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Apología de la Barbarie

José Luis Ontiveros

Raza y Destino - Adof hitler

 

145 páginas
 Ediciones Aztlán-Austral
 Tapa: rústica
 Precio para Argentina: 18 pesos
 Precio internacional: 6 euros

 

En una época en la que la clase intelectual es inimaginable divorciada del poder y, de ahí, incapaz de toda labor de zapa de la conciencia y discurso del desorden establecido, resulta cuando menos sorprendente el inequívoco detalle de quien se atreve con tres malditos contemporáneos de la catadura de Ernst Jünger —el novelista indigesto a los totalitarios de toda laya—, Yukio Mishima —el último e inaccesible samurai— y Ezra Pound —el cantor outsider, el molesto trovatore, el enemigo público número uno de la usura—. «El gesto crítico de Ontiveros —ha escrito Eduardo Milán— manifiesta el cerco al que está expuesto el individuo de una masa sospechosamente homologada». No extrañe, pues, que este tríptico esconda algo más que una desmesurada adhesión: esta barbaridad es, además, material metapolítico cifrado, disidencia —¡que no resentimiento!— en medio de una zivilisation cansada, insaciable, policial...

 

SOBRE EL AUTOR

JOSÉ LUIS.ONTIVEROS

Narrador, ensayista y poeta de la tierra de Aztlán, México. Habitual colaborador de importantes publicaciones de literatura y pensamiento hispanoamericano y europeo. Actualmente, es uno de los principales referentes del estudio de la metapolítica aplicada a la literatura. Profundo conocedor de las tradiciones sagradas y de la literatura a la que considera la verdadera "Patria del espíritu", "el reino imbatible de la imaginación". Cercano espiritualmente a Louis-Ferdinand Céline , Ernst Jünger, y Jorge Luis Borges ha publicado entre otros libros La treta de los signos (1986),' Aproximaciones a Yamato, los escritores mexicanos y Japón (1989), Cíbola (1990), la novela El Hotel de las Cuatro Estaciones (1995) El Húsar Negro (1999) Rubén Salazar Mallen y lo mexicano, reflexiones sobre el neocolonialismo (2002) y otros relatos y ensayos diversos. Su obra es amplia, orgánica y polémica. Apología de la Barbarie es el primer libro corregido y aumentado especialmente para Argentina.

ÍNDICE

Estudio Preliminar (por Juan Manuel Garayalde).......................................................... 7
Apología de la Barbarie............................................................................................. 18
I- Ernst Jünger: la revuelta del anarca.......................................................................... 23
II- Yukio Mishima: la vía de la espada........................................................................ 58
III- Ezra Pound: Los cantos y la usura........................................................................ 81
IV- Julepe de Menta y otros aperitivos, en homenaje a Ernesto Giménez Caballero, GeCe....................................................................................................................... 104

APOLOGÍA A LA BARBARIE


En recuerdo de Ernst Jünger, maestro y amigo.

Heidegger describe la época actual como la del tiempo de indigencia: «Es el tiempo de los dioses que han huido y del dios que vendrá», en esta circunstancia con un estilo y una tradición cultural diferente, aparecen tres escritores: Ernst Jünger, Yukio Mishima y Ezra Pound que por caminos distintos anuncian el cierre de un ciclo y de una forma cultural agotada: la de la cultura racionalista y la civilización de la ciudad.
A su manera y con una personalidad propia, opuesta al igualitarismo y al colectivismo, cada uno de ellos desarrolla una apología de la barbarie. ¿Cómo un junker, partidario de la tradición (Jünger), un héroe y un esteta (Mishima), y el enemigo de la usura, forjador de los cantos (Pound), se aproximan a la barbarie? ¿Cómo encarnan esa nueva barbarie? Los valores bárbaros de acuerdo a Nietzsche son aquellos que permanecen cargados de sentido y de vitalidad, separados de las abstracciones y de las justificaciones humanitarias, portadores de un para sí y de una acción incondicional. En parte corresponden a la descripción que Cioran hace del pensamiento reaccionario: «Esa idolatría de los comienzos, del paraíso ya realizado, esa obsesión por los orígenes es el signo distintivo del pensamiento reaccionario, o si se prefiere, tradicional».
Los tres escritores han tenido el atrevimiento de reaccionar contra su circunstancia, mas su afirmación no consiste en una respuesta reactiva, se propone remontar el tiempo en que surge, crear valores y rebasar los existentes. En este sentido Jünger, Mishima y Pound representan un claro desafío a la rebelión de las masas, a la lógica del poder burgués y al conocimiento materialista.
Por senderos distintos, en la experimentación existencia! y artística de vías de realización diferentes buscan por la voluntad de Poder, hallar la voluntad del Origen. El itinerario de la «pregunta por el Origen», significa el retorno a las fuentes, la marcha hacia lo primigenio, el encuentro con la raíz. Jünger concebirá la figura del trabajador, del guerrero y del anarca. Mishima revitalizará la tradición samurai. Pound tratará de poetizar la política. Por ahora no juzgo el sentido de esos fines ni la idoneidad de sus propósitos.
Apología de la barbarie o clausura de la actual civilización: «Yo simplemente quiero otra civilización» (Ezra Pound). Esa apología ha sido descrita por el español Isidro Juan Palacios como el opio de la ciudad, el estado de postración de la «masa de los durmientes», que en las torres ciclópeas de las grandes ciudades hacinan su existencia nómada y desarraigada, en la senectud de la civilización: «Es tarde para que prenda en la sociedad contemporánea la alarma, pues los habitantes de la urbe están —cercana ya la noche— demasiado despreocupados y con escasísima vigilancia, preparando la nueva fiesta de la ociosidad absoluta, de la fiesta sin entraña, de la servidumbre del placer indomado: la última etapa de la decadencia que precede al derrumbe... y a la instauración de lo nuevo».
Trataré de matizar brevemente esa revuelta contra el mundo moderno que representa las vidas y las obras de Jünger, Mishima y Pound. Jünger se propondrá superar el nihilismo como el «estado normal de la humanidad» a través del nihilismo activo. Su participación en las dos guerras mundiales, como su actividad en los «cuerpos francos» de la entreguerra, postularán por el «dominio y la forma» el abatimiento de la civilización producto del Siglo de las Luces y de la mentalidad cientificista del siglo XIX, esa aspiración se plasmará en el intento de «dotar de sentido» a la figura del trabajador. El trabajador comprendido como una manifestación articulada del soldado y del técnico, que según Heidegger proporcionaba «una forma» a Zaratustra. Sin embargo el trabajador como operario de una obra épica y colectiva no tiene sentido en una edad en que la guerra ha dejado de tener una relación orgánica con el hombre, y en que el mismo héroe es de acuerdo a Hegel un «simple funcionario del Espíritu Absoluto». El trabajador, deberá entonces ser reemplazado por el anarca. La apología de la barbarie se expresará en el dar la espalda a lo social, en habitar la soledad del bosque, en renunciar a la salvación de los otros. El anarca es por excelencia el nuevo bárbaro que no reconoce su misión a las órdenes, a las banderas, a los regimientos. El anarca muchas veces vive en la ciudad pero su existencia está separada de la masa. Su vida se revela como una poética de la destrucción y de los instantes privilegiados.
Mishima, por su parte, afirmará dos caminos: el de las letras y el de la acción. En la vía de la literatura se manifiesta el ser femenino, que sólo pasivamente puede actuar en el mundo. Ese contemplar la realidad sin penetrarla es advertido como «un hablar y decir», un simple juego de palabras, que remite a la idea de Hólderlin de la poesía como «la más inocente de todas las ocupaciones». Mishima exigirá al mundo de sueños de la literatura la facultad de la decisión. Su ser se rebelará contra lo inofensivo: querrá preparar su cuerpo para asumir el poder de la acción. El esteta Mishima, de un palacio rococó, extasiado en la imagen del martirio de San Sebastián tendrá que «hacer de su propia vida una obra de arte» (Yukio Mishima). Ese deseo lo encontrará paradójicamente en otra de las caracterizaciones de la poesía como «el más peligroso de los bienes». Mishima vencerá el tiempo de indigencia —en que los dioses se han retirado— con su propio sacrificio. Romperá el falso respeto de una paz permanente impuesta por los aliados y la civilización occidental a Japón al término de la segunda guerra mundial. La palabra de Mishima, dejará de ser una diversión inocua, una negación de la decisión, una apuesta desfalleciente a la perennidad. Mishima asumirá el credo de la Yomeigaku, de la doctrina de la acción: «Saber y no actuar es no conocer». Para vencer la «noche del mundo» se abismará, correrá el peligro de perder el ser, vivirá con su seppuku o sacrificio ritual el máximo riesgo de la palabra. Tendrá la audacia inaudita de realizar un acto de valor incondicional en un mundo en que impera la cobardía: el no confrontar el ser, la raza de los hombres en fuga.
Pound vivirá en dos vertientes la apología de la barbarie. Se revelará contra el ambiente académico y la concepción de la poesía como un decir que no es responsable de la acción de la usura. Así criticará una y otra vez, la educación universitaria como una transmisión muerta de conocimiento. La función social del escritor consistirá en escribir bien, con la máxima precisión y con economía en los términos. Esa función social debe estar unida a la ética: de ahí que Confucio recomendara a sus discípulos la lectura de las Odas para la perfección de su carácter. La poesía expresa un conocimiento exigente y una civilización tiene la poesía que se merece. Mas la poesía debe ser hablada y escrita en una realidad en que impera neschek, la usura corrosiva. La usura afecta no sólo la vida económica de los hombres sino la manera de pintar un cuadro, de comprender una lectura, de escribir un libro. Si el demonio de la política, según Max Weber, hace perder el alma, resulta necesario poetizar la política. Poetizar el limo para acuñar la forma. Forjar el canto para que cada quien cumpla su papel y reine la «armonía». Aun cuando ese poetizar ese responder por la belleza del ser se derrumbe ante el orden operístico del milenarismo fascista y valga ser internado en un manicomio.
Jünger, Mishima y Pound conforman la divina horda con que la nueva barbarie prepara su asalto. Sus armas son los cantos y el ser, su zona la del «nihilismo perfecto». Sus adversarios los amantes de la fealdad, de la uniformidad, de la nivelación.
Ahora bien, ¿esa barbarie a dónde conduce?, ¿por qué es necesario en la postmodernidad referirse a ella? Si pueden objetarse cada uno de los senderos escogidos por estos escritores, su decisión de revertir la circunstancia, de no permanecer esclavos de los criterios de su época indica un problema más profundo que la «inadaptación», la «egolatría del artista», el «individualismo pequeño-burgués», o cualquiera otras de las figuras con que el hombre moderno, alejado de la metafísica, procede a digerir la disidencia de los artistas, que hoy deben cumplir la misión del vagabundo, del filibustero, del aventurero en una sociedad secularizada, cuya estructura se finca en la negación del mito y de la aventura.
La postmodernidad no sólo quebranta la fe dogmática en el progreso y la evolución lineal que caracteriza el ser moderno, se pone asimismo de manifiesto el eclipse del intelectual orgánico, partidista y militante. Ni Jünger ni Mishima ni Pound entregaron su conciencia personal a un sistema único de ideas, a un monismo mesiánico o a una estructura burocrática. Jünger se mantuvo distante del nacional-socialismo alemán, y fue el primer novelista que lo criticó en lo que representaba de revolución plebeya y promiscua en su texto Sobre los acantilados de mármol. Mishima se opuso a la derecha liberal japonesa defensora de la «paz perpetua» y del «crecimiento capitalista». Pound fue considerado siempre un extravagante por los burócratas fascistas y nunca aceptó ser una voz partidaria.
La postmodernidad que Octavio Paz ha estudiado en lo que significa de «desengaño» sobre las certidumbres de la modernidad, tiene quizá una virtualidad inexplorada: la del surgimiento de un intelectual distinto al del «arte por el arte», y diferente, también, del intelectual misionero y proselitista. Ese intelectual que no cree en el Estado, que permanece al mismo tiempo independiente de la sociedad civil, es por principio un bárbaro, un ser desmesurado, cuyo tipo aún no ha sido definido, ya que subvierte la normalidad racional y la función del intérprete de lo social.
La desmesura del intelectual que parece emerger en la pleamar de la modernidad, no tiene relación directa con el ideal romántico, o con la fiebre dionisíaca. Esa desmesura es contradictoriamente serena. Obedece a un rebasamiento de los puntos de referencia modernos: democracia, ciencia, felicidad. El frágil equilibrio con que la sociedad ha tratado de marcar los cauces de la inteligencia se encuentra en crisis. El intelectual no puede teorizar más sobre las utopías, éstas se han transformado en catástrofes o en cementerios. Le está negada de antemano la posibilidad de la reforma altruista, y la razón del Estado ha petrificado a las revoluciones. El intelectual —desconcertado— no sólo observa la invasión de las masas sino la masificación del poder: el intelectual es absorbido y devorado por el poder de la sociedad moderna, se transforma en un objeto de la razón calculador.
La apología de la barbarie se refiere a ese agotamiento, y al tipo de un nuevo intelectual cuyo rango esencial es probable que sea su misma atipicidad. Jünger, Mishima y Pound andan sobre esa línea, en que el pasado reciente se desmorona y no aparece aún la claridad del día. Su barbarie ha soportado la historia aunque los políticos crean que ellos la han dirigido, representan la palabra que recobra la facultad de decidir en el tiempo de indigencia, tiempo de postmodernidad en que debemos resolver «si nos prometemos a los dioses o nos negamos a ellos».