Libreria Argentina Libreria Argentina Libreria Argentina

 

La crisis del mundo moderno

 

René Guénon

La crisis del mundo moderno - René Guénon

172 páginas
medidas: 14,5 x 20 cm.
Ediciones Sieghels
2015
, Argentina
tapa: blanda, color, plastificado,
 Precio para Argentina: 220 pesos
 Precio internacional: 14 euros

 

 

 

 

En el mundo actual son pocos los libros que sean de manera tan resuelta ‘revolucionarios’ como los de René Guénon. En efecto, en ningún otro autor es tan decidida e inatenuada como en él la rebelión en contra de la moderna civilización moderna de carácter materialista, cientificista, democrática, profana e individualista. Pero, al mismo tiempo, en ningún otro autor de nuestros tiempos es tan precisa y consciente la exigencia de un retorno integral a aquellos principios que, por encontrase por encima del tiempo, no son ni de ayer ni de hoy, sino que presentan una perenne actualidad y un valor perenne de carácter normativo, constituyendo los presupuestos inmutables para toda grandeza humana y para todo tipo superior de civilización. Este segundo punto diferencia netamente a Guénon de todos aquellos que, desde hace un cierto tiempo, se han entregado a denunciar el ‘ocaso del Occidente’, la ‘crisis de la cultura moderna’ y así sucesivamente. Es por tener una conciencia de lo que es positivo, pero en un sentido superior y normal, que él ataca las diferentes formas del espíritu moderno. Y en él no se trata de ‘filosofía’ y de posturas en mayor o menor medida personales, sino de concepciones que se remiten a una tradición en el sentido más alto y universal del término. Se trata de todo un mundo que él vuelve a evocar como medida, mundo del cual el Occidente ya desde hace tiempo ha olvidado no solamente la dignidad, sino casi la misma posibilidad de existencia.
Aquello que él dice de válido, es bueno repetirlo, no es un producto del pensamiento, sino que corresponde a lo que habría podido decir un hombre de los tiempos denominados por Vico como ‘heroicos’, un representante de una ‘conciencia de lo alto’: respecto de la cual no hay nada que discutir, sino que se trata de reconocer o rechazar, de decir que sí o que no.
La presente obra es quizás aquella que a la mayoría puede servir como introducción al estudio de los otros libros de Guénon, en modo tal de conducir gradualmente a aquel que se siente con vocación para tener contactos directos con el mismo ‘espíritu tradicional’.
Julius Evola

 

ÍNDICE

Introducción. por Julius Evola 7
Prólogo 19
I.- La edad de sombra 27
II.- La oposición de Oriente y Occidente 45
III.- Conocimiento y acción 61
IV.- Ciencia sagrada y ciencia profana 73
V.- El individualismo 91
VI.- El caos social 109
VII.- Una civilización material 125
VIII.- La invasión occidental 145
IX.- Algunas conclusiones 159

INTRODUCCIÓN (por Julius Evola)


En la plenitud de su sentido la palabra ‘revolución’ comprende dos ideas: en primer lugar el de una rebelión en contra de una determinada situación; pero en otro sentido se trata de una idea de retorno, de conversión, por lo cual en el antiguo lenguaje astronómico la revolución de un astro significaba su retorno al punto de partida y su movimiento ordenado alrededor de un centro. Y bien, tomando el término ‘revolución’ en este sentido, puede decirse que en el mundo actual son pocos los libros que sean de manera tan resuelta ‘revolucionarios’ como los de René Guénon. En efecto, en ningún otro autor es tan decidida e inatenuada como en él la rebelión en contra de la moderna civilización moderna de carácter materialista, cientificista, democrática, profana e individualista. Pero, al mismo tiempo, en ningún otro autor de nuestros tiempos es tan precisa y consciente la exigencia de un retorno integral a aquellos principios que, por encontrase por encima del tiempo, no son ni de ayer ni de hoy, sino que presentan una perenne actualidad y un valor perenne de carácter normativo, constituyendo los presupuestos inmutables para toda grandeza humana y para todo tipo superior de civilización. Este segundo punto diferencia netamente a Guénon de todos aquellos que, desde hace un cierto tiempo, se han entregado a denunciar el ‘ocaso del Occidente’, la ‘crisis de la cultura moderna’ y así sucesivamente, temas éstos que, luego del derrumbe acontecido con la Segunda Guerra Mundial, se vuelven a presentar con renovada fuerza. En efecto, en todos ellos, sean Spengler, Massis, Keyserling, Benda, Ropps, Ortega y Gasset o Huizinga, en vano se buscaría un sistema de puntos de referencia que justifique y convierta en integral su crítica; las suyas no son sino reacciones confusas y parciales: a pesar de su carácter reaccionario y anacrónico. Y no hablemos luego del nivel sobre el cual se encuentran las denominadas tendencias ‘contestatarias’ contemporáneas con sus diferentes corifeos, partiendo de Marcuse y de Horkheimer. De todo esto no es el caso en Guénon. Es por tener una conciencia de lo que es positivo, pero en un sentido superior y normal, que él ataca las diferentes formas del espíritu moderno. Y en él no se trata de ‘filosofía’ y de posturas en mayor o menor medida personales, sino de concepciones que se remiten a una tradición en el sentido más alto y universal del término. Se trata de todo un mundo que él vuelve a evocar como medida, mundo del cual el Occidente ya desde hace tiempo ha olvidado no solamente la dignidad, sino casi la misma posibilidad de existencia. Así en Guénon hay una acusación y al mismo tiempo un testimonio. Y, en cuanto al estilo, de él emanan totalmente todos aquellos elementos que permiten aparecer como ‘brillante’ e ‘interesante’, como para poder conquistarse al público corriente compuesto de literatos y de ‘intelectuales’. El punto de vista que él pretende defender no es el de la ‘novedad’ y de la ‘originalidad’, sino el de la verdad pura e inatenuada; y ésta es la razón no última por la cual, a pesar del nivel infinitamente diferente, Guénon, aun teniendo entre nosotros un número no irrelevante de lectores, no es conocido y leído como los autores antes mentados. Aquello que él dice de válido, es bueno repetirlo, no es un producto del pensamiento, sino que corresponde a lo que habría podido decir un hombre de los tiempos denominados por Vico como ‘heroicos’, un representante de una ‘conciencia de lo alto’: respecto de la cual no hay nada que discutir, sino que se trata de reconocer o rechazar, de decir que sí o que no.
La obra desarrollada por Guénon en una serie de libros es vasta y orgánica, y aquí no es el caso de asumir sus temas principales. Procediendo de un constante punto de vista, que es el ‘metafísico’ propio del ‘tradicionalismo integral’, la misma se refiere a los dominios más variados: símbolos, mitos, tradiciones primordiales, interpretación de la historia, morfología y crítica de las civilizaciones, iniciación, fenómenos religiosos y pseudoreligiosos, esoterismo, ciencia tradicional del ser humano, doctrina de la autoridad espiritual, etc. Todo esto que se encuentra en la obra que Guénon ha desarrollado con una preparación sin igual y con un método nuevo en tanto que es decididamente antimoderno, por tener como constante objeto la ‘tercera dimensión’ de una realidad que el lector percibirá que no ha conocido anteriormente, sino tan sólo de manera superficial. La presente obra es quizás aquella que a la mayoría puede servir como introducción al estudio de los otros libros de Guénon, en modo tal de conducir gradualmente a aquel que se siente con vocación para tener contactos directos con el mismo ‘espíritu tradicional’. Un cuidado especial por parte del autor ha sido el de no descuidar nada de lo que en lo relativo a sus principales ideas pudiese hacer surgir malentendidos. Sin embargo es posible que por la naturaleza misma de sus concepciones y por la necesidad de usar palabras lamentablemente influidas por un uso corriente diferente, en una lectura no atenta algún punto de este texto se preste a equívocos, los que es buenos que sean prevenidos aquí. En segundo lugar, aparte de los principios generales, hay formulaciones que convierten en oportunas algunas reservas, no siendo las únicas posibles partiendo de los mismos puntos de referencia, es decir de los de la Tradición. Para el primer punto, no será inútil subrayar que si Guénon declara que su punto de vista es ‘metafísico’, al término ‘metafísica’ no debe dársele el significado corriente otorgado por la filosofía moderna. Guénon usa al mismo tiempo en forma recurrente los términos ‘intelectualidad’, ‘élite intelectual’, ‘intuición intelectual’: esto tampoco nos tiene que llevar al equívoco, del mismo modo que no debe hacerlo cuando habla de ‘principios’ en un sentido que muchas veces podría hacernos pensar en el racionalismo. La elección no siempre muy feliz de tales términos no debe desviarnos de lo esencial. La referencia debe en realidad hacerse respecto de un orden esencialmente supraracional. El hablar de ‘intelectualidad’ puede justificarse tan sólo para hacer alusión con una analogía a una forma de participación, de realización y de contacto con contenidos superiores que posean caracteres de lucidez, de claridad, de ‘conocimiento’, en oposición a todo lo que es irracionalismo, confuso misticismo, intuicionismo instintivo y vitalista. En el sentido guénoniano, el orden ‘metafísico trasciende toda facultad simplemente humana: pero es real y nos podemos integrar al mismo cuando se sigan aquellas vías de superación de la condición humana en general que toda gran tradición ha siempre conocido y que nada tienen que ver con las especulaciones filosóficas y las divagaciones ‘espiritualistas’. Aquello que Guénon denomina ‘intelectualidad pura’ es una facultad a la cual le es dado, entre otras cosas, captar en una evidencia directa la unidad fundamental y trascendente de las enseñanzas, de los símbolos y de los principios que en las diferentes tradiciones históricas y en los diferentes pueblos han revestido formas variadas y a veces en apariencias incluso contrastantes. El tradicionalismo de Guénon es pues diferente de aquello que comúnmente se entiende por tradición: se encuentra respecto de la misma en las mismas relaciones en las cuales lo universal se encuentra respecto de lo particular, lo idéntico y esencial respecto de las variedades contingentes de la una y la otra expresión. Al punto de vista de Guénon le es propia la valorización de una tradición que aun si fuese augusta, no por ello la misma tiene importancia por lo que tiene de cerrado y de particularista, sino por aquello que en la misma remite a un contenido metafísico presente también, en otras formas, en una mayor o menor integralidad, a toda otra tradición digna de tal nombre. Se trata de un tradicionalismo ‘esotérico’ y no empírico.
Un punto que en Guénon reclama sea clarificaciones como reservas se refiere al problema de las relaciones entre la contemplación y la acción. También el término contemplación puede generar un equívoco; dado su sentido corriente, a pocos puede sugerir aquello de lo cual se trata, es decir la positiva vía de retraimiento en la realidad metafísica, a la cual se ha hecho mención. Se pensará en vez en formas religiosas, alienadas respecto del mundo y la oposición declarada por Guénon entre contemplación y acción quizás reforzará el equívoco. La afirmación de la primacía del ‘conocimiento’, de la ‘contemplación’ y de la ‘intelectualidad’ por sobre la acción es en Guénon explícita. ¿Puede la misma valer sin reservas? De acuerdo a nosotros, tan sólo en la medida en que lo que es inferior y que debe ser subordinado sea la acción desconsagrada y materializada, aquella que puede definirse más bien como agitación y fiebre que como acción verdadera en cuanto a su ser privado de cualquier luz, de cualquier sentido verdadero, de cualquier principio: en suma, se trata aquí de la acción tal como ha sido concebida por el Occidente moderno. Pero desde el punto de vista de los principios la cuestión es más compleja y las posturas sostenidas por Guénon, sea en éste como en otros libros, se resienten más de su ‘ecuación personal’ que de deducciones unívocas recabadas de la doctrina tradicional integral. Para esclarecer este punto, que resulta esencial también para las relaciones entre el Oriente y el Occidente, hay que recordar que los dos símbolos de la contemplación y de la acción han estado siempre en relación, en forma respectiva, con el elemento sacerdotal y con el guerrero o regio. Ahora bien, es doctrina tradicional, admitida por el mismo Guénon, que en su origen los dos poderes, el sacerdotal y la realeza guerrera, eran una misma cosa. Tan sólo en forma sucesiva se arribó a un separación e incluso a una oposición. Pero si ello es así, sea el uno como el otro término, sea al sacerdocio como a la simple realeza, sea al ‘brahman’ como al ‘kshatram’, por lo tanto también sea a la contemplación como a la acción, debe reconocérseles un mismo carácter subordinado; ambos se encuentran a igual distancia del punto originario y en consecuencia, a nivel de los principios ninguno de los dos puede reivindicar una absoluta supremacía respecto del otro, y el uno como el otro puede ser susceptible de servir de base para una obra eventual de reintegración, de superación de la antítesis, de reconstrucción de la unidad originaria que es al mismo tiempo conocimiento y acción, sacralidad y virilidad guerrera. Ahora bien, la forma mentis que era propia de Guénon cual individuo le impidió reconocer en estos términos las consecuencias de una doctrina que él también admitía. De allí el carácter para él indiscutible de la tesis por él defendida respecto de la incondicionada primacía de la intelectualidad y de la contemplación; de allí también el desconocimiento de las posibilidades que también el mundo de la acción (comprendido sin embargo en sentido tradicional y no en el moderno) contiene para una posible reintegración. Esta limitación incide, y de manera no irrelevante, sobre todo aquello que Guénon dice respecto de los presupuestos de una posible reconstrucción del Occidente. La tradición única, aun siendo una en su esencia, admite formas variadas de expresión y de realización en correspondencia con las disposiciones específicas de los pueblos para los cuales ella debe valer. Ahora bien Guénon reconoce que en los pueblos de Occidente predomina la tendencia hacia la acción. Si ello es así, no se ve cómo él pueda afirmar que la única forma de tradición que se hizo posible para el Occidente sea la de tipo religioso (entre otras cosas, ello puede valer sólo para una época relativamente reciente y prescindiendo del carácter complejo, no simplemente ‘religioso’, gibelino, del Medioevo occidental, y sin hablar de la romanidad antigua); en segundo lugar, aparece como problemático que, nuevamente, una tradición de tipo religioso y, en forma más general, una tradición a la cual le sea propia la afirmación de la primacía del conocimiento sobre la acción unilateralmente considerada sea la única base concebible en la eventualidad de una reconstrucción del Occidente. Es evidente que, en esta eventualidad, una tradición que, aun teniendo carácter metafísico, se vinculase a símbolos de la acción sería aquella que, por ser congenial con la calificación predominante en Occidente, podría actuar en forma eficaz y orgánicamente. Aunque sobrevendría el inconveniente de que se plantearía el problema de las formas tradicionales no extinguidas que por una obra de tal tipo podrían ser utilizadas. Tal dificultad parecería menor en la otra alternativa, gracias a la subsistencia del catolicismo. Pero los condicionamientos que el mismo Guénon ha tenido que indicar para que el catolicismo pueda abocarse a tal tarea y propiciar una reconstrucción tradicional del Occidente son suficientes como para convencerse del carácter utópico de tal planteo. Por lo demás Guénon tuvo ocasión de confesarnos que la alusión al catolicismo él se había sentido obligado a hacerla, sin por ello ilusionarse demasiado respecto de las reacciones que podrían acontecer en los ambientes católicos. Las cuales efectivamente han sido totalmente negativas, debido a la dirección que ha predominado en Occidente y que hoy luego, en el contexto del clima del ‘aggiornamento modernista’, lo son más que nunca. Esto conduce a precisar también el concepto de la élite que podría actuar como centro para una eventual reconstrucción del Occidente. El término usado por Guénon es ‘élite intelectual’. Aun estableciendo las anteriores precisiones respecto del sentido especial dado por Guénon a la intelectualidad, aun considerando sus menciones a formas indirectas, invisibles e imponderables de acción de las que puede disponer una élite de tal tipo (como ha acontecido con ciertas sociedades secretas), no se puede evitar la impresión de algo abstracto o casi restringido a estudios y a teorías. Y donde se acepte aquello que se ha dicho respecto de la oportunidad de hacer valer para el Occidente, sobre todo una tradición que tuviese como punto de partida a los símbolos de la acción, creemos que un concepto sumamente más apropiado sería el de Orden, tomando como ejemplo a las Órdenes que existieran sea en el Medioevo europeo, como en otras civilizaciones. En la Orden puede vivir una tradición incluso iniciática, aunque conjuntamente con una formación de carácter viril, que se expresa en un preciso estilo de vida y en un contacto más real con el mundo de la acción y de la historia. Es extraño que en las referencias múltiples que Guénon hace a civilizaciones tradicionales, en éste como en otros libros, el Japón sea totalmente descuidado. Esto una vez más debe explicarse con la idiosincrasia personal de Guénon, que en todo aquello que es tradición ha sido llevado a dar la preeminencia a un ideal de tipo brahamánico y de puro conocimiento. Ahora bien, hasta el día de ayer el Japón presentaba un modelo interesantísimo. El mismo se había modernizado en lo externo, para fines defensivos y de ataque, conservando sin embargo en lo interno una tradición milenaria; esta tradición, afín bajo múltiples aspectos con la del Sacro Romano Imperio, se centraba más en los símbolos de la acción, de la casta guerrera y de la realeza que en los sacerdotales, y justamente el concepto de Orden, como una aristocracia guerrera integrada por elementos sacrales y en algunos casos incluso iniciáticos (el Zen, además del Sintoísmo), tenía allí un papel importante, en especial en la casta de los Samurái que constituía la espina dorsal de aquella tradición.
Por último vale la pena mencionar el significado que hoy en día el Oriente puede tener para el Occidente. Tal como se verá, Guénon sustituye la antítesis Oriente-Occidente por la de mundo tradicional y mundo moderno. Las formas del mundo tradicional en efecto no difieren demasiado en Oriente y en Occidente, permaneciendo todas en igual medida opuestas a las propias de la civilización moderna. Guénon reputa que por un conjunto de circunstancias tales formas se han aun conservado en Oriente, mientras que en Occidente se han perdido; de allí su idea de que un contacto con el Oriente, en donde el espíritu tradicional se mantendría aun vivo, pueda servir al Occidente no para desnaturalizarse, sino para volver a encontrarse a sí mismo, para buscar de reconstruirse en una forma tradicional. Ahora bien, habría que preguntarse en qué lugar del Oriente la tradición se encuentra aun viva: China se ha perdido, la India se está nacionalizando y europeizando con un ritmo cada vez más creciente, los países árabes se encuentran en estado de desorden1. Consideramos que en lo relativo a la herencia tradicional no debemos remitirnos a epígonos o a grupos que no controlan más la vida histórica de las diferentes civilizaciones y que estarán destinados a convertirse cada vez más encerrados a los profanos y desapegados de lo que acontece en sus mismas naciones: esto sea dicho en lo relativo a lo que se refiere al problema de los contactos y de las influencias reales y no al simple conocimiento teórico de las doctrinas sapienciales antiguas, respecto de las cuales existe ya en Occidente una literatura sumamente vasta y accesible a todos con traducciones de todo tipo.
Por lo demás, justamente sobre la base de las ‘leyes cíclicas’ recordadas por Guénon, habría que preguntarse si el mismo Oriente no esté destinado a recorrer el mismo via crucis que del Occidente aun tradicional (hablamos de nuestro Medioevo) ha conducido a las formas de la civilización moderna y más aun a recorrer quizás todo ello con un ritmo sumamente más veloz (véase por ejemplo el caso de China). Entonces habría que preguntarse si Occidente, justamente por hallarse ‘más adelante’, en el arco del descenso del ciclo, que civilizaciones como las orientales, las cuales tan sólo ahora comienzan a entrar en la crisis verdadera y propia y que sólo por esto conservan aun mayores restos del espíritu tradicional y metafísico, se encuentre más cerca del final así como también y por ello mismo del nuevo principio. No se trata por supuesto de dar cabida a ningún optimismo: pero en la medida que un grupo de fuerzas pudiese llevarse más allá de la crisis de nuestro mundo, justamente el Occidente se encontraría manteniendo una posición de vanguardia cuando el Oriente en cambio se encontrará en el punto correspondiente a nuestra crisis actual, justamente el que nosotros habríamos dejado atrás. El gran problema, que en tales términos parece pues tener un significado universal, es por lo tanto el de las fuerzas de las cuales se podría disponer como base para una nueva conciencia tradicional del Occidente, eventualmente con la expresión concreta constituida por una élite en forma de Orden, y con todo lo que es requerido para aquella revulsión y para aquel ‘enderezamiento’ general en el campo de la concepción del mundo, de los valores y métodos de conocimiento respecto de todo aquello que, dice Guénon, mantiene una validez irrebatible y no se podría encontrar en lo manifestado por ningún otro escritor de nuestros tiempos.
Estas breves precisiones nuestras, procedentes de ideas que en otras partes hemos ya tenido ocasión de exponer extensamente (Sobre todo en la obra nuestra Rebelión contra el mundo moderno2), querrían contribuir a dar una mayor eficiencia a las tesis guénonianas y a su defensa del espíritu tradicional en relación a ambientes que ante uno u otro de los puntos indicados podrían probar una cierta perplejidad. Con respecto a la edición original francesa, esta edición italiana contiene algunas modificaciones3. En esto no quiera verse un arbitrio del traductor. Con Guénon hemos estado en cordiales relaciones epistolares hasta casi la vigilia de su muerte. En aquel tiempo le propusimos algunas modificaciones en el texto explicándole las razones de carácter puramente pragmático que así lo aconsejaban. Nosotros no hemos aportado sino aquellas (por lo demás de muy escaso relieve) con las cuales él se había manifestado de acuerdo.
Julius Evola

 

notas:

1 Es interesante destacar aquí cómo en Evola está clara la idea de que en el mundo oriental, a diferencia de lo que acontece en la India y en China (y agregaríamos también el Japón) es decir el universo del budismo y el brahamanismo la tradición se ha perdido, al menos en la superficie, tal cosa no habría acontecido totalmente en el mundo árabe musulmán, el cual solamente se encuentra en estado de desorden el cual podría llegar a revertirse, tal como aconte en nuestros días con fenómenos tales como el fundamentalismo. (N.d.T.)

2 Edición castellana: Ediciones Heracles; Buenos Aires; 1995.
3 Evola hace mención a la edición italiana de la cual se ha extractado su introducción. El texto que nosotros presentamos, sin embargo, sigue en un todo el original francés. (N.d.E.)


PRÓLOGO


Cuando, hace algunos años, escribimos Oriente y Occidente creímos haber hecho todas las indicaciones útiles, al menos por el momento, sobre las cuestiones que constituían el objeto de ese libro. Desde entonces, los acontecimientos se han ido precipitando con una velocidad siempre creciente que, aunque sin llevarnos a cambiar una sola palabra de lo que decíamos entonces, sí hacen oportunas algunas precisiones complementarias y el desarrollo de los puntos de vista sobre los que, en un principio, no creímos necesario insistir. Estas precisiones se imponen tanto más cuanto que hemos visto afirmarse de nuevo, en los últimos tiempos, y bajo una forma bastante agresiva, algunas de las confusiones que quisimos precisamente disipar; teniendo buen cuidado de no mezclarnos en ninguna polémica, hemos juzgado conveniente poner las cosas en su punto una vez más. En este orden de cosas, se dan consideraciones, inclusive elementales, que parecen de tal modo extrañas a la inmensa mayoría de nuestros contemporáneos, que, para hacérselas comprender, no hay que abstenerse de volver sobre ellas con reiteración, presentándolas bajo sus diferentes aspectos y explicándolas más completamente a medida que las circunstancias lo permitan, lo que puede dar lugar a dificultades que no sería siempre posible prever desde el primer momento.
El mismo título del presente volumen demanda algunas expli20
caciones que, antes que nada, debemos suministrar, a fin de que se sepa cómo lo entendemos nosotros y no pueda darse, a este respecto, el menor equívoco. Que se pueda hablar de una crisis del mundo moderno, tomando la palabra “crisis” en su acepción más ordinaria, es algo que muchos ya no ponen en duda y, al menos en este aspecto, se ha producido un cambio bastante sensible: bajo la acción misma de los acontecimientos, ciertas ilusiones comienzan a disiparse y, por nuestra parte, no podemos sino felicitarnos por ello, porque en ello se da, a pesar de todo, un síntoma bastante favorable, el indicio de una posibilidad de enderezamiento de la mentalidad contemporánea, algo que se presenta como un débil resplandor en medio del caos actual. Es así como la creencia en un “progreso” indefinido, que hace nada era tenido por una especie de dogma intangible e indiscutible, no es ya tan generalmente admitida; algunos entrevén, más o menos vagamente, más o menos confusamente, que la civilización occidental, en lugar de ir siempre desarrollándose en el mismo sentido, podría llegar un día a un punto de parada, o inclusive naufragar enteramente en algún cataclismo. Quizás éstos no ven netamente dónde está el peligro, y los temores quiméricos o pueriles que a veces manifiestan prueban suficientemente la persistencia de muchos errores en sus espíritus; pero, en fin, ya es algo que se den cuenta de que existe un peligro, incluso aunque lo sientan más que lo comprendan verdaderamente, y que lleguen a concebir que esta civilización de la que los modernos están tan orgullosos no ocupa un lugar privilegiado en la historia del mundo, que puede correr la misma suerte que tantas otras que han desaparecido en épocas más o menos lejanas, y algunas de las cuáles no han dejado tras de sí más que unas ínfimas huellas, vestigios apenas perceptibles o difícilmente recognoscibles.
Por consiguiente, si se dice que el mundo moderno sufre una
21
crisis, lo que se entiende por esto más habitualmente es que ha llegado a un punto critico o, en otros términos, que es inminente una transformación más o menos profunda, que, en breve plazo, deberá inevitablemente producirse un cambio de orientación, de grado o por la fuerza, de una manera más o menos brusca, con o sin catástrofe. Esta aceptación es perfectamente legítima y corresponde a una parte de lo que nosotros mismos pensamos, pero sólo a una parte, porque, para nosotros, y situándonos en un punto de vista más general, es toda la época moderna, en su conjunto, la que representa para el mundo un estado de crisis; parece por otra parte que nos acercamos al desenlace, y esto es lo que hoy día hace más sensible que nunca el carácter anormal de este estado de cosas que dura desde hace algunos siglos, pero cuyas consecuencias no habían llegado a ser tan visibles como lo son ahora. Ello es así también porque los acontecimientos se desarrollan con esa acelerada velocidad a la que acabamos de hacer alusión; sin duda, esto puede continuar así durante un tiempo todavía, pero no indefinidamente; e inclusive, sin estar en disposición de señalar un límite preciso, se tiene la impresión de que esto no puede durar ya mucho tiempo. Pero en el mismo término “crisis” se contienen otras significaciones que lo hacen más apto para expresar lo que queremos decir: en efecto, su etimología, que a menudo se pierde de vista en el uso corriente, pero sobre la que conviene volver, como hay que hacerlo cuando se quiere restituir a un término la plenitud de su sentido propio y de su valor original, su etimología, decimos, lo hace parcialmente sinónimo de “juicio” y de “discriminación”. La fase que puede ser llamada verdaderamente “crítica”, en cualquier orden de cosas, es la que conduce inmediatamente a una solución favorable o desfavorable, aquella en que una decisión interviene en un sentido o en otro, es entonces, por consiguiente, cuando es posible hacer un
22
juicio sobre los resultados obtenidos, de sopesar los pro y los contra, operando una especie de clasificación entre estos resultados, unos positivos otros negativos, y de este modo ver de qué lado se inclina definitivamente la balanza. Bien entendido, no tenemos en absoluto la pretensión de establecer de una manera completa una tal discriminación, lo que, por otra parte, sería prematuro, puesto que la crisis no está todavía resuelta e incluso no es quizá posible decir exactamente cuándo y cómo lo será, tanto más cuanto es siempre preferible abstenerse de ciertas previsiones que no podrían apoyarse sobre razones claramente inteligibles por todos y que, por tanto, correrían el riesgo de ser mal interpretadas y de añadir confusión en lugar de remediarla. Todo lo que nos podemos proponer es, pues, contribuir, hasta un cierto punto y en tanto nos lo permitan los medios de que disponemos, a dar a los que estén capacitados la conciencia de algunos resultados que parecen haber quedado bien establecidos desde ahora, preparando así, aunque no sea más que de una manera parcial y bastante indirecta, los elementos que deberán servir para el futuro “juicio”, a partir del cual se abrirá un nuevo período de la historia de la humanidad terrestre.
Varias de las expresiones que acabamos de emplear evocarán sin duda, en el espíritu de algunos, la idea de lo que se llama el “juicio final” y, a decir verdad, no andarán errados, que por otra parte ello se entienda literal o simbólicamente, o de las dos formas a la vez, porque en realidad no se excluyen de ningún modo, poco importa aquí, y éste no es el lugar ni el momento de explicarnos enteramente sobre este punto. En todo caso, este poner en la balanza los pros y los contras, esta discriminación de los resultados positivos y negativos, de los que en seguida hablaremos, puede seguramente hacer pensar en la separación de los “elegidos” y los “condenados” en dos grupos inmutablemente fijados para siempre; incluso aunque aquí no se trate más que de una analogía, hay que reconocer que es una analogía válida y bien fundada, de conformidad con la naturaleza misma de las cosas; y esto reclama todavía algunas explicaciones. No es ciertamente por azar por lo que tantos espíritus están hoy obsesionados por la idea del “fin del mundo”; es para lamentarlo en ciertos aspectos, porque las extravagancias a que da lugar esta idea mal comprendida, las divagaciones “mesiánicas” que son su consecuencia en diversos medios, todas estas manifestaciones productos del desequilibrio mental de nuestra época no hacen más que agravar este mismo desequilibrio en proporciones que no son en absoluto despreciables; pero, en fin, no es menos cierto que aquí hay un hecho que no nos podemos dispensar de tener en cuenta. La actitud más cómoda, cuando se constatan cosas de este género, es con toda seguridad la que consiste en apartarlas pura y simplemente sin mayor examen, en tratarlas como errores o sueños sin importancia; nosotros pensamos sin embargo, que inclusive si son efectivamente errores, vale más, aun denunciándolos como tales, buscar las razones que los han provocado y la parte de verdad más o menos deformada que puede a pesar de todo encontrarse contenida en ellos, porque, no teniendo en suma el error más que un modo de existencia puramente negativo, el error absoluto no puede encontrarse en ninguna parte y no es más que una palabra vacía de sentido. Si se consideran las cosas de esta manera, se percibe sin esfuerzo que esta preocupación del “fin del mundo” está estrechamente ligada con el estado de malestar general en el que al presente vivimos: el oscuro presentimiento de algo que está efectivamente a punto de acabar, actuando sin control sobre ciertas imaginaciones, produce naturalmente representaciones desordenadas y lo más a menudo groseramente materializadas, que, a su vez, se traducen exteriormente por las extravagancias a las que acabamos de hacer alusión. Esta explicación no es, por otra parte, una excusa en favor de éstos; o al menos, si se puede excusar a los que caen involuntariamente en el error, porque están predispuestos a él por causa de un estado mental del que no son responsables, esto no podría ser jamás una razón para excusar el error mismo. Por lo demás, en lo que nos concierne, no se nos podrá reprochar de ninguna manera una indulgencia excesiva respecto a manifestaciones “pseudorreligiosas” del mundo contemporáneo, no más que de todos los errores modernos en general; sabemos inclusive que algunos estarían más bien tentados de hacernos el reproche contrario, y quizá lo que decimos aquí les hará comprender mejor cómo encaramos estas cosas, esforzándonos en situarnos siempre en el único punto de vista que nos importa, el de la verdad imparcial y desinteresada.
Esto no es todo: una explicación simplemente “psicológica” de la idea del “fin del mundo” y de sus manifestaciones actuales, por justa que sea en su orden, no podría pasar a nuestros ojos por plenamente suficiente, atenerse a ella sería dejarse influenciar por una de esas ilusiones modernas contra las que nos oponemos en toda ocasión que se presenta. Algunos, decíamos, sienten confusamente el fin inminente de algo cuya naturaleza y alcance no pueden exactamente definir; es preciso admitir que ellos tienen aquí una percepción muy real, aunque vaga y sujeta a falsas interpretaciones o a deformaciones imaginativas, puesto que, cualquiera que sea este fin, la crisis que debe forzosamente desembocar en él es bastante aparente y una multitud de signos inequívocos y fáciles de verificar conducen todos de una manera concordante a la misma conclusión. Este fin no es sin duda el “fin del mundo”, en el sentido total en que algunos lo quieren entender, pero es, al menos, el fin de un mundo; y si lo que debe acabar es la civilización occidental bajo su forma actual, es comprensible que quienes se han acostumbrado a no ver nada fuera de ella, a considerarla como “la civilización”, sin epíteto, crean fácilmente que todo acabará con ella y que, si ella llega a desaparecer, eso será verdaderamente el “fin del mundo”. Diremos pues, para llevar las cosas a sus justas proporciones, que parece desde luego que nos aproximamos realmente al fin de un mundo, es decir, al fin de una época o de un ciclo histórico, que puede por otra parte estar en correspondencia con un ciclo cósmico, según lo que a este respecto enseñan todas las doctrinas tradicionales. Ya ha habido en el pasado muchos acontecimientos de este género y sin duda habrá otros en el porvenir, acontecimientos de importancia desigual, por lo demás, según den fin a períodos más o menos amplios y según conciernan al conjunto de la humanidad terrestre o solamente a una u otra porción de ella, una raza o un pueblo determinado. Es de suponer, en el estado presente del mundo, que el cambio que sobrevendrá tendrá un alcance muy general, y que, cualquiera que sea la forma que revista, y que no intentamos definir, afectará más o menos a la tierra entera. En todo caso, las leyes que rigen tales acontecimientos son aplicables analógicamente a todos los grados; también lo que se ha dicho del “fin del mundo”, en un sentido tan completo como es posible concebirlo, y que por otra parte no se refiere de ordinario más que al mundo terrestre, es todavía verdadero, guardadas todas las proporciones, cuando se trata simplemente del fin de un mundo cualquiera en un sentido mucho más restringido.
Estas observaciones preliminares ayudarán grandemente a comprender las consideraciones que van a seguir; ya hemos tenido ocasión, en otras obras, de hacer bastante a menudo alusión a las “leyes cíclicas”; por otra parte, quizá sería difícil hacer una exposición completa de estas leyes bajo una forma fácilmente accesible a los espíritus occidentales, pero al menos es necesario tener algunos datos sobre este tema si se quiere uno hacer una idea verdadera de lo que es la época actual y lo que ella representa exactamente en el conjunto de la historia del mundo. Es por esto por lo que comenzaremos por mostrar que los caracteres de esta época son realmente los que las doctrinas tradicionales han señalado en todo tiempo para el período cíclico al que ella corresponde; y esto será también mostrar que lo que es anomalía y desorden desde un cierto punto de vista es sin embargo un elemento necesario de un orden más vasto, una consecuencia inevitable de las leyes que rigen el desenvolvimiento de toda manifestación. Por lo demás, digámoslo en seguida, esta no es una razón para contentarse con sufrir pasivamente la turbación y la oscuridad que momentáneamente parecen triunfar, porque, si así fuera, no nos quedaría otra cosa que guardar silencio; por el contrario, es un razón para trabajar, tanto como se pueda, en preparar la salida de esta “edad de sombra” cuyo fin más o menos próximo, si no inminente, permiten entrever muchos indicios. Esto también está en el orden, porque el equilibrio es el resultado de la acción simultánea de las dos tendencias opuestas; si la una o la otra pudiera enteramente cesar de actuar, no se recuperaría jamás el equilibrio y el mundo mismo se desvanecería; pero esta suposición es irrealizable, porque los dos términos de una oposición no tienen sentido más que el uno por el otro, y cualesquiera que sean las apariencias, se puede estar seguro de que todos los desequilibrios parciales y transitorios concurren finalmente a la realización del equilibrio total.