inundación de panfletistas. Pero la posteridad tiene que juzgar esos acontecimientos con criterio sereno, porque justamente en el estudio del pasado está la enseñanza del porvenir, y causas análogas pueden producir fenómenos semejantes en cualquier época.
Es, pues, tarea digna de espíritus levantados tratar de estudiar aquella época histórica con el criterio más imparcial posible, para apreciar los excesos a que nos condujo la situación singularísima del país durante nuestras tremendas luchas civiles.
De tal manera so habían subvertido las nociones más elementales en esas largas luchas de nuestra historia, que el partido unitario, —transformación del neo directorial de la época anterior— desconociendo la índole del país, y no viendo más allá del campanario del Cabildo a cuyo derredor moraban sus familias, gobernó la república como facción metropolitana; e imbuido en las máximas liberalescas de los filósofos franceses de la época, todos los cuáles eran centralistas (y por lo tanto unitarios), se empeñó en poner a la nación la camisola de fuerza de un régimen de aquella índole.
Los hombres que componían aquel partido merecen todo nuestro respeto por su ilustración, sus propósitos, su cuna, su decencia — para usar el calificativo histórico de gente decente, en contraposición de la orillera, según la fraseología de la época — pero ante la historia son los causantes de todos los males que han aquejado a nuestro país, que han retardado su organización y que nos dejaron los funestos gérmenes que impidieron una sana vida constitucional. El tremendo error político del atentatorio derrocamiento del gobierno del virtuoso Las Heras, para lanzarnos en “la aventura presidencial de Rivadavia”; la cruel falta del motín militar contra el gobierno de Dorrego, y el fusilamiento de éste: tal ha sido el punto de partida de todos nuestros males.
La tiranía de Rosas, con todos sus excesos vino de ahí; las luchas civiles que siguieron, fueron sin cuartel ; las pasiones no conocían freno. No puede condenarse ciegamente a Rosas como si fuera un aborto del infierno, o un aerolito caído sin precedentes en este país : la época en que gobernó tuvo su culpa completa en todo ello, y la oposición unitaria, tan culpable ante la historial por su ineptitud y sus crímenes anteriores, no puede pretender patente limpia. Aparte de su alianza inmoral con los enemigos extranjeros, no puede quejarse de haber sido perseguida igni et ferro; no sólo ella llevaba la lucha de la misma manera, sino que la primera había proclamado ese horrendo sistema.
“Considere Vd. la suerte de Dorrego,—escribía al general Lavalle el doctor Salvador María del Carril, en nombre del cónclave unitario. — Mire Vd. que este país se fatiga 18 años hace, en revoluciones, sin que una sola vez haya producido un escarmiento. Considere Vd. el origen innoble de esta impureza de nuestra vida histórica, y lo encontrará en los miserables intereses que han movido a los que las han ejecutado... En tal caso la ley es, que una revolución es un juego de azar en el que se gana hasta la vida de los vencidos, cuando se cree necesario disponer de ella. Haciendo la aplicación de este principio, la cuestión me parece de fácil resolución...”
El partido que a sangre fría proclamaba ese siniestro principio, no tenía derecho para poner hipócritamente el grito en el cielo porque Rosas lo aplicara, y porque le hiciera purgar el asesinato de Dorrego, midiéndole con aquella terrible vara!
La tendencia federal autonomista y la unitaria centralista, dentro de nuestro sistema constitucional, tienen un alcance científico, claro y evidente: la tradición histórica ha desvirtuado, sin embargo, el alcance de ambos términos, y debemos al talento y a la incansable propaganda de los emigrados vueltos a su patria después de Caseros, la anfibiología de que federal es sinónimo de orillero, mazhorquero, anarquista; y de que unitario equivale a decente, ilustrado, organizador. Pero esta mistificación histórica desaparece ya: cargue cada facción con su justo lote ante la historia.
¿Quién querría, por puro placer, tentar hoy el quijotesco empeño de defender a Rosas y sus excesos, y querer purificar aquella época, presentándola como inmaculada? Sería esa empresa insensata. ¿Impide eso acaso estudiar las cosas como fueron y decir la verdad? Sería igualmente una demencia el pretenderlo.
Es preciso ser inexorable con unos y con otros.
“¡Nada de misericordia; nada de tergiversaciones; nada de encubrimiento contra la inmoralidad, la tiranía, el charlatanismo, la holgazanería, la rapacidad y el crimen, por alta que sea la posición del delincuente! La historia tiene que hacer con los grandes lo que hace Dios con todos, y para eso tiene que ser imparcial y verídica. No sirva de disculpa lo que se llama el respeto a la vida privada: los reyes, los gobernantes y los aristócratas, no tienen tal derecho adulador: el que quiera que se respete su vida privada, que se reduzca a vivir como particular, pues los que se ponen en alto son muy vistos, y sus vicios enseñan a los pequeños a cometerlos, que así lo dice el Evangelio.”
Para emitir con equidad un juicio exacto acerca de los acontecimientos que so desarrollaron en la república durante la época de Rosas, es necesario estudiar cuál era el estado de la sociabilidad argentina en aquella época, y, haciendo abstracción de la fraseología de circunstancias de los partidos políticos de entonces, darse cuenta clara de las pasiones y de las tendencias de los bandos en lucha. Uno y otro hicieron uso de los mismos medios, cometieron los mismos abusos, usaron de las mismas armas. Cada uno enrostraba al otro las exageraciones en que consentía, y es el estado especial e informe del país entonces, lo que explica, si bien no justifica, los errores por ambos bandos cometidos. Cada uno ponía fuera de la ley a su adversario y empleaba para ello de todas las armas permitidas y prohibidas. Rosas gobernaba con las facultades extraordinarias, y sus contrarios, apenas se apoderaban del gobierno de cualquier localidad, siquiera fuera por días, lo primero que se apresuraban a hacer era a solicitar las facultades omnímodas que en doctrina condenaban y en la práctica adoptaban: tal lo hizo, en su efímero gobierno de Mendoza, el general unitario Lamadrid. De ahí que sea necesario estudiar con serenidad nuestra historia, y para ello, como base primera, emplear, al hablar de aquella época, la fraseología de dejar de lucha de los emigrados unitarios. De otra manera nos exponemos a mantener una apología de secta, en vez de establecer una historia nacional. Y esa tentativa misma sería vana, porque la posteridad, tarde o temprano, hace justicia de esas exageraciones que, en el fondo, más bien dañan que aprovechan a los mismos partidos doctrinarios. La gran lucha doctrinaria de unitarios y federales ha terminado con el triunfo de los últimos y la derrota de los primeros: la república está regida por una constitución de sistema federal puro, y ya en el terreno de la doctrina misma ha cesado la razón de ser de aquellas querellas que ensangrentaron tan terriblemente al país y que detuvieron su progreso por más de 30 años.
“No ha existido jamás gobierno alguno que haya satisfecho a todo el mundo. Todos saben de antemano que han de producir descontentos, pero no todos logran conformarse con ellos. A unos irrita la oposición y echan mano de los medios más violentos para librarse de ella... Pero es una locura pretender impedir toda oposición. Cuando se prohíbe a los descontentos decir que lo están, se tornan más descontentos aún, y de burlones posibles so les convierte en rebelados ostensibles. A cada medida represiva, aumenta el odio en el ánimo de los que logran soportarla. Agriado por la vergüenza y por el temor, durante largo tiempo disimulados, y aumentada su violencia por el disimulo mismo, concluyen por hacer explosión, generalmente en insurrecciones abiertas, a veces en venganzas obscuras.”
¿Se aplica a la época de Rosas ese cuadro trazado por un notable pensador? Podría aplicarse por lo menos con exactitud relativa, y ese estado de cosas explica perfectamente la desesperada tenacidad con que la oposición unitaria luchó durante aquella época, con las armas en la mano, con máquinas infernales, con todos los medios posibles e imposibles; vencida continuamente, pero subyugada nunca. Cometió el gobierno de Rosas la torpeza o inhabilidad de considerar en su principio como un crimen toda oposición, en vez de tolerarla y de haberla más bien utilizado para que lo sirviera de conveniente contrapeso. “Estaba a ello predispuesto por su naturaleza misma. Todo lo que había de ambiguo y de poco definido, esas formas republicanas de que quiso cubrir una autoridad absoluta, debían hacerlo naturalmente desconfiado. Las precauciones que tomaba contra las revoluciones hacían que las temiera mucho más.” ¿Habría podido gobernar de otro modo? ¿No era acaso el estado general del país el que imponía esa clase de régimen?
Sin duda aquella época en la historia argentina es interesantísima, pero para poderla juzgar de lo alto de la filosofía de la historia, preciso es primero que queden bien establecidos los hechos, que no den lugar a controversia los actos y los hombres de ese período. De ahí la ingrata tarea de ocuparse de poner en claro los detalles del cuadro, para poder, a la larga, cuando esa tarea esté completa, juzgar con plena conciencia del conjunto.
Con ese criterio justo y desapasionado debe estudiarse nuestra historia y muy especialmente el período de Rosas. Demos al César lo que del César es: suum cuique. Siempre que el que estudie esas épocas esté animado del amor a la verdad, podrá cometer errores e injusticias, guiado por falsos informes o deficiente documentación; pero tiene derecho a ser respetado y a que no se moteje su anhelo por buscar esa misma verdad como un crimen verdadero, como una tendencia malsana o como un acto condenable. Muy por el contrario, el sano examen de los errores cometidos es obra de verdadero patriotismo, porque nos salvará de cometer, sino las mismas, por lo menos análogas faltas... que siempre se pagan tan caras!
De ese punto de vista, nada más exacto ni más justo que lo que sostiene un escritor cuando dice: “¿No es un anacronismo y un absurdo gastar tiempo, salud y tantas otras cosas en escribir un libro sobre época dada de nuestra historia, con las mismas ideas y tendencias de los propagandistas que nos precedieron? ¿Debemos ser meras proyecciones de los que nos preceden, y aceptar como verdad histórica el eco de sus pasiones enconadas, para no ser blanco de sus estigmas?” Esas preguntas se contestan solas... La célebre frase de Mommsen: “interpretar el juicio sobre César, como un juicio sobre el cesarismo”, será siempre exacta, pero al escritor le basta el aplauso de la propia conciencia.
Tal es la manera como, a entender nuestro, debe considerarse la época de Rosas, o sea el largo período del 28 al 52, durante el cual llegó a su punto álgido la lucha entre unitarios y federales. Puede decirse que para el historiador es esa una época virgen, y cualesquiera que sean sus convicciones o sus simpatías, si la estudia a la luz de documentos auténticos y de pruebas fehacientes, podrá iluminar esa profunda oscuridad de nuestra historia con el rayo de la verdad que por igual brilla para amigos y adversarios. Tal será nuestro criterio en estas investigaciones históricas.

Introducción. Fuentes históricas y propósitos de este ensayo


«Muchas veces he tenido presente el consejo de Tácito, de lo muy peligroso que es escribir la historia del siglo que corre y del tiempo que ha poco pasó, por estar vivos los descendientes de las personas de quienes se trata; mas he reflexionado que yo no me propongo injuriar a unos ni ser panegirista de otros: procedo con mi espíritu libre de preocupaciones, de amor u odio; nada espero ni nada temo, porque mi ánimo lo conducen la buena fe y el patriotismo.»
Paz Soldán, Historia del Perú independiente.

La época más obscura y compleja de la historia argentina es, sin duda, la de Rosas. El estudio de los hechos y de los detalles tan sólo ahora puede practicarse, pues a las fuentes de información contenidas en los periódicos, libros y panfletos, publicados en aquel tiempo, se unen los ricos y numerosos archivos de los hombres que entonces actuaron, y en los cuales, gracias a la meticulosidad de la época, las cosas se encuentran más bien repetidas que sobrentendidas. En nuestros estudios históricos sobre dicho período, especialmente durante la crisis político-social de 1840 — el año funesto — hemos practicado la máxima que los antiguos recomendaban, al exclamar: erubescimur dum sine textu loquimur. Ella tiene la ventaja de iluminar los últimos rincones del cuadro, pero tiene también el inconveniente de que el efecto de conjunto desaparece, a las veces, por el abuso de la lente microscópica.
El estudio difícil e ingrato de aquella época apasiona en razón misma de los obstáculos que hay que vencer: preciso es proceder con la máxima prudencia, practicando el sesudo festina lente que aconsejaban nuestros antepasados, y publicar fragmentariamente el resultado de las investigaciones respecto de tal o cual punto o faz de la cuestión, procurando así provocar alguna rectificación, aclaración o complemento eventual, por parte de cualquiera de los que tengan la posibilidad de hacerlo, sea por conservar vivaces aún los recuerdos de cerca de un siglo entero, sea por poseer papeles o documentos que puedan arrojar vivísima luz sobre lo que parece a primera vista inexplicable.
La razón de ser de esa obscuridad es compleja; por de pronto, lo publicado durante la época misma se compone de la avalancha de escritos, en todas formas y lugares, de los emigrados unitarios y sus amigos; y de lo que el gobierno de Rosas juzgó conveniente dar a conocer en la prensa oficial. Esta última tenía una circulación reducida, y de ella quedan rarísimas colecciones, tanto que una completa es casi una curiosidad bibliográfica. Podemos decir que la nuestra se acerca a ese ideal, pero, así y todo, no suministra sino una luz muy débil para iluminar aquellos tiempos, pues Rosas, en ciertos casos, sólo publicó determinados documentos, y más de una vez no en la absoluta integridad de su texto: procedimiento que no debe tomarnos de sorpresa, ya que lo emplean todavía hoy las cancillerías de las naciones más guitas, como lo comprueba la compulsa de cualquier libro colorido europea. Fuera de la prensa oficial, no existe otra fuente de información que revista caracteres de autenticidad gubernamental: los mensajes no descendían a detalles; no existía aún la costumbre saludable de exagerar la publicidad oficial, multiplicando las series de memorias, informes, diarios de sesiones, y demás componentes del torrente de literatura oficinesca con que hoy se inunda a las bibliotecas: pero que, si su lectura no constituye precisamente un placer de bibliófilo, permitirá a nuestros descendientes desenterrar a veces la verdad, por más que haya querido disfrazársela y que, para reconstruirla, sea menester lanzarse a pescar los rari nantes in gurgite vasto, de ese mar de “publicaciones oficiales”.
Mientras tanto, a la vez que carecemos de esos elementos de investigación por parte del gobierno de Rosas, poseemos en demasiada abundancia los de sus contrarios: pues el partido unitario se encargó durante 30 años de inundar las prensas de los países limítrofes, y aun las de ciertas naciones de Europa, con un “maëlstrom” de libros, folletos, opúsculos, hojas sueltas, periódicos, diarios y cuantas formas de publicidad existen. Partido compuesto de gente ilustrada y que en su mayoría sabía escribir, esgrimió contra Rosas esa terrible arma: lo hizo con tesón, con habilidad, con elocuencia, aprovechando todas las ocasiones, adoptando todos los disfraces, sin desmayar jamás. La opinión extranjera se vió solicitada, ahogada, subyugada, por aquella lluvia constante de publicaciones que, en todos los tonos, predicaban el delenda est Carthago del romano antiguo; y la leyenda asumió los caracteres de la historia. Lo que al comienzo de la lucha épica pudo parecer exageración, se tornó probable al poco tiempo y evidente al fin; pueblos y gobiernos se conmovieron y, en Europa, naciones tan serenas como Francia e Inglaterra se vieron arrastradas por el clamor de sus diarios y de sus clases dirigentes, que penetraron en las salas de los parlamentos y en los gabinetes de gobierno, y las impulsaron a enviar repetidas expediciones militares para representar, en esta parte de América, el seductor papel de “tutoras de la libertad y enemigas de la tiranía”.
La lucha entre unitarios y federales asumió caracteres tan acerbos que toda noción de justo medio desapareció y, en la desesperación de una lucha sin cuartel, se proclamó el fatídico principio de que “la más grande verdad en política es la de que los medios quedan siempre legitimados por los fines, y que, si el fin es honroso y laudable, los medios nada importan, aunque sean sangrientos y aterradores”. De ahí que la campaña de publicidad no reconociera barreras: fue un desborde; se afirmaba todo, como si fuera exacto, y quizá la fiebre misma de la lucha hizo que a la larga los que inventaban las cosas más absurdas se alucinaran hasta el punto de creer en ellas; y aquella época quedó envuelta en un torbellino de mistificaciones, necesarias quizá para, el éxito del momento, y para obtener y mantener el apoyo franco-inglés.
¿Por qué a su vez los federales no emplearon los mismos medios y produjeron una abundante literatura, siquiera en son de réplica a 1a, prédica unitaria? Sea porque no lo creyeron necesario, sea porque no emigraron, el hecho es que poco o nada escribieron; se limitaron a vencer. Viviendo en el país, no necesitaban repetir las verdades conocidas, mientras los emigrados unitarios, desde el extranjero y aguijoneados quizá por la necesidad, usaron de la pluma como arma para volver, como medio de adquirir amigos, como recurso bélico; para llamarle, como Carril, el criterio de la época, que fue la máxima: “el fin justifica los medios”.
Caído Rosas, llegan al gobierno de Buenos Aires los personajes principales de la emigración: claro está que no podían renegar de sus exageraciones de la víspera al día siguiente de la victoria; había que consolidar ésta, y para ello no sólo se ratificaron en todo lo proclamado y sostenido durante la época de lucha, sino que, comprendiendo la necesidad de justificar ante la posteridad las enormidades cometidas, principalmente el azuzamiento de las naciones extranjeras contra la propia patria y su alianza innominada con el enemigo nacional, se lanzaron a sostener, con método, con brillo y con perseverancia, la leyenda de la lucha como si fuera la historia verdadera. Varias generaciones se han educado oyendo repetir siempre la misma leyenda, y han concluido por creer en ella a pies juntillas, jurando in verba magistri...
¿Cómo hacer para conocer entonces la verdad? Quedaba un supremo recurso: compulsar los archivos oficiales... Pero nadie ignora que Rosas, al embarcarse para Inglaterra, — él, el rico home colonial, cuya fortuna particular, antes de subir al gobierno, era quizá la más considerable del país, — no llevó dinero, se fue pobre, sin recursos, pero hizo encajonar casi todo el archivo del gobierno para llevarlo consigo, a fin de que la posteridad pudiera conocer la verdad de su larga dictadura. No acertó a llevarlo todo: el tiempo faltó, y quedaron estantes enteros llenos de papeles; y muchos cajones en poder de algunos particulares. Rosas temió que los vencedores destruyeran el archivo para perpetuar la mistificación y borrar la posibilidad del contralor; no se equivocó: el primer gobierno bonaerense se apresuró a “clasificar” todos los papeles de la época que pudo encontrar, hacer con parte de ellos grandes pilas en los patios de la casa calle Moreno, y practicar un “auto de fe” monstruo, a fin de borrar hasta la huella del pasado... ¡Nuestros padres han contemplado la humareda de esa justicia histórica!
Del resto del archivo, parte de lo que aquí quedó existe en manos de algunas personas respetuosas del pasado y que aún no creen llegado el momento de exhibir esos papeles a la luz; otra, ha estado en poder de algunos amigos de Rosas, como Antonino Reyes y otros. Los papeles que llevó Rosas a Southampton quedaron en manos de su heredera, la señora de Terrero: después del fallecimiento de ésta, han sido remitidos, a quien los destinara su testamento, pero su compulsa —en caso de que no hayan sido destruidos— no es todavía posible, pues posiblemente se cree ser conveniente que desaparezcan los que en la época actuaron para que la nueva generación conozca todos esos papeles reservados.
Necesario es entrar en esta larga exposición, para demostrar cuán insuperables son, al parecer, las dificultades con que tropieza el investigador al querer penetrar en los entrebastidores de la política de la época. Cierto es que todavía alcance a algunos de los que entonces figuraron en posición bien encumbrada, como doña Agustina Rosas de Mansilla, la hermana del dictador y, si la fama no miente, la dama más hermosa de su tiempo. Recordaba aquella época como si fuera hoy, y su conversación se asemejaba a una verdadera evocación. Pero, ¿era esto bastante? Por respetable que sea la tradición oral, hay que reconocer que es humano que cada uno refiera los sucesos como su propio daltonismo le permitió apreciarlos. Sometamos, pues, a “beneficio de inventario” esa preciosa fuente, tanto de parte de unos como de otros, pero para formar nuestro juicio busquemos, siempre que sea posible, el documento, el texto, la confesión involuntaria de una carta, de un papel, lo escrito cuando no se soñaba en la posteridad, sino cuando se obraba con las pasiones del momento.
Persiguiendo ese propósito, años hace que venimos pacientemente juntando cuanto papel y documento al respecto encontramos; todo lo que, añadido a la base riquísima del archivo del general Pacheco, que tan prominente figura hizo en la época, permite reconstruir y arte de los elementos que faltan. Veinte mil piezas inéditas, provenientes en su mayor parte de los personajes de entonces, facilitan la investigación; a lo cual deben agregarse el archivo de Lavalle, tomado en la batalla del Quebracho, y el de Lamadrid, capturado en la del Rodeo del Medio. Con estos elementos puede tenerse el pro y el contra, sorprendiéndolo en las intimidades de la reserva, por decirlo así. Agregúese a esto, todo — o casi todo — lo publicado tanto de una como de otra parte, y se concederá que, después de algunos años de investigación paciente, pueda llegarse a ensayar una síntesis de la época.
¿Es posible caracterizar, en breves páginas, la época de Rosas? ¿Puede condensarse la síntesis de tal modo que, aun a riesgo de parecer dogmática o de sentar prejuicios, permita abarcar acabadamente el conjunto del cuadro sine ira et studio? He allí lo que nos proponemos tentar en las breves páginas de este ensayo histórico, sacrificando los detalles y la enumeración de las pruebas a la forzada concisión de un trabajo de esta índole. Por lo menos trataremos de dejar sentadas las razones que sirven de base al criterio filosófico con que debe estudiarse aquel período histórico.