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La Agonía del Dios Sol

Los Vikingos en el Paraguay

Jacques de Mahieu

La Agonía del Dios Sol - Los Vikingos en el Paraguay - Jacques de Mahieu

193 páginas
fotografías blanco y negro
21 x 14 cm.
Editorial Hachette, 1977
Encuadernación: rústica

 Precio para Argentina: 110 pesos
 Precio internacional: 19 euros

 

 

 

 

 

 

 

Realmente, eran indios muy raros: blancos, barbados, calvos, todo lo que los indígenas de Sudamérica no son jamás. Desde hacía unos veinte años, Jacques de Mahieu —antropólogo y sociólogo— buscaba, en los libros y en la piedra, datos que le permitieran identificar a los hombres rubios y barbados cuyo recuerdo recogieron los cronistas españoles de la Conquista y cuya imagen nos han conservado las estatuas y frescos precolombinos. ¿No serían los "indios blancos" del Paraguay descendientes de esos hombres y esas mujeres de tipo nórdico cuyas momias se encontraron, en 1925, en las grutas preincaicas de Paracas, en el Perú? Había que verificar la hipótesis. Un minucioso estudio antropológico permitió establecer que los guayakís eran realmente arios de raza nórdica, degenerados y muy ligeramente-mestizados. Inclusive, dibujaban aún signos que se parecían curiosamente a runas. Jacques de Mahieu hizo efectuar excavaciones en el emplazamiento de una de sus muy antiguas aldeas, y se hallaron fragmentos de cerámicas cubiertos de inscripciones rúnicas que pudieron ser descifradas. Luego, relevó, en plena selva virgen, lo que era todavía, a principios del siglo XV, una posta vikinga: inscripciones traducibles, dibujos de drakkares y una magnífica imagen de Odín, Díos Sol.
Una posta supone la existencia de caminos. El profesor de Mahieu pudo reconstituir su trazado, del Atlántico a Tiahuanacu, la capital preincaica del imperio danés. ¿El Atlántico? ¿Los vikingos perdidos seguían navegando? Por supuesto. Hasta retomaron contacto con Europa, a mediados del siglo XIII, y trajeron de vuelta a un sacerdote católico, a quien llamaban Thul Gnupa, Padre Gnupa, cuyas aventuras nos permiten contar las crónicas indias. Y habían dejado en Escandinavia un magnífico tapiz, cubierto de llamas y, en Normandía, mapas precisos que permitieron a los dieppenses, ya en el siglo XIll, ir a Sudamérica para cargar troncos de palo brasil, por la ruta que siguió a su vez, en 1503, el capitán Paulmier de Gonneville, y numerosos marinos después de él.
LA AGONÍA DEL DIOS SOL constituye la etapa decisiva de una búsqueda cuyas bases el autor echó en EL GRAN VIAJE DEL DIOS SOL y cuyos resultados posteriores expondrá en DRAKKARES EN EL AMAZONAS, que publicaremos próximamente en esta colección: una búsqueda que, para él como para sus lectores, constituye una apasionante aventura científica.

 

ÍNDICE

LA EPOPEYA VIKINGA EN MÉXICO Y EL PERÚ

I.          LOS "INDIOS BLANCOS" DEL PARAGUAY ..
1. Unos enanos de origen nórdico, 13 — 2. Un pue­blo degenerado, 26 — 3. El enano rubio de la mitología guayakí, 32 — 4. Los dibujos runoides de los guayakíes, 36 — 5. Unos "germanos en reducción", 39.

II.         EL ESCONDRIJO DE LAS RUNAS       
1. El "tesoro" enterrado, 41 — 2. Caracteres gene­rales de las inscripciones, 49 — 3. Una fecha y un símbolo geográfico, 54 — 4. De Dinamarca a la Isla de Pascua, 57 — 5. El llamado a Odín, 63 — 6. Unas pruebas definitivas, 66.

III.         EL APÓSTOL BLANCO            
1. ¿Un invento de los jesuítas?, 69 — 2. Pay Zumé, el apóstol blanco del Guayrá y el Para­guay, 76 — 3. Thunupa, el apóstol blanco del Perú, 84 — 4. Las "huellas del Apóstol", 94 — 5. La cristianización de Tiahuanacu, 104.

IV. LOS CAMINOS DEL PARAÍSO   106
1. El imperio de Tiahuanacu, 106 — 2. La red ca­minera incaica, 114 — 3. Los "Caminos Mulli­dos", 117 — 4. El portulano de piedra de Yvytyruzú, 124 — 5. Los caminos del oro y de la plata, 128 — 6. La toponimia danesa del Pa­raguay y el Guayrá, 132 — 7. El acceso al Atlántico, 136.

V. LA POSTA VIKINGA DE YVYTYRUZU              139
1. Las avispas protectoras, 139 — 2. El panel de señalización, 142 — 3. Drakkares sobre la cruz, 144 — 4. La imagen del Dios-Sol, 148 — 5. Unas indicaciones geográficas explícitas, 151 — 6. Una extraordinaria obra maestra, 153 — 7. La Punta de la Fiesta, 157.

VI. EL PAÍS DE GNUPA               160
1. Los herederos de los vikingos, 160 — 2. La geo­grafía secreta, de América, 166 — 3. El comer­cio del palo brasil, 175 — 4. Las expediciones dieppenses al Brasil, 178 — 5. El Padre Gnupa, normando, 185.

Notas bibliográficas         188

LA EPOPEYA VIKINGA EN MÉXICO Y EL PERÚ

Hacia el año 967 de nuestra era, un jarl vikingo que se llamaba verosímilmente Ullman —el hombre de Ull, dios de los cazadores— desembarcó en Panuco, pequeño poblado del Golfo de México. Era natural del Slesvig, la provincia meridional de Dinamarca donde escandinavos y alemanes ya se mezclaban, como todavía hoy.
Era ésta la época de las grandes expediciones marítimas de los "Reyes del Mar". Cada verano, los vikingos abandonaban sus tierras estériles, se lanzaban por el Atlán­tico, entraban en los ríos de la Europa occidental y toma­ban por asalto sus ricas ciudades que saqueaban sin piedad. Preferían, sin embargo, cuando podían, establecerse de modo permanente en los territorios conquistados por las armas o conseguidos por tratado y convertirlos en sus feudos. Irlanda, Escocia, Normandía y buena parte de In­glaterra estaban sometidas a su autoridad. Por ello, para la guerra y el comercio, los drakkares surcaban los mares del Occidente. Eran barcos muy marineros, pero a los cuales su vela cuadrada sólo permitía maniobras limitadas. A menudo las grandes tempestades del Norte los llevaban muy adentro en el océano y los grandes descubrimientos que nos relatan las sagas, los de Islandia, de Groenlandia y de Vinlandia —la Nueva Inglaterra de hoy—-, fueron el resultado inesperado de desvíos involuntarios. Tenemos derecho a pensar que fue por la misma razón que Ullman se encontró, un buen día, en las costas de México.
¿Qué acogida dispensaron los indios de Pánuco a los grandes guerreros blancos que desembarcaron en su playa? No lo sabemos. La historia de la epopeya escandinava en la América Central y la América del Sur sólo nos ha lle­gado, en efecto, a través de los relatos míticos e incomple­tos que recogieron, de boca de indios cultos, los cronistas españoles de la época de la Conquista, algunos de los cua­les, como el obispo Diego de Landa, acababan de encar­nizarse en quemar los libros mexicanos que, ellos sí, eran muy precisos. De lo que podemos estar seguros, es que los indios quedaron mucho más impresionados por los barcos de los vikingos que por la apariencia física de estos últimos. Ya habían visto a otros blancos, unos monjes irlandeses que llamaban papas, al modo escandinavo, verosímilmente llegados de Huitramannalandia, o Gran Irlanda, territorio situado al norte de la Florida. Por el contrario, los drakkares de proa delgada, cuyos flancos cubiertos de escudos de metal centelleaban en el sol y cuya gran vela movediza parecía palpitar con el viento, les habrán parecido ani­males fabulosos. Tal vez sea ésta la razón por la cual Ull­man entró en la historia mexicana con el nombre de Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada.
Corridos por el clima cálido y húmedo que les resultaba insoportable y, por otro lado, sedientos de descubrimientos, los vikingos no tardaron mucho en abandonar las tierras bajas de la costa para ir a instalarse en la meseta del Anáhuac. Allí, impusieron su autoridad a los toltecas, una tribu náhuatl. Quetzalcóatl fue su quinto rey. Dio leyes a los indígenas, los convirtió a su religión y les enseñó las artes de la agricultura y la metalurgia.
Unos veinte años después de su desembarco en Panuco, Ullman fue llamado al Yucatán por una tribu maya, los itzáes, que, traduciendo su apodo, lo llamaron Kukulkán. Sólo permaneció dos años en la provincia meridional de México donde encontró, sin embargo, el tiempo de fundar, sobre las ruinas de una aldea preexistente, la ciudad de Chichén-Itzá y de visitar las regiones vecinas donde se lo recordaba con el nombre de Votán. Una sublevación indí­gena, cuyos episodios están representados en los frescos del Templo de los Guerreros de la ciudad en cuestión, lo obligó a retomar el camino del Anáhuac.
Una desagradable sorpresa lo esperaba allá: parte de los vikingos que había dejado a las órdenes de uno de sus lugartenientes se habían casado, durante su ausencia, con indias y ya habían nacido numerosos niños mestizos. Fu­rioso pero impotente, Ullman abandonó México. Con sus compañeros leales, se hizo a la mar en el punto en que había desembarcado veintidós años antes. Reencontramos los rastros de los vikingos en Venezuela y en Colombia, que cruzaron lentamente. Llegaron así a la costa del Pací­fico donde reembarcaron, a las órdenes de un nuevo jefe que parece haberse llamado Heimlap —Pedazo de Patria, en norrés— en botes de piel de lobo marino, para ir a fun­dar, más al sur, el reino de Quito y, luego, hacia mediados del siglo xi, el imperio de Tiahuanacu. Ignoramos el nom­bre del jarl que los mandaba cuando llegaron a la altura del puerto actual de Arica y subieron al Altiplano del Perú. Las tradiciones indígenas lo llamaban, en efecto, en un da­nés apenas deformado, Huirakocha, "Dios Blanco". Pues, en Sudamérica como en México, los indios no tardaron en divinizar a sus héroes civilizadores respectivos, aunque los habían tratado tan mal durante su vida.
Los vikingos reinaron durante casi doscientos cincuenta años en las regiones que constituyen hoy Bolivia y el Perú. Hacia 1290, sin embargo, fueron atacados por fuerzas diaguitas llegadas de Coquimbo (Chile) a las órdenes del ca­cique Cari. Vencidos en sucesivas batallas, los blancos per­dieron su capital, Tiahuanacu, y se refugiaron en la isla del Sol, en medio del Titicaca. Los indios los persiguieron hasta allá y la suerte de las armas fue, una vez más, des­favorable para el heredero de Huirakocha. La mayor parte de sus compañeros fueron degollados por los vencedores. El mismo logró huir con algunos hombres. Subió a lo largo de la costa hasta el actual Puerto Viejo, en el Ecuador, cons­truyó balsas y se fue hacia las islas oceánicas. Otros da­neses lograron refugiarse en la montaña donde rehicieron sus fuerzas con la ayuda de tribus leales y, más tarde, ba­jaron hacia El Cuzco donde fundaron el imperio incaico. Unos pequeños grupos, por fin, se escondieron en la selva oriental donde iban a degenerar lentamente.
Todo eso, lo probamos, sobre la base de los datos que nos suministran las tradiciones indígenas, la antropología, la teología, la filosofía, la cosmografía, la arqueología, la etnología y la sociología, en El Gran Viaje del Dios-Sol (1). Pero no nos íbamos a detener en tan buen camino. Quería­mos pruebas materiales, tangibles, indiscutibles. Las encontramos.