Libreria Argentina Libreria Argentina Libreria Argentina

 

Itinerario de la Revolución Rusa de 1917

 

Ramón Doll

Itinerario de la Revolución Rusa de 1917 - Ramón Doll

152 páginas
medidas: 14,5 x 20 cm.
Ediciones Sieghels
2019
, Argentina
tapa: blanda, color, plastificado,
 Precio para Argentina: 300 pesos

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

En el ámbito nacionalista, la firma de Ramón Doll ha sido siempre una garantía de acierto en el juicio y de vigor en la expresión. Su estilo combativo e intolerante con el adversario, al que debía ridiculizar tanto como reducirlo al absurdo, despierta odios y amores por igual. Pero ese mismo estilo ha servido para poner las cosas en su lugar en la Historia Argentina. Hasta él, los seudoprofetas nacionales, aunque discutidos por nuestra generación en este o el otro aspecto de sus ideas, eran en general respetados como grandes escritores. Ramón Doll fue el primero que los negó en bloque, mostró su fundamental nocividad, y estableció una nueva escala de valores para juzgar sus obras.
Ante el peligro del marxismo que se comenzó a cernir sobre Argentina, Doll tuvo también una rápida reacción que se vió manifestada en este "Itinerario de la Revolución Rusa de 1917". En él:
“Nos proponemos explicar sincera e imparcialmente en qué consiste el mito del comunismo y cuál es su realidad. Suponemos que el comunismo sigue siendo para gran parte de las masas desheredadas una de esas ilusiones que, de tiempo en tiempo, remueven la humanidad ofreciéndole un porvenir mejor; ilusión alimentada por una propaganda falsa, razonada por medio de sofismas filosóficos y científicos que han quedado como los últimos residuos vitales del siglo XIX y calentada en la llama viva de una Revolución que en definitiva, bajo la costra de la ideología marxista, dejó al pueblo ruso en la miseria, ignorancia y explotación".
A vuelta de página, el escritor muestra todas las miserias de la sociedad organizada bajo un régimen liberal capitalista, con especial referencia a nuestro país. Agrega no querer aportar nueva argumentación contra la Revolución Rusa, ni tranquilizar a los burgueses sobre la imposibilidad de que el fenómeno ruso salga de sus fronteras; sino “hablar mano a mano” con el triste, con el infortunado. Si éste le dice que está desesperado, y dispuesto a vender su alma al diablo, y “ahora sí cree en el comunismo”, le contestará que se equivoca totalmente. Lo que sigue en diecisiete brevísimos capítulos es la más regocijante interpretación de la historia rusa, como la de una línea no evolutiva, sino rectilínea, del despotismo zarista hasta el despotismo comunista.
Doll comprende las miserias por las que pasa el trabajador argentino como terreno fecundo para tales teorías. "Lo vemos, lo hemos visto, a ese argentino infortunado. Cargado de familia, recoge en las llanuras un trigo que no le rinde nada, pero enriquece a los accionistas ingleses del ferrocarril, a los propietarios ausentistas del latifundio y a las dos o tres firmas judías exportadoras de cereal. Con un salario de hambre, vive en los conventillos de Buenos Aires un horrible contubernio familiar. Esos millares o millones de ex hombres y ex mujeres no entienden una jota de Carlos Marx, ni ganas tienen de meterse en una biblioteca a descifrar las polémicas de Lenin. Pero cualquier profesional alimentado por las filiales de Moscú sabe decirles lo que necesitan: que el comunismo pondrá en su olla todos los días una gallina, como quería un rey de Francia. Por lo menos, sabe decirles que su situación es miserable y que saldrán de ella con la revolución comunista. El ex hombre tendría cien razones para creerlo y no necesita más que una: su miseria. Acuciado con problemas caseros urgentes, inmediatos, que no se lo resuelven con frases de Marx y Engels; problemas de miseria real, con cesantía en la fábrica, una mujer tuberculosa en el Muñiz y cinco hijos que abren la boca y hay que echarles alguna cosa que no sea una vana cháchara sobre el materialismo dialéctico. Pero le niego rotundamente que con el comunismo encuentre solución alguna. Tendrá que trabajar más; se acabarán las ocho horas; se acabarán las huelgas; una policía inexorable lo perseguirá, lo humillará, y si por ahí se hace de algún enemigo, cualquier día una GPU lo liquidará tranquilamente. Se acabó el derecho de agremiarse, bastante retaceado, cierto, en el régimen burgués. Cuatro judíos o judías narigudos dirigirán los sindicatos donde nadie alzará la voz, y el que se atreva a alzarla, al día siguiente tendrá su historia, que puede terminar en trabajos forzados.
Esperamos demostrarle al obrero argentino cuál es el mito y cuál es la realidad de la Revolución Rusa".

 

ÍNDICE

Estudio preliminar9
Para quién escribimos este libro25
I.- Una clave del “fenómeno ruso”29
Eslavófilos y occidentalistas29
La ley europea y la arbitrariedad asiática31
Personalismo y legalismo33
II.- Una ojeada histórica al respecto35
Iván el Terrible, el primer Zar35
Pedro el Grande37
Catalina38
III.- Zares liberales45
Dudosos atisbos45
Alejandro II el libertador46
La hipocresia eslava y la anglosajona ante la esclavitud47
Bombas contra el “liberalismo”49
Resumen de estos dos capítulos de historia50
IV.- La historia revolucionaria o el revés del brocado53
El liberalismo aborta siempre en Rusia53
Bakhunin tiene razón, pero poca55
V.- De Netzchaef a Lenin59
Un personaje satánico59
Otra vez “los poseídos”61
VI.- “Intermezzo” argentino63
VII.- Antecedentes mediatos e inmediatos de la Revolución69
Nihilismo, terrorismo, populismo69
La socialdemocracia rusa72
La división de los socialistas73
La gran mentira75
VIII.- Lenin79
¿Qué hacer?79
Una conclusión que no interesa83
IX.- La Revolución85
La fractura del zarismo85
El domingo rojo de 190587
La kerenskiada88
Alfredo Lorenzo Palacios en el poder90
Al fin llegamos al loquero92
X.- El gobierno triunfante95
¡Ya tenemos un nuevo “padrecito”!95
Los colaboradores98
XI.- Los mitos y las realidades103
La primera mentira: la dictadura proletaria103
XII.- Tres pruebas decisivas107
La paz de Brest-Litovsk107
XIII.- El problema agrario111
La “repartija negra”111
Las requisas comunistas113
La hambruna de 1921114
XIV.- Siguen los ensayos agrarios119
Pretextos y rectificación119
Vuelta de timón a la derecha121
De la Nep a Stalin121
Los nuevos ricos, Nepmen y Kulak»124
Industrialización a todo trapo126
Nuestros eternos beocios, los turistas argentinos...126
XV.- El propósito de los planes quinquenales en el orden agrario129
Las fábulas de Marx129
Quemando etapas131
El progreso técnico agrícola132
XVI.- El proletariado urbano135
Un saldo muy caro135
Los planes quinquenales137
El “mito” de las obras publicas139
Lo que no ven los turistas141
XVII.- La realidad desnuda145
Lo que paga, en cambio, el trabajador145
El ejercito rojo148

ESTUDIO PRELIMINAR

 

Como hace varios años, cuando fui honrado con el pedido de prologar un libro de Ramón Doll, hoy se repite el honroso encargo. Al que respondo íntimamente complacido. Fue uno de los amigos que me dio la militancia política por la Causa Nacional. Pero ni la familia, ni el pueblo natal, ni la camaradería literaria, me dieron uno más cordial, más afectuoso, más sincero, más derecho, que este hombre procedente del otro lado de la barricada, formado en el socialismo, admirador y discípulo de Juan B. Justo, amigo y colaborador de Antonio de Tomaso, que llegó naturalmente al Nacionalismo por haber sido precursor de algunas ideas que nuestro movimiento debía de hallar por su cuenta, antes de saber que Doll las había expuesto desde su punto de vista socialista. Nos separaban los principios; y alguna vez cambiamos algunos golpes, como redactores de La Nueva República, y La Libertad, bajo el anonimato periodístico. Pero el comentario que él dedicó a La Argentina Y el imperialismo británico en la revista Claridad nos acercó para siempre, aunque nuestras disidencias políticas no cesaron jamás, después que él se incorporó definitivamente al pensamiento tradicional de la humanidad, posición intelectual en que nosotros militábamos desde nuestra iniciación en las letras.
Desde aquel momento, en que nos unieron comunes ideales, nuestra amistad se volvió íntima y entrañable. Nos visitaba casi a diario, y él era un puntal de nuestra tertulia, a la que concurría cuando todos los demás faltaban. En esas conversaciones interminables afloraban su chiste permanente, la agudeza de sus juicios sobre personas y cosas, el zumo de la experiencia recogida de labios de su padre o acumulada por él en su paso por los medios políticos y literarios más variados. Tenía una anécdota para ilustrar cada caso, y las contaba con el mismo humorismo que ponía en sus escritos. Su conversación era una fiesta, y quienes disfrutábamos de ella nos sentíamos privilegiados. Era mucho menos categórico en sus afirmaciones, y mucho menos severo en sus apreciaciones sobre las personas y sus obras lo que comportaba su estilo de brulotista combativo e intolerante con el adversario, al que debía ridiculizar tanto como reducirlo al absurdo.
Nos hizo el honor de visitarnos en nuestro retiro gualeguaychuense, varias veces. En una de ellas viajó en compañía de Ernesto Palacio. Se viajaba entonces por vía fluvial, a veces de día y a veces de noche. Los viajeros prefirieron el horario diurno. Y como el paisaje del majestuoso Uruguay, y del risueño riacho Gualeguaychú, es bellísimo, Palacio se lo pasó el día entero urgiendo a su compañero de viaje —para quien parece que el mundo exterior no existía— a que se abismara en la contemplación de las maravillas que se ofrecían a la vista. Al llegar a destino, Doll explotó de inmediato en una queja contra Palacio, diciéndole: “Vd. necesita compañero de repuesto, y yo no viajo más con Vd”. Esas jornadas que pasamos en compañía de dos de los mayores representantes de nuestra generación literaria, fueron una permanente fiesta para nosotros. Cuando preparábamos las comidas que ofrecíamos a nuestros huéspedes, y Palacio —como nosotros— quedaba asombrado de lo que era capaz de trasegar el “gordo” Doll, como le llamábamos cariñosamente, le decía: “Su régimen, Doll, es de indigestión y curación diaria. Vd. primero se empacha, y después se lo pasa horas tomando bicarbonato y mates de té para bajar la comida”. Chiste que nos recordaba lo que había ocurrido en nuestra propia casa, donde nuestra abuela, que vivió hasta los 75 años y murió de cáncer, no de exceso de peso, tenía el mismo régimen alimentario de nuestro gran amigo; que no era sino el de la burguesía argentina de principios de siglo, cuando los menús de los banquetes (como los almuerzos y cenas de los particulares) constaban de un número de platos que hoy harían temblar al comilón más denodado.
Aunque lo hayamos dicho en el prólogo anterior, no podemos dejar de repetirnos sobre el gran descubrimiento inicial de Doll en su reforma del pensamiento nacional. Consistió en denunciar que “la historia de la inteligencia argentina era una historia de deserciones, de evasiones”. Desde Moreno y Rivadavia, pasando por los hombres de la generación del 37 y los de la mal llamada organización nacional, basta los intelectuales de nuestro tiempo, los argentinos cultos “resolvieron en sus versos y en sus obras literarias que ellos eran la civilización y el país, la barbarie”. La historia de la inteligencia argentina, dijo en 1930, “es la historia de la abdicación, del ausentismo, del egoísmo y del antiargentinismo”. Afirmó entonces que nuestra generación sería la primera en acometer un esfuerzo americano y nacionalista. Y lo más notable de todo es que su anuncio resultó profético.
Al mismo tiempo que Doll, muchos escritores, entonces jóvenes, procedentes de otros movimientos políticos, estábamos empeñados en una tarea similar; y a través de ásperas polémicas, con él llegamos a la cálida amistad y al acuerdo político que es su base, al ciceroniano idem velle, idem nolle de Republica. A la distancia, lo que más asombra en aquella postura inicial del ilustre escritor es esa seguridad que mostró al decir que su generación sería la primera en bregar por la causa americanista y nacionalista. Basábase sin duda en la conciencia que tenía de su propio talento. Y de aquí nacía la originalidad del enjuiciamiento que formulaba contra las generaciones anteriores. De haber estado nosotros animados del mismo espíritu, de seguro no habríamos incurrido en el error de pregonar soluciones formalistas, que extraviaron nuestros primeros pasos en la carrera pública. Años después me ha ocurrido preguntar a talentosos jóvenes adictos a teorías universales y, por supuesto, ajenas, ¿por qué no se tentaban a razonar la realidad nacional y mundial por su cuenta, en vez de repetir como loros conceptos que fueron verdades en su tiempo pero que referidos a una materia contingente y perpetuamente variable suelen quedar obsoletos a poco de estamparse en el papel? Con poco fruto. Tal es el espíritu de imitación inculcado a la inteligencia argentina por los falsos profetas que aún reciben el culto de algunos fieles. Hubo, sin embargo, entre la revolución de 1930 y la Segunda Guerra Mundial del siglo XX, un período de recomposición política, que alejó unos de otros a quienes habían estado cerca; y acercó a quienes habían estado separados por divergencias de opinión. Conservadores, radicales, demócratas progresistas, nacionalistas, nos veíamos y visitábamos con frecuencia, o nos reuníamos en tertulias de casas abiertas a quienes deseasen participar en libres conversaciones sobre todo lo que afectaba la vida del país y del mundo. Durante esos años el trato con Ramón Doll fue uno de los grandes placeres del espíritu para nosotros.
En medio de nuestras coincidencias y disidencias, a veces manifestadas en los periódicos, llegó un momento en que nuestras acciones, así como la de muchos otros de nuestros contemporáneos (y algunos mayores), se concentraron en una tarea común y trascendente: la fundación del Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas. No es éste el momento de historiar la fundación de ese hogar de nuevas luces históricas. Pero sí de dar al hecho, de que en la improvisada Comisión Directiva que lo presidió en sus comienzos Ramón Doll fuera su primer secretario de Redacción, toda la importancia que tuvo. El fue el puntal de aquella Revista del Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas sobre cuya influencia en la renovación de los estudios históricos en el país será la posteridad la que diga la última palabra. Desde la Declaración de principios, redactada por él, quedaron fijadas las altas miras que sus fundadores se propusieron como meta de su labor intelectual: “Frente « la experiencia iniciada el 53”, decía el documento, “cuyos frutos advierte nuestra época, Rosas se presenta nuevamente a la conciencia pública argentina como el hombre de un destino frustrado por una conspiración de intereses y de fuerzas antinacionales. El deber patriótico de retomar ese destino implica el de estudiar a fondo la época en que fueron jalonadas sus primeras y más geniales directivas. Aquél es el móvil, éste el objeto de nuestra Asociación”. Palabras que a los treinta y cinco años de escritas tienen aún plena vigencia. No porque el resultado de nuestro esfuerzo haya sido vano. Al contrario. Sino porque el poderío del régimen que nosotros desafiamos entonces era inmenso, y en los últimos años se acrecentó hasta volverse diabólico. Así fue cómo, a medida que íbamos influyendo cada vez más en la opinión esclarecida y haciendo adelantar la razón pública, el interés nacional se deterioraba más, al tiempo que la revisión histórica cobraba un impulso cada vez mayor. El régimen debe gobernar mal —puesto que para eso está ahí—, organizado por el interés privilegiado extranjero, para desorganizarnos a nosotros. Pero se defiende con uñas y dientes. Y sus métodos defensivos se han perfeccionado en la medida necesaria para responder al desafío que le hizo una parte de nuestra generación.
En esta labor de esclarecer el pasado y la actualidad nacionales pocos superaron, si alguno igualó, a Ramón Doll en el esfuerzo afortunado. En la Revista del Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas sus críticas literarias, sus crónicas del acontecer interno y de los sucesos atingentes a los intereses del movimiento, sus declaraciones en nombre de la sociedad, la preparación de los números, mientras estuvo a cargo de la secretaría de Redacción, constituyen un admirable cuerpo de doctrina, así como un modelo de controversia política e histórica, en amable debate con los simpatizantes o en áspera polémica con los adversarios de la causa que todos sustentábamos.
Pero allí donde Ramón Doll habría de dar su medida fue en la década inmediatamente posterior, cuando la revisión histórica iniciada en torno al Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas se enriqueció con la lucha periodística infatigable por la patria en peligro, en medio de las tremendas circunstancias provocadas por la conflagración mundial, que sorprendieron al país incurso en una evolución incipiente, dirigida por un equipo gobernante sin duda no a la altura de la responsabilidad asumida.
En esos años en que el Nacionalismo cobró un prestigio que los viejos partidos perdían a ojos vistas, la firma de Ramón Doll, en las diversas publicaciones que se honraban con ella, era una garantía de acierto en el juicio y de vigor en la expresión. Su pluma repentista y sin embargo infalible era tan eficaz en una serie de exposiciones doctrinarias como en la detracción de los figurones que representaban a un régimen caduco.
Hizo entonces uno de sus grandes aportes al acervo intelectual del país: la radiografía de la prensa llamada grande, tribuna de doctrina en la página de los editoriales, pero empresa comercial en el resto de su inmenso volumen; y que aspira a beneficiarse del derecho a expresar libremente el pensamiento. Pero cuando Ramón Doll escribía, dicha prensa no había llegado al extremo que vimos después, de reclamar un privilegio, que los argentinos en general hemos perdido, a una plena libertad de expresión, mientras ella aplica a la mayoría que disiente de su pensamiento una censura férrea, que ningún poder tiránico se atreve a ejercer sobre todos los súbditos. Hay en el país, aún hoy, en las peores condiciones conocidas para los ciudadanos, amparo judicial para algunos de sus derechos; contra el despotismo de las grandes empresas periodísticas, ninguno.
Esa denuncia de Doll contra el privilegio de los grandes órganos de información, que no tiene contraparte alguna de servicio público desinteresado, es una de las páginas más nobles de la literatura política argentina. Denuncia que podría completarse contra las altas clases sociales del país, que no muestran tener el menor sentido de la responsabilidad que les compete, de servirlo desinteresadamente, a cambio de la protección que el Estado les asegura para sus bienes, por escasa que sea ahora dicha protección. Fue gloria de Doll haber denunciado el primero, como nadie, semejante extravío, causa primera de la situación de que se quejan aquellos elementos sociales.
En otro terreno dejó nuestro autor su marca indeleble. En el de la historia de las ideas. Hasta él, los seudoprofetas nacionales, los hombres de la mal llamada Organización Nacional, aunque discutidos por nuestra generación en este o el otro aspecto de sus ideas, eran en general respetados como grandes escritores. Ramón Doll fue el primero que los negó en bloque, mostró su fundamental nocividad, y estableció una nueva escala de valores para juzgar sus obras. Como lo dije en el prólogo a Acerca de una Política Nacional, lo creí destinado a escribir obras fundamentales sobre Alberdi y Sarmiento; y más de una vez lo alenté a emprender la indispensable tarea. Mas Doll era periodista nato, habituado a cumplir con el periódico o la revista con que tenía compromiso de contribuir con un artículo o un ensayo largo para el número próximo a salir, pero reacio a emprender trabajos destinados a imprimirse y aparecer semanas, meses o años, después de escritos. Pero con las picadas que abrió hacia todos los rumbos, dejó los planes para la revisión a fondo de aquellos pésimos maestros, que aún extravían a la opinión, y que son en última instancia los verdaderos culpables del inmenso desastre nacional, pues considerados como filósofos políticos, son su negación.
Aparte de los artículos correspondientes a las campañas periodísticas de que hemos hablado, el presente volumen reproduce, entre otros, dos trabajos que muestran en todo su esplendor, la maestría polémica del autor. Uno, reseña una farsa montada por anglofilos argentinos para hacerle creer a nuestro país, expoliado por el Imperio Británico, que el peligro para nosotros estaba en las ambiciones de Hitler sobre la Patagonia. El folleto se titula Del Servicio Secreto ingles al judío Dickmann. Es la historia tragicómica de la indefensión en que se hallaba la Argentina, frente a las más burdas maniobras de los poderes mundiales, al estallar la segunda gran conflagración del siglo. Un miserable aventurero foráneo había podido movilizar a todas las autoridades, incluso al enfermo presidente de la República. El otro folleto es un Itinerario de la Revolución Rusa de 1917. Nada más claro sobre el propósito que Doll se propuso que la página inicial del opúsculo: “Nos proponemos explicar sincera e imparcialmente en qué consiste el mito del comunismo y cuál es su realidad. Suponemos que el comunismo sigue siendo para gran parte de las masas desheredadas una de esas ilusiones que, de tiempo en tiempo, remueven la humanidad ofreciéndole un porvenir mejor; ilusión alimentada por una propaganda falsa, razonada por medio de sofismas filosóficos y científicos que han quedado como los últimos residuos vitales del siglo XIX y calentada en la llama viva de una Revolución que en definitiva, bajo la costra de la ideología marxista, dejó al pueblo ruso en la misma miseria, ignorancia y explotación que reinaron en la época zarista. Salvo en lo que se refiere a las fuerzas militares, las que reduplicó hablando de pacifismo.” A vuelta de página, el escritor muestra todas las miserias de la sociedad organizada bajo un régimen liberal capitalista, con especial referencia a nuestro país. Agrega no querer aportar nueva argumentación contra la Revolución Rusa, ni tranquilizar a los burgueses sobre la imposibilidad de que el fenómeno ruso salga de sus fronteras; sino “hablar mano a mano” con el triste, con el infortunado. Si éste le dice que está desesperado, y dispuesto a vender su alma al diablo, y “ahora sí cree en el comunismo”, le contestará que se equivoca totalmente: “Paria es en la sociedad liberal, sin duda; pero paria seguirá en la comunista, mil veces más paria, porque deberá vivir bajo un régimen carcelario, menos seguro que la cárcel liberal”. Hasta aquí la breve introducción. Lo que sigue en diecisiete brevísimos capítulos es la más regocijante interpretación de la historia rusa, como la de una línea no evolutiva, sino rectilínea, del despotismo zarista hasta el despotismo comunista. La relación que establece entre el Zar de todas las Rusias y el súbdito común no es, según Doll, como la que existe en los Estados surgidos de la civilización occidental: “en Rusia”, dice, “no ha habido Estado en el concepto de aparato jurídico despersonalizado de quienes adjetivamente corporizan el gobierno... El ruso absorbe la discrecionalidad, la arbitrariedad del poder con tanta más razón cuanto que nada lo liga con el poder, sino la necesidad de mantenerse alrededor de un hombre, un «padrecito» o un comisario del pueblo, por puro instinto, por pura necesidad de autoridad, como la abeja se aprieta alrededor de la reina (reina que se puede cambiar por otra engañando al enjambre), por puro instinto de perpetuación de la especie. Un europeo no soporta la idea de que el monarca —aun el absoluto —le aplique a él solo un impuesto; quiere eso que se llama legalidad, quiere que haya una ley estableciendo el impuesto para todos los que estén en tales o cuales condiciones; y el europeo entonces paga el impuesto sin protestar, aunque advierta que los favoritos del monarca no lo paguen y hasta que otros se lo roben; pero basta el formulismo de la «juridicidad» para satisfacer la idea que tiene el europeo del Estado. El asiático ignora la ley, conoce sólo orden; un mandarin, un khan, un califa o un zar lo manda azotar y el asiático «comprende». . . Iván el Terrible lo había trincado con un palo a cierto rebelde, según cuenta una leyenda poetizada por Puschkin, y en su agonía el ajusticiado decía: «.Dios salve al zar». Y sin embargo, días antes, el reo lo había querido degollar a su zar para colocar otro príncipe, pues el ruso tiene con la autoridad una relación netamente personal, de sirviente a patrón, de siervo a amo. Doll muestra la comprensión que, del temperamento ruso, tuvo Lenin para maniobrar con extraordinario sentido práctico, en medio de la incesante variabilidad de las circunstancias. Tanto desde que se adueñó de su fracción del partido internacional, a principios del siglo XX, como en el torbellino de las revoluciones de 1917, basta su entronización como caudillo comunista en Rusia.
Como el escritor no intentaba pontificar magistralmente sobre el tema de historia europea o mundial, sino aplicar las luces que extrajera de su estudio a la realidad de su país, cuya situación lo angustiaba, resume la situación a que había llegado la Argentina después de varios lustros de fraude y mentira en que se desarrollaba la vida política nacional. Y se atreve a trazar un símil con la experiencia rusa, “a riesgo de que algún liberal empedernido nos quisiera querellar por anarquistas”. Y agrega: “Por el camino del liberalismo de pega los argentinos hemos terminado en un caso parecido a la autocracia zarista, con todas las reservas que ruego se tengan con este paralelo. A fuerza de fraude, de mentira, de imitación anglosajona, todas esas cámaras de diputados, de senadores, esas supremas cortes, esos gobiernos de provincia, esas mentidas autonomías, esa administración a la austríaca, todo eso que se llama vida institucional argentina es una cosa de la que el argentino guarda una desconfianza razonada. Solamente una institución respeta y reverencia: la presidencia de la República. No el presidente de la República sino la Presidencia, y ni siquiera tiene demasiado en cuenta si en el sillón de Rivadavia está sentado un tronco de árbol o un Licurgo de provincias. Sabe que la Presidencia es una institución todopoderosa; las cámaras son tertulias de cortesanos, cuerpos consultivos que pueden dictar teóricamente leyes, pero el Presidente puede vetarlas y prácticamente hacerlas caer en desuso porque nadie protestará. Algún alzamiento, alguna rebeldía de nuestra Duma, se neutraliza con la sola amenaza de un golpe de Estado. . .” No pretende dilucidar cuál sería el papel de la inteligencia y la voluntad políticas argentinas, en caso de que ellas debieran entrar en juego: “Lo único que sí nos interesa”, dice, “es demostrarle al argentino desesperado que el comunismo —bien entendido que eso se llama: comunismo ruso— no lo conduciría sino a una desesperación mayor. . . Cuando la nación no es nación y las instituciones no existen o existen con vida falsificada, el reformador revolucionario no parece tan delirante si habla de desunir lo que carece de vida nacional, de arraigo en las masas, de prestigio intelectual”.
El tono de las últimas palabras citadas es ya profético. Todos los que criticábamos al régimen anticipamos lo que estaba por ocurrir. Desde la caída de Francia, comentaba yo situaciones respectivas entre los gobernantes franceses y Maurras, diciendo que aquéllos “creían pisar sobre la roca porque contaban con millones de votos a favor, y despreciaban al vidente solitario, nada más sino porque estaba solo”; y apuntaba la semejanza entre dichos señores y “los de otros países, que hoy se creen únicos depositarios de la verdad política porque detentan posiciones oficiales y no consideran necesario abandonar la rutina en que han envejecido porque van triunfando gracias a ella, personalmente, hasta ahora... El trágico diálogo entre Maurras y los gobiernos franceses anteriores al desastre se está repitiendo en todo el mundo; cuando la crítica presenta casos concretos de una realidad peligrosa o indeseable, los regímenes establecidos contestan que se los discute en su esencia y no en su operación; y mientras jamás se cansan de repetir que son capaces de resolver todos los problemas —lo que muchos estamos dispuestos a creer— jamás se ocupan en pensar la realidad directa, personal, actual, con abstracción del problema institucional, para manejarla con eficacia. Que la defensa institucional adoptada no resuelve nada lo prueba el caso francés. Los conservadores que quieren conservarse harán bien en meditar las enseñanzas que de él se desprenden para todas las situaciones semejantes... La conservación que haya de hacerse se hará con referencia a puntos que deben ser fijos en toda organización social civilizada, pero en medio de la evolución. El estancamiento que se quiere oponer al nuevo orden en trámite significaría la muerte de la historia”. Rodolfo Irazusta diría al año siguiente: ‘‘Las medidas de Culaciati contra el derecho de reunión, los abusos de este mismo funcionario contra la libertad de prensa, los atropellos de la comisión investigadora contra los derechos de los extranjeros y contra la libertad de comercio, están preparando la cama del dictador cortado a la medida de este régimen que les ofrece el destino. Ese incógnito, militar ambicioso o aventurero político sin normas morales, no tendrá necesidad de violentar para nada la Constitución y las Leyes. Le bastará con acudir a los decretos y edictos de que se vale el régimen de setiembre para crear y preservar un privilegio político electoral perfectamente ilegítimo en el sistema que pretende amparar y que suprime totalmente los fundamentos del gobierno republicano”.
Estas advertencias, hechas con anticipación de dos o tres años acerca de lo que iba ocurrir, fueron tomadas, por supuesto, como agorerías de extraviados. El periodista se indignaba ante la recalcitrancia de los usurpadores fraudulentos. Y agregaba: “Se ha pretendido equiparar nuestra conducta política con la de vulgares aventureros que abundan en el nuestro, como en cualquier otro sector de la opinión. Se han desoído nuestras advertencias desinteresadas sobre el peligro de los ataques a la libertad ciudadana, que, invariablemente, se vuelven contra quienes los inician. No nos detendremos en tales extremos de animosidad para advertir a los insensatos irresponsables y a los timoratos responsables del mal que se hacen al mismo tiempo que se lo hacen al país... ¿Pueden llamarnos extraviados quienes sostienen semejantes insanias? El pueblo sabrá juzgar de los extravíos muy a pesar del monopolio de la publicidad de que se sienten tan fuertes hasta ahora los usufructuarios del poder”.
Las proféticas palabras de Ramón Doll que extracté del folleto que comentamos, se escribieron poco menos que sobre el filo de la navaja. El Itinerario de la Revolución Rusa de 1917 lleva el siguiente colofón: “Impreso en la Argentina. - Acabado de imprimir el día 22 de abril de 1943”. El país estaba a menos de dos meses de distancia en el tiempo de la revolución del 4 de junio. La seudoclase dirigente que desgobernaba al país creía su dominación asentada en la roca. No es éste el lugar de entrar en detalles sobre el desparpajo y la desvergüenza con que los usurpadores creían prolongarla indefinidamente, barajando candidaturas como títeres, desde el veraneo, en las ramblas de los balnearios marítimos, mientras los observadores políticos como Doll intuían el porvenir inmediato con agudeza de rabdomantes.
Nuestro amigo se plegó al movimiento que surgió de la revolución de 1943. Sin duda que el agitador, ”el reformador revolucionario”, no le pareció delirante al hablar de destruir lo inauténtico, según su esquema conocido; y que se encuadraría en la frase final de la página 56 de su Itinerario de la Revolución Rusa de 1917: “Y aún lo parece menos si después de destruir lo que daña o no sirve para nada, termina rindiéndole acatamiento sagrado a lo único a lo cual ya le rinde y por lo cual vive y sobrevive la nación”.
Disentimos con Doll, como con la mayoría de los compañeros de generación, sobre la opción práctica que se presentaba al Nacionalismo argentino a mediados de la década de los años 40. Pero según había ocurrido antes, y ocurriría después, fue sin ruptura de la amistad que nos unía tan estrechamente. Lo mismo que con Ernesto Palacio, o con Raúl Scalabrini Ortiz. De éste nos queda un testimonio que confirma lo que decimos. Al publicar en 1949 su folleto sobre El capital, el hombre y la PROPIEDAD EN LA VIEJA Y EN LA NUEVA CONSTITUCIÓN el autor nos lo envió con la siguiente dedicatoria: “Para Rodolfo y Julio Irazusta en la identidad del mismo pensamiento de fondo que no altera la diferencia de apreciación de lo inmediato, cordialmente”. De todos modos, con ninguno era discreto mantener la frecuentación asidua que había sido la norma desde que nos tratábamos íntimamente hasta que estalló el movimiento de masas que arrastró a la mayoría de los que entre todos habíamos hecho la revolución intelectual que transformó el pensamiento nacional en algo muy distinto de lo que había sido hasta entonces.
Ramón Doll siguió su carrera ascendente en el nuevo régimen, a partir de 1943. Fue ministro de Hacienda en Tucumán. Al año siguiente ejerció la intervención en la Universidad Nacional de Cuyo. Actuó en la Fiscalía de Estado de la Provincia de Buenos Aires y en la Asesoría Letrada de Transportes de Buenos Aires.
A la vuelta de todos esos años nos volvimos a encontrar con Doll como si nada hubiese acaecido entre nosotros. Tuvimos nuestros debates retrospectivos; pero sin que las agudas diferencias de opinión gravitaran para nada en la cordialidad con que habíamos renovado nuestro trato. Para entonces, su salud no era ya lo que había sido en la época de nuestra intimidad, cuando lo conocimos en la gozosa alegría de sus años exuberantes, en camino a la cincuentena. Después de 1955 se había, por así decir, llamado a cuarteles de invierno. Ya no trabajaba con el mismo ardor de antaño. Ahora dedicaba la mayor parte de su tiempo a la vida higiénica del paseo y la conversación intrascendente. En vez de tener que visitarlo en su casa —al revés de cuando él nos visitaba en la nuestra— ahora era habitual encontrarlo en la avenida Santa Fe, cerca de la esquina de Junín donde tenía su casa, como si fuera su sala de recepción. Allí se renovaron las charlas que habíamos mantenido toda la vida, al estilo peripatético, en lugar de las conversaciones de sobremesa, que lo apasionaban en la época de su plenitud vital.
A modo de digresión final, debo decir que el despilfarro del talento es algo así como la característica del país argentino. Pero en ningún sector de opinión es más conspicuo ese rasgo que en el Nacionalismo. Siempre sostuve que la pléyade de talentos revolucionarios era mayor en la Argentina que en ninguna de las otras naciones civilizadas que intentaron la revolución necesaria para nuestro tiempo: vale decir, la que sin renegar de las verdades fundamentales de la sociedad tradicional, sepa hallar una vía media entre los abusos del capitalismo hedonista y los horrores del marxismo ateo. No creo indispensable una demostración exhaustiva. Basta afirmarlo para persuadirse, como ocurre con las verdades evidentes. Pero lo cierto es que la mayoría de los talentos a que nos referimos no llevaron a cabo las obras que de ellos podían esperarse. Estamos seguros de que la capacidad de Doll era inmensamente superior a la obra que deja. Cierto, las circunstancias en medio de las cuales vivió y actuó fueron las más deplorables que a una generación intelectual le tocó en suerte. Con todo, su caso, como el de muchos otros de sus compañeros de generación, no puede eximirse de esa consideración que hace de nuestro país el más desprendido y manirroto de todos, en todos los terrenos de la materia y del espíritu. Aprovechemos las preciosas enseñanzas que Ramón Doll nos dejó en herencia. Y que la falta que añoramos nos estimule a recoger de su obra dispersa el inmenso caudal que aún se halla en los hipogeos del periodismo nacional.

Julio Irazusta Buenos Aires,
20 de enero de 1974.

 

Para quién escribimos este libro

 

Nos proponemos explicar sincera e imparcialmente en qué consiste el mito del comunismo y cuál es su realidad. Suponemos que el comunismo sigue siendo para gran parte de las masas desheredadas una de las ilusiones que, de tiempo en tiempo, remueven la humanidad ofreciéndole un porvenir mejor; ilusión alimentada por una propaganda falsa, razonada por medio de sofismas filosóficos y científicos que han quedado como los últimos residuos vitales del siglo XIX, y calentada en la llama viva de una Revolución que, en definitiva, bajo la costra de la ideología marxista, dejó al pueblo ruso en la misma miseria, ignorancia y explotación que reinaron en la época zarista. Salvo en lo que se refiere a las fuerzas militares, las que reduplicó hablando de pacifismo.
Comprendemos perfectamente que en la Argentina hay millares de obreros, campesinos, empleados y desocupados, cuya triste existencia no les permite el lujo de recorrer las bibliotecas ni informarse pacientemente sobre qué es, qué no es y qué dice ser el comunismo. Comprendemos, sin embargo, que esa doctrina y ese hecho traen en sus brazos un odio suficientemente contagioso contra las injusticias de la sociedad liberal, y que basta ese odio para que el hambriento y el desgraciado se abracen al comunismo, como una salida maldita para quien no tiene salida alguna. Lo vemos, lo hemos visto, a ese argentino infortunado.
Comido por las garrapatas y pasmado bajo soles tropicales, hacha el quebracho o machetea la yerba en los bosques de Santiago y de Misiones. Cargado de familia, recoge en las llanuras un trigo que no le rinde nada, pero enriquece a los accionistas ingleses del ferrocarril, a los propietarios ausentistas del latifundio y a las dos o tres firmas judías exportadoras de cereal. Con un salario de hambre, vive en los conventillos de Buenos Aires un horrible contubernio familiar. Esos millares o millones de ex hombres y ex mujeres no entienden una jota de Carlos Marx, ni ganas tienen de meterse en una biblioteca a descifrar las polémicas de Lenin. Pero cualquier profesional alimentado por las filiales de Moscú sabe decirles lo que necesitan: que el comunismo pondrá en su olla todos los días una gallina, como quería un rey de Francia. Por lo menos, sabe decirles que su situación es miserable y que saldrán de ella con la revolución comunista. Y, en última instancia, sabe convencerlos de que Rusia es la patria de su ilusión; que defender a Rusia es defender el país donde no hay hambrientos, ni desheredados, ni explotadores. El ex hombre tendría cien razones para creerlo y no necesita más que una: su miseria.
Y bien, este libro no brinda a los eruditos un alegato más contra ‘la Revolución Rusa, ni a los burgueses una tranquilidad sobre la imposibilidad de que el fenómeno ruso salga de sus fronteras; ni siquiera queremos advertir a los demócratas o a los socialistas amarillos que si el oso ruso y rojo saliera al Occidente, los primeros en ser fusilados serían esos amarillos y esos demócratas. Esas tácticas y esas querellas no nos interesan, por lo menos ahora.
Nos interesa solamente hablar mano a mano con el triste, con el infortunado y con el que en estos momentos está aculado a un problema casero urgente, inmediato, que no se lo resuelven con frases de Marx y Engels; problemas de miseria real, con cesantía en la fábrica, una mujer tuberculosa en el Muñiz y cinco hijos que abren la boca y hay que echarles alguna cosa que no sea una vana cháchara sobre el materialismo dialéctico. Si ese proletario me dice que está desesperado y que va a vender su alma al diablo o va a asaltar a los caminos, no tengo nada que decirle. Al no remediarle yo nada porque no puedo o no quiero, tampoco tengo fuerzas para darle algún consejo. Pero si ese proletario me dice que ahora sí cree en el comunismo y que acaba de comprender que para el abandonado de la sociedad no hay otro camino que luchar por ese ideal, entonces tengo derecho y deber de decirle que está radicalmente equivocado. Que si asalta por los caminos, en último caso tendrá asegurada una pensión regular en las cárceles del Estado y que, si se hace vagabundo, el caño de obras sanitarias puede, incluso, ser más confortable que el cuarto del conventillo. Le hablo exclusivamente de su solución económica y no le aconsejo nada; me limito a indicarle que en esas dos variantes alguna solución económica existe, inmoral o antisocial, pero solución al fin.
Pero le niego rotundamente que con el comunismo encuentre solución alguna. Paria es en la sociedad liberal, sin duda; pero paria seguirá en la comunista, mil veces más paria, porque deberá vivir bajo un régimen carcelario menos seguro que la cárcel liberal. Tendrá que trabajar más; se acabarán las ocho horas; se acabarán las huelgas; una policía inexorable lo perseguirá, lo humillará, y si por ahí se hace de algún enemigo, cualquier día una GPU lo liquidará tranquilamente. Se acabó el derecho de agremiarse, bastante retaceado, cierto, en el régimen burgués, pero, con todo, más o menos respetado. Cuatro judíos o judías narigudos dirigirán los sindicatos donde nadie alzará la voz, y el que se atreva a alzarla, al día siguiente tendrá su historia, que puede terminar en trabajos forzados.
Esperamos demostrarle al obrero argentino cuál es el mito y cuál es la realidad de la Revolución Rusa. El mito en cuyo nombre actúa el comunismo es la liberación del proletariado mundial, atado a las cadenas de sus opresores económicos. La realidad, la auténtica realidad, es que aquella revolución no es más que el resultado de un proceso político que sólo puede interesar a un ruso, en tanto ruso, sin que el proletariado de aquel país, ni menos el proletariado argentino, inglés o francés, hayan ganado nada con el triunfo bolchevique, ni tengan en aquel juego más ventajas que las que tendrían si volvieran los “blancos’’ al Kremlin.

Ramón Doll
Buenos Aires, marzo de 1943.