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Así fue posible…

Antecedentes de la II Guerra Mundial

 

Juan Agero

Así fue posible… Antecedentes de la II Guerra Mundial  - Juan Agero

120 páginas
20 x 14,5 cm.
Ediciones Sieghels

Argentina, 2015
Tapa blanda
 Precio para Argentina: 180 pesos
 Precio internacional: 12 euros

En un muy bien documentado y razonado trabajo, Juan Agero describe la gestación del infausto Tratado de Versalles, precursor de la Segunda Guerra Mundial y de sus inevitables secuelas: el hundimiento de los imperios coloniales inglés y francés, la reducción de Inglaterra y Francia a potencias de segundo orden y la anulación política de Alemania.
Aquél Tratado no fue tal; su denominación debería haber sido “Dictado”, y su elaboración una trampa sin precedentes en toda la Historia Universal. En efecto, cuando Alemania propuso la cesación de hostilidades, lo hizo basándose en la aceptación de los catorce puntos de la propuesta de paz del presidente norteamericano Woodrow Wilson, que imponían “una paz sin vencedores ni vencidos”, y especificaban muy claramente que “la guerra no debe terminarse con un acto de venganza.
Ninguna nación, ningún pueblo, deben ser robados o castigados. Ninguna anexión, ninguna contribución, ninguna indemnización”. Unas sabias y generosas fórmulas que hicieron que el ingenuo Estado Mayor Alemán creyera en la palabra de honor y en las promesas de los estadistas ingleses y franceses; promesas ratificadas bajo firma en el Armisticio de Compiègne.

 

ÍNDICE

Dedicatoria
I. UN PERIODO DE TREGUA
II. LUCHA Y AGONIA DE EUROPA
III. ERROR CAPITAL DE LA PAZ : VERSALLES
IV. POSTRACIÓN Y RESURGIR DE ALEMANIA. 
V. PERSPECTIVAS DE FRANCIA E INGLATERRA.
VI. UNA OJEADA A EUROPA
VII. TOMA EXPRESION VIVA LA INDIGNACIÓN DE UN PUEBLO
VIII. INCOMPRENSION DE UN MUNDO SIN BRUJULA.
IX. LA ACCIÓN SUSTITUYE AL VERBO
X. LA «GRAN ALEMANIA»
XI. ULTIMA FASE DE LA CRISIS EUROPEA

UN PERIODO DE TREGUA

 

El guerrear, condición específica en la vida de los pueblos. Un inusitado alto en este caminar cruento de la Humanidad: 1981-1914. De nuevo, la guerra: 1914

Repasando la Historia con la objetividad que se desprende del hecho analíticamente enjuiciado, se comprende la vaciedad de esa hueca retórica pacifista que, inconscientemente, cuando no con miras interesadas para servirse de esa palabrería como trampolín para un salto al campo de la política, llega a predecir el estado de paz como la situación postrera e inamovible de la Humanidad. Al oír estas afirmaciones que cantan las excelencias de un estado paradisiaco, en el que la tranquilidad es atributo inmutable de la vida relacional de los pueblos, parecen estarse oyendo voces medrosas que, atemorizadas, buscan en el puerto de la paz abrigo para su sobrecogido inquietud. A la guerra, ni se la teme, ni se la huye. La guerra es una de tantas fatigas y pesadumbres con que Dios dio a la vida el corte hiriente y amargo que había de tener en razón del castigo por el pecado de nuestros primeros padres. Y así como la doble personalidad del hombre, o por mejor decir, su polifacético personalidad, se manifiesta en el mismo instante en que Adán y Eva, como castigo a su culpa, pierden la gracia original, quedando de esta forma en libertad para seguir por el camino de la virtud o por la ruta del mal, así también la Humanidad ha vivido desde sus albores acomodando su existencia al ritmo caprichoso de su compleja estructura social y moral, que tan pronto la hacía detenerse en la contemplación apacible de las estrellas, como la invitaba a sumarse, con frenesí apocalíptíco a la danza terrible de la guerra.
Uno de los cuatro jinetes del Apocalipsis, el que monta en el furioso e indomable corcel de la guerra, desde que pisara en su devastadora carrera las bien cuidadas habitaciones del tiempo en los siglos, no ha hecho otra cosa que galopar tendido, sin freno, por el mundo, como si quisiera borrar con las huellas de su desesperada carrera cualquier señal para transitar por otro camino que no fuera el de la guerra.
Aún la sociedad hallábase en embrión, cuando las tribus nómadas habían de servir de aglutinantes en su formación, y ya se adiestraban los hombres, con singular empeño en el manejo de las armas, temerosos de una rivalidad que podía surgir en las distancias. Es ahora, que los progresos de la ciencia han acortado tanto los caminos del Universo, estrechando las relaciones entre unas y otras naciones hasta llegar a identificar intereses situados en zonas antárticas y, sin embargo, la vieja máxima latina cargada de sabiduría y saturada del conocimiento de los hombres "si vis pacem para bellum” sigue siendo índice y guía de la política exterior de los pueblos. Es decir, las naciones, a lo largo de su recorrido en la Historia, han ajustado su vivir no al regalo y a la blandura de la paz, sino que han adaptado su actividad a la contingencia de una guerra.
Una sola mirada a la Historia basta para comprobar la indefectibilidad de esa ley que prescribe la guerra como auxiliar y compañera inseparable en el desarrollo de los pueblos. Tan sustancial ha sido para su gestación la alianza con ella, que precisamente las nacionalidades se han forjado - paradoja sangrante de un vivir que es absurdo- de la mano con la destrucción y la muerte que la guerra encarna. En los campos de batalla se escribió con sangre el mandato de vida. Y entre el horror y la furia de terribles encuentros se dibujaban ya las líneas que habían de contornear, ensanchándole, el horizonte nacional. Por las páginas de la Historia desfilan, en cortejo hierático e interminable, hombres, nombres y fechas que atestiguan la prolongada ofrenda de la Humanidad a Marte. No busquéis ni época, ni pueblo, que por azar no arrastre con la carreta de su existencia la pesada cargo de la guerra. La Humanidad dio sus primeros pasos por el mundo volviendo su arma, toscamente labrada en piedra, contra el hermano, y ya nunca más cejará en su empeño homicida.
Los imperios, que son la saturación de la grandeza de un pueblo, adquieren forma y llegan a su plenitud sirviéndose de las armas como punto de apoyo en su marcha hacia la conquista de la hegemonía especial: Roma, España, Francia, Inglaterra, con su inquieta vida imperial, muestran prácticamente lo que para el crecimiento de los pueblos significa la guerra, que es tanto como para la planta el oxígeno o para el hombre el alimento cotidiano.
El paso de la guerra por los campos del mundo está marcado por tan infinitas direcciones, que no hay camino de la tierra sobre el que no pueda alzarse una cruz en la que rece una inscripción a víctimas suyas.
Son los romanos desplegando sus águilas victoriosas por la anchura del mundo conocido; son los españoles desbordando en tierras conocidas y por conocer, los galos soberbios, que desenvainan la espada al contacto con el viento; los normandos intrépidos que exploran lo ignoto; los germanos guerreros y valientes, que se descuelgan en Europa, atemorizada ante su sobriedad y rudeza. Es la ambición de César, el patriotismo de Viriato, el orgullo de Vercingetorix. Es la grandeza de Carlomagno y la fe sublime de Ricardo de León. Es la imponente firmeza de Felipe Il, la genial visión de Napoleón y el genio estratégico de Zumalacárregui. Es Europa. Asia, el mundo entero, el que jalona el recorrido del cuarto jinete de la revelación apocalíptico.
Europa, entre todas las tierras la preferida por el dios de la guerra, llega un instante en que parece agotada por un guerrear sin fin, que no concede punto de descanso a sus martirizadas fierros. Ha pasado, en un caminar sangrante, por las guerras de sucesión, por la convulsión de la revolución de 1793, por las guerras napoleónicas. Por la rivalidad francoprusiana, y, al fin ahita ya de sangre, parece recostarse en Sedán y, entregada a la somnolencia de la paz, divorciarse de Marte. Desusada tregua que la blandura de la paz concede a la fatiga bélica, es esa que va desde 1871 al 1914. Mas no conseguida casualmente ni por la influencia de una astrología agnóstica. lograda a golpes de genial habilidad y fundamentado en la admirable clarividencia de un genio político: Bismarck. El Canciller de Hierro que al incorporar los Estados del Sur a la Confederación germánica y lograr así la unidad alemana que reclamaba una geografía política, dio el primer paso para la seguridad del porvenir de Europa tuvo esa visión de las cosas, que, aun siendo fáciles, y quizá por ello mismo, no suelen ser sino don del genio. Vio claramente - la Historia se lo atestiguaba - que la causa formal del estado perenne de guerra en Europa era la rivalidad entre las naciones directoras; rivalidad que, al degenerar en incendio, precisaba para su ignición de combustible que la mantuviera y avivara. ¡El indefectible y trágico destino de las pequeñas naciones, condenadas a servir de marionetas, movidas por el capricho o la conveniencia de las potencias rectoras!
 Por eso, Bismarck, al llegar a Paris después de castigar tan duramente en Sedán la ligereza y el orgullo de Napoleón III, no adscribió a su política de paz el que hubiera podido ser fácil y hasta natu­ral programa de vencedor, o sea, el aniquilamiento de Francia. No. Bismarck comprende que en el es­tado de cosas que impera en Europa, el sojuzga­miento y humillación de la nación vencida y vecina no puede ser sino el inicio de una nueva tragedia, cuando, cicatrizada la herida y vigorizada, un tan­to, la debilidad de una noción entera, acuda a la llamada desesperada de su dignidad. Y porque Bis­marck así lo entiende, a la hora en que por su misma habilidad convergía en Berlín toda la política de Europa, después de 1871, el Canciller alemán ni siquiera piensa que esa poderosa influencia que le proporciona su excepcional situación en el momento europeo, pueda servirle para debilitar, hasta llegar  extenuarla, a Francia. Por el contrario, cree que una política de halago, sagazmente conducida, puede llegar a convertir una enemistad tradicional, incompatible con la tranquilidad de Europa, en leal colaboración para crear un régimen de cordial convivencia internacional Así, en lugar de cohibir la expansión colonial de Francia, la favorece; y es él mismo quien apoya al ministro francés de Colonias, Julio Ferry, en su política colonial, ya en Asia o en Africa, por los años de 1883-85.
Arrullada por esos suaves vientos de blandura, Europa duerme en el regazo de la paz. Su mirada indolente se recrea en la contemplación de los tiem­pos para, observando la tragedia que ellos incu­baron, saborear mejor el regalo de sus prolongadas horas de descanso.
Pero ¡ay!, que las horas fáciles de la paz no se trenzan indefectiblemente tejiendo con su leve trama la vida de la Humanidad. La vida es milicia y no molicie. Con luchas, rompiendo salientes y combatiendo asperezas, se forja y desarrolla la personalidad humana. De igual forma, la fisonomía de los pueblos nunca se moldeó en el estudio de la paz, entra blandos cojines y sedas y perfilada por la transparente mano de los artistas de la palabra. Su recia personalidad, sobresaliente en el concierto de las naciones fue adquiriendo expresión de fortaleza y vigor viril en los más dolorosos y trágicos días de su historia, en aquellos campos de batalla, con aquellos nombres de victorias, que tan sangrientamente marcaron el paso de la gloria: por sus caminos.
Cansado ya la guerra de su gentil condescendencia con la pereza bélica de Europa, de nuevo reclama su fuero, y así en 1914, por casi todas las naciones, entumecidas por el reposo, asoma su faz lívida la cabalgata macabra.
De la noche a la mañana, cuando Europa dormía en la tranquilidad, el furioso trallazo conmueve temblorosamente su rítmico pulso, y hombres y pueblos ven con sorpresa y emoción cómo el remanso de la paz se desborda en tromba que devasta aquello mismo que antes vivificara con el suave correr de sus aguas.
Cegada un tanto por el fulgor siniestro de la guerra, hecha su vista ya sólo a la difusa y tenue transparencia del correr sencillo y sin obstáculos, Europa entra con vacilación en el terrible campo que va de 1914 a 1918.