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El reino de la cantidad y los signos de los tiempos

 

René Guénon

El reino de la cantidad y los signos de los tiempos - René Guénon

348 páginas
medidas: 14,5 x 20 cm.
Ediciones Sieghels
2015
, Argentina
tapa: blanda, color, plastificado,
 Precio para Argentina: 350 pesos
 Precio internacional: 24 euros

 

 

 

 

"El reino de la cantidad y los signos de los tiempos" es la obra magna de René Guenón en cuanto a la crítica al mundo moderno y sus concepciones más arraigadas. En ella desarma desapasionada y rigurosamente, pieza por pieza, los componentes de la modernidad, haciéndolos ver como ingenuas caricaturas del conocimiento verdadero. Los postulados de "Crisis del mundo moderno" son aquí desarrollados in extenso y provistos de un marco doctrinal más profundo.
Comenzando por formular claramente las concepciones de materia, calidad, cantidad y tiempo, desde una óptica opuesta a la visión materialista y mecanicista moderna debido a que están explicadas ubicándose desde el orden metafísico hasta el orden de la manifestación, Guénon desconstruye las categorías epistemológicas y las concepciones del mundo más universalmente admitidas por la "modernidad", no dejando en pie ni ciencias exactas ni sociales, religiones ni pseudoesoterismos o pseudoiniciaciones, en suma, ninguna de las concepciones modernas ni instrumentos intelectuales con que la civilización esconde su incapacidad de acceder al plano metafísico. Una civilización que, además, se vanagloria de su ignorancia creyendo ser el resultado del progreso y la evolución. Sus concepciones científicas de las que tanto se enorgullece son descubiertas como «residuos» degenerados de las antiguas ciencias tradicionales, dando lugar a una existencia vaciada de todo lo que constituía su esencia.
Las previsiones de Guénon son ahora incluso más evidentes, desde la vulgarización general en todas las esferas sociales, pasando por el avanzado proceso de “solidificación” o materialización de nuestro mundo, y el más preocupante y palpitante proceso de disolución como corolario. Las fuerzas de la acción anti-tradicional y contra-iniciática detrás de estos procesos son puestas a la luz con maestría por el tradicionalista francés en este libro realmente singular.

 

ÍNDICE

Prefacio 7
I.- Cualidad y Cantidad 19
II.- «Materia signata quantitate» 25
III.- Medida y manifestación 33
IV.- Cantidad espacial y espacio cualificado 43
V.- Las determinaciones cualitativas del tiempo 51
VI.- El principio de individuación 60
VII.- La uniformidad contra la unidad 65
VIII.- Oficios antiguos e industria moderna 72
IX.- El doble sentido del anonimato 81
X.- La ilusión de las estadísticas 89
XI.- Unidad y «simplicidad» 96
XII.- El odio del secreto 106
XIII.- Los postulados del racionalismo 114
XIV.- Mecanicismo y materialismo 122
XV.- La ilusión de la «vida ordinaria» 128
XVI.- La degeneración de la moneda 136
XVII.- Solidificación del mundo 143
XVIII.- Mitología científica y vulgarización 151
XIX.- Los límites de la historia y de la geografía 161
XX.- De la esfera al cubo 172
XXI.- Caín y Abel 181
XXII.- Significación de la metalurgia 191
XXIII.- El tiempo cambiado en espacio 200
XXIV.- Hacia la disolución 207
XXV.- Las fisuras de la gran muralla 215
XXVI.- Chamanismo y Brujería 221
XXVII.- Residuos psíquicos 231
XXVIII.- Las etapas de la acción antitradicional 239
XXIX.- Desviación y subversión 246
XXX.- La inversión de los símbolos 252
XXXI.- Tradición y tradicionalismo 259
XXXII.- El neoespiritualismo 268
XXXIII.- El intuicionismo contemporáneo 274
XXXIV.- Los desmanes del psicoanálisis 282
XXXV.- La confusión de lo psíquico y de lo espiritual 292
XXXVI.- La pseudo-iniciación 299
XXXVII.- El engaño de las «profecías» 313
XXXVIII.- De la antitradición a la contratradición 323
XXXIX.- La gran parodia o la espiritualidad al revés 331
XL.- El fin de un mundo 341

PREFACIO


Desde que hemos escrito La Crisis del Mundo moderno, los acontecimientos no han confirmado sino muy completamente, y sobre todo muy rápidamente, todas las precisiones que exponíamos entonces sobre este tema, aunque, por lo demás, lo hayamos tratado fuera de toda preocupación de «actualidad» inmediata, así como de toda intención de «crítica» vana y estéril. No hay que decir, en efecto, que las consideraciones de este orden no valen para nos sino en tanto que representan una aplicación de los principios a algunas circunstancias particulares; y, destacámoslo de pasada, si aquellos que han juzgado más justamente los errores y las insuficiencias propias a la mentalidad de nuestra época se han quedado generalmente en una actitud completamente negativa o no han salido de ésta más que para proponer remedios casi insignificantes y muy incapaces de frenar el desorden creciente en todos los dominios, es porque el conocimiento de los verdaderos principios les hacía tanta falta como a los que se obstinaban al contrario en admirar el pretendido «progreso» y en ilusionarse sobre su conclusión fatal.
Por lo demás, incluso desde un punto de vista puramente desinteresado y «teórico», no basta denunciar errores y hacerlos aparecer tales cuales son realmente en sí mismos; por útil que eso pueda ser, es todavía más interesante y más instructivo explicar8
los, es decir, buscar cómo y por qué se han producido, ya que todo lo que existe de cualquier manera que sea, incluso el error, tiene necesariamente su razón de ser, y el desorden mismo debe finalmente encontrar su lugar entre los elementos del orden universal. Es así que, si el mundo moderno, considerado en sí mismo, constituye una anomalía e incluso una suerte de monstruosidad, por ello no es menos verdad que, situado en el conjunto del ciclo histórico del que forma parte, corresponde exactamente a las condiciones de una cierta fase de este ciclo, la que la tradición hindú designa como el periodo extremo del Kali-Yuga; son estas condiciones, que resultan de la marcha misma de la manifestación cíclica, las que han determinado sus caracteres propios, y se puede decir, a este respecto, que la época actual no podía ser otra que la que es efectivamente. Solamente, entiéndase bien que, para ver el desorden como un elemento del orden, o para reducir el error a la visión parcial y deformada de alguna verdad, es menester elevarse por encima del nivel de las contingencias a cuyo dominio pertenecen ese desorden y ese error como tales; y del mismo modo, para aprehender la verdadera significación del mundo moderno conformemente a las leyes cíclicas que rigen el desarrollo de la presente humanidad terrestre, es menester estar enteramente liberado de la mentalidad que le caracteriza especialmente y no estar afectado por ella a ningún grado; eso es incluso tanto más evidente cuanto que esta mentalidad implica forzosamente, y en cierto modo por definición, una total ignorancia de las leyes de que se trata, así como de todas las demás verdades que, al derivar más o menos directamente de los principios transcendentes, forman parte esencialmente de ese conocimiento tradicional del que todas las concepciones propiamente modernas no son, consciente o inconscientemente, más que la negación pura y simple.
Nos habíamos propuesto desde hace mucho tiempo dar a La crisis del Mundo moderno una continuación de una naturaleza más estrictamente «doctrinal», a fin de mostrar precisamente algunos aspectos de esa explicación de la época actual según el punto de vista tradicional al cual entendemos atenernos siempre exclusivamente, y que, por lo demás, por las razones mismas que acabamos de indicar, es aquí, no sólo el único válido, sino incluso, podríamos decir, el único posible, puesto que, fuera de él, una tal explicación no podría considerarse siquiera. Circunstancias diversas nos han obligado a aplazar hasta ahora la realización de este proyecto, pero eso importa poco para quien está seguro de que todo lo que debe llegar llega necesariamente en su tiempo, y eso, muy frecuentemente, por medios imprevistos y completamente independientes de nuestra voluntad; la prisa febril que nuestros contemporáneos aportan a todo lo que hacen nada puede contra eso, y no podría producir más que agitación y desorden, es decir, efectos completamente negativos; pero, ¿serían todavía «modernos» si fueran capaces de comprender la ventaja que hay en seguir las indicaciones dadas por las circunstancias, que, muy lejos de ser «fortuitas» como imagina su ignorancia, no son en el fondo más que expresiones más o menos particularizadas del orden general, humano y cósmico a la vez, en el que debemos integrarnos voluntaria o involuntariamente?
Entre los rasgos característicos de la mentalidad moderna, tomaremos aquí primero, como punto central de nuestro estudio, la tendencia a reducirlo todo únicamente al punto de vista cuantitativo, tendencia muy marcada en las concepciones «científicas» de estos últimos siglos, y que, por lo demás, se destaca también claramente en otros dominios, concretamente en el de la organización social, de suerte que, salvo una restricción cuya naturaleza y cuya necesidad aparecerán después, nuestra época casi se podría definir como siendo esencialmente y ante todo el «reino de la cantidad». Por lo demás, si escogemos así este carácter preferentemente a todo otro, no es únicamente, ni tampoco principalmente, porque es uno de los más visibles y de los menos contestables; es sobre todo porque se presenta a nos como verdaderamente fundamental, por el hecho de que esta reducción a lo cuantitativo traduce rigurosamente las condiciones de la fase cíclica a la que la humanidad ha llegado en los tiempos modernos, y porque la tendencia de que se trata no es otra, en definitiva, que la que conduce lógicamente al término mismo del «descenso» que se efectúa, con una velocidad siempre acelerada, desde el comienzo al fin de un Manvantara, es decir, durante toda la duración de manifestación de una humanidad tal como la nuestra. Como ya hemos tenido frecuentemente la ocasión de decirlo, este «descenso» no es en suma más que el alejamiento gradual del principio, necesariamente inherente a todo proceso de manifestación; en nuestro mundo, y en razón de las condiciones especiales de existencia a las que está sometido, el punto más bajo reviste el aspecto de la cantidad pura, desprovista de toda distinción cualitativa; por lo demás, no hay que decir que eso no es propiamente más que un límite, y es por eso por lo que, de hecho, no podemos hablar más que de «tendencia», ya que, en el recorrido mismo del ciclo, el límite no puede alcanzarse nunca, y, en cierto modo, está fuera y por debajo de toda existencia realizada e incluso realizable.
Ahora, lo que importa notar muy particularmente y desde el comienzo, tanto para evitar todo equívoco como para darse cuenta de lo que puede dar lugar a algunas ilusiones, es que, en virtud de la ley de la analogía, el punto más bajo es como un reflejo obscuro o una imagen invertida del punto más alto, de donde resulta esta consecuencia, paradójica en apariencia solamente, de que la ausencia más completa de todo principio implica una suerte de «contrahechura» del principio mismo, lo que algunos han expresado, bajo una forma «teológica», diciendo que «Satán es el mono de Dios». Esta precisión puede ayudar enormemente a comprender algunos de los enigmas más sombríos del mundo moderno, enigmas que, por lo demás, él mismo niega porque no sabe percibirlos, aunque los lleva en él, y porque esta negación es una condición indispensable del mantenimiento de la mentalidad especial por la cual existe: si nuestros contemporáneos, en su conjunto, pudieran ver lo que les dirige y hacia lo que tienden realmente, el mundo moderno cesaría de existir inmediatamente como tal, ya que el «enderezamiento» al que hemos hecho alusión frecuentemente no podría dejar de operarse por eso mismo; pero, como este «enderezamiento» supone por otra parte la llegada al punto de detención donde el «descenso» se cumple enteramente y donde «la rueda cesa de girar», al menos por el instante que marca el paso de un ciclo a otro, es menester concluir de ello que, hasta que ese punto de detención se alcance efectivamente, estas cosas no podrán ser comprendidas por la generalidad, sino solo por el pequeño número de los que estarán destinados a preparar, en una u otra medida, los gérmenes del ciclo futuro. Apenas hay necesidad de decir que, en todo lo que exponemos, es a éstos últimos a quienes siempre hemos entendido dirigirnos exclusivamente, sin preocuparnos de la inevitable incomprehensión de los demás; es verdad que esos otros son y deben ser, por un cierto tiempo todavía, la inmensa mayoría, pero, precisamente, es solo en el «reino de la cantidad» donde la opinión de la mayoría puede pretender ser tomada en consideración.
Sea como sea, queremos sobre todo, por el momento y en primer lugar, aplicar la precedente precisión en un dominio más restringido que el que acabamos de mencionar: a este respecto, ella debe servir para impedir toda confusión entre el punto de vista de la ciencia tradicional y el de la ciencia profana, aunque algunas similitudes exteriores podrían parecer prestarse a ello; estas similitudes, en efecto, no provienen frecuentemente más que de correspondencias invertidas, donde, mientras que la ciencia tradicional considera esencialmente el término superior y no acuerda un valor relativo al término inferior más que en razón de su correspondencia misma con ese término superior, la ciencia profana, al contrario, no tiene en vista más que el término inferior e, incapaz de rebasar el dominio al cual se refiere, pretende reducir a éste toda realidad. Así, para tomar un ejemplo que se refiere directamente a nuestro tema, los números pitagóricos, considerados como los principios de las cosas, no son de ninguna manera los números tales como los entienden los modernos, matemáticos o físicos, como tampoco la inmutabilidad primordial es la inmovilidad de una piedra, o como la verdadera unidad no es la uniformidad de los seres desprovistos de todas las cualidades propias; ¡y sin embargo, porque se trata de números en los dos casos, los partidarios de una ciencia exclusivamente cuantitativa no se han privado de querer contar a los Pitagóricos entre sus «predecesores»! Agregaremos solamente, para no anticipar demasiado sobre los desarrollos que van a seguir, que eso muestra también que, como ya lo hemos dicho en otra parte, las ciencias profanas de las que el mundo moderno está tan orgulloso no son realmente más que «residuos» degenerados de las antiguas ciencias tradicionales, como, por lo demás, la cantidad misma, a la que se esfuerzan en reducirlo todo, no es por así decir, desde el punto de vista en que esas ciencias la consideran, más que el «residuo» de una existencia vaciada de todo lo que constituía su esencia; y es así como esas pretendidas ciencias, al dejar escapar o incluso eliminar deliberadamente todo lo que es verdaderamente esencial, se revelan en definitiva incapaces de proporcionar la explicación real de nada.
Del mismo modo que la ciencia tradicional de los números es algo muy diferente de la aritmética profana de los modernos, incluso agregando a ésta todas las extensiones algebraicas u otras de las que es susceptible, del mismo modo también hay una «geometría sagrada», no menos profundamente diferente de la ciencia «escolar» que se designa hoy día por este mismo nombre de geometría. No tenemos necesidad de insistir largamente sobre esto, ya que todos los que han leído nuestras precedentes obras saben que hemos expuesto en ellas, y concretamente en El Simbolismo de la Cruz, muchas consideraciones que dependen de esta geometría simbólica de que se trata, y han podido darse cuenta hasta qué punto se presta a la representación de las realidades de orden superior, al menos en toda la medida en que éstas son susceptibles de ser representadas en modo sensible; y por lo demás, en el fondo, ¿no son las formas geométricas necesariamente la base misma de todo simbolismo figurado o «gráfico», desde el de los caracteres alfabéticos y numéricos de todas las lenguas hasta el de los yantras iniciáticos más complejos y más extraños en apariencia? Es fácil comprender que este simbolismo pueda dar lugar a una multiplicidad indefinida de aplicaciones; pero, al mismo tiempo, se debe ver muy fácilmente también que una tal geometría, muy lejos de no referirse más que a la pura cantidad, es al contrario esencialmente «cualitativa»; y diremos otro tanto de la verdadera ciencia de los números, ya que los números principiales, aunque deban llamarse así por analogía, están por así decir, en relación a nuestro mundo, en el polo opuesto de aquél donde se sitúan los números de la aritmética vulgar, los únicos que conocen los modernos y sobre los cuales llevan exclusivamente su atención, tomando así la sombra por la realidad misma, como los prisioneros de la caverna de Platón.
En el presente estudio, nos esforzaremos en mostrar más completamente todavía, y de una manera más general, cuál es la verdadera naturaleza de esas ciencias tradicionales, y también, por eso mismo, qué abismo las separa de las ciencias profanas que son como una caricatura o una parodia de ellas, lo que permitirá medir la decadencia sufrida por la mentalidad humana con el paso de las unas a las otras pero también ver, por la situación respectiva de sus objetos, cómo esta decadencia sigue estrictamente la marcha descendente del ciclo mismo recorrido por nuestra humanidad. Bien entendido, estas cuestiones son todavía de aquellas que no se puede pretender nunca tratar completamente, ya que, por su naturaleza, son verdaderamente inagotables; pero al menos trataremos de decir suficiente de ellas como para que cada uno pueda sacar a su respecto las conclusiones que se imponen en lo que concierne a la determinación del «momento cósmico» al que corresponde la época actual. Si hay en esto consideraciones que algunos encontrarán quizás obscuras a pesar de todo, es únicamente porque están demasiado alejadas de sus hábitos mentales, porque son demasiado extrañas a todo lo que les ha sido inculcado por la educación que han recibido y por el medio en el que viven; en eso no podemos nada, ya que hay cosas para las cuales un modo de expresión propiamente simbólico es el único posible, y que, por consiguiente, jamás serán comprendidas por aquellos para quienes el simbolismo es letra muerta. Por lo demás, recordaremos que este modo de expresión es el vehículo indispensable de toda enseñanza de orden iniciático; pero, sin hablar siquiera del mundo profano cuya incomprehensión es evidente y en cierto modo natural, basta con echar un vistazo sobre los vestigios de iniciación que subsisten todavía en Occidente para ver lo que algunos, a falta de «cualificación» intelectual, hacen de los símbolos que se proponen a su meditación, y para estar bien seguros de que esos, sean cuales sean los títulos de que estén revestidos y sean cuales sean los grados iniciáticos que hayan recibido «virtualmente», ¡no llegarán nunca a penetrar el verdadero sentido del menor fragmento de la geometría misteriosa de los «Grandes Arquitectos de Oriente y de Occidente»!
Puesto que acabamos de hacer alusión a Occidente, se impone todavía una precisión: cualquiera que sea la extensión que haya tomado, sobre todo en éstos últimos años, el estado de espíritu que llamamos específicamente «moderno», y cualquiera que sea el dominio que ejerce cada vez más, exteriormente al menos, sobre el mundo entero, este estado de espíritu por ello no permanece menos puramente occidental por su origen: efectivamente, es en Occidente donde ha tenido nacimiento y donde ha tenido mucho tiempo su dominio exclusivo, y, en Oriente, su influencia no será nunca otra cosa que una «occidentalización». Por lejos que pueda ir esta influencia en la sucesión de los acontecimientos que se desarrollarán todavía, nunca se podrá pretender pues oponerla a lo que hemos dicho de la diferencia del espíritu oriental y del espíritu occidental, que, para nos, es en suma la misma cosa que la del espíritu tradicional y del espíritu moderno, ya que es muy evidente que, en la medida en que un hombre se «occidentaliza», cualesquiera que sean su raza y su país, cesa por eso mismo de ser un oriental espiritual e intelectualmente, es decir, desde el único punto de vista que nos importa en realidad. En eso no se trata de una simple cuestión de «geografía», a menos que se la entienda de modo muy diferente a los modernos, ya que hay también una geografía simbólica; y, a este propósito, la actual preponderancia de Occidente presenta por lo demás una correspondencia muy significativa con el fin de un ciclo, puesto que el Occidente es precisamente el punto donde se pone el sol, es decir, donde llega a la extremidad de su curso diurno, y donde, según el simbolismo chino, «el fruto maduro cae al pie del árbol». En cuanto a los medios por los que el Occidente ha llegado a establecer esta dominación de la que la «modernización» de una parte más o menos considerable de los Orientales no es más que la última y la más penosa consecuencia, bastará dirigirse a lo que de ello hemos dicho en otras obras para convencerse de que no se basan en definitiva más que sobre la fuerza material, lo que equivale a decir, en otros términos, que la dominación occidental misma no es todavía más que una expresión del «reino de la cantidad».
Así, desde cualquier lado que se consideren las cosas, uno se ve siempre llevado a las mismas consideraciones y las ve verificarse constantemente en todas las aplicaciones que es posible hacer de ellas; por lo demás, eso no tiene nada que deba sorprender, ya que la verdad es necesariamente coherente, lo que, bien entendido, no quiere decir de ninguna manera que sea «sistemática», contrariamente a lo que podrían suponer de muy buena gana los filósofos y los sabios profanos, encerrados como están en concepciones estrechamente limitadas, que son aquellas a las cuales el nombre de «sistemas» conviene propiamente, y que, en el fondo, no traducen más que la insuficiencia de las mentalidades individuales libradas a sí mismas, aunque esas mentalidades sean las que se han convenido en llamar «hombres de genio», de quienes todas las especulaciones más alabadas no valen ciertamente el conocimiento de la menor verdad tradicional. Sobre esto también, nos hemos explicado suficientemente cuando hemos tenido que denunciar los desmanes del «individualismo», que es también una de las características del espíritu moderno; pero agregaremos aquí que la falsa unidad del individuo a quien se concibe como formando por sí mismo un todo completo corresponde, en el orden humano, a lo que es la del pretendido «átomo» en el orden cósmico: el uno y el otro no son más que elementos que se consideran como «simples» desde un punto de vista completamente cuantitativo, y que, como tales, se les supone susceptibles de una suerte de repetición indefinida que no es propiamente más que una imposibilidad, puesto que es esencialmente incompatible con la naturaleza misma de las cosas; de hecho, esta repetición indefinida no es otra cosa que la multiplicidad pura, hacia la cual tiende el mundo actual con todas sus fuerzas, sin que, no obstante, pueda llegar nunca a perderse enteramente en ella, puesto que esta multiplicidad está a un nivel inferior a toda existencia manifestada, y puesto que representa el extremo opuesto de la unidad primordial. Así pues, es menester ver el movimiento de descenso cíclico como efectuándose entre estos dos polos, partiendo de la unidad, o más bien del punto que está más próximo de la unidad en el dominio de la manifestación, relativamente al estado de existencia que se considere, y tendiendo cada vez más hacia la multiplicidad, queremos decir la multiplicidad considerada analíticamente y sin ser referida a ningún principio, ya que no hay que decir que, en el orden primordial, toda multiplicidad está comprendida sintéticamente en la unidad misma. En un cierto sentido, puede parecer que haya multiplicidad en los dos puntos extremos, del mismo modo que, según lo que acabamos de decir, hay también correlativamente, la unidad de un lado y las «unidades» del otro; pero la noción de la analogía inversa se aplica también estrictamente aquí, y, mientras que la multiplicidad primordial está contenida en la verdadera unidad metafísica, las «unidades» aritméticas o cuantitativas están contenidas al contrario en la otra multiplicidad, la de abajo; y, lo destacamos incidentalmente, el solo hecho de poder hablar de «unidades» en plural, ¿no muestra suficientemente cuán lejos está de la verdadera unidad lo que se considera así? Por definición, la multiplicidad de abajo es puramente cuantitativa, y se podría decir que ella es la cantidad misma, separada de toda cualidad; por el contrario, la multiplicidad de arriba, o lo que llamamos así analógicamente, es en realidad una multiplicidad cualitativa, es decir, el conjunto de las cualidades o de los atributos, que constituyen la esencia de los seres y de las cosas. Así pues, se puede decir también que el descenso de que hemos hablado se efectúa desde la cualidad pura hasta la cantidad pura, donde, por lo demás, la una y la otra son límites exteriores a la manifestación, una más allá y la otra más acá, porque son, en relación a las condiciones especiales de nuestro mundo o de nuestro estado de existencia, una expresión de los dos principios universales que hemos designado en otra parte respectivamente como «esencia» y «substancia», y que son los dos polos entre los que se produce toda manifestación; y éste es el punto que vamos a tener que explicar más completamente en primer lugar, ya que es así sobre todo como se podrán comprender mejor las otras consideraciones que tendremos que desarrollar en la continuación de este estudio.