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LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO 

 

RENÉ GUÉNON

LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO - RENÉ GUÉNON

142 paginas
22 x 16 cm.
Editorial Paidos, 2001

Colección Orientalia
Encuadernación rústica,
 Precio para Argentina: 109 pesos
 Precio internacional: 20 euros

Que el mundo moderno está en crisis no es una idea nueva. Lo que ya no es tan frecuente, lo que quizá nadie había hecho hasta ahora con la amplitud y la profundidad de René Guénon, es plantear una crítica a la modernidad que más allá de toda fundamentación económica, política o psicológica se enraiza en una dimensión estrictamente metafísica. La visión de Guénon, que critica la modernidad en tanto que desviación o perversión de los principios que constituyen el sustrato espiritual de todas las civilizaciones, confluye así con todas las doctrinas cosmológicas de la Antigüedad, que veían en nuestro tiempo la Edad Sombría o Edad de Hierro, fase final de la trayectoria descendente de la humanidad en el presente ciclo. El Occidente moderno, cuya función cósmica parece ser llevar el desorden hasta sus últimos límites, ha erigido el mito moderno del progreso y, en su nombre, ha construido una sociedad que es la inversión exacta de las sociedades tradicionales. En el mundo moderno -dice Guénon- todo está al revés.El humanismo, la ciencia, la técnica, la democracia, el desarrollo económico... todos los elementos que forman la base misma de nuestra cultura, y de los que tan orgullosa se siente la mayor parte de nuestros contemporáneos, caen así fulminados bajo una crítica radical y demoledora, para lo que son, más bien, otros tantos hitos en el proceso de solidificación y disolución, de hundimiento -en definitiva- en las sombras del Reino de la cantidad.

 

ÍNDICE

Prólogo 
Capítulo Primero: LA EDAD SOMBRÍA 
Capítulo Segundo: LA OPOSICIÓN DE ORIENTE Y OCCIDENTE 
Capítulo Tercero: CONOCIMIENTO Y ACCIÓN 
Capítulo Cuarto: CIENCIA SAGRADA Y CIENCIA PROFANA 
Capítulo Quinto: EL INDIVIDUALISMO 
Capítulo Sexto: EL CAOS SOCIAL   
Capítulo Séptimo: UNA CIVILIZACIÓN MATERIAL 
Capítulo Octavo: LA INVASIÓN OCCIDENTAL 
Capítulo Noveno: ALGUNAS CONCLUSIONES  

PRÓLOGO

Cuando hace algunos años escribimos Oriente y Occidente (1), pensábamos haber dado, sobre las cuestiones que constituían el objeto de ese libro, todas las indicaciones útiles, para el momento al menos. Desde entonces, los acontecimientos han ido precipitándose con una velocidad siempre creciente, y, sin hacernos cambiar, por lo demás, una sola palabra de lo que decíamos por entonces, hacen oportunas algunas precisiones complementarias y nos llevan a desarrollar puntos de vista sobre los cuales no habíamos creído necesario insistir primero. Estas precisiones se imponen tanto más cuanto que hemos visto afirmarse de nuevo, en estos últimos tiempos, y bajo una forma bastante agresiva, algunas de las confusiones que ya nos habíamos dedicado a disipar precisamente; aunque absteniéndonos cuidadosamente de mezclarnos en ninguna polémica, hemos juzgado bueno volver a poner las cosas en su punto una vez más. En este orden, hay consideraciones, incluso elementales, que parecen tan extrañas a la inmensa mayoría de nuestros contemporáneos, que, para hacérselas comprender, es menester no dejar de volver de nuevo a ellas en muchas ocasiones, presentándolas bajo sus diferentes aspectos, y explicando más completamente, a medida que las circunstancias lo permiten, lo que puede dar lugar a dificultades que no era siempre posible prever desde el primer momento.
            El título mismo del presente volumen requiere algunas explicaciones que debemos proporcionar ante todo, a fin de que se sepa bien cómo lo entendemos y de que no haya a este respecto ningún equívoco. Que se pueda hablar de una crisis del mundo moderno, tomando esta palabra de «crisis» en su acepción más ordinaria, es una cosa que muchos ya no ponen en duda, y, a este respecto al menos, se ha producido un cambio bastante sensible: bajo la acción misma de los acontecimientos, algunas ilusiones comienzan a disiparse, y, por nuestra parte, no podemos más que felicitarnos por ello, ya que hay ahí, a pesar de todo, hay un síntoma bastante favorable, el indicio de una posibilidad de enderezamiento de la mentalidad contemporánea, algo que aparece como un débil vislumbre en medio del caos actual. Es así como la creencia en un «progreso» indefinido, que hasta hace poco se tenía todavía por una suerte de dogma intangible e indiscutible, ya no se admite tan generalmente; algunos entrevén más o menos vagamente, más o menos confusamente, que la civilización occidental, en lugar de continuar siempre desarrollándose en el mismo sentido, podría llegar un día a un punto de detención, o incluso zozobrar enteramente en algún cataclismo. Quizás esos no ven claramente dónde está el peligro, y los miedos quiméricos o pueriles que manifiestan a veces, prueban suficientemente la persistencia de muchos errores en su espíritu; pero en fin, ya es algo que se den cuenta de que hay un peligro, incluso si le sienten más de lo que le comprenden verdaderamente, y que lleguen a concebir que esta civilización de la que los modernos están tan infatuados no ocupa un sitio privilegiado en la historia del mundo, que puede tener la suerte que tantas otras que ya han desaparecido en épocas más o menos lejanas, y de las cuales algunas no han dejado tras de ellas más que rastros ínfimos, vestigios apenas perceptibles o difícilmente reconocibles.
            Por consiguiente, si se dice que el mundo moderno sufre una crisis, lo que se entiende más habitualmente por tal es que ha llegado a un punto crítico, o, en otros términos, que una transformación más o menos profunda es inminente, que un cambio de orientación deberá producirse inevitablemente en breve plazo, de grado o por fuerza, de una manera más o menos brusca, con o sin catástrofe. Esta acepción es perfectamente legítima y corresponde a una parte de lo que pensamos nosotros mismos, pero a una parte sólo, ya que, para nosotros, y colocándonos en un punto de vista más general, es toda la época moderna, en su conjunto, la que representa para el mundo un período de crisis; parece por lo demás que nos acercamos al desenlace, y es lo que hace más posible hoy que nunca el carácter anormal de este estado de cosas que dura desde hace ya algunos siglos, pero cuyas consecuencias no habían sido aún tan visibles como lo son ahora. También por eso los acontecimientos se desarrollan con esa velocidad acelerada a la cual hacíamos alusión primeramente; sin duda, eso puede continuar así algún tiempo todavía, pero no indefinidamente; e incluso, sin poder asignar un límite preciso, se tiene la impresión de que ya no puede durar mucho tiempo.
            Pero, en la palabra misma «crisis», hay contenidas otras significaciones, que la hacen todavía más apta para expresar lo que acabamos de decir: en efecto, su etimología, que se pierde de vista frecuentemente en el uso corriente, pero a la que conviene remitirse como es menester hacerlo siempre cuando se quiere restituir a un término la plenitud de su sentido propio y de su valor original, su etimología, decimos, la hace parcialmente sinónimo de «juicio» y de «discriminación». La fase que puede llamarse verdaderamente «crítica», en no importa qué orden de cosas, es aquella que desemboca inmediatamente en una solución favorable o desfavorable, aquella donde interviene una decisión en un sentido o en otro; por consiguiente, es entonces cuando es posible aportar un juicio sobre los resultados adquiridos, sopesar los «pros» y los «contras», operando una suerte de clasificación entre esos resultados, unos positivos, otros negativos, y ver así de qué lado se inclina la balanza definitivamente. Bien entendido, no tenemos en modo alguno la pretensión de establecer de una manera completa una tal discriminación, lo que sería además prematuro, puesto que la crisis no está todavía resuelta y puesto que quizás no es siquiera posible decir exactamente cuándo y cómo lo estará, tanto más cuanto que es siempre preferible abstenerse de algunas previsiones que no podrían apoyarse sobre razones claramente inteligibles para todos, y cuanto que, por consiguiente, correrían el riesgo de ser muy mal interpretadas y de aumentar la confusión en lugar de remediarla. Así pues, todo lo que podemos proponernos, es contribuir, hasta cierto punto y tanto como nos lo permitan los medios de que disponemos, a dar a quienes son capaces de ello la consciencia de algunos de los resultados que parecen bien establecidos desde ahora, y a preparar así, aunque no sea más que de una manera muy parcial y bastante indirecta, los elementos que deberán servir después al futuro «juicio», a partir del que se abrirá un nuevo período de la historia de la humanidad terrestre.
            Algunas de las expresiones que acabamos de emplear evocarán sin duda, en el espíritu de algunos, la idea de lo que se llama el «Juicio Final», y, a decir verdad, no será sin razón; ya sea que se entienda por lo demás literal o simbólicamente, o de las dos maneras a la vez, pues no se excluyen de ningún modo en realidad, eso importa poco aquí, y éste no es el lugar ni el momento de explicarnos enteramente sobre este punto. En todo caso, esta colocación en la balanza de los «pros» y los «contras», esta discriminación de los resultados positivos y negativos, de la que hablábamos hace un momento, puede hacer pensar ciertamente en la repartición de los «elegidos» y de los «condenados» en dos grupos inmutablemente fijos en adelante; incluso si no hay en eso más que una analogía, hay que reconocer que es al menos una analogía válida y bien fundada, en conformidad con la naturaleza misma de las cosas; y esto demanda todavía algunas explicaciones.
            Ciertamente, no es por azar que tantos espíritus están hoy día obsesionados por la idea del «fin del mundo»; uno puede deplorar que así sea en algunos aspectos, ya que las extravagancias a las que da lugar esta idea mal comprendida, las divagaciones «mesiánicas» que son su consecuencia en diversos medios, todas esas manifestaciones surgidas del desequilibrio mental de nuestra época, no hacen más que agravar aún este mismo desequilibrio en proporciones que no son desdeñables en absoluto; pero, en fin, no por es es menos cierto que hay ahí un hecho que no podemos dispensarnos de tener en cuenta. La actitud más cómoda, cuando se comprueban cosas de este género, es ciertamente la que consiste en descartarlas pura y simplemente sin más examen, en tratarlas como errores o delirios sin importancia; sin embargo, pensamos que, incluso si son en efecto errores, vale más, al mismo tiempo que se denuncian como tales, buscar las razones que los han provocado y la parte de verdad más o menos deformada que puede encontrarse contenida en ellos a pesar de todo, ya que, puesto que el error no tiene en suma más que un modo de existencia puramente negativo, el error absoluto no puede encontrarse en ninguna parte y no es más que una palabra vacía de sentido. Si se consideran las cosas de esta manera, uno percibe sin esfuerzo que esta preocupación del «fin del mundo» se relaciona estrechamente con el estado de malestar general en el cual vivimos ahora: el presentimiento obscuro de algo que está efectivamente a punto de acabar, agitándose sin control en algunas imaginaciones, produce en ellas naturalmente representaciones desordenadas, y lo más frecuentemente groseramente materializadas, que, a su vez, se traducen exteriormente en las extravagancias a las que acabamos de hacer alusión. Esta explicación no es una excusa en favor de éstas; o al menos si se puede excusar a aquellos que caen involuntariamente en el error, porque están predispuestos a ello por un estado mental del que no son responsables, eso no podría ser nunca una razón para excusar el error mismo. Por otro lado, en lo que nos concierne, ciertamente no se nos podrá reprochar una indulgencia excesiva con respecto a las manifestaciones «pseudoreligiosas» del mundo contemporáneo, como tampoco con respecto a todos los errores modernos en general; sabemos incluso que algunos estarían más bien tentados de hacernos el reproche contrario, y lo que decimos aquí quizás les hará comprender mejor cómo consideramos estas cosas, esforzándonos en colocarnos siempre en el único punto de vista que nos importa, el de la verdad imparcial y desinteresada.
            Eso no es todo: una explicación simplemente «psicológica» de la idea del «fin del mundo» y de sus manifestaciones actuales, por justa que sea en su orden, no podría pasar a nuestros ojos como plenamente suficiente; quedarse ahí, sería dejarse influir por una de esas ilusiones modernas contra las que nos levantamos precisamente en toda ocasión. Algunos, decíamos, sienten confusamente el fin inminente de algo cuya naturaleza y alcance no pueden definir exactamente; es menester admitir que en eso tienen una percepción muy real, aunque vaga y sujeta a falsas interpretaciones o a deformaciones imaginativas, puesto que, cualquiera que sea ese fin, la crisis que debe forzosamente desembocar en él es bastante visible, y ya que una multitud de signos inequívocos y fáciles de comprobar conducen todos de una manera concordante a la misma conclusión. Sin duda, ese fin no es el «fin del mundo», en el sentido total en el que algunos quieren entenderlo, pero es al menos el fin de un mundo; y, si lo que debe acabar es la civilización occidental bajo su forma actual, es comprensible que aquellos que están habituados a no ver nada fuera de ella, a considerarla como la «civilización» sin epíteto, crean fácilmente que todo acabará con ella, y que, si ella llega a desaparecer, eso será verdaderamente el «fin del mundo».
            Así pues, para reducir las cosas a sus justas proporciones, diremos que parece efectivamente que nos aproximamos realmente al fin de un mundo, es decir, al fin de una época o de un ciclo histórico que, por lo demás, puede estar en correspondencia con un ciclo cósmico, según lo que enseñan a este respecto todas las doctrinas tradicionales. Ha habido ya en el pasado muchos acontecimientos de este género, y sin duda habrá todavía otros en el porvenir; acontecimientos de importancia desigual, por lo demás, según que terminen períodos más o menos extensos y que conciernan, ya sea a todo el conjunto de la humanidad terrestre, ya sea solamente a una o a otra de sus porciones, una raza o un pueblo determinado. En el estado presente del mundo, hay que suponer que el cambio que ha de intervenir tendrá un alcance muy general, y que, cualquiera que sea la forma que revista, y que no entendemos buscar definir, afectará más o menos a la tierra toda entera. En todo caso, las leyes que rigen tales acontecimientos son aplicables analógicamente a todos los grados; así, lo que se dice del «fin del mundo», en un sentido tan completo como sea posible concebirlo, y que, ordinariamente, no se refiere más que al mundo terrestre, es verdad también, guardadas todas las proporciones, cuando se trata simplemente del fin de un mundo cualquiera en un sentido mucho más restringido.
            Estas observaciones preliminares ayudarán enormemente a comprender las consideraciones que van a seguir; ya hemos tenido la ocasión, en otras obras, de hacer alusión con bastante frecuencia a las «leyes cíclicas»; por otra parte, quizás sería difícil hacer de esas leyes una exposición completa bajo una forma fácilmente accesible a los espíritus occidentales, pero al menos es necesario tener algunos datos sobre este tema si uno quiere hacerse una idea verdadera de lo que es la época actual y de lo que representa exactamente en el conjunto de la historia del mundo. Por eso comenzaremos por mostrar que las características de esta época son realmente las que las doctrinas tradicionales han indicado en todo tiempo para el período cíclico al que ella corresponde; y eso será mostrar también que lo que es anomalía y desorden desde un cierto punto de vista es, no obstante, un elemento necesario de un orden más vasto, una consecuencia inevitable de las leyes que rigen el desarrollo de toda manifestación. Por lo demás, lo decimos desde ahora, en ello no hay una razón para contentarse con sufrir pasivamente el desorden y la obscuridad que parecen triunfar momentáneamente, ya que, si ello fuera así, no tendríamos más que guardar silencio; antes al contrario, es una razón para trabajar, tanto como se pueda, en preparar la salida de esta «edad sombría» cuyo fin más o menos próximo, cuando no del todo inminente, permiten entrever ya muchos indicios. Eso está también en el orden, ya que el equilibrio es el resultado de la acción simultánea de dos tendencias opuestas; si la una o la otra pudiera dejar de actuar enteramente, el equilibrio ya no se recuperaría nunca y el mundo mismo se desvanecería; pero esta suposición es irrealizable, ya que los dos términos de una oposición no tienen sentido sino el uno por el otro, y, cualesquiera que sean las apariencias, se puede estar seguro de que todos los desequilibrios parciales y transitorios concurren finalmente a la realización del equilibrio total.

 

NOTAS

1. Oriente y Occidente, publicado en 1924. La presente obra se publicó por vez primera en 1927 (Nota del T.)

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