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MEMORIAS DEL MARISCAL ROMMEL

Presentadas por B. Liddell Hart. Con la cooperación de Lucie Marie Rommel, Manfred Rommel y el General Fritz-Bayerlein

ERWIN ROMMEL

MEMORIAS DEL MARISCAL ROMMEL - Presentadas por B. Liddell Hart. Con la cooperación de Lucie Marie Rommel, Manfred Rommel y el General Fritz-Bayerlein - ERWIN ROMMEL

536 páginas
+ 16 páginas de fotos color
24 x 17 cm.
Editorial Caralt, 2006
Encuadernación: tapa dura

 Precio para Argentina: 120 pesos
 Precio internacional: 20 euros

Jamás jefe militar alguno ha escrito un relato de sus campañas capaz de igualarse al del Mariscal Rommel, en interés humano y valor documental.
Su profundo sentido de la estrategia combinada con un innato y ágil sentido práctico le llevaron a tomar rápidas decisiones militares que jamás fueron golpes a ciegas. Rommel puede resistir perfectamente el juicio de Napoleón cuando éste afirmó que: el mejor general será aquél que durante la guerra cometa menos errores.
Las «Memorias» constituyen el documento vivo y personal que refleja la forma de mandar de Rommel; su costumbre de marchar siempre en vanguardia situándose en el lugar preciso en el momento crucial de la batalla, el efecto de la velocidad sobre fuerzas mayores en número, la flexibilidad como medio de sorpresa, concentrándose antes en el tiempo que en el espacio.
El Mariscal ofrece con estilo inimitable un cuadro gráfico de sus operaciones y métodos de mando. Ningún otro ha conseguido como él descubrir el dinamismo de la Blitzkrieg (Guerra Relámpago).
as «Memorias» del Mariscal destacan su lealtad de militar hacia el Führer y de como ésta fue quebrantándose hasta el punto en que decidió derrocar a Hitler, lo que le costaría la vida. La huella que Rommel trazó en la Historia nos llega realzada por el vigor expresivo de su pluma.

 

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN              3
CÓMO FUERON RECUPERADOS LOS DOCUMENTOS DE ROMMEL           9
ADVERTENCIA  14
PRIMERA PARTE              16
FRANCIA 1940   16
CAPÍTULO I    LA RUPTURA A TRAVÉS DEL MOSA              17
CAPÍTULO II    EL CERCO SE CIERRA          35
CAPÍTULO III    LA RUPTURA POR EL SOMME      46
CAPÍTULO IV    PERSECUCIÓN HACIA CHERBURGO          64

SEGUNDA PARTE    VICTORIA EN ÁFRICA             78
FEBRERO 1941 - MAYO 1942       78
CAPÍTULO V    CAUSAS Y EFECTOS DE LA DERROTA DE GRAZIANI             78
CAPÍTULO VI    PRIMER PERÍODO DE LA GUERRA EN ÁFRICA      84
A TRAVÉS DE CIRENAICA             90
PRIMERAS LECCIONES  99
EL ASALTO A TOBRUK    101
LA BATALLA EN LA FRONTERA   111
CAPÍTULO VII    LA OFENSIVA INGLESA DURANTE EL VERANO DE 1941  115
ANÁLISIS DE LA BATALLA DE SOLLUM    120
CAPÍTULO VIII     LA CAMPAÑA DE INVIERNO 1941-1942              126
EL ATAQUE INGLÉS         127
LA BATALLA DE TANQUES DEL TOTENSONNTAG              130
LA INCURSIÓN EN EGIPTO          132
REPLIEGUE         135
RETIRADA DE CIRENAICA             139
EL CONTRAATAQUE       146
RESUMEN DE LA CAMPAÑA DE INVIERNO          149

TERCERA PARTE    SIGUEN LAS VICTORIAS           153
MAYO-SEPTIEMBRE 1942            153
CAPÍTULO IX     GAZALA Y TOBRUK REAGRUPACIÓN DE FUERZAS            153
EL EQUILIBRIO DE FUERZAS        156
REGLAS PARA LA GUERRA EN EL DESIERTO         158
LUCHA POR LA INICIATIVA     26 de mayo a 15 de junio de 1942                162
VICTORIA EN EL DESIERTO          170
LA SEGUNDA BATALLA DE TOBRUK        178
LA CONQUISTA DE TOBRUK       181
CAPÍTULO X     PERSECUCIÓN EN EGIPTO             184
CAPITULO XI    LA INICIATIVA CAMBIA DE BANDO -EL OBSTÁCULO DE EL ALAMEIN        191
El FRENTE SE ESTACIONA             199
OJEADA RETROSPECTIVA            205
ÍNDICE DE CROQUIS       208

INTRODUCCIÓN

 

La huella que Rommel trazó en la Historia con su espada se ve realzada ahora por el vigor expresivo de su pluma. Jamás jefe militar alguno ha escrito un relato de sus campañas capaz de compararse al de Rommel en realismo, interés humano y valor documental. Ocultos en diversos lugares y recuperados posteriormente, la mayor parte de los documentos que forman sus memorias aparecen reunidos en el presente volumen.
El Mariscal ofrece, con estilo inimitable, un cuadro gráfico de sus operaciones y métodos de mando. Ningún otro ha conseguido describir como él el dinamismo de la Blitzkrieg y el avance inconte­nible de las fuerzas acorazadas. La sensación de movimiento y de vigor resulta electrizante en multitud de pasajes. Rommel parece llevar consigo al lector en su coche de mando.
Los grandes comandantes suelen ser pésimos escritores. Además de carecer de la habilidad necesaria para explicar sus actos, tienden a mostrarse obscuros acerca de sus reacciones internas, y al relatar lo que hicieron, apenas si nos hablan de su período de gestación. Napoleón fue excepcional en este aspecto, pero la brillantez de sus relatos se ve empañada por una absoluta falta de escrúpulos y por su tendencia a falsearlo todo. Igual que César, no piensa sólo en el colorido de su prosa, sino también en los posibles efectos propagandís­ticos de aquélla.
Por el contrario, el estilo de Rommel es admirablemente objetivo, concreto y gráfico. Al redactar su diario experimentó, al igual que otros hombres famosos, el deseo de situarse claramente en una época determinada de la Historia. Pero al tiempo que demuestra un deseo muy natural de justificación, se subordina siempre al candente interés de las lecciones militares, derivadas de sus campañas. Todo cuanto dice puede soportar perfectamente el examen más minucioso y crítico. Es posible que se observen algunos errores de tipo puramente ma­terial, pero son siempre menores a los que existen en otros libros publicados cuando ya la contienda había finalizado y se disponía de multitud de datos. Alguna que otra interpretación parecerá, tal vez, extraña, pero no se podrá reprochar a Rommel ni un solo error intencionado en beneficio de su crédito personal o del prestigio de su patria, como con tanta frecuencia suele ocurrir.
La claridad y pulcritud de su narración resultan aún más asom­brosas si se tienen en cuenta las variadas impresiones que el Mariscal debió experimentar en el transcurso de las veloces batallas de tanques, especialmente en el desierto. La diafanidad del relato se debe en gran parte a la manera de mandar de Rommel, a su costumbre de marchar siempre en vanguardia y a su propósito de situarse en el lugar preciso en el momento crucial de la batalla. Asimismo debe tenerse en cuenta su prolongado adiestramiento en la observación del adversario, que le hacía distinguir en un segundo los detalles esenciales, y a su habi­lidad para sopesar cualquier posible consecuencia derivada de aquellos. Su pasión por las fotografías muestra bien a las claras una peculia­ridad de su carácter, similar a la de Lawrence de Arabia, durante la Primera Guerra Mundial.
Existían semejanzas notables entre ambos famosos jefes, maestros de la guerra en el desierto, aunque difirieran en otros aspectos tempe­ramentales, perceptivos e incluso filosóficos. Ambos poseían un acu­sado sentido de la medida, un fino instinto para la sorpresa, un soberbio golpe de vista al escoger el terreno, flexibilidad, energía y unas ideas muy personales acerca del arte de mandar. Otro factor que contribuye a unirlos es el de haber sabido aplicar determinadas novedades a la guerra en el desierto. Lawrence, famoso por su sabia utilización de los camellos, fue el primero en percibir que la velo­cidad resulta elemento esencial en tales territorios, demostrándolo, aunque en sentido puramente embrionario, al poner en juego unos cuantos automóviles blindados y aviones. La utilización de medios acorazados como los que mandaba Rommel hubieran hecho las delicias de Lawrence, gran conocedor del arte militar y amigo de cuanto signifi­cara renovar los viejos sistemas.
Rommel sentía asimismo la necesidad de expresarse sobre el papel tanto como en la acción. Ello se hizo evidente mucho antes de que su fama de gran jefe se extendiera por el mundo, gracias a sus tra­tados de táctica, de extraordinario mérito, inspirados en sus expe­riencias de la Primera Guerra Mundial, en la que tomó parte como joven oficial de infantería. La mayoría de los libros de táctica que se emplean en las escuelas militares son volúmenes tristes y de una pesadez plúmbea. Los suyos, en cambio, se distinguen por la gran vivacidad que alienta en ellos. Las características de la guerra actual y el papel que imaginaba desempeñaría en ella le dieron mayor aliento en su tarea y supo aprovechar todas las circunstancias favorables para llevarla a cabo. Era escritor nato, del mismo modo que soldado por vocación. El mismo espíritu de espontaneidad y de eficacia domina sus diseños, efectuados con lápiz negro y de colores, de las opera­ciones que imaginaba o planeaba.
A través de la guerra mantuvo constantemente en proyecto la re­dacción de un libro en el que relatara todas sus experiencias bélicas, y de acuerdo con dicha idea tomaba notas sin descanso..., notas que ampliaba a pequeños comentarios, siempre que tenía tiempo para ello.
La muerte le impidió llevarlo a la práctica, pero aquellas notas y observaciones forman la base del presente volumen, que no tiene parangón en su género. Quizá le falte pulimento, pero sus valores literarios resultan definitivos. Junto a una claridad deslumbradora, flota en él un dramatismo extraordinario, mientras su valor se ve aumentado de continuo por los comentarios que contribuyen a aclarar determinados pasajes. La parte dedicada a «Reglas para el Combate en el Desierto» constituye una obra maestra de temas militares, y todo el conjunto aparece salpicado de sabias reflexiones, a menudo algo irónicas, acerca de la concentración antes en el tiempo que en el espacio, el efecto de la velocidad sobre fuerzas mayores en número, la flexibilidad como medio de sorpresa, la seguridad que puede pro­porcionar la audacia, la cerril mentalidad de quienes dirigen la Inten­dencia, la necesidad de crear nuevos sistemas y no ceñirse siempre a idénticas normas, el valor de la réplica indirecta a los movimientos del enemigo, la revisión radical de las normas que rigen las operaciones terrestres cuando el apoyo aéreo resulta insuficiente, la insensatez de practicar represalias inútiles, la locura de algunos actos de brutalidad y la estupidez de unos manejos burocráticos demasiado complicados.
Hasta haber buceado en sus papeles, lo consideré un táctico exce­lente y un jefe ilustre, aunque sin haber captado aún su profundo sentido de la estrategia, desarrollado en parte tras arduas reflexiones. Resultó una sorpresa para mí el enterarme de que un hombre tan práctico y activo era también un gran pensador, y que su atrevi­miento estaba en muchas ocasiones perfectamente justificado. Algunas de sus audacias pueden ser criticadas, pero jamás fueron golpes a ciegas ni atolondradas temeridades. Al analizar sus operaciones se observa claramente que algunos de sus reveses resultaron tan graves o más para sus adversarios. En determinadas circunstancias, estos últimos quedaron tan impresionados, que su momento de estupor le facilitó la retirada.
Otro de los detalles por los que puede ser medido un comandante es el de su influencia sobre el enemigo. En este sentido, la talla de Rommel resulta gigantesca. En siglos de continua lucha, tan sólo Napoleón logró pasmar de un modo semejante a los ingleses.
Pero el Mariscal fue algo más que un mero campeón para aquellos. El temor ante sus grandes dotes de caudillo se transformó en una admiración casi afectuosa hacia él, como hombre. Tal sentimiento, que tuvo como origen la rapidez y decisión de sus operaciones, se vio incre­mentado más tarde, al observar cómo cumplía los preceptos humani­tarios del código militar y hacía objeto de una conducta en extremo caballerosa a los prisioneros de guerra, a los que solía visitar personal­mente. Convirtióse en el héroe del 8.° Ejército inglés, hasta el extremo de que sus componentes habían adoptado la costumbre de calificar cualquier acción notable como de un hecho «a lo Rommel».
Tal intensa admiración hacia el jefe enemigo implicaba el peligro de una disminución en la moral de la tropa, y tanto los comandantes británicos como los jefes de Estado Mayor hicieron cuanto estuvo de su mano para destruirla. Sin embargo, debemos advertir que seme­jante contrapropaganda no iba encaminada a denigrar su persona, sino a disminuir su prestigio militar. Sus últimas derrotas proporcionaron excelente material, y no hubiese sido lógico que el enemigo hiciese resaltar que las mismas se debían a obstáculos en el abastecimiento, o insistiera en la maestría de las retiradas. La Historia establecerá las comparaciones y aclaraciones necesarias, corrigiendo, como es cos­tumbre, los juicios superficiales que surgen a raíz de las victorias. Aníbal, Napoleón y Lee fueron derrotados. Sin embargo, consiguieron elevarse sobre sus vencedores en el criterio decisivo de la posteridad.
No deben olvidarse las múltiples circunstancias que se hallan más allá del alcance de un jefe. Teniéndolas en cuenta es como mejor comprenderemos su actuación. El factor más destacado en todos los éxitos de Rommel consiste en haberlos logrado a pesar de su inferio­ridad de material y la carencia de un dominio absoluto del aire. Ningún otro general, en cualquiera de los bandos contendientes du­rante la pasada guerra, ganó batallas en tales condiciones, excep­tuando quizás a los primeros jefes bajo el mando de Wawell. Pero debe tenerse en cuenta, cosa muy importante, que estos últimos lu­chaban contra italianos. Los éxitos de Rommel no fueron continuos, y alguna vez sufrió derrotas evitables; pero al lidiar contra fuerzas superiores, el error más nimio puede conducir a fatales consecuencias, mientras que si se cuenta con recursos sobrados, las equivocaciones pueden irse cu­briendo de una manera u otra. Por su audacia y rapidez de mo­vimiento, así como por su decisión a toda prueba, Rommel puede resistir perfectamente el juicio de Napoleón cuando advirtió que «el mayor general será aquel que durante la guerra cometa menos errores».
Sin embargo, la frase tiene una nota en exceso pasiva para adap­tarse a la naturaleza de la guerra moderna, y pudiera provocar un pernicioso exceso de precauciones. Sería mejor transformarla en la siguiente: «El mayor general es aquel que obliga a su enemigo a cometer más errores». Bajo este prisma, Rommel ve aumentado aun más el resplandor glorioso de sus hazañas.
La adecuada comparación entre las técnicas puestas en práctica por los diversos jefes militares a través de la Historia ha de basarse en un arte personal, que nada tiene que ver con los distintos sistemas. Debe realizarse un estudio del uso que hicieron de los medios puestos a su alcance, en especial de la movilidad, flexibilidad y sorpresa, con el fin de destruir el equilibrio material y mental de sus oponentes, y una vez descubiertos sus conceptos, calcular hasta qué punto lo conseguido era producto del cálculo.
Bajo este punto de vista el valor del diario de Rommel resulta incalculable, ya que su redacción no pudo ser revisada a la luz de la postguerra. Lo mismo puede decirse de sus cartas personales, que reflejan de manera espontánea el modo en que abordaba sus problemas. Es precisamente en esto último, más que en el acto en sí, en lo que un hombre revela el curso de sus pensamientos y el estado de su ánimo.
Las Memorias de Rommel lograrán despejar la atmósfera de controversia provocada alrededor de su figura por diversos motivos. El Mariscal escribió sus notas mucho antes de que pudiera formarse una idea clara de las discusiones que suscitarían fuera de Alemania y adoptara una actitud determinada frente a ello. Las cartas a su esposa tienen todavía un carácter más íntimo y personal. Resulta notable la sinceridad de unos comentarios que, sin duda, serían cono­cidos por otras personas. Gracias a tales fuentes, el lector adquiere una idea perfecta de la personalidad de Rommel y de las causas que le impulsaban a la acción. Es posible que la imagen del Mariscal adopte tonos diversos según la idiosincrasia de cada cual, pero apenas si existen puntos obscuros respecto a su ser intrínsecamente humano, y a las varias facetas de su vida en campaña.
Rommel era muy humano, aparte de sus extraordinarias dotes de energía y de su indiscutible genio militar. Todos sus defectos quedan perfectamente plasmados en sus notas y cartas. Como muchos jefes señeros de la humanidad, tenía un carácter apenas maduro, en apariencia. Durante la época de sus grandes triunfos, su actitud era casi infantil, peligrosamente falta de filosofía, y su posición ante la lucha adolecía de ciertas inhibiciones que a veces obraron efectos muy notables. En la primera parte de la guerra sus cartas sugieren que consideraba el conflicto como una especie de tremendo juego; un juego para el que, en servicio de la patria, había sido adiestrado con una devoción a toda prueba. Todo comandante deseoso de atacar sin des­canso ha de pensar así. Rommel poseía una capacidad inimitable para la reflexión, pero ésta no intervino en sus procedimientos hasta los últimos meses de su vida.
Como tantos esforzados militares, no hallaba fácil el mostrarse to­lerante con los puntos de vista contrarios, especialmente entre quienes luchaban a su lado, y ello queda de manifiesto en sus amargos comen­tarios acerca de Halder y de Kesselring, muchas veces injustos. Debe recordarse también que durante las últimas etapas de la campaña de África era un hombre enfermo, condición que le inducía a entenebrecer las cosas. Sin embargo, tenía poca malicia —sus explosiones de mal humor eran excepcionales — y se sentía dispuesto a reparar una injus­ticia, una vez aplacado. Puede observarse esto último en el alto tri­buto que paga a Kesselring en sus reflexiones finales. Sus comentarios sobre el enemigo, francés, inglés o americano, demuestran que no sentía odio hacia él y que estaba dispuesto a reconocer sus cualidades.
La actitud de Rommel hacia el Führer y su lealtad hacia el mismo constituyen un enigma para quienes, por no conocer la men­talidad del soldado profesional, especialmente en Alemania, no pueden imaginar cómo se ven las cosas bajo semejante situación de ánimo. Las Memorias destacan claramente dos factores que sostuvieron en algunas ocasiones su lealtad de militar. Es fácil observar como su dinamismo lo hacía responsable de todo ante Hitler, y como las obs­trucciones sufridas por parte de ciertos sectores con los que se hallaba en estrecho contacto, le impulsaron a simpatizar aun más con el distante Führer. Tal estado de cosas continuó mientras Rommel pensó de un modo estrictamente militar. Pero la amplia autoridad de que gozara en África, los problemas a que había de enfrentarse de manera independiente, y la impresión que le causaba la superioridad  material del adversario, ampliaron gradualmente sus reflexiones, alla­nando el camino para un determinado cambio de actitud a su re­greso a Europa, cuando entró en contacto directo con Hitler. Hubiera sido una locura registrar sobre el papel semejante transformación — aunque en algunas cartas se observan síntomas de disgusto disfra­zado—, pero existen muchos detalles que lo hacen suponer. Su hijo y sus ayudantes lo han corroborado, aportando detalles de cómo fue quebrantándose su ánimo, y del modo en que decidió derrocar a Hitler, cosa que le costó la vida.
Sin embargo, la importancia capital de las Memorias descansa en la abundante luz que derraman sobre el genio militar de Rommel. La evidencia confirma el parecer de los soldados ingleses que lucharon contra él, y demuestra que la estimación de éstos se hallaba más cerca de la realidad que los ardides de una propaganda encaminada a rebajar su formidable reputación. La «leyenda de Rommel» tenía una base firme. Excepto aquellas veces en que estuvo a punto de ser muerto o capturado en el transcurso de una batalla, la suerte le favo­reció menos que a muchos otros jefes que han conseguido la fama. Ahora que sus procesos mentales y sus conceptos de la lucha han quedado revelados, resulta evidente que sus éxitos fueron completa­mente merecidos y que la casualidad jugó muy poco en ellos.
No es éste el lugar para una breve biografía de Rommel, ya escrita de manera admirable por Desmond Young en su libro sobre el Mariscal, pero no estará de más resumir los hechos principales llevados a cabo bajo su jefatura, y discutirlos someramente, compa­rándolos a la experiencia general de la campaña.
En muchos aspectos, el genio y la originalidad se dan la mano. Sin embargo, esta última es rara en quienes se han visto aclamados como grandes artífices de las batallas. La mayoría obtuvieron sus éxitos valiéndose de medios convencionales, que, desde luego, supieron manejar muy bien, y sólo unos cuantos buscaron nuevos procedi­mientos y sistemas. Y ello resulta extraño, ya que la Historia de­muestra que el destino de las naciones se ha visto muchas veces decidido, y la marcha de la humanidad obligada a cambiar de camino, por el empleo de armas y tácticas nuevas..., especialmente estas últimas.
Pero tales cambios se originaron por regla general en la mente de un estudioso con deseos de novedad, y por la influencia de éste sobre los militares de su época, más que por la acción personal de un comandante ilustre. En la historia de la guerra, las ideas brillantes han abundado menos que los grandes generales, pero sus efectos  tuvieron un alcance muchísimo mayor. La distinción entre ambas cosas nos hace recordar que existen dos formas de genio militar: la que concibe y la que ejecuta.
En el caso de Rommel, ambas estaban perfectamente conjuntadas. Aunque la teoría de la Blitzkrieg — nuevo estilo de campañas carac­terizadas por su extraordinaria movilidad y el empleo de medios mo­torizados y acorazados— había sido concebida en Inglaterra antes del conflicto, la rapidez con que Rommel la asimiló, y el modo en que logró ponerla en práctica, demuestran su carácter original y su innata capacidad de percepción. Junto con Guderian quedó convertido en el exponente de una nueva idea. El hecho resulta aun más notable si se considera que no tenía experiencia alguna con los tanques, hasta serle otorgado el mando de la 7.a División Panzer, en febrero de 1940, y que dispuso de menos de tres meses para estudiar la teoría y solu­cionar el problema de manejar tales fuerzas, antes de entrar en acción. Su brillante cooperación en la guerra de tanques, que produjo el colapso de Francia, le permitió aplicar el nuevo concepto a la cam­paña de África, con la ventaja de un mando independiente, cosa de que Guderian nunca disfrutó en Europa, en beneficio de sus oponentes. Además, en África, Rommel demostró una sutil aplicación de la teoría de atacar y defenderse al propio tiempo, conduciendo a los carros enemigos a trampas ingeniosamente preparadas, antes de lanzarse a sus escalofriantes ofensivas. También en otros aspectos se mostró maestro de la nueva táctica.
Es significativo que Rommel fuera uno de los pocos ilustres mi­litares de la Historia que han logrado distinguirse también como pensadores y literatos destacados. Y aun más, el que la ocasión de demostrar sus cualidades como Jefe llegara gracias a sus escritos, porque fue su libro Infanterie grieftan (La Infantería ataca) el que atrajo primero la atención de Hitler hacia él, preparando el camino para su sensacional encumbramiento.
Rommel consiguió cuanto se proponía, porque estaba dotado tam­bién de genio para la ejecución de sus proyectos. El punto a que llegaba en tan admirable cualidad queda patente si se repasan las cualidades demostradas por todos los grandes jefes de la Historia, aunque el grado de las mismas haya variado en cada caso.
En los tiempos primitivos, cuando las armas eran de corto alcance y eficacia relativa, y cuando el campo de batalla consistía en un terreno escogido por los generales, la cualidad más apreciada en los mismos era  el «golpe de vista», término expresivo en el que se condensaban la observación aguda y la intuición profunda. Todos los grandes capi­tanes poseyeron en alto grado la cualidad de conjuntar de manera instantánea terreno y situación. Ello volvió a ocurrir en África, debido a la naturaleza de las velocísimas unidades acorazadas y al moderado número de fuerzas empleadas en la lucha.
En tiempos posteriores, y conforme el alcance de las armas se fue haciendo mayor, mientras los ejércitos se ampliaban considera­blemente, creció también la necesidad de que el «golpe de vista» quedara substituido por otra cualidad mejor: la de la percepción «in­terna» del momento, el poder de penetrar — como dijo Wellington — lo que está ocurriendo «al otro lado», detrás de las líneas enemigas y en los cerebros que las sitúan. En la actualidad, más aun que en el pasado, todo jefe ha de dominar perfectamente la psicología del bando opuesto. El grado en que Rommel poseía semejante sentido «interior» puede apreciarse en sus Memorias de manera tan clara como examinando sus operaciones.
Tal sentido representa a su vez el fundamento de otro elemento esencial y aun más positivo, dentro del genio militar: el poder de crear sorpresa, de poner en marcha la operación inesperada que hace perder el equilibrio al adversario. Porque el efecto completo debe verse reforzado por un agudo sentido del tiempo y por la capacidad de desplegar una movilidad extraordinaria. Velocidad y sorpresa son cualidades gemelas, y constituyen la base ofensiva de un verdadero general. Su desarrollo, al igual que el de los sentidos informativos, depende de una facultad que podríamos denominar «imaginación creadora».
En poder para lanzar el movimiento sorpresa, en agudeza para calcular el tiempo y en capacidad para movilizar los diversos ele­mentos de la acción, es difícil encontrar quien pueda compararse a Rommel, excepto Guderian, el «primer ministro» de la guerra re­lámpago. Más adelantada ya la contienda, Patton y Manteuffel desple­garon cualidades similares, pero no puede establecerse comparación alguna, a causa del campo más limitado en que se movieron estos últimos. Lo mismo ocurre si retrocedemos al pasado, cuando el ma­terial era tan distinto al moderno, aunque sabemos que Seydlitz, Na­poleón y Bedford Forrest se sirvieron muchas veces de la velocidad para sorprender a su adversario, y los grandes jefes mongoles, tales como Gengis Kan y Sabutai, practicaron un dinamismo semejante. El secreto de tal combinación no ha sido revelado de manera más clara que en las Memorias de Rommel.
Al procurar hacer perder el equilibrio al contrario, un jefe no debe correr idéntico peligro. Necesita estar dotado de esa cualidad que Voltaire consideraba la piedra angular de los éxitos de Marlborough: «tranquilo valor en medio de un tumulto, y serenidad frente al peligro, es decir, lo que los ingleses denominan sangre fría». Pero debe añadirse ese concepto que los franceses describen perfectamente en una frase: le sens du practicable. El sentido de lo posible y de lo que no lo es, tanto en cuestiones tácticas como administrativas. La combinación de ambos factores puede quedar resumida en la facultad de un cálculo frío y realista. La senda de la Historia está sembrada de restos de planes, perfectamente calculados, pero que no triunfaron por falta de aquellas cualidades.
Aun añadiremos más, por lo que a Rommel respecta. Junto a un valor a toda prueba, poseía ese temperamento propio de los artistas, que los lleva desde el mayor entusiasmo a la depresión más absoluta. Sus cartas lo demuestran claramente. Con frecuencia era criticado en los círculos militares alemanes, incluyendo el suyo propio, por no tener demasiado en cuenta las dificultades del aprovisionamiento, e intentar operaciones estratégicas de mayor alcance que el permitido por la administración. En algunas ocasiones tal parecer queda corro­borado por el resultado final. Sin embargo, y según muestra el diario, los riesgos corridos habían sido objeto de un cálculo más profundo que el que a primera vista parece. Solía pedir más de lo que la Inten­dencia estaba dispuesta a conceder, con el fin de obtener al menos lo necesario para su estrategia. Aunque ésta no funcionara a veces según sus pronósticos, resulta asombroso lo que en ocasiones pudo lograr de la administración, consiguiendo resultados que de otro modo no hubieran sido factibles.
Finalmente, y por encima de las otras cualidades que determinan al jefe nato, se encuentra \a de poseer dotes de mando. Ésta es la dínamo que mueve el vehículo de las batallas, y sin la cual de nada serviría la habilidad del conductor. Gracias a la influencia de una dirección eficaz, las tropas rinden, a veces, más de lo que pudiera imaginarse, destruyendo los cálculos «normales» del enemigo.
No existe duda de que Rommel poseía dicho don, en grado sumo, mereciendo el calificativo de «Gran Capitán» con que se le distingue. Aunque exasperara a los oficiales de Estado Mayor, era adorado por sus soldados, y lo que consiguió de ellos en momentos cruciales es algo que sobrepasa a cuanto se pudiera imaginar.

                                                                                           B. H. Liddell Hart


1 .   Guerra relámpago. (N. del t.)

 

COMO FUERON RECUPERADOS LOS DOCUMENTOS DE ROMMEL

Por Manfred Rommel

 

Mi padre dejó, a su muerte, un número considerable de docu­mentos, acumulados durante sus campañas. Había entre ellos órdenes militares, informes, partes al Alto Mando, etc. Además de dichos do­cumentos oficiales, existían un número determinado de volúmenes, comprendiendo su diario personal y notas varias acerca de la campaña de Francia en el año 1940 y de la guerra en el desierto.
Después de la Primera Guerra Mundial, mi padre publicó un libro sobre táctica de Infantería, basado en sus propias experiencias. Mientras lo estaba redactando, observó que había guardado muy pocos de los documentos esenciales y que su diario le servía de poco; existían lagunas en los períodos más importantes, durante los cuales estuvo tan ocupado en la lucha, que no tuvo tiempo para escribir nota alguna.
Es indudable que intentaba publicar otro libro acerca de las lec­ciones militares derivadas de sus experiencias en la Segunda Guerra Mundial, y esta vez decidió no encontrarse en situación desventajosa, por lo que respecta a anotaciones tomadas sobre el terreno.
Desde el momento de cruzar la frontera, el 10 de mayo de 1940, empezó a llevar un diario personal de las operaciones, que dictaba al fin de cada jornada a uno de sus ayudantes. Siempre que se producía un pequeño intervalo, redactaba reflexiones breves sobre lo ocurrido.
Conservó todas sus órdenes oficiales, sus informaciones y sus documentos. Además tenía centenares de mapas y de croquis de las operaciones, que él o sus ayudantes habían trazado con lápices de colores, y algunos de los cuales fueron luego cuidadosamente termi­nados con tinta; había también diseños para los mapas que más tarde ilustrarían su obra.
Cuando los acontecimientos adoptaron un giro menos favorable, se impuso la tarea de que un relato objetivo y extenso de sus cam­pañas sobreviviera a su posible fallecimiento, eliminando así toda posibilidad de que sus actos fueran mal interpretados. A su regreso de África trabajó en ello con gran secreto, dictando o entregando hojas para ser pasadas a máquina, unas veces a mi madre y otras a sus ayudantes. Al regresar de Francia en agosto de 1944, empezó a escribir un relato de la invasión, que destruyó, cuando se hizo patente que sospechaban de su complicidad en el complot del 20 de julio. Por otra parte, existían algunos documentos que hubiese quemado, de haber tenido tiempo.
Era un fotógrafo entusiasta, y pensando, sin duda en el libro que entonces preparaba, había regresado a Italia después de la Primera Guerra Mundial, para obtener fotografías muy necesarias para sus croquis de carácter táctico, allí donde estuvo luchando en 1917. La empresa no fue fácil, porque los italianos no recibían gustosos a los oficiales alemanes que recorrían sus territorios fronterizos, ar­mados de una cámara. Mi padre viajaba en una motocicleta, acom­pañado de mi madre y haciéndose pasar por «maquinista».
Había tomado miles de fotografías, tanto en Europa como en África, algunas de ellas en color, para el libro que pensaba escribir acerca de la Segunda Guerra Mundial. Solía enfocar su máquina durante los avances, y una vez me dijo: «No quiero registrar mis retiradas».
Escribía diariamente a mi madre, y había conservado casi un millar de dichas cartas.
Pero sólo una parte de dicho material sobrevivió al cúmulo de vicisitudes que se abatieron sobre él.
Durante los meses que precedieron al estallido de la guerra di­rigió la Academia de Guerra de Wiener Neustadt, situada a unos 45 Km. al sur de Viena. La Academia estaba instalada en un enorme y viejo castillo. Cuando, en 1943, las escuadrillas de bombarderos americanos y británicos empezaron a atacar la ciudad, y nuestra casa estuvo en peligro de quedar destruida, depositamos algunos docu­mentos de mi padre en las profundas bodegas del castillo, mientras otros eran enviados a una granja en el sudoeste de Alemania. El resto lo conservamos en nuestro poder, cuando en otoño de 1943 nos tras­ladamos de Wiener Neustadt a Herlingen, a 8 Km. de Ulm, en Württemberg.
La muerte de mi padre hizo que mamá se sintiera ansiosa por recuperar sus documentos, no sólo por razones personales, sino para que cuando se escribiera la historia, pudiera ser contada la verdad. Durante los funerales, un oficial de las S. S. había tratado de indagar lo sucedido con aquellos. No caímos en la trampa. Sin embargo, era muy probable que se realizaran tentativas para arrebatárnoslos.
En consecuencia, mi madre empezó a reunirlos en la casa. Fui a Wiener Neustadt para recoger los que habíamos dejado en las bodegas del castillo. Por aquel entonces no se necesitaba ser profeta para comprender que, a su debido tiempo, las tropas soviéticas llegarían al lugar. En efecto, seis meses más tarde saquearon el castillo, redu­cido a un montón de escombros, después de la heroica resistencia ofrecida por los cadetes alemanes que se instruían allí. Todo fue robado.
Con la ayuda de la hermana de mi padre y del Capitán Aldinger, su ayudante, mamá empezó a empaquetar los documentos, disponién­dolos para la evacuación, si esta se hacía necesaria. Su intención era situarlos en lugares distintos, ya que lo más probable era que, de estar concentrados en un mismo sitio, acabasen por descubrirlos.
A mediados de noviembre de 1944 el Capitán Aldinger, que había ayudado a mi madre a poner en limpio lo referente a papá, recibió la orden del Alcalde de Ulm de presentarse en la estación principal de la ciudad. Se añadía que un oficial de la Plana Mayor del General Maisel se encontraría allí para discutir con él ciertos asuntos. El Ge­neral Maisel era quien un mes antes había acompañado a mi padre a su partida. El Capitán Aldinger tendría que regresar con él a Herrlinger.
El propósito de aquella visita resultaba obscuro para mi madre y para el Capitán. ¿Se había planeado alguna detención? ¿Proyectaban proceder a un registro en busca de las notas? Nadie podía decirlo.
La tarea de ocultar el resto de los documentos procedió a pasos acelerados. Al atardecer del 14 de noviembre, y exceptuando algunas notas personales, sólo quedaban en la casa documentos oficiales califi­cados de «secretos», y que en un momento dado habrían forzosamente de ser entregados.
La mañana del 15 de noviembre, Aldinger partió de Herrlingen hacia Ulm. « — Dejaré el coche aquí — dijo —; sólo Dios sabe cuándo estaré de regreso. Quizá me detengan, pero en caso contrario regresaré en seguida a Herrlingen. »
Mi madre esperó, pero por la tarde empezó a sentirse seriamente alarmada, pensando que, en efecto, Aldinger habría sido arrestado. El peligro de que esto ocurriera resultaba muy grande, porque, excep­tuándonos a nosotros dos, él era el único que conocía la causa verdadera de la muerte de papá. Hacia las tres se abrió la puerta del jardín y entró. Venía solo y llevaba bajo el brazo un voluminoso paquete envuelto en papel blanco. Por fortuna sus sospechas resul­taron infundadas. El oficial de Maisel había hecho entrega del bastón de Mariscal y de la gorra, que los dos Generales habían retirado a mi padre el 14 de octubre, después de su muerte. Llevaron ambos trofeos al Cuartel General del Führer, y, como supimos más tarde, fueron guardados durante algún tiempo en el escritorio de Schaub, ayudante de Hitler. Después de la muerte de mi padre, el Capitán Aldinger había protestado repetidamente, en nombre de mamá, por aquella conducta improcedente. Contra todo lo esperado había logrado salirse con la suya.
Por aquel entonces la mayor parte de los documentos estaban ya situados en dos granjas del sudoeste de Alemania: unos, en una caja oculta tras la pared de un sótano; los otros, bajo un montón de cajones vacíos en una bodega. Una cajita con multitud de notas acerca de la batalla de Normandía, fue enterrada por un amigo entre los muros de una casa en ruinas de Stuttgart, en cierta parte de la ciudad, tan asolada por repetidos ataques aéreos, que no podía ya ser considerada objetivo militar. El diario de mi padre, entre 1943-1944, quedó depo­sitado en un hospital, y otro material diverso remitido a mi tía de Stuttgart. Mi madre retuvo en Herrlingen las notas que habían for­mado el manuscrito original de la campaña de África, las películas tomadas en Francia durante las victorias de 1940, y sus cartas per­sonales.
De manera harto extraña, mi madre estaba tan preocupada con el temor de que las autoridades nazis se apoderaran de los docu­mentos, que no se le ocurrió la posibilidad de que los aliados, ya muy próximos, pudieran demostrar parecido interés.
Durante la segunda mitad de abril de 1945 los bombardeos se hicieron continuos. Hora tras hora los proyectiles yanquis de gran peso estallaban en Ulm, que ardía en varios lugares. Desde el oeste y el norte llegaba el tronar de la artillería, cada día más cercano y amenazador. Los restos del Ejército alemán discurrían desarmados por el valle donde se encuentra Herrlingen. Los soldados iban a pie o en carros, temiendo siempre el ataque de los bombarderos y cazas esta­dounidenses. La Volksturm (1) local, en la que servían jóvenes de catorce años y ancianos de sesenta y cinco, había sido movilizada, y por todas partes se veían letreros proclamando: «Quien no defienda Ulm es un cobarde».

Un día, debió ser el 20 de abril, mi madre, que miraba por la ventana, vio los tanques americanos aproximarse a Ulm. Cuando al día siguiente los soldados aliados procedieron a incendiar parte del pueblo vecino, bajo la falsa sospecha de que se ocultaban guerrilleros en las casas, y cuando largas columnas de refugiados del mencionado pueblo llegaron a Herrlingen, empezó a alarmarse seriamente por la suerte de los documentos que aun se hallaban en casa, y dispuso las cartas, las notas y las películas de modo que pudiera llevárselas con­sigo en un momento dado. Parte de todo ello lo colocó en una vieja maleta, que, con la ayuda de unos vecinos, enterró en el jardín.
Las tropas americanas ocuparon Herrlingen y fueron apostados centinelas en todas partes. Era imposible enterrar más material. Entre los primeros americanos que acudieron a visitar a mi madre se encon­traba un tal Capitán Marshall, del Séptimo Ejército, el cual preguntó si había documentos en la casa. Confiando en que las cartas particu­lares no serían confiscadas, mamá le contestó: «— Sólo tengo las cartas de mi esposo». «—¿Dónde están?», preguntó Marshall.
Bajamos al sótano, y cuando vio los innumerables sobres que con­tenían las cartas, metidos en una caja, declaró: « — Tendré que lle­vármelas. Hemos de echarles una mirada. Dentro de unos días las tendrá aquí otra vez».
Sin embargo, más tarde se dijo a mi madre que la devolución de las cartas sufriría un retraso. Quince días después vino el intérprete del Capitán Marshall, quien manifestó: « — El Capitán lamenta pro­fundamente no poder mantener su promesa, porque el Ejército ha decidido que los documentos sean enviados a Washington».
Un día, a mediados de mayo, sobre las ocho de la mañana, se ordenó a mamá que abandonara la casa, a las nueve. Una unidad ame­ricana debía alojarse en ella. Mientras se estaban empaquetando nuestras cosas, los soldados americanos empezaron a abrir armarios y cajones y a rebuscarlo todo. Numerosos documentos importantes (notas sobre África y mapas trazados a mano) que se encontraban en los estantes de la biblioteca, en el escritorio y en la bodega, desapa­recieron, sin que hayan vuelto a recuperarse. Cuanto mi madre pudo conseguir fue llevarse en una carretilla una maleta conteniendo las películas, el manuscrito de la campaña de África y la historia oficial de la 7.a División Panzer en Francia en 1940, de la que sólo se habían hecho tres copias.
Los documentos guardados en otros lugares tuvieron destinos diferentes.
En la granja del sudoeste de Alemania aparecieron americanos  que, anunciando pertenecer al servicio de contraespionaje, pidieron ver los baúles que el Mariscal Rommel había guardado allí. Por desgracia, algunos de dichos baúles y cajas habían sido sacados de la bodega y colocados en otros lugares de la casa. Los americanos se llevaron un cajón y un baúl. El primero contenía documentos, notas y croquis de la Primera Guerra Mundial, utilizados en su libro La Infantería ataca. En el baúl estaba el equipo completo de la «Leica» (una cámara y doce accesorios diferentes), efectos personales y unas tres mil foto­grafías. Mi padre estaba muy orgulloso de sus clisés en color, al­gunos de los cuales fueron impresionados corriendo bastante peligro. Recuerdo uno de ellos, muy notable, en el que se veía a la infantería australiana atacando a la bayoneta. Había varios miles de fotografías más, recogidas de corresponsales de guerra y soldados entre 194Ü y 1944, algunas de ellas rotuladas.
Los americanos dieron un recibo por el cajón y el baúl, pero los oficiales llegados posteriormente, que intentaron ayudarnos en la recu­peración de aquellos, y a los que mostramos el «recibo», dudaron mucho de que aquella gente hubiesen actuado bajo órdenes oficiales. Quedó en la granja otra caja, conteniendo el diario personal de mi padre desde 1940 a 1943, así como notas sobre la campaña de Francia de 1940, y dos cajas con mapas. El propietario de la granja había negado poseer más material, a pesar de las amenazas de los oficiales de contraespionaje, y a partir de entonces, hizo lo posible para que las dos cajas continuaran en nuestro poder. Sin embargo, el diario y las notas sobre la ocupación de Francia en 1940 fueron robados del desván, en un momento de descuido, por una persona desconocida.
En la otra granja habían penetrado fuerzas marroquíes, que sa­crificaron el ganado y las aves y encendieron fogatas en el patio. El lugar fue registrado concienzudamente por los soldados, sin que por fortuna ninguno de ellos sospechara la existencia de otro escon­drijo, tras un montón de cajones vacíos. De este modo pudieron sal­varse los documentos.
Los papeles guardados por mi tía, y los enterrados en las ruinas de Stuttgart sobrevivieron al colapso de Alemania.
Cuando mi madre se vio precisada a abandonar la casa, encontró alojamiento provisional en un cuartito situado por los alrededores. Fue allí donde realizó un inventario del material que aun seguía en su poder. La caja enterrada en el jardín de Herrlingen fue recupe­rada y trasladada a otro lugar, y se recogieron las cajas guardadas en la granja evacuada ya por los marroquíes. Cuando encontró nuevo alojamiento en la escuela de Herrlingen, se lo llevó consigo todo.
Al enterarse de que iban a efectuarse procesos de desnacifi­cación contra mi padre, con objeto de confiscar cuantos efectos hubiese dejado, volvió a cargar la carretilla y ocultó los documentos en un lugar alejado de donde vivía. Por fortuna aquellas amenazas no se confirmaron, aunque supimos de otro caso en que fueron confis­cados a un oficial documentos similares.
Animado, por el Brigadier Young y por el Capitán Liddell Hart, que deseaban editar los documentos, empecé a reunirlos, trayéndolos desde donde se hallaban. Fue posible todavía traducir apresurada­mente unos cuantos fragmentos e incorporarlos en calidad de apéndice a la biografía escrita por el Brigadier Young, que se estaba ya im­primiendo.
El General Speidel, antiguo jefe de Estado Mayor de mi padre, realizó repetidos esfuerzos para conseguir la devolución de las cartas. El Brigadier Young rogó al General Eisenhower que intercediera cerca de Washington con aquella finalidad. Por último, y gracias a los es­fuerzos del Capitán Liddell Hart y tras muchos aplazamientos, las cartas fueron entregadas al General Spiedel por el Coronel Nawrocky, por encargo del Servicio Histórico Militar. Parece ser que en Washington habían sido archivadas no bajo el epígrafe de «Rommel», sino bajo el de «Erwin», nombre de pila de mi padre, con el que las firmaba. Faltan todavía algunas, en especial de las escritas durante la invasión. Sin embargo, otros documentos relacionados con Normandía nos fueron devueltos».
Con la recuperación de las cartas creemos haber recobrado cuanto ha sobrevivido a las destrucciones de la guerra, a las efectuadas por mi padre mismo para su seguridad personal y al pillaje inevitable en todo conflicto bélico.


1.   Fuerzas populares. (N. del t.)

ADVERTENCIA

 

La mayor parte de los documentos de Rommel tratan de la cam­paña de África. El conjunto de ellos se da a conocer en este vo­lumen. La única parte de la historia que no abarca es la campaña de invierno 1941-42, que hubiera escrito de haber vivido. Un capítulo de la misma ha sido aportado por el General Bayerlein — entonces jefe de Estado Mayor del Afrika Korps —, con ayuda de cartas y anotaciones de Rommel, así como con su conocimiento personal de los puntos de vista de aquél. La propia habilidad y experiencia de Bayerlein como jefe de unidades acorazadas hace su aportación doblemente interesante.
La historia de ]a campaña de 1940, por Rommel, es, en conjunto, de un interés enorme, pero en algunos lugares se entretiene en de­talles de menor importancia, relativos a los movimientos de las tropas, mientras que algunas jornadas carecen de peculiaridades sobresa­lientes. Dichos pasajes han sido eliminados, según se indica en el texto.
Durante los meses que, en 1943, pasó en Italia, Rommel no llevó a cabo operaciones, pero en su diario se encuentran una serie de anotaciones reveladoras, acerca del golpe de estado, y los esfuerzos alemanes para impedir que Italia se pasara al otro bando. Manfred Rommel ha resumido estos pasajes, así como las cartas de su padre, «en un capítulo muy breve.
El Mariscal no vivió lo suficiente como para escribir la historia de la campaña de Normandía, pero dejó muchas notas y documentos, que tratan especialmente de sus ideas y planes, antes de que aquélla se produjera. El General Bayerlein los ha reunido, incorporando las cartas escritas por Rommel en aquel tiempo.
En un capítulo final, Manfred Rommel relata la muerte de su padre, y narra las incidencias de las tensas semanas que precedieron a la llegada de los encargados de cumplir las órdenes de Hitler.
El valor e interés de dichos capítulos, así como de toda la narración del Mariscal, queda incrementado por el contenido de sus cartas, en las que se refleja a cada instante el curso de su pensamiento, así como la situación de las operaciones, precisando el momento histórico en que transcurre el relato.
Por atareado que estuviera, escribió casi diariamente a su esposa, aunque las misivas suelen ser breves. Por regla general las redactaba a primeras horas de la mañana, y a veces en pleno movimiento, dentro de su automóvil blindado o de un tanque. Con frecuencia se observa en ellas cierto temblor en los rasgos, provocado por el traqueteo del vehículo, o por el frío de las horas que preceden al alba.
Como debía mostrarse discreto, por lo que a las operaciones res­pecta, resulta extraña su franqueza en ciertas ocasiones, teniendo en cuenta el riesgo de que las cartas pudieran ser abiertas por la censura normal o la secreta.
Muchas de ellas son simples notas afectuosas, pero en este vo­lumen hemos incluido, de preferencia, aquellas que contienen algún comentario significativo.

* * *

Debo expresar, ante todo, mi profunda gratitud a Manfred Rommel y al General Bayerlein, por el excelente trabajo realizado al selec­cionar y clasificar el material. Quedé gratamente impresionado por la diligencia y habilidad de ambos, durante los meses que cooperamos juntos en la labor. La primera parte recobrada fue la que se refiere a la campaña de África, publicada en Alemania bajo el título de Krieg ohne Hass (Guerra sin odio), con cierto número de notas por Manfred Rommel y el General Bayerlein. Las notas en cuestión han sido conservadas en el presente volumen —en el que, por vez pri­mera, aparece reunido todo el material —, mientras yo añadía párrafos que aclarasen determinados puntos y formaran un fondo histórico en el que se combinaran las reacciones y observaciones de Rommel y las de los aliados.
Por la recuperación de las cartas y su entrega a Frau Rommel debo expresar mi agradecimiento al Mayor General Orlando Ward, Jefe del Servicio Histórico Militar de los Estados Unidos, así como al Brigadier General S. L. A. Marshall, eminente analista e historiador militar, cuya ayuda solicité oportunamente.
Quisiera también citar a Mark Bonham Cárter, Paul Findlay, tra­ductor del original alemán y ayudante inapreciable, y a Ronald Politzer, además de Manfred Rommel y el General Bayerlein, quienes hicieron agradable y llevadera la tarea de editar estas Memorias.

                                                                                                          B. H. Liddell Hart