Libreria Argentina Libreria Argentina Libreria Argentina

 

Los Héroes del desierto

Rommel y el Afrika Korps
La lucha en el norte de África

Hanns Gert

Los Héroes del desierto - Rommel y el Afrika Korps - La lucha en el norte de África - Hanns Gert

156 páginas
21 x 15 cm.
Ediciones Nueva República
Colección «Tempestades de Acero» / 6
Barcelona, 2010

Cubierta a todo color, con solapas y plastifica
da brillo
Págs. interiores con fotografías
 Precio para Argentina: 96 pesos
 Precio internacional: 16 euros

«Hoy las tropas coronan su labor con la conquista del fuerte de Tobruk. Soldados alemanes e italianos han realizado una tarea sobrehumana en estas luchas. Han vencido fortificaciones de campaña, obras fortificadas y campos de minas con un ímpetu que no cabe superar. A pesar de pérdidas y privaciones, han perseverado en el ánimo que hoy nos anima a todos: el espíritu de la victoria. No importa que caiga el uno o el otro, sino que la victoria de la patria quede asegurada. […]
«Poco después, en las horas ya más frescas de la tarde, me vuelvo a encontrar al lado del mariscal, quien pone a mi disposición su avión especial para que me lleve todo el material de radio, cinematográfico, fotográfico y de Prensa reunido el día de la batalla. Nos hallamos en la encrucijada que domina el puerto. Abajo, en Tobruk, se ven arder muchos coches, bidones de gasolina y aceite. Al lado mismo del sitio donde descansa la tropa hay miles de prisioneros ingleses. […]
Y cuando aquella misma tarde, cubierto del polvo del desierto y del lodo de los pedregosos embudos de Tobruk, comparezco ante Adolfo Hitler para darle cuenta de la conquista de aquel fuerte, sentimos todos la misma alegría de oírle decir: «Acabo de nombrar a Rommel mariscal.» Un poco más tarde volvemos a presenciar en la pantalla, en la tranquilidad de la residencia del Führer, todos los episodios de la epopeya de Tobruk, y oímos una vez más las orgullosas y enérgicas palabras del nuevo mariscal, que dice: «No importa que caiga el uno o el otro, sino que quede asegurada la victoria de la nación.» 
Lutz Koch 

 

ÍNDICE

Introducción ……………………………………………………………………………. 9
Montando la guardia en el frente del desierto ………………………………… 15
En la lejanía retumban los motores ………………………………………………. 19
Los coches blindados de exploración tienen mejor puntería ……………. 23
El general Rommel, tal como es ………………………………………………….. 27
El recorrido en la arena del desierto equivale a una vuelta al mundo … 31
¿Amigos o enemigos? ………………………………………………………………… 33
El ataque a Capuzzo …………………………………………………………………… 37
Tanques ingleses en llamas …………………………………………………………. 41
Agazaparse y no chistar ……………………………………………………………… 45
En el Puerto de Halfaya ……………………………………………………………… 53
La muerte cabalgando por el aire ………………………………………………… 59
El alza 400 ……………………………………………………………………………….. 63
En un Mark II contra los ingleses ………………………………………………… 67
Un salto mortal para recobrar la libertad ………………………………………. 73
Un día crítico en lo alto del Puerto ………………………………………………. 77
Cien tanques enemigos aniquilados ……………………………………………… 83
¡Adelante los antiaéreos! ……………………………………………………………. 85
Aviones sobre el Puerto de Halfaya ……………………………………………… 91
El último ataque ………………………………………………………………………… 95
El cerco está roto ……………………………………………………………………….. 99

Anexo1
Del parte oficial del cuartel general del Führer ………………………………….. 103

Anexo2
Rommel y la campaña de África del norte ………………………………………… 105
I. Las operaciones en el norte de África …………………………………….. 105

II. El mariscal Rommel visto por sus soldados …………………………….. 125
1. Su Estado Mayor. Comandante Fischer ……………………………… 125
2. En el avance. Informe de un oficial-ayudante ………………………. 128
3. Encuentro. Comandante Carl Crantz …………………………………. 132
4. En el frente. Jefe especial Armin Shoenberg ………………………… 135
5. En el combate. Teniente von Esebeck ………………………………… 137
6. De reconocimiento. Teniente Fritz Lucke …………………………… 139
7. El salto de Tobruk. Jefe especial Lutz Koch …………………………. 150

III. El Führer al mariscal Rommel ………………………………………………. 155

ÍNTRODUCCIÓN

El presente relato describe episodios muy movidos y emocio­nantes de la guerra en el norte de África. Conocido es que las fuerzas armadas de Alemania e Italia es­tán haciendo frente a un adversario numéricamente muy supe­rior, en los territorios comprendidos entre el Cairo y Trípoli. A pesar de ello, las alternativas se siguen unas a otras, sin que esa superioridad lograra inclinar definitivamente la balanza de la victoria a su favor. En una guerra en el desierto no cons­tituye factor decisivo la ganancia o pérdida de tal o cual parte de un determinado sector. Ningún verdadero estratega se atre­verá a juzgar los resultados de esta contienda exclusivamente por el hecho de que en el curso de los acontecimientos, tan lle­no de alternativas, la plaza de Sollum o el Puerto de Halfaya los ocupen las fuerzas del Eje o las del Imperio Británico. La ofensiva con que los ingleses pretendían establecer un frente contra Europa, desde el Cairo hasta el Atlántico, ha resultado un formidable fracaso. Al empezar, a mediados de noviembre de 1941, la ofensiva de la Gran Bretaña, declaró la prensa británica que los ingleses celebrarían en Trípoli sus Pascuas de Navidad. Pero lo único que logró su gigantesca superioridad numérica a la par que el intensísimo empuje de esas fuerzas, fue hacer retroceder a las fuerzas del Eje. Con todo, también aquí se opuso, hasta los limites de lo posible, una resistencia tan heroica que la misma Radio de Londres hubo de manifestar en su emisión del 18 de enero de 1942: «Los alemanes hechos prisioneros en Halfaya estaban tan ex­tenuados que no podían ya recorrer siquiera una distancia de dos millas. La guarnición de Halfaya se vio expuesta al fuego de artillería más intenso que se ha registrado hasta ahora en la campaña de África. Uno de los factores decisivos de la ren­dición fue el haber sido interceptado el aprovisionamiento de agua.» Los objetivos concebidos y públicamente anunciados de la ofensiva no fueron alcanzados en modo alguno. Lo que se había propuesto en noviembre la Gran Bretaña, no se con­siguió ni con mucho. La cabeza de puente del Eje en el norte de África, continúa intacta, sosteniendo en un todo su tras­cendencia dentro del orden estratégico mundial. Las páginas siguientes contienen reportajes en torno a los estrategas que supieron hacer frente, tan eficazmente, a un adversario numé­ricamente varias veces superior. De todos modos, no será en el Norte de África, donde, habrá de decidirse en definitiva el re­sultado de esta guerra, cuyos tentáculos envuelven ya el mun­do entero. La Tierra, política y militarmente considerada, ha llegado a ser hoy un solo campo dinámico coherente. No hay más que un solo y único escenario de la guerra mundial con sus variados sectores. Las luchas en el norte de África, en el Atlántico y en el Pacífico, han de considerarse como una sola y única gran batalla. Según lo confesó el propio Churchill, la concentración de una superioridad numérica británica en los territorios norte-africanos, no resultó posible sino mediante la retirada de tropas, barcos y aviones de otros sectores británi­cos de vital importancia en el Pacífico, destinándolos al norte de África. El alcance que tiene para el Imperio Británico esta concentración de sus fuerzas armadas en la región del Medi­terráneo y su alejamiento del Pacífico, lo han demostrado con una sorprendente frecuencia los acontecimientos más recien­tes y los soberbios resultados estratégicos del Japón. El Pacto Militar de Berlín que se concertó en enero de 1942, entre Ale­mania, Italia y el Japon, hará que este hecho produzca efectos todavía más positivos.
Juzgados desde el punto de vista de la política mundial, los portentosos resultados de los soldados del Eje en el norte de África obedecen al hecho de haber sabido detener el arranque de la ofensiva británica, frustrando su proyectada realización. En su audacia y habilidad para vencer las mayores dificulta­des, surgió un heroísmo de pura ley, dando a conocer al mun­do, por lo tenaz de su resistencia de qué fuste están tallados todos ellos. Reiterada y decisivamente frustraron los planes y esperanzas británicas en el norte de Africa, coadyuvando con su tesón a preparar el terreno de la derrota definitiva del Imperio Británico. Delenda Britannia est!
Se puede ir a África por dos itinerarios distintos. En la Guía de Viajeros que el sargento Barlesius recibió ayer, por correo mi­litar, de Doña Hildegard, está consignado detalladamente uno de los dos: unas 30 páginas de prosa menuda nos informan del procedimiento ordinario: permiso de entrada, concesión de divisas, autorización de estancia, pasaje, dirección del hotel y las mil advertencias que conviene tener presente: puntos de ex­cursión, cicerones, propinas, cuidado con los mendigos, medi­das previsoras contra el tracoma, centro de información Cook, etc., etc. Sigue luego un breve vocabulario con términos por el estilo de: «biddi akul», quiero comer. «Ed-duchul mamnu»: «Mirada prohibida.
¡Qué diantre! ¡Si el segundo itinerario es mejor que todo! Barlesius se quita las gafas que defienden del polvillo y pestañean­do sin cesar contempla las densas y rojizas nubes de polvo que ocultan el sol, camino ya de su ocaso; luego empieza a silbar una marcha militar. «¡Toda esa monserga de formalidades a nosotros no nos hace ninguna falta!»
El paraje donde está, no ofrece aspecto alguno digno de men­ción. Una desolada estepa sin confines visibles. Es un semi­desierto que por toda vegetación sólo muestra unos abrojos escasos y resecos, como en todas partes de la zona costera de la Marmarica. En la frontera de Egipto empieza luego el verda­dero desierto. Al mediodía, cuando el viento del Sur empiece a soplar, se levantan densos torbellinos de polvo. No hay nada, absolutamente nada, que pudiera amenizar en lo más mínimo ese dilatado erial.
En este momento, tres coches blindados de exploración, pa­san por el cerco alambrado. Éste está roto en muchos sitios y parece todo menos una barrera. La guerra lo ha destrozado y el viento ha ido amontonando a su alrededor trozos de papel y otros desechos, adornándola de una manera estrafalaria. La arena que llega hasta la rodilla, es arrastrada sin tregua ni des­canso por el viento, para quedar luego nuevamente amontona­da. El viento sopla y brama, día tras día, sobre aquel inmenso mar de arena.
El sargento Barlesius contempla, a la indecisa luz del crepús­culo, los coches blindados de exploración a cuya dotación le toca relevar. Parecen monstruos negros y extraños. En el mapa está marcada su posición. Las dotaciones de los coches se atie­nen estrictamente, para su orientación a las indicaciones de su brújula. Constituye ésta el único medio para comunicar con los puestos de vigilancia en contacto con el enemigo. Este cometí­do de los exploradores es sumamente aburrido. Durante el día vigilan, siempre que se lo permita de algún modo el vaho cali­ginoso y trémulo del aire cargado de un polvillo impalpable, y durante la noche no les queda otro recurso que fiarse de la fina percepción de su oído. Si el viento sopla en dirección favorable, todos los ruidos y sonidos son propagados con una precisión in­superable. Entonces se perciben los roncos aullidos del chacal y del zorro del desierto. A veces rechinan en la lejanía las cadenas de un tanque inglés; otras veces desgarra el silencio nocturno el estridente graznido de un ave de rapiña. Las noches proporcionan un fresco agradablemente reparador. Durante el día, el sol abrasa despiadadamente cuanto alienta en el desierto: a hombres y material. Las planchas de hierro de los coches abrasan y el que no anda precavido tiene que pre­sentar su mano quemada, al día siguiente, al médico del hospi­tal. Se necesita alguna práctica para encaramarse al coche sin tocar las piezas de hierro ni rozarlas con las piernas desnudas. Por la mañana, los soldados extienden desde el coche una lona, sujetándola en la tierra por dos estacas, para de esta manera proporcionarse algo de sombra. Las moscas son una verdadera plaga. Por donde sea que se explaye la vista, no se ve nada más que arena y pedregales. Y no obstante, las moscas viven y se propagan en el desierto, juntándose en grandes enjambres y aun formando legión. Son pesadas, pegadizas e inoportunas a más no poder, empezando por formar cortejo de los coches, aunque éstos avancen en plena marcha. A la primera parada nos acosan ya grandes masas de ellas, como atraídas por al­gún cebo misterioso. Los soldados se ponen inmediatamente mosquiteros en la cabeza para proteger ojos, boca y nariz. Pero todo es inútil, porque entonces se arrojan sobre las rebanadas de pan de los soldados o se posan sobre las fundas húmedas de las cantimploras y zumban furiosamente en torno a toda lata abierta de conservas. No hay manera de librarse de ellas. En cierta ocasión, Barlesius llenó una lata con excremento de camello, arrojando bencina sobre ella y luego agua sobre la lla­ma viva: un humo denso y mordaz se extendió por aquel sitio de descanso. Las moscas huyeron a la desbandada, pero a la media hora ya estaban otra vez allí. Hay sólo un medio eficaz para ahuyentarlas radicalmente, que la misma naturaleza nos brinda: la tempestad de arena. En bastantes días sucede que a eso del mediodía el viento cambia de dirección. De repente sopla con un empuje inesperado desde el interior del desierto. «Está gibliendo» dicen entonces los soldados. En tales días aparece el sol como nublado por una ligera capa de neblina. La luz del día es entonces mortecina, y el instinto nos dice que se avecina la hora crítica. El viento sopla entonces repentinamen­te de una dirección opuesta a la de antes y se ve avanzar sobre el desierto un denso y opaco vaho caliginoso, semejante a un muro que extiende un velo sobre cielo y tierra. Nos apresura­mos a proteger cuello, boca y oídos con un pañuelo de seda y nos ponemos los lentes para aislar la vista completamente. El calor es asfixiante, y no obstante, hay que abrigarse, ya que de lo contrario, el polvo imperceptible penetraría por todos los poros en los ojos, nariz, boca y oídos.

Montando la guardia en el frente del desierto
Realmente, no son de envidiar los destacamentos de guardia permanente. En un punto de la hoja cartográfica hay registrado un nombre, impreso en un cuadro blanco. En este punto hay un «bir», o sea, una cisterna seca, cavada en la roca viva, de tiempos remotísimos. O bien, algunos montones de piedra dan testimonio de una vida pretérita que se ha extinguido ya, quién sabe cuando. En derredor se dilata el desierto sin confines; nada se mueve en lo que abarca la vista. Las hondonadas y va­lles angostos que con cierta frecuencia interrumpen inespera­damente la dilatada llanura, son invisibles a la luz del sol.
De madrugada y al declinar el día, cuando la atmósfera se vuel­ve diáfana, los coches exploradores avanzan un par de kilóme­tros. Cautelosamente recorren el desierto y ocurre, alguna que otra vez, que topan con tanques de los «tommys». Mutuamente se examinan ambos a través de los prismáticos. Luego se cruza algún saludo «contundente y resonante», que no tiene nada de afectuoso, después de lo cual reculan y regresan a su punto de estacionamiento. Ciertamente, se trata aquí de un cometido de importancia innegable, pero hay que reconocer que es aburrido hasta más no poder.