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Defensa de la hispanidad

 

Ramiro de Maeztu

Defensa de la hispanidad - Ramiro de Maeztu

248 páginas
medidas: 14,5 x 20 cm.
Ediciones Sieghels
2015
, Argentina
tapa: blanda, color, plastificado,
 Precio para Argentina: 270 pesos
 Precio internacional: 17 euros

"Defensa de la Hispanidad" es una de las obras más influyentes del pensamiento historiográfico hispanoamericano. Publicada en forma de artículos entre 1931 y 1934 en la revista Acción Española, órgano de un grupo de intelectuales monárquicos y conservadores en los agitados años de la segunda República, busca exaltar aquellos valores que guiaron tanto a monarcas como súbditos en la España de los siglos XVI y XVII, la gran valoración de la fe y las obras, la íntima relación que se dio entre el poder temporal y espiritual, que los llrvó a realizar una obra jamás lograda en la historia de la humanidad. La España del siglo XVI intenta encarnar los más altos ideales que un hombre. Según Maeztu, el trilema que mejor define la cosmovisión genuinamente hispánica sería el de "Servicio, Jerarquía y Humanidad".
Maeztu, considerado a principios del siglo xx uno de los ensayistas y pensadores más prestigiosos de Europa, se propone recordar el papel jugado por España en la Historia universal y no solo condensa lo mejor de su propio ideario, sino que recoge lo más granado del pensamiento tradicional español
Aunque fuera asesinado en 1936, junto con Ramiro Ledesma Ramos, por milicianos del Frente Popular. Su alegato a favor de la hispanidad quedará quizá como su obra más perdurable por su exhaustividad, relevancia y vigencia.

 

ÍNDICE

 

Evocación, por Eugenio Vegas Latapie 9
Preludio 17
La Hispanidad y su Dispersión
La Separación de América 25
La Unidad de la Hispanidad 25
Las ideas del siglo XVIII 28
De la Monarquía Católica a la territorial y la guerra civil en América 32
La guerra civil en América 34
La defensa necesaria 36
Las Luchas de Hispanoamérica 38
Pasado y porvenir 40
El valor de la hispanidad
El sentido del hombre en los pueblos hispánicos 45
Estoicismo y Trascendentalismo 45
El humanismo español 47
El humanismo moderno 50
El Humanismo del Orgullo 52
El humanismo materialista 54
Nuestro humanismo en las constumbres 56
Nuestro humanismo en la historia 59
Resumen Final del asunto 61
Contraste de nuestro ideal (libertad, igualdad, fraternidad) 65
El eje diamantino 65
La capacidad de conversión 69
El “principio del crecimiento” 72
La igualdad humana 74
Fraternidad y hermandad 76
La fe y la esperanza 80
La España misionera 83
Una obra incomparable 83
La acción de los Reyes 85
El Concilio de Trento 87
Todo un pueblo en misión 89
Las misiones guaraníes 91
Filipinas y el Oriente 93
El fin de las misiones 95
La vuelta de las misiones 97
Los españoles de América 101
El éxito de los aldeanos 101
El sistema comanditario 103
La actual crisis 106
La hispanidad en crisis 109
Las dos Américas 109
El desorientado siglo XIX 112
La extranjerización 115
El naturalismo 119
Rubén Darío y los talentos 123
Entre los yanquis y el soviet 127
Los dioses se van 130
La vuelta del pasado 135
La historia de España en el extranjero 138
La “política indiana” 143
Contra moros y judíos 147
La conquista del Estado 152
Resumen 156
El Ser de la hispanidad 159
El dilema de ser o valer 159
La Patria es espíritu 164
El deber del patriotismo 171
La tradición como escuela 177
La busca del no ser 184
Cuerpo, alma y espíritu 191
Los Caballeros de la hispanidad
Servicio, jerarquía y hermandad 201
Las piedras labradas 201
La falta de ideal 203
Se ama lo que se estima 205
Vuelta a nuestra fe 206
La misión interrumpida 208
Un lema de caballeros 210
Apología de la Hispanidad, por Isidro Gomá Tomás 213
I. América es la obra clásica de España 217
II. La obra de España, obra de catolicismo 223
III. Reparos que a España pueden hacerse en sus campañas por la hispanidad 225
IV. Formas más eficaces de hacer raza y trabajar por la hispanidad 232
V. Catolicismo e hispanidad 240

Evocación (por Eugenio Vegas Latapie)

“¡Vosotros no sabéis por qué me matáis! ¡Yo si sé por qué muero: por que vuestros hijos sean mejores que vosotros!”, se cuenta dijo Maeztu momentos antes de ser fusilado, dirigiéndose a quienes se disponían a matarle. Ramiro de Maeztu no murió increpando a sus asesinos ni lamentándose de su mala suerte, sino ofrendando su sangre para que fecundara la tierra española y para obtener del Señor que bendijera y llevase al recto camino a los hijos de sus verdugos.
Preso arbitrariamente al iniciarse el Alzamiento Nacional en julio de 1936, Maeztu fue sacado de la cárcel de las Ventas en la madrugada del 29 de octubre, y, en el momento de salir, se postró a los pies de un sacerdote, también cautivo, y le dijo: “Padre, absuélvame”, recibiendo viril y piadosamente esa absolución que recuerda la de los antiguos cruzados antes de entrar en combate o, más propiamente, la de los mártires antes de salir a la arena del circo a ser destrozados por las fieras.
“Amad a vuestros enemigos. Haced bien a los que os aborrecen y maldicen”, decretó, con caracteres de orden imprescriptible y eterna, quien ofrendó su vida por la salvación de todos los hombres, sin exceptuar a los que le daban muerte inhumana. Y Maeztu, empapado de espíritu cristiano, supo ser discípulo del Maestro divino y morir sin rencores y sin odios, bendiciendo a los hijos de sus matadores.
Maeztu murió amando y no odiando. Su muerte es la más bella página que jamás escribió en su vida. Con contarse éstas por millares, es aquella cuya meditación mayor bien puede hacernos.
Un misionero de nuestros días refiere que en sus trabajos de evangelización en el Japón, tuvo como catecúmeno a un militar de elevada categoría, que deseaba hacerse cristiano. Paulatinamente iba explicando el misionero a su discípulo las bases fundamentales de nuestra Fe; pero, al llegar a la explicación del “Padre nuestro”, el militar japonés le dijo que desistía de hacerse católico, pues había algo que en modo alguno podía admitir, y ese abismo infranqueable lo constituían las palabras “así como nosotros perdonamos a nuestros deudores”. El misionero insistió, le explicó la belleza y primacía de la virtud del Amor, pero el japonés, triste y abatido, tras varios días de luchas íntimas, le comunicó que le era imposible perdonar a determinados enemigos y se despidió del misionero, con despedida que él creía definitiva. Pero el germen vivificador había caído en un alma noble, y años más tarde, el militar japonés buscó de nuevo al misionero y le pidió le bautizara, pues ya podía perdonar. En su elemental teología el pagano había puesto el dedo en la llaga: por encima de la Fe, por encima de la Esperanza, se encuentra la virtud del Amor. Verdad ésta que hace decir a San Pablo que si no tenemos Caridad, de nada nos sirve tener una fe que mueva las montañas, ni entregar todos nuestros bienes a los pobres, ni nuestro cuerpo al fuego.
Se puede afirmar que Maeztu, en sus últimos años, vivió con la obsesión de que moriría mártir de su Religión y de su Patria, y en frecuente oración para cumplir noblemente su destino. Cuántas veces no le oímos, los habituales de la tertulia de “Acción Española” exclamar, triste y esperanzado a la vez: “Yo noto que soy cobarde y por eso pido a Dios me conceda morir, al menos con dignidad”. En repetidas ocasiones se avergonzó de no haber muerto a los pies de un sagrario o en el atrio de un templo el día 11 de mayo de 1931, cuando un reducido número de extraviados, con la complicidad pasiva del Gobierno provisional de la República y la tolerancia cobarde de los católicos, incendió decenas de iglesias y conventos en Madrid.
En enero de 1934, en uno de aquellos banquetes de “Acción Española” en los que se comía durante una hora y se hablaba o se oía hablar durante tres o cuatro, don Ramiro, con aquella oratoria tan suya de iluminado, después de explicar sus esfuerzos prodigados en vano durante la Dictadura para convencer a los gobernantes de que la revolución se venía encima y que se apercibieran a cerrarle el paso, dijo textualmente: “Esta fue mi lucha durante quince meses, hasta que un día la revolución se echó encima de nosotros. Mis compañeros prefirieron el destierro; yo, no; porque prefiero que me den cuatro tiros contra una pared, pero aquí he de morir. Mis espaldas no las han de ver nunca mis enemigos. Y entonces, un día oímos aquello de uno, dos, tres y las gentes en el Retiro y las multitudes soeces. Se nos ha dicho que ésta ha sido una revolución pacífica: pacífica porque no se ha vertido sangre. Pero si la sangre no vale lo que la hiel, lo que la Injuria soez, lo que el sarcasmo, lo que el griterío de la masa desmandada! ¿No os habéis encontrado con un tropel de doscientas, trescientos o cuatrocientas personas insultando a vuestro jefe hereditario, y no habéis sentido la impotencia de ser uno solo y no poder arremeter con las doscientas, trescientas, cuatrocientas personas, y no habéis experimentado el deseo de que todo aquello os arrollara, porque es preferible que los cerdos pasen por encima de uno, por encima de su cadáver, que no seguir tolerando tantas bajezas, tantas ruindades, tantas cosas soeces, tanta barbarie?”
Un día de marzo o de abril de 1936, otro glorioso mártir de la Nueva España, don Victor Pradera, al regresar a su hogar, después de presidir una conferencia de la Sociedad Cultural “Acción Española”, refiere a su esposa, que al encontrarse con Maeztu, éste le había dicho “Don Victor, ¿cuando nos asesinan a usted y a mi ?” Hoy dos mujeres, que en el silencio y el retiro lloran la muerte de estos precursores y maestros de la España Eterna, al encontrarse no podrán por menos de sentir un estremecimiento, al recordar el terrible vaticinio.
La insistencia con que Maeztu repetía que moriría asesinado, llegaba, a veces, a ser tomada en broma por los más asiduos de aquella tertulia de la redacción de “Acción Española”, de la que don Ramiro fue uno de los pilares fundamentales desde su fundación. Era tal su cariño a la tertulia que si algún rarísimo día había de faltar, se excusaba de antemano o telefoneaba. Su ingreso en las Academias de Ciencias Morales y de la Lengua, motivó que los martes y jueves, días en que celebraban sesión dichas Corporaciones, llegase a nuestra tertulia a última hora, vestido con chaqueta ribeteada y comentando los temas y noticias de que allí se habían hecho eco. Pradera era otro de los asiduos. Al evocar hoy el recuerdo de aquellas reuniones, de aquellas gentes y de aquellos sueños y temas que nos apasionaban, siento remordimientos por no haber sabido gozar, en su día, de tantos tesoros espirituales allí acumulados y de la compañía de aquellos hombres que con su vida ejemplar, han conseguido incorporar sus nombres a la Historia.
Aquel saloncito en que nos reuníamos, toma ante mi mente la categoría de hogar santo, nueva Covadonga de la España que amanece. Aquel salón viene a presentárseme como una catacumba del siglo XX, en que los futuros mártires se confortaban entre sí para afrontar, fieles a Dios y a España, el trance final; y también como tienda de campaña. en la que reunidos los jefes de la Cruzada en las vísperas de su iniciación, cambiaban consignas y forjaban planes y arengas.
“Contracorriente”, había nacido “Acción Española”, contracorriente crecían las adhesiones a sus principios, y con esta palabra agresiva y heroica de ir “Contracorriente”, tituló genéricamente Maeztu los artículos que, en colaboración regular publicaba en la prensa de provincias. Y al marchar contracorriente Maeztu, y tras de él el grupo de escritores e intelectuales que le consideraban como su maestro, no se les ocultaba en nada, lo terrible de la misión que cumplir y el riesgo probabilísimo de muerte a que se exponían. Fue en los primeros años de la siembra, dos meses antes del histórico 10 de agosto, cuando, en el memorable banquete de la Cuesta de la Perdices, pronunció don Ramiro las siguientes austeras palabras, ayer objeto de retóricos aplausos y que hoy podrían esculpirse en las rocas graníticas de ese Escorial por Maeztu aquel día evocado, con el gotear no interrumpido de lágrimas de madres españolas que lloran desde hace años la pérdida de sus hijos, muertos heroicamente, en el reír de su juventud, por haber seguido el camino de espinas que el Maestro les señalara: “Pero ahora -clamaba- yo digo a los jóvenes de veinte años: venid con nosotros porque aquí, a nuestro lado, está el campo del honor del sacrificio: nosotros somos la cuesta arriba, y en lo alto de la cuesta está el Calvario, y en lo más alto del Calvario, está la Cruz”. Y en efecto. tras cinco años de trabajar contracorriente, al coronar “la cuesta arriba” sin tiempo para otear la tierra de promisión por él descrita. La prisión primero y la muerte después. Consumaron la realización de sus enseñanzas y profecías y el traquido de balas asesinas fue el postrer bélico clamor de aprobación a una vida perfecta de apostolado y amor.
Hombre, de cualquier país que seas, que sientas correr por tus venas sangre española o que a España debas la integridad de tu fe religiosa! ¡Español de la Península, de América, de Filipinas o de cualquier otra región del mundo!: al adentrarte en la lectura de este libro, amor de los amores del autor, concede a cada frase y cada línea el valor y el sentir que a su verdad confiere la autoridad suprema de estar confirmado con sangre de mártir. Con emoción recuerdo la pasión y el amor que Maeztu puso en la obra que hoy se reimprime y que, capítulo a capítulo, fue escribiendo y corrigiendo a nuestra vista. La DEFENSA DE LA HISPANIDAD no es un mero producto de la erudición y del talento de su autor; es algo. muy superior a todo eso; es una obra de amor ardiente, apasionado, que consigue suplir y superar las frías abstracciones de la inteligencia. Yo he visto llorar a Maeztu leyendo la “Salutación del Optimista”, de su amigo Rubén. Nunca olvidaré aquellas lágrimas que comenzaron a brotar de los ojos de Maeztu al repetir las palabras proféticas:
“... la alta virtud resucita
que a la hispana progenie hizo dueña de siglos”
Lágrimas que habrían de trocarse en cataratas y sollozos, que le obligaron a suspender la lectura al llegar a la invectiva:
“¿Quién será el pusilánime que al vigor español niegue músculos y que al alma española juzgase áptera y ciega y tullida?”
El amor, la pasión, la decisión, el ímpetu, fueron las cualidades más destacadas en Maeztu. En su juventud amó y sostuvo algunos principios falsos, aunque nunca sufrió extravío en su amor entrañable a España. Si durante algún tiempo fue frío en alguna de sus condiciones, cuando recorrió su camino de Damasco, ese frío circunstancial se trocó en una pasión y un fuego inextinguibles. En sus amores e Ideales jamás fue de aquellos tibios, que el Señor, en frase del Apocalipsis, vomitará de su boca. Un día del bienio republicano-moderado se presentó Maeztu en la habitual tertulia de “Acción Española”, visiblemente excitado, refiriéndonos que, en el portal de su casa. se había encontrado con su antiguo amigo Pérez de Ayala, el durante largo tiempo embajador de la República en Londres, y al saludarle éste y decirle que a ver si se veían para recordar tiempos pasados, él le había contestado: “Mire usted, Pérez de Ayala, mientras usted crea que los que rezamos el Padrenuestro somos unos idiotas, yo no tengo nada que decirle”.
Quede para otros escritores la tarea ilustre de hacer una biografía de Maeztu desde su nacimiento en Vitoria, de madre inglesa, hasta su asesinato, en octubre de 1936, pasando por su ida a Cuba, como soldado; a impedir la pérdida del último florón de nuestra corona imperial, sus quince años de estancia en Inglaterra, Su matrimonio con inglesa, su regreso a la Patria para impedir el horror de que su hijo pronunciara el español con acento inglés; su embajada en Buenos Aires durante la Dictadura del general Primo de Rivera; su encarcelamiento en Madrid con ocasión del 10 de agosto, como presidente de “Acción Española”, y su detención y prisión en julio de 1936, con la referencia de las gestiones hechas inútilmente por las Embajadas inglesa y argentina para arrancarle de las garras asesinas. Maeztu, como Calvo Sotelo, como Pradera, eran demasiado buenas presas para que los enemigos de Dios y de España permitieran su canje.
¡Uno de los últimos recuerdos que conservo de Maeztu es la felicitación calurosa que me expresó con ocasión del prólogo que, en junio de 1936, puse a la novela, de ambiente mejicano, titulada Héctor, prólogo en que hacía un llamamiento y apología del sacrificio y del combate en defensa de los ideales supremos. “Juan Manuel lo ha leído —me dijo don Ramiro— y se ha entusiasmado”. Y este Juan Manuel, que por primera y única vez sale citado como autoridad de labios de Maeztu, era su propio hijo único, de dieciocho años. Y es que, en materias de honor, de virilidad y de dignidad nacional tenían, muy acertadamente, a los ojos de Maeztu, más autoridad los mozos que aún no contaban veinte años, que los miembros de las Academias por él frecuentadas.
Un domingo de finales de junio de 1936 fuimos el marqués de las Marismas, Jorge Vigón y yo, a acompañar al matrimonio Maeztu desde Madrid a la Granja, donde se proponían alquilar una casa en que pasar el verano. Apenas llegados al Real Sitio don Ramiro encomendó a su esposa la tarea de elegir casa y decidirse, mientras que él se iba con nosotros a dar un paseo por el magnífico parque. Fue el último día que paseé con éI y nunca podré olvidar la interpretación revolucionaria que daba a fuentes y estatuas, así como a la ornamentación de los jardines. “¡No está aquí el Escorial! —decía—; esto es el siglo XVIII francés. Versalles. Ninfos. Pastores. Fratos. Naturalismo. Pero aquí nada habla de Dios. Esta ornamentación revela la mentalidad que se refleja en Rousseau y concluye en las matanzas de la Convención y el Terror. Desde la Granja seguimos al secularizado monasterio cartujo de El Paular, y después regresamos a la capital. Indecisiones providenciales de última hora, hicieron que la familia Maeztu no tomase casa en la Granja y que el 19 de julio les sorprendiese en Madrid.
La última noticia que respecto a mí tengo de Maeztu consiste en una frase proferida en la casa en que se encontraba oculto durante los primeros días del Movimiento y en la que fue detenido, reprochándome el que yo no le hubiese avisado pues su sitio no era estar escondido, sino en una trinchera, defendiendo su Fe y su Patria, luchando por una España mejor. No temía las persecuciones ni la muerte, pero soñaba con tomar parte personal y directa en la Cruzada, ni lo suspiraba por puestos, mercedes o prebendas, sino por el honor máximo de estar con un fusil en la trinchera. Maeztu daba al valor físico y personal un elevadísimo puesto en la jerarquía de los valores. Su desprecio a los cobardes rayaba en lo superlativo. En el discurso del Banquete de enero de 1934 dirigiéndose a las mujeres allí presentes, les dijo: Despreciad al hombre que no sea valiente; despreciad al hombre que no esté dispuesto a arriesgar su Vida por la Santa Causa; despreciadlo, y ya veréis cómo los corderos se convierten en leones. Tengo la seguridad que, de haber estado don Ramiro en la zona nacional, no hubiera sido empresa fácil convencerle de que con sus sesenta años cumplidos no tenía puesto en el frente.
La visión de Maeztu, profeta y maestro de la Nueva España, no puede borrársenos a los que cultivemos su intimidad. No hay ceremonia, desfile, victoria o sesión conmemorativa a que asistimos o en la que tomemos parte, en que no echemos de menos su presencia.
Fue en Salamanca, un día de marzo de 1937, en que la primavera, anticipada, llenó de sol y aromas su Plaza Mayor maravillosa, cuando un poeta, compañero de luchas y de sueños de Maeztu, a la vista de aquella perfecta geometría de la representación de las fuerzas armadas que hicieron posible el milagro del Alzamiento Nacional, Ejército, Requetés, falangistas, Acción Popular, Renovación, tropas Moras; al oír con ecos resurrección y nostalgia los acordes de un himno proscrito desde hacia años; al contemplar la llegada del primer embajador extranjero que reconocía al nuevo Estado, nacido de la Cruzada, buscó con insistencia vana, entre la masa que colmaba balcones y plaza, a Ramiro de Maeztu. En aquella jornada de ilusión y de gloria, apenas oscurecida por algunos jirones de nubes en los cielos y una larvada estridencia en el suelo, José María Pemán sintió cantar su musa en versos sentidísimos, cuyo final transcribe como áureo remate de estas páginas de evocación:
“Ramiro de Maeztu, Señor y Capitán de la Cruzada: ¿Dónde estabas ayer, mi dulce amigo, que no pude encontrarte? ¿Dónde estabas?, ¡para haberte traído de la mano, a las doce del día, bajo el cielo de viento y nubes altas, a ver, para reposo de tu eterna inquietud, tu Verdad hecha ya Vida en la Plaza Mayor de Salamanca!”
Eugenio Vegas Latapie

PRELUDIO

Esta introducción fue publicada el 15 de diciembre de 1931 como artículo-programa de la revista Acción Española. Un jurado benévolo la escogió para el premio «Luca de Tena» de aquel año. Al recogerla con el asenso de la revista donde vieron la luz primera los más de los trabajos de este libro, la he llamado “Preludio”, porque esta palabra no significa meramente lo que da principio a una cosa, sino que sugiere también, por su uso musical, que se trata de un comienzo especialísimo, en el que se anuncian los temas que van a desarrollarse en el curso de la obra.
ESPAÑA es una encina media sofocada por la yedra. La yedra es tan frondosa, y se ve la encina tan arrugada y encogida, que a ratos parece que el ser de España está en la trepadora, y no en el árbol. Pero la yedra no se puede sostener sobre sí misma. Desde que España dejó de creer en su misión histórica, no ha dado al mundo de las ideas generales más pensamientos valederos que los que han tendido a hacerla recuperar su propio ser. Ni su Salmerón. ni su Pi y Margall, ni su Giner, ni su Pablo lglesias, han aportado a la filosofía del mundo un solo pensamiento nuevo que el mundo estime válido. La tradición española puede mostrar modestamente, pero como valores positivos y universales, un Balmes, un Donoso, un Menéndez Pelayo, un González Arintero. No hay un liberal español que haya enriquecido la literatura del liberalismo con una idea cuyo valor reconozcan los liberales extranjeros, ni un socialista la del socialismo, ni un anarquista la del anarquismo, ni un revolucionario la de la revolución.
Ello es porque en otros países han surgido el liberalismo y la revolución por medio de sus faltas, o para castigo de sus pecados. En España eran innecesarios. Lo que nos hacía falta era desarrollar, adaptar y aplicar los principios morales de nuestros teólogos juristas a las mudanzas de los tiempos. La raíz de la revolución en España, allá en los comienzos del siglo XVIII, ha de buscarse únicamente en nuestra admiración del extranjero. No brotó de nuestro ser, sino de nuestro no ser. Por eso, sin propósito de ofensa para nadie, la podemos llamar la Antipatria, lo que explica su esterilidad, porque la Antipatria no tiene su ser más que en la Patria, como el Anticristo lo tiene en el Cristo. Ovidio hablaba de un ímpetu sagrado de que se nutren los poetas: Impetus ille sacer, qui vatum pectora nutrit. El ímpetu sagrado de que se han de nutrir los pueblos que ya tienen valor universal es su corriente histórica. Es el camino que Dios les señala. Y fuera de la vía, no hay sino extravíos.
* * *
Durante veinte siglos, el camino de España no tiene pérdida posible. Aprende de Roma el habla con que puedan entenderse sus tribus y la capacidad organizadora para hacerlas convivir en el derecho. En la lengua del Lacio recibe el Cristianismo, y con el Cristianismo el ideal. luego vienen las pruebas. Primero, la del Norte, con el orgullo arriano que proclama no necesita Redentor, sino Maestro, después la del Sur, donde la moral del hombre se abandona a un destino inescrutable. También los españoles pudimos dejarnos llevar por el Kismet. Seríamos ahora lo que Marruecos o, a lo sumo, Argelia. Nuestro honor fue abrazarnos a la Cruz y a Europa, al Occidente, e identificar nuestro ser con nuestro ideal. El mismo año en que llevamos la Cruz a la Alhambra descubrimos el Nuevo Continente. Fue un 12 de octubre, el día en que la Virgen se apareció a Santiago en el Pilar de Zaragoza. La corriente histórica nos hacía tender la Cruz al mundo nuevo.
Ahí están los manuscritos del padre Vitoria. El tema que más le preocupó fue conciliar la predestinación divina con los méritos del hombre. No podía creer que los hombres, ni siquiera algunos hombres, fuesen malos porque la Providencia los hubiera predestinado a la maldad. Sobre todos los mortales debería brillar la esperanza. Sobre todos la hizo brillar el padre Vitoria con su doctrina de la Gracia. Algunos discípulos y colegas suyos la llevaron al concilio de Trento donde la hicieron prevalecer. Salvaron con ello la creencia del hombre en la eficacia de su voluntad y de sus méritos. Y así empezó la Contrarreforma. Otros discípulos la infundieron en Consejo de Indias, e inspiraron en ella la legislación de las tierras de América, que trocó la conquista del Nuevo Mundo en empresa evangélica y de incorporación a la Cristiandad de aquellas razas a las que llamaban los Reyes de Castilla “nuestros amigos los indios”. ¿Es que se habrá agotado ese ideal? Todavía ayer moría en Salamanca el padre González Arintero. Y suya es la sentencia: “No hay proposición teológica más segura que ésta: a todos sin excepción se les da —”proxima” o “remota”— una gracia suficiente para la salud..”
¿Han elaborado los siglos sucesivos ideal alguno que supere al nuestro? De la imposibilidad de salvación se deduce la del progreso y perfeccionamiento. Decir en lo teológico que todos los hombres pueden salvarse, es afirmar en lo ético que deben mejorar, y en lo político, que pueden progresar. Es ya comprometerse a no estorbar el mejoramiento de sus condiciones de vida y aun a favorecerlo en todo lo posible. ¿Hay ideal superior a éste?. Jamás pretendimos los españoles vincular la Divinidad a nuestros intereses nacionales; nunca dijimos como Juana
de Arco: “los que hacen la guerra al Santo Reino de Francia, hacen la guerra al Rey Jesús”, aunque estamos ciertos de haber peleado, en nuestros buenos tiempos, las batallas de Dios. Nunca creímos, como los ingleses y norteamericanos, que la Providencia nos había predestinado para ser mejores que los demás pueblos. Orgullosos de nuestro credo, fuimos siempre humildes respecto a nosotros mismos. No tan humildes, sin embargo, como esa desventurada Rusia de la revolución, que proclama el carácter ilusorio de todos los valores del espíritu y cifra su ideal en reducir el género humano a una economía puramente animal.
El ideal hispánico está en pie. Lejos de ser agua pasada, no se superará mientras quede en el mundo un solo hombre que se sienta imperfecto. Y por mucho que se haga para olvidarlo y enterrarlo, mientras lleven nombres españoles la mitad de las tierras del planeta, la idea nuestra seguirá saltando de los libros de mística y ascética a las páginas de la Historia Universal. ¡Si fuera posible para un español culto vivir de espaldas a la Historia y perderse en los cines, los cafés y las columnas de los diarios! Pero cada piedra nos habla de lo mismo. ¿Qué somos hoy, qué hacemos ahora cuando nos comparamos con aquellos españoles, que no eran ni más listos ni más fuertes que nosotros, pero creaban la unidad física del mundo, porque antes o al mismo tiempo constituían la unidad moral del género humano, al emplazar una misma posibilidad de salvación ante todos los hombres, con lo que hacían posible la Historia Universal, que hasta nuestro siglo XVI no pudo ser sino una pluralidad de historias inconexas?
¿Podremos consolarnos de estar ahora tan lejos de la Historia, pensando que a cada pueblo le llega su caída y que hubo un tiempo en que fueron también Nínive y Babilonia?
Pero cuando volvemos los ojos a la actualidad, nos encontramos, en primer término, con que todos los pueblos que fueron españoles están continuando la obra de España, porque todos están tratando a las razas atrasadas que hay entre ellos con la persuasión y en la esperanza de que podrán salvarlas; y también con que la necesidad urgente del mundo entero, si ha de evitarse la colisión de Oriente y Occidente, es que resucite y se extienda por toda la faz de la Tierra aquel espíritu español, que consideraba a todos los hombres como hermanos, aunque distinguía los hermanos mayores de los menores; porque el español no negó nunca la evidencia de las desigualdades. Así la obra de España, lejos de ser ruinas y polvo, es una fábrica a medio hacer, como la Sagrada Familia, de Barcelona, o la Almudena, de Madrid; o, si se quiere, una flecha caída a mitad del camino, que espera el brazo que la recoja y lance al blanco, o una sinfonía interrumpida, que está pidiendo los músicos que sepan continuarla.
* * *
La sinfonía se interrumpió en 1700, al cerrarse para siempre los ojos del Monarca hechizado. Cuentan los historiadores que, a fuerza de pasar por nuestras tierras tropas alemanas, inglesas y francesas, aparte de las nuestras, durante catorce años, al cabo de la guerra de Sucesión se habían esfumado todas las antiguas instituciones españolas, excepto la corona de Castilla. España era una pizarra en limpio, donde un Rey y una Corte extranjeros podían escribir lo que quisieran. Mucho de lo que dijeron tenía que decirse, porque el país necesitaba “academias y talleres, carreteras y canales”. Embargados en cuidados superiores nos habíamos olvidado anteriormente de que lo primero era vivir. Pero cuando se dijo que: “Ya no hay Pirineos”, lo que entendió la mayor parte de nuestra aristocracia es que Versalles era el centro del mundo. Pudimos entonces economizar las energías y esperar a que se restaurasen para seguir nuestra obra. Preferimos poner nuestra ilusión en ser lo que no éramos. Y hace doscientos años que el alma se nos va en querer ser lo que no somos, en vez de ser nosotros mismos, pero con todo el Poder asequible.
Estos doscientos años son los de la Revolución. ¿Concibe nadie que Sancho Panza quiera sublevarse contra Don Quijote. El hombre inferior admira y sigue al superior, cuando no está maleado, para que le dirija y le proteja. El hidalgo de nuestros siglos XVI y XVII recibía en su niñez, adolescencia y juventud una educación tan dura, disciplinada y espinosa, que el pueblo reconocía de buena gana su superioridad. Todavía en tiempos de Felipe IV y Carlos II sabía manejar con igual elegancia las armas y el latín. Hubo una época en que parecía que todos los hidalgos de España eran al mismo tiempo poetas y soldados. Pero cuando la crianza de los ricos se hizo cómoda y suave, y al espíritu de servicio sucedió el de privilegio, que convirtió la Monarquía Católica en territorial y los caballeros cristianos en señores, primero, y en señoritos luego, no es extraño que el pueblo perdiera a sus patricios el debido respeto. ¿Qué ácido corroyó las virtudes antiguas? En el cambio de ideales había ya un abandono del espíritu a la sensualidad y a la naturaleza; pero lo más grave era la extranjerización, la voluntad de ser lo que no éramos, porque querer ser otros es ya querer no ser, lo que explica, en medio de los anhelos económicos, el íntimo abandono moral, que se expresa en ese nihilismo de tangos rijosos y resignación animal, que es ahora la música popular española.
Siempre ha tenido España buenos eruditos, demasiado conocedores de su Historia para poder creer lo que la envidia de sus enemigos propalaba. La mera prudencia dice, por otra parte, que un pueblo no puede vivir con sus glorias desconocidas y sus vergüenzas al desnudo, sin que propenda a huir de sí mismo y disolverse, como lo viene haciendo hace ya más de un siglo. Tampoco nos ha faltado aquel patriotismo instintivo que formuló desesperadamente Cánovas: “Con la Patria se está con razón y sin razón, como se está con el padre y con la madre”. La historia, la prudencia y el patriotismo han dado vida al tradicionalismo español, que ha batallado estos dos siglos como ha podido, casi siempre con razón, a veces con heroísmo insuperable, pero generalmente con la convicción intranquila de su aislamiento, porque sentía que el mundo le era hostil y contrario al movimiento universal de las ideas.
Los hombres que escribimos en Acción Española sabemos lo que se ha ocultado cuidadosamente en estos años al conocimiento de nuestro público lector, y es que el mundo ha dada otra vuelta y ahora está con nosotros. Porque sus mejores espíritus buscan en todas partes principios análogos o idénticos a los que mantuvimos en nuestros grandes siglos. Queremos traer esta buena noticia a los corazones angustiados.
El mundo ha dado otra vuelta. Se puede trazar una raya en 1900. Hasta entonces eran adversos a España los más de los talentos extranjeros que de ella se ocupaban. Desde entonces nos son favorables. Los amigos del arte se maravillan de los esfuerzos que hace el mundo por entender y gozar mejor el estilo barroco, que es España. Y es que han fracasado el humanismo pagano y el naturalismo de los últimos tiempos. La cultura del mundo no puede fundarse en la espontaneidad biológica del hombre, sino en la deliberación, el orden y el esfuerzo, la elección no está en hacer lo que se quiere, sino lo que se debe. Y la física y la metafísica, las ciencias morales y las naturales nos llevan de nuevo a escuchar la palabra del Espíritu y a fundar el derecho y las instituciones sociales y políticas, como; Santo Tomás y nuestros teólogos juristas, en la objetividad del bien común. y no en la caprichosa voluntad del que más puede. Venimos, pues, a desempeñar una función de enlace. Nos proponemos mostrar a los españoles educados que el sentido de la cultura en los pueblos modernos coincide con la corriente histórica de España; que los legajos de Sevilla y Simancas y las piedras de Santiago, Burgos y Toledo no son tumbas de una ,España muerta, sino fuentes de vida, que el mundo, que nos había condenado. nos da ahora la razón, arrepentido, por supuesto, sin pensar en nosotros, sino incidentalmente, porque hemos descuidado la defensa de nuestro propio ser, en cuya defensa está la esencia misma del ser, según los mejores ontologistas de hoy; porque también la filosofía contemporánea viene a decirnos que hay que salir de esa suicida negación de nosotros mismos, con que hemos reducido a la trivialidad a un pueblo que vivió durante más de dos siglos en la justificada persuasión de ser la nueva Roma y el Israel cristiano.
Harto sabemos que nuestra labor tiene que ser modesta y pobre. Descuidos seculares no pueden repararse sino con el esfuerzo continuado de generaciones sucesivas. Pero lo que vamos a hacer no podemos Por menos de hacerlo. Ya no es una mera pesadilla hablar de la posibilidad del fin de España, y España es parte esencial de nuestras vidas. No somos animales que se resignen a la mera vida fisiológica, ni ángeles que vivan la eternidad fuera del tiempo y del espacio. En nuestras almas de hombres habla la voz de nuestros padres, que nos llama al porvenir por que lucharon. Y aunque nos duele España, y nos ha de dotar aún más en esta obra, todavía es mejor que nos duela ella que dolernos nosotros de no ponernos a hacer lo que debemos.