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La guerra secreta de Himmler

 

Martin Allen

La guerra secreta de Himmler - Martin Allen

448 páginas
23,5 x 15,5 cm.
Tempus Editorial
2008

Encuadernación en tapa dura, cosido
sobrecubierta color con relieve
Ilustrado, 16 páginas papel ilustracion
 Precio para Argentina: 130 pesos
 Precio internacional: 24 euros

En esta obra, el autor desvela las claves de uno de los últimos enigmas pendientes de la Segunda Guerra Mundial: las negociaciones ocultas entre el jefe de las SS, Heinrich Himmler, y los Aliados.
A través de este relato salpicado de planes secretos, confidencias, secuestros y asesinatos, el lector conocerá los intentos del Reichsführer Himmler para obtener la paz a cambio de quedarse al frente de Alemania, mientras los servicios secretos británicos trataban de manipularle con el fin de desestabilizar al Tercer Reich. A la vista de estas revelaciones, el suicidio de Himmler al final de la guerra aparece plagado de interrogantes.

La polémica más encendida acompañó a la aparición de este libro en Gran Bretaña, al ponerse en tela de juicio las fuentes consultadas por el autor, pero la sorprendente e inquietante realidad es que toda la documentación relativa a las relaciones entre Himmler y los servicios secretos británicos continúa aún hoy archivada como alto secreto.

 

 

 

ÍNDICE

Agradecimientos                      8
Prefacio                       15
Prólogo                       21
Capítulo 1. El ascenso de un político                31
Capítulo 2. Venlo, la primera tentativa de paz de Himmler                   87
Capítulo 3. El espionaje británico subvierte las ofertas de paz de Hitler                        135
Capítulo 4. Himmler, en manos del Comité Político de Guerra             195
Capítulo 5. El PWE tiende su trampa               243
Capítulo 6. Un complot para matar al Führer               285
Capítulo 7. Operación Amanecer                    339
Capítulo 8. Fin del juego                      377
Epílogo                        411
Apéndice                     417
Bibliografía                  425
Índice onomástico                    431

AGRADECIMIENTOS

Quisiera dar las gracias a todas aquellas personas que me ayudaron en la investigación y en las gestiones necesarias para la redacción de este libro. Algunos se tomaron el tiempo y la molestia de escribirme; otros me concedieron una entrevista; y otros, por último, me ayudaron en las traducciones, en las pesquisas adicionales o procurándome voluntariamente información por la que a mí no se me había ocurrido preguntar.
En primer lugar, quisiera rendir tributo a herr Gerd Ahlschwede, antiguo miembro de la 1.a División Panzer; Steve Alexander; Peter Sinclair Alien; herr Matthias Coenen; David Cohen; Carlos Alberto Damas; Thomas Dunskus; Alfred Grupp, del Ministerio de Asuntos Exteriores alemán; Charles Higham; Oliver Hoare; Masahiro Kawai, del IDS (Tokio); John M. Kelso, del FBI; Colín R. Macmillan; A. Nikonov, del Archivo Estatal ruso; Olaf Ollsen; Franz-Dieter Paulsen; Penny Prior, del Foreign Office; Amy Schmidt, del Archivo Nacional de Washington; T. Sekiguchi; frau A. Stocker, del Bundesarchiv; Lucy Takezoa, de la Biblioteca de la Dieta Nacional (Tokio); Steven Walton, del Imperial War Museum; Hitomi Watanabe, subsecretario de la Embajada japonesa (División Política); Linda Wheeler; herr Viktor Wolf, de la División Interna del Ministerio de Asuntos Exteriores alemán; y frau Zandeck, del Bunde-sarchiv.
Quisiera asimismo expresar mi agradecimiento a aquellas personas que, por su parentesco familiar o por su conocimiento excepcional de las principales personalidades y acontecimientos de entre 1942 y 1945, me han brindado su ayuda y colaboración durante estos años: Traudl Junge, secretaria de Adolf Hitler; Reinhard Spitzy, secretario particular de Joachim von Ribbentrop; herr Emil Klein, antiguo Obergebietsführer y dirigente del Partido Nazi; herr Hans Gunther Stark, Rittmeister (Caballería Montada) del Afrika Korps; y herr Karl Neuer, antiguo miembro del personal privado de Himmler perteneciente a las SS.
Estoy especialmente en deuda con las siguientes instituciones y organismos gubernamentales por responder a mis cartas, o por dedicarme un tiempo y una colaboración que me fueron de gran ayuda en la investigación: Archivo Histórico de Lisboa; Auswärtiges Amt (Ministerio de Asuntos Exteriores alemán); Bundesarchiv-Militárarchiv, Freiburg; Companies House, Cardiff; Federal Bureau of Investigation; Embajada alemana en Londres; Hoover Institution; Imperial War Museum; Embajada Japonesa en Londres; Archivos del KGB, Moscú; Archivo Nacional de Kew, Londres; Archivo Nacional y Administración Documental de Estados Unidos de América; Biblioteca de la Dieta Nacional (Tokio); Instituto Nacional para Estudios de la Defensa (Tokio); The Royal British Legion; Universidad de Kiel; Departamento de Justicia de Estados Unidos, y Zweites Deutsches Fernsehen.
Me gustaría asimismo rendir tributo a aquellos colegas y traductores que me han ayudado en la tarea de crear este libro: al doctor Olaf Rose, por su ayuda como traductor personal en mis giras lectivas y mis conferencias por Alemania, así como por su generosa e infatigable colaboración en el transcurso de mis pesquisas y en la realización de las entrevistas; a Gert Südholt, de Druffel Verlag, quien me fue de gran ayuda en la búsqueda de testimonios de testigos presenciales de la historia alemana; a F. P. Creagh, por su amistad y apoyo en cuestiones relativas a la seguridad de este libro; a Pierre Vial, por su ayuda como traductor al francés, y a herr Alfred Gottlieb, por sus conocimientos especializados sobre la Luftwaffe. Quisiera hacer mención especial de la señora Sabine Wickes, por su ayuda y esfuerzo al traducir el sinfín de documentos necesarios para desenmarañar el misterio que rodea las tentativas de Himmler de negociar la paz con el Gobierno británico entre 1943 y 1945. Me gustaría asimismo dar las gracias a mi buen amigo David Prysor-Jones por las muchas horas que pasamos charlando de madrugada, acompañados por una botella de buen vino, mientras sopesábamos las complejidades de la política exterior alemana y británica durante los años treinta y la época de la guerra.
Por último, quisiera rendir un homenaje muy especial a mi esposa, Jean: como mi administradora y compañera de investigación, tuvo una influencia fundamental en la escritura de este libro, y estoy en deuda con ella por su apoyo inquebrantable a lo largo de los muchos momentos difíciles y de las tribulaciones que mediaron entre el principio y el final de este proyecto.

PREFACIO

Era un día de frío intenso en el centro de Munich y yo acababa de sentarme a comer en el restaurante del primer piso del antiguo y venerable hotel Künstlerhaus cuando, al mirar por el ventanal cercano a mi mesa, me descubrí contemplando un tranvía que, entre zumbidos y traqueteos, cruzaba Lenbachplatz y se adentraba en Maxburg Strasse, perdiéndose de vista.
Había ido a Munich para la presentación de mi último libro publicado en Alemania, titulado Churchills Freidensfalle (La paz trampa de Churchill) y editado en Gran Bretaña con el título The Hitler/Hess Deception* El libro relataba cómo, entre el otoño de 1940 y la primavera de 1941, el espionaje británico llevó a cabo una exitosa campaña, cuyo nombre en clave era Messrs HHHH, con el fin de ocultar a Hitler la intención decidida del Gobierno británico de proseguir la guerra contra Alemania, mediante la argucia de entablar falsas negociaciones de paz de alto secreto. Dicha campaña tenía como objetivo primordial persuadir a Hitler de que no atacara Oriente Medio durante la temporada bélica de 1941 e inducirle a creer que ciertos políticos británicos estaban dispuestos a forzar un compromiso de paz con Alemania, dejándole las manos libres para atacar la Unión Soviética. La operación Messrs HHHH logró sus objetivos: Hitler atacó Rusia con resultados desastrosos para la Alemania nazi, y el resto, como suele decirse, es historia. La presentación del libro, celebrada en la sala Seidl del hotel Künstlerhaus, fue un gran éxito y se prolongó durante casi toda la mañana. Fue, no obstante, muy fatigosa, y me alegré cuando llegó el momento de sentarse a almorzar en compañía de algunas personas invitadas por mi editor, el señor Südholt.
Fue entonces cuando pude observar a mis compañeros de mesa, a quienes encontré en extremo interesantes. A mi derecha se sentaba un hombre elegante de ochenta y tantos años, de bellas facciones aguileñas y porte imponente. Era Hans Gunther Stark, antiguo Rittmeister de la caballería montada del Afrika Korps y poseedor de la Cruz de Caballero. Stark había vivido una guerra muy ajetreada; había participado en las campañas de Polonia, Francia, el norte de África y, finalmente, Rusia, y, por ser el oficial de mayor graduación que quedaba vivo, presidía ahora la asociación de veteranos del Afrika Korps. Yo había pasado también algún tiempo en el norte de África y era un apasionado del desierto, de modo que congeniamos enseguida y hablamos largo y tendido acerca de su carrera militar y de la belleza del desierto mientras dábamos cuenta del primer plato y esperábamos a que nos sirvieran el segundo.
Fue, no obstante, el hombre que se sentaba frente a mí quien, poco apoco, atrajo mi atención y a quien acabé encontrando el más interesante de cuantos me rodeaban. Era un hombre extremadamente anciano, de nombre Emil Klein, a quien uno trataba naturalmente con sumo respeto en razón de su edad, noventa y nueve años. Se hallaba aún, me alegra decirlo, en pleno dominio de sus facultades y había llegado al restaurante elegantemente vestido con un bonito abrigo que colocó con todo cuidado en una silla cercana antes de sentarse a comer.
Emil Klein era un hombre con un pasado accidentado y cuya carrera había tenido un sesgo más político que la de herr Stark. Mientras que éste pertenecía a un largo linaje de oficiales del ejército que se remontaba a las guerras napoleónicas, la carrera de Klein dio comienzo cuando, a principios de la década de 1920, ingresó en el Partido Nazi, que por entonces empezaba a descollar. Klein poseía, en efecto, la rara distinción de ser el último superviviente de quienes participaron en el Putsch de Munich de 1923, y se encontraba en la Odeonplatz cuando las tropas regulares de la Reichwehr*2 abrieron fuego contra Hitler y sus seguidores. Hallándose presente en los albores del nazismo, Klein había conocido, naturalmente, a todos los líderes del partido y había mantenido con ellos una relación estrecha y cordial. De Hitler a Göring, pasando por Von Schirach y Himmler, Klein los había conocido a todos. Tenía ante mí a un hombre que había sido testigo presencial de algunos de los más importantes acontecimientos del siglo XX. Durante la década de 1930, Klein ascendió hasta convertirse en Obergebietsführer de las Juventudes Hitlerianas dirigidas por Von Schirach, y llegó a desempeñar el cargo de ministro de Cultura e Interior de Baviera. Durante la guerra sirvió con honores como oficial del ejército e intervino en diversas campañas, desde Yugoslavia hasta Rusia. Era, sin embargo, su conocimiento de los años fundacionales del partido lo que más curiosidad despertaba en mí, junto con sus recuerdos del hombre que lideró el nazismo.
Cuando estaba a punto de acabar mi último libro, The Hitler/Hess Deception (El enigma Hess), yo había empezado a recopilar pruebas de que se había producido un tardío y sorprendente contacto anglo-alemán. En dicho contacto, comunicado al gobierno de su país por Víctor Mallet, embajador británico en Estocolmo, el interlocutor fue Heinrich Himmler.
Comprendí que allí, encarnada en la persona de Emil Klein, se me presentaba la ocasión de formular ciertas preguntas acerca del joven Himmler (el Himmler de los años veinte y treinta) que podían ofrecerme algunas claves sobre su personalidad. Comencé por preguntar a Klein cuál había sido su impresión del personaje. El sopesó la pregunta unos instantes antes de responder.
—Bueno —empezó—, debe usted recordar que conocí a Himmler en los comienzos, antes de su ascenso meteórico al convertirse en jefe de las SS. Después de eso, se movía en círculos completamente distintos y se volvió casi inaccesible.
Asentí con la cabeza y Klein continuó:
—Supongo que el Himmler que conocí en aquellos primeros años era un hombre muy concienzudo que trabajaba con ahínco para el partido en cualquier puesto que pudiera alcanzar. No tenía la más mínima mentalidad militar, más bien se veía a sí mismo como un político en ciernes.
Se detuvo un momento para pinchar con el tenedor un pedazo de Kartoffelbrei, que masticó mientras meditaba cómo proseguir.
—Le conocí mejor durante los años en que fue delegado jefe regional de propaganda en la Alta Baviera —continuó—. En ese puesto se mostró sumamente aplicado y tenía un aire casi bohemio que chocaba completamente con el hombre en quien se convertiría después.
Hora y media más tarde, cuando salí del hotel Künstlerhaus, el encuentro que acababa de tener con Emil Klein, aquel hombre fascinante, ocupaba todavía mi mente. Acababa de conocer a un hombre que había vivido el régimen nazi desde sus comienzos hasta sus últimos días de poder en 1945, y que tenía muchas cosas que contarme.
Un viento áspero y helado que bajaba de los Alpes me aguijoneaba las manos y la cara, e instintivamente me ceñí el abrigo. Una ráfaga de nieve se arremolinó de pronto alrededor de los transeúntes que caminaban por Lenbachplatz, anunciando un invierno indeciso. Estuve un rato viendo el ir y venir de la gente, aunque con el pensamiento me había remontado sesenta años atrás y me hallaba contemplando los vericuetos de la personalidad de Himmler. Himmler había sido uno de los líderes de la Alemania nazi (jefe de la Gestapo, de las SS y del Servicio de Inteligencia conocido como SD) y, pese a todo, algunos de los documentos que yo había tenido ocasión de consultar recientemente sugerían que en 1943 había entablado contactos con el Comité Político de Guerra británico. ¿Qué se traía entre manos Himmler en esas fechas? ¿Y qué ganaba Inglaterra contactando con el líder de las SS, con el hombre a quien el Gobierno británico consideraba responsable, más que a ningún otro, del Holocausto y de la muerte de millones de personas? Allí había un misterio que era preciso resolver.
Crucé la acera en medio del torbellino que formaba la nieve y paré un taxi para regresar a mi hotel y recoger mi equipaje; desde allí iría al aeropuerto, donde podía tomar el último vuelo de la tarde con destino a Londres. Me disponía a embarcarme en un viaje plagado de dificultades. Había escrito ya varios libros sobre políticos nazis de finales de los años treinta y acerca de las tentativas de Hitler por asegurar la paz en los prolegómenos de la guerra. Ahora, sin embargo, partía hacia territorio inexplorado. Disponía de numerosos contactos entre la maquinaria política nazi, desde las hijas de Fritz Todt hasta la secretaria de Hitler, Traudl Junge, pasando por ciertos consejeros del Ministerio de Exteriores alemán o por el secretario privado de Ribbentrop, Reinhardt Spitzy. Ahora conocía incluso a alguien que había tratado a Himmler en los primeros tiempos; tenía, sin embargo, escasos contactos con las SS, y ninguno, ciertamente, con alguien que supiera qué se traía Himmler entre manos en 1943. La única pista que poseía era un documento del Comité Político de Guerra en el cual se detallaba una propuesta de paz que Himmler había comunicado a través de Víctor Mallet, el embajador británico en Estocolmo.
Aquella fría tarde de diciembre en Munich, cuando subí al taxi, ignoraba que me estaba embarcando en un viaje en que habría de invertir muchos meses y que me haría recorrer miles de kilómetros, llevándome desde los archivos nacionales de Estados Unidos y Gran Bretaña hasta una casa en Innsbruck, a un chalet de montaña en las cercanías de Telfs, a un lujoso apartamento en Estocolmo y, finalmente, a una espaciosa villa a las afueras de Munich. Al final de mi periplo, tendría en mi poder todas las piezas de un complicado rompecabezas que mostraba una de las historias más asombrosas de la Segunda Guerra Mundial.

MARTIN ALLEN

 

* Publicado en España con el título El enigma Hess. (N. del E.)
*2 La Reichswehr fue la organización militar de Alemania desde 1919 hasta 1935, año en que el gobierno nazi la rebautizó como Wehrmacht. (N. del E.)

PRÓLOGO

El invierno de 1951-1952 sería recordado en el norte de Italia como uno de los más duros de los últimos veinte años. El frío se abatió sobre el campo a principios de diciembre. Cayó primero, incansable, la nieve, que quedó amontonada en enormes ventisqueros; comenzaron luego a aparecer retazos de cielo azul y el aire se volvió aún más frío. Al llegar las primeras semanas de 1952, el tiempo no había mejorado y los días soleados y luminosos daban paso a noches desabridas que descendían sobre la tierra como un guantelete helado. Luego, a mediados de febrero, el tiempo cambió brevemente y durante toda una semana cayó una lluvia gélida y torrencial, antes de que el frío se impusiera de nuevo y la lluvia empezara a tornarse en aguanieve.
Esta historia comienza en una helada tarde de domingo de finales de febrero, cuando un periodista francés que se dirigía en coche a Milán sufrió una avería en una carretera rural desierta, entre Verbania y Pallanza. Atascado en mitad de la nada, el periodista, André Brissaud, estuvo un rato en la carretera (el sombrero bien ceñido a la cabeza para protegerse de la ventisca que arreciaba), con la esperanza de que algún coche que pasara por allí le llevara a la población más cercana. No tuvo suerte, sin embargo: era tarde y estaba oscuro, y siendo tan inhóspita la noche no había tráfico en la carretera.
Igual que en la mejor tradición de las películas de terror, en las cuales el viajero extraviado repara de pronto en una casa distante y solitaria y cree encontrar la salvación, así reparó Brissaud en una luz que brillaba tenuemente en la falda de una colina próxima, a cosa de medio kilómetro de allí. Confiando en encontrar ayuda, se puso en camino y pronto se halló ante una casa recia y recoleta, medio oculta en la ladera del cerro por árboles cubiertos de escarcha.
Brissaud recordaría más adelante: «Subí por el sendero del medio y llamé al timbre. Un sirviente italiano, ya mayor, abrió la puerta, [y] le expliqué mi situación».1 El criado permitió a Brissaud usar el teléfono, pero el francés seguía sin tener suerte: el garaje del pueblo no podría atenderle hasta el día siguiente. Mientras hablaba por teléfono, el criado desapareció, pero al rato regresó e informó a Brissaud de que el dueño de la casa le ofrecía su hospitalidad para pasar la noche.
Condujo entonces a Brissaud al salón de la villa, en cuyo hogar ardía un gran fuego. Allí sentados se encontraban dos hombres que hablaban quedamente en italiano. Brissaud fue presentado a su anfitrión, un milanés de mediana edad y buena planta, y a su acompañante que, levantándose, se presentó simplemente como «un amigo suizo». Al observar a aquel hombre, Brissaud le encontró sumamente curioso: «No muy alto, ancho de espaldas. El traje, de tweed beige, aunque bien cortado, le quedaba grande. Tenía el pelo muy negro, ralo, aplastado por los lados, y una mirada penetrante». A Brissaud le chocó de inmediato su cara, porque era «de un amarillo oscuro, rayano en el marrón». Le llamó particularmente la atención su delgadez extrema, que, por encima de las mejillas hundidas, le tensaba la piel de los pómulos, prominentes. Unas grandes ojeras realzaban el brillo de sus ojos. «Saltaba a la vista que estaba enfermo, muy enfermo.»
Después de cenar, se acomodaron los tres en el salón y la conversación giró en torno a la situación de Europa tras la guerra, que había acabado apenas siete años antes. Al poco rato salió a relucir la cuestión de Alemania bajo el nacionalsocialismo, pero ante aquel asunto el suizo pareció replegarse sobre sí mismo y apenas habló. Era aquél, no obstante, un tema que interesaba enormemente a Brissaud y sobre el que pudo disertar largo y tendido. Luego, al hacer Brissaud un comentario fortuito acerca de las SS, el suizo se inclinó de pronto hacia delante con ímpetu y preguntó: «¿Para qué servicio secreto trabaja usted?».
Brissaud se zafó de la pregunta riendo y explicó que sentía un gran interés por el nazismo y las SS y que su trabajo como periodista le había permitido profundizar en su afición. Así era como había aprendido lo que sabía sobre los nazis. Brissaud recordaría después que «el suizo, que escuchaba atentamente sin quitarme los ojos de encima, dijo entonces: "En ese caso, me sorprende que no me haya reconocido. Me llamo Walter Schellenberg. Fui jefe del SD, el Servicio Secreto alemán"».
La sorpresa de Brissaud fue total. ¡Schellenberg! El jefe del espionaje alemán, el protegido de Himmler. Pero ¿cómo habría podido reconocerlo? Había cambiado considerablemente desde 1945 y no se parecía ya a sus fotografías.
Schellenberg prosiguió explicando que a principios de mayo de 1945, durante los últimos días de la guerra, dejó a Himmler en el norte de Alemania para llevar a cabo una misión diplomática secreta en Estocolmo con el fin de negociar la rendición de las tropas alemanas emplazadas en Noruega. El 8 de mayo, sin embargo, Alemania capituló, y el día 10 los suelos pusieron a Schellenberg bajo arresto domiciliario. Fue en aquel momento, reveló Schellenberg, cuando comenzó a escribir sus memorias, que confiaba pudieran contribuir a su defensa si los Aliados tardaban en solicitar su extradición. A principios de junio fue extraditado desde Suecia a la zona británica de ocupación de Alemania, desde donde fue trasladado de inmediato a la London Cage, la prisión especial de los servicios secretos británicos, en Kensington. Allí fue interrogado exhaustivamente durante semanas por una comisión de expertos en cuestiones relacionadas con los servicios secretos. Después, hacia finales de 1945, fue devuelto a Alemania, donde testificó en los juicios de Nuremberg; posteriormente, en 1949, sería sentenciado a seis años de prisión. Pero cumplió solamente dos debido a su mala salud y fue puesto en libertad en 1951.
—Tengo cáncer —explicó a Brissaud sin emoción alguna.
Schellenberg tenía, en efecto, cáncer de hígado y le queda-tan escasas semanas de vida. Tras ser expulsado de Suiza (don-de se había instalado en un principio) por considerársele persona non grata, se había establecido con un viejo amigo de los años de la guerra. Pese a que el final de su vida estaba próximo, no se sinceró por entero con Brissaud, ya que no había perdido todos los contactos de su época como jefe del Servicio Secreto alemán. El caballero milanés con el que residía era un ex oficial de alto rango del Servicio de Inteligencia italiano; y quien sufragó su tren de vida en Suiza e Italia desde que salió de la prisión fue una amante de los años de la guerra (una antigua agente que había trabajado para él), Coco Chanel, la luz guía de la haute couture, expulsada de Francia por el gobierno galo tras la liberación de París debido a sus actividades pro-nazis durante la contienda. Al morir Schellenberg, Coco Chanel pagaría los gastos de su entierro.
Brissaud permaneció en la villa varios días, durante los cuales habló con Schellenberg de su pasado y se prestó a una extensa entrevista sobre su notable carrera militar. El alemán llegó al extremo de mostrarle una caja que contenía sus memorias, caja que le había sido devuelta recientemente en completo desorden por la editorial suiza de Albert Scherz.
Fue en este momento cuando comenzó el misterio.
Mientras se hallaba en prisión, en Alemania, Schellenberg había concluido la redacción de sus memorias, que, tras varios años de trabajo, sumaban unas setecientas páginas escritas a mano. Después de ciertas ignominiosas negociaciones, llegó a un acuerdo con uno de los guardias estadounidenses, que sacó las memorias de la prisión a escondidas y las envió al editor suizo. Albert Scherz aceptó publicarlas, para regocijo de Schellenberg, y llegaron a un acuerdo respecto a los términos del contrato. Sin embargo, a su salida de prisión en 1951, Schellenberg se encontró con que la oferta de publicación había sido retirada. Tuvo posteriormente grandes dificultades para que Scherz le devolviera el manuscrito, del que no había copia. Al final, y tras muchos obstáculos, logró recuperar su obra, pero el manuscrito le fue devuelto en completo desorden, y Schellenberg se inquietó profundamente al descubrir que había sido expurgado hasta que quedó reducido a unas escasas trescientas cincuenta páginas. Faltaban otras tantas páginas de una importancia fundamental. Schellenberg, cuya salud sufría ya un colapso catastrófico debido al mal funcionamiento del hígado, no pudo ordenar el manuscrito para averiguar exactamente que había sido eliminado, y murió poco después de la visita de Brissaud.
Tras su muerte, el misterio que rodeaba sus memorias iba a hacerse más hondo. Por lealtad a su difunto amigo, el milanés con quien había pasado sus últimos días encargó a un periodista alemán que reorganizara y editara el manuscrito, a pesar de las páginas desaparecidas. El original circuló posteriormente por las editoriales europeas hasta que atrajo la atención cíe Heinrich Fraenkel, un historiador afincado en Londres. Decidido a ver publicada la obra, Fraenkel se hizo cargo del proyecto y, muy poco tiempo después, le sorprendió recibir la visita de un destacado historiador británico que expresó su deseo de consultar el material. Fraenkel entregó el manuscrito a dicho historiador, que se llevó la obra para «estudiarla». Cuando le fue devuelto al cabo de un tiempo, Fraenkel descubrió con honor que ciertos pasajes del original habían sido expurgados y que algunos episodios cruciales del relato habían sido literalmente arrancados, lo cual eliminaba gran parte de su importancia como testimonio personal del jefe del Amt VI [Departamento VII  del servicio secreto alemán. La identidad de este destacado historiador británico nunca ha sido revelada, pero Heinrich Fraenkel confesaría posteriormente que, según sus noticias, dicho personaje tenía contactos con el servicio secreto británico.
Cuando en 1956 André Deutsch publicó finalmente una versión muy resumida del libro con el título The Lahyñnth: The Memoirs of Walter Schellenberg [El laberinto: las memorias de Walter Schellenberg], se había perdido tal cantidad de material clave que la obra inducía al lector a creer que Schellenberg había desempeñado un papel mínimo en la guerra. El libro retrataba al ex jefe del espionaje alemán como un hombre cuya única intención había sido ayudar a un Heinrich Himmler que, indeciso y preocupado, empezaba a pensar en ponerse a Salvo mientras Alemania se encaminaba inexorablemente hacia |a derrota. A pesar de que ciertos pasajes cruciales habían sido eliminados, el mismo historiador británico que había expurgado el manuscrito se convertiría en uno de los críticos más estridentes de las memorias de Schellenberg tras su publicación.
Pese a la escasez de información esencial que contenía el libro, no debe subestimarse la relevancia de Schellenberg como jefe del Amt VI de la RSHA (Reichssicherheitshauptamt, Oficina Central de Seguridad del Reich), el servicio secreto de inteligencia de las SS.
Su carrera militar había sido en extremo importante. Durante su internamiento en Gran Bretaña, en otoño de 1945, los hombres que le interrogaban redactaron el siguiente informe sobre él:
Para escribir la historia de Schellenberg se necesita mucha virulencia. Fue el acólito de Himmler, quien le hizo jefe del Amt VI. En tal puesto, era su deber el «himmlerizar» el servicio secreto alemán, si es posible acuñar tal término. Schellenberg aceptó la tarea, y es propio de su carácter que le desagradara la mano que le daba de comer. Al final, naturalmente, se portó como un traidor. Contactó con Bernadotte mientras los alemanes luchaban aún y adoptó el papel de amigo de los Aliados. En realidad, sólo quería salvar el pellejo. En libertad, sería un enemigo infame; en cautiverio, era un patán rastrero. En libertad, eliminaba despiadadamente a sus oponentes; en cautiverio, traicionaba a sus amigos con idéntica crueldad.2
Por preciso que fuera este juicio sobre él, suponía un menosprecio muy grave de las capacidades de Schellenberg por parte del espionaje británico, y el subestimar a la ligera su importancia como antiguo jefe del servicio de espionaje exterior alemán. Entre otras hazañas, Schellenberg había secuestrado a dos agentes secretos británicos en Holanda en 1939; había supervisado personalmente la operación que involucró a los duques de Windsor en Portugal en 1940; había, gracias a sus esfuerzos personales, desmantelado pieza por pieza el círculo de espionaje soviético de los hermanos Vietinghoff, provocando el caos en los servicios secretos rusos; y había arrestado personalmente al almirante Canaris tras el fracaso del atentado contra Hitler del 20 de julio de 1944. «El "benjamín" de los mandos de las SS, como lo llamaba Himmler, de quien era favorito, había sido una de las personalidades más eminentes del régimen nacionalsocialista.»3
Himmler, en efecto, apreciaba tanto a Schellenberg que en el invierno de 1944 le confió las negociaciones de paz que entabló en secreto con los británicos a través de un diplomático sueco, el conde Bernadotte. Estas negociaciones fueron dirigidas únicamente por Himmler y no involucraron a Hitler; es decir, que Schellenberg era fundamentalmente leal a su protector a quien se lo debía todo, incluso aunque ello significara actuar a espaldas del Führer y entablar negociaciones secretas con los Aliados. Fue esta última misión la que, siendo la más Interesante, comenzó a erosionar la relación entre los dos hombres. Himmler confiaba en Schellenberg y había entre ellos una relación simbiótica, Schellenberg dependía de la protección de Himmler, y éste, por su parte, confiaba implícitamente en su protegido para llevar a cabo de manera confidencial algunas misiones sumamente delicadas, cuyo objetivo era favorecer sus intereses personales antes que promover la caula del nacionalsocialismo o salvaguardar los intereses alemanes tras la contienda.
El presente libro indaga en las misiones de alto secreto llevadas a cabo por Walter Schellenberg por orden directa de Heinrich Himmler, sobre las cuales hay muchas cosas que desvelar. En 1943, mientras Hitler renunciaba a la idea de que pudiera darse una salida político-diplomática a la guerra y comprendía que la única solución era de índole militar, Himmler, el jefe de las SS, llegó a la rara conclusión de que Alemania no podía ganar la guerra militarmente y de que era precisa una solución política para poner fin al conflicto. Íntimamente convencido de ello, inició contactos encubiertos con los británicos a través de su leal jefe de espionaje exterior, Walter Schellenberg, como un primer paso para negociar con los Aliados el final de la contienda, o, si ello no era posible, sentar las bases de su futura carrera política en la Alemania de posguerra.
La sorprendente verdad es que Heinrich Himmler, miembro destacado del régimen nazi y jefe de las SS, se veía a sí mismo como un posible líder político de la Alemania posterior al conflicto, al estilo de Konrad Adenauer, quien más tarde se convertiría en el primer canciller de posguerra. Ahora, al mirar hacia atrás, comprendemos claramente que los Aliados, victoriosos en 1945, no tuvieron nunca la más mínima intención de garantizar a Heinrich Himmler un futuro político en la posguerra alemana. Pero, situándose en su perspectiva, hay que recordar que Himmler ni sabía cómo acabaría la guerra, ni podía prever que, tras ésta, los dignatarios del régimen nazi se enfrentarían a la justicia aliada en Nuremberg. Himmler sólo tenía como referente para establecer comparaciones la Primera Guerra Mundial, tras la cual las carreras de muchos políticos alemanes en activo durante la conflagración se prolongaron con la República de Weimar. De ahí que, ya en fecha tan temprana como 1943, ordenara a Schellenberg abrir una línea de comunicación secreta con el gobierno británico, a fin de asegurarse un futuro político en la posguerra. Y si de paso podía precipitar el final de la contienda de modo que pudiera comenzar su nueva carrera cuanto antes (como jefe de la poderosa facción política de las SS), tanto mejor.
Este libro desvela en su totalidad las negociaciones de alto secreto que mantuvo Himmler con el Gobierno británico, así como su íntima convicción de que podía convertirse en una poderosa fuerza política en la Alemania de finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta. Himmler era aún, a fin de cuentas, un hombre relativamente joven al acabar la guerra, tenía tan sólo cuarenta y cinco años, y, de haber llegado a un acuerdo con los Aliados, su carrera política muy bien podría haberse prolongado hasta bien entrada la década de los sesenta. No hubo nunca, sin embargo, la más remota posibilidad de que el Gobierno británico pactara con un hombre de su catadura. Los británicos sabían demasiadas cosas de él como para aceptar sus condiciones. Después de todo, el Gobierno británico ya había rechazado incontables proposiciones de paz de otras destacadas personalidades alemanas, desde los dirigentes del régimen nazi, tales como Hitler, Ribbentrop y Goebbels en los primeros años de la guerra,4 hasta los líderes de la resistencia como Carl Friedrich Goerdeler,5 alcalde de Leipzig y cabecilla civil del atentado contra Hitler perpetrado en julio de 1944. Todas estas propuestas, sin embargo, fueron rechazadas Inmediatamente. El Gobierno británico no estaba dispuesto a negociar la paz con ningún alemán, de la índole que fuera, ni nazi ni antinazi. No estaba, por tanto, dispuesto a negociar un acuerdo con un hombre como Himmler ni, desde luego, a permitir que disfrutara de una carrera política en la posguerra. Siendo así, la cuestión es, ¿qué negoció el Gobierno británico, o, para ser más precisos, el espionaje británico con Himmler no sólo en 1943, sino desde ese año hasta el derrumbe final de Alemania en 1945? Fueron más de dos años de negociaciones entre Himmler y Schellenberg y los británicos, y hubo muchas cosas que debatir, desde la posibilidad de que Himmler encabe-sara un golpe de estado para derrocar a Hitler (posibilidad a la que la inteligencia británica dio el nombre de «la Solución Himmler»), hasta tratos más delicados relativos a la adquisitivo por parte de Gran Bretaña de algunos de los más destacados logros científicos y técnicos de la maquinaria de guerra alemana.
Para descubrir la respuesta a esta pregunta, y para desvelar el porqué un hombre como Himmler creía poder llegar a un acuerdo secreto con los británicos, debemos empezar por examinar el carácter de Heinrich Himmler, pues sólo así conseguiremos atisbar cuáles eran las fuerzas que impulsaban a este peligroso príncipe del nazismo.
William Lubbeck fue reclutado por la Wehrmacht en agosto de 1939 con 19 años, y como miembro de la 58.° División de Infantería recibió su bautismo de fuego durante la campaña de Francia de 1940.
EL 22 de junio de 1941, su división entró en la Unión Soviética por el flanco izquierdo del Grupo de Ejércitos Norte en la Operación Barbarroja. Participó en el asedio a Leningrado, donde resistió las sucesivas embestidas soviéticas hasta que en 1944 se sumó a la retirada alemana. Alcanzó el grado de capitán y obtuvo la Cruz de Hierro de Primera Clase. El 8 de mayo de 1945, en el último esfuerzo por alcanzar el oeste y escapar de los soviéticos, logró ser evacuado a bordo de un destructor.
Tras su liberación de un campo de internamiento británico, se casó con La que había sido su prometida durante la contienda. Para escapar de Las penurias de la posguerra, acabó emigrando a Norteamérica junto a su esposa, y en 1961 ambos se convirtieron en ciudadanos de Los Estados Unidos.
Con La ayuda de David B. Hurt, Licenciado en ciencias políticas por la Universidad de Florida, William Lubbeck ha recurrido a notas y cartas de la época, y sobre todo a sus recuerdos personales, para relatar sus cuatro años de experiencia en el frente. A las puertas de Leningrado ofrece una perspectiva fascinante de la realidad cotidiana del combate en el Frente Oriental.

 

1. André Brissaud, Histoire du Service Secret Nazi (Plon, 1972), p. 15.
2. Camp 020, MI5 and the Nazi Spies (Public Records Office, 2000), p. 81.
3. André Brissaud, Histoire du Service Secret Nazi (Plon, 1972),
4. Doc. n.° FO 371/24408, Archivo Nacional, Kew, Londres.