Libreria Argentina Libreria Argentina Libreria Argentina

 

La estrategia judía

 

Revilo Oliver

La estrategia judía - Revilo Oliver

112 páginas
Ediciones Sieghels
2011
, Argentina
tapa: blanda, color, plastificado,
 Precio para Argentina: 35 pesos
 Precio internacional: 10 euros

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Aun cuando las corrientes nacionalistas de derecha en los Estados Unidos son sumamente prolíficas en internet, sus máximos exponentes todavía no han logrado ocupar un espacio en los libros impresos en habla hispana. Ediciones Sieghels propone hacer un lugar también al "pensamiento alternativo" al sistema estadounidense presentando la obra de uno de sus intelectuales de mayor renombre en aquél país.
El Doctor en Filosofía Revilo Oliver, profesor de estudios clásicos en la Universidad de Illinois durante 32 años, se ubicó entre los filólogos más importantes de su tiempo. Conocedor de once idiomas, incluido el sánscrito, escribió en distintos idiomas cientos de artículos para publicaciones académicas de primer orden a nivel mundial.
Durante la segunda guerra mundial, dirigió una agencia secreta de criptografía para el departamento de guerra de su país en Washinton DC, lo que le dió la oportunidad de acceder a gran cantidad de secretos de Estado y de conocer cómo el comunismo, y sobre todo las fuerzas ocultas detrás de éste, penetraron en el establishment estadounidense y lo condujeron a una guerra fraticida.
Aún con la posibilidad de tener una vida llena de reconocimientos aplicando su excepcional intelecto al estudio clásico, prefirió arriesgar todo, incluido su propia vida, para intentar despertar a su pueblo de los engaños de que era objeto.
Su larga colaboración con organizaciones nacionalistas, incluidos el fundamental apoyo a William Pierce para constituir "National Alliance", sus escritos para "Liberty Bell" o su trabajo de editor asesor en el "Institute for Historical Review", le valieron la proscripción del ámbito académico pero le dieron a cambio el indeleble reconocimiento de los patriotas sinceros de su país.
En "La estrategía judía" el Dr. Oliver analiza al pueblo judío a lo largo de la historia, sus conflictos con los pueblos de la Antigüedad, incluido el Imperio Romano y la Grecia Antigua, y las estrategias, concientes o inconcientes, que desarrollaron para lograr una excepcional supervivencia, a pesar de vivir en conflicto constante con sus vecinos, hasta llegar a ser hoy uno de los poderes mundiales de más influencia en la civilización.
Finalmente, con el anexo "Lo que debemos a nuestros parásitos", se expone la esencia del pensamiento político del autor en pos de la supervivencia y la grandeza de los estadounidenses de origen europeo.

 

ÍNDICE

Nota autobiográfica 7
I.- La acuciante situación del hombre occidental 11
II.- Una evaluación realista de los judíos: sus logros sin par 15
III.- La estrategia judía en acción: la antigua Alejandría 25
IV.- La supervivencia de los más aptos 33
V.- La estrategia judía: en sus propias palabras 41
VI.- Una mentalidad única 45
VII.- La religión judía 51
VIII.- ¿Conspiración o instinto? 59
IX.- Exterminación 61
X.- 'Integración' genética 63
XI.- La religiosidad 65
XII.- La Cristiandad 67
XIII.- El fatal destino de las naciones 83
ANEXO
Lo que le debemos a nuestros parásitos 87

NOTA AUTOBIOGRÁFICA

 

Nací en los alrededores de Corpus Christi, Texas, el 7/julio/1908. Mi nombre de pila, que obviamente es un palíndromo, ha sido durante seis generaciones la carga de los hijos primogénitos o únicos.
Me enviaron a un instituto de Illinois. Al cabo de dos años allí, incluído un invierno extraordinariamente riguroso que dió con mis huesos en el hospital para una de las primeras mastoideotomías, ejecutada como un más que osado experimento, decidí que el único problema histórico insoluble era el porqué a nadie se le habría ocurrido conquistar el Medio Oeste a los indios, así que me marché a California. Allí me matriculé en lo que todo el mundo conocía como el mejor instituto del país, porque sus equipamientos para espectaculares producciones teatrales costaban más de lo que se habían gastado en cualquier otro sitio en cosas tan imprescindibles.
Los «educadores» de allí habían hecho ya grandes progresos en sabotear la educación, así que, más que nada para tener la cabeza ocupada en algo, comencé a estudiar sánscrito, usando los manuales de Max Müller y la gramática de Monier Williams. No obstante sentí que necesitaba alguna orientación, y por extraordinaria buena suerte encontré a un hindú que sabía sánscrito de verdad. Era un misionero que, aunque nunca me lo quiso admitir tan claramente había venido a los Estados Unidos para aliviar la carga financiera de algunas nobles matronas que tenían más dinero del que podían gastar. Les dijo que, con el apropiado cuidado y alimento de sus hermosas almas, en su próximas encarnaciones podrían sin duda alguna llegar a ser tan ágiles, y por cierto que incluso más atractivas, que Greta Garbo; así que estoy seguro que les devolvía el valor de su dinero.
En ese periodo de mi adolescencia también me divertía en mi tiempo de ocio pasándome a observar al hombre santo, y a las aún más santas mujeres, echándoles los tejos a los a los pardillos, y aprendí mucho, de tantas sesiones a las que asistí, desde los shows para masas de Amiee Semple McPherson en un teatro que se llamaba Templo del Angelus, hasta las selectas sesiones de Katerhine Tingley para los bobos intelectuoides en su entonces elegante finca, cercana a San Diego.
A los dieciséis entré en el Colegio Pomona de Claremont, California.
En 1930 me casé con Grace Needham. Cualquier cosa que haya podido conseguir, se lo debo enteramente a la fuerza de su apoyo a través de todos los años siguientes, años de una persistente devoción que no puedo racionalmente explicarme.
Como resultado de los preparativos para las elecciones de Roosevelt en 1932, que comenzaron a finales de otoño de 1929, pasé varios años en pequeñas editoriales, haciéndome a la idea de que mi destino no era convertirme en un gigante financiero.
Comencé estudios de graduación en la Universidad de Illinois, bajo al dirección del profesor William Abbot Oldfather, a quien muchos consideran el más distinguido especialista en filología clásica de este país. Mi primer libro fue una obra secundaria [parergorn] que se publicó en 1938, una traducción del sánscrito, crítica y anotada, de El carrito de porcelana ["The Little Clay Cart"].
En 1940 recibí el título de Doctor en Filosofía. Debo añadir, dado el gran temor a la 'endogamia' [universitaria], que soy la única persona titulada en Lenguas Clásicas por la Universidad de Illinois a la que el Departamento decidió mantener indefinidamente. Comencé a dar clases universitarias inmediatamente tras licenciarme. Durante un considerable número de años también impartí cursos sobre el Renacimiento, lo cual además me colocó en el Departamento de Español e Italiano, del que era jefe mi buen amigo el profesor John Van Horne.
A sugerencia de un amigo militar accedi, en algún momento de 1941, a unirme a una sección subsidiaria y secreta del Ministerio de Guerra, cosa que hice en cuando me lo permitieron mis responsabilidades académicas, en 1942, permaneciendo allí hasta el otoño de 1945. Por buena suerte, me encontré al frente de un departamento en rápida expansión, y enseguida me ascendieron de Analista a Director de Investigación, encontrándome reponsable del trabajo de unas 175 personas. El trabajo era, por diversas razones, altamente estresante, casi agónico, pero extremadamente instructivo. Por ejemplo, me enteré del secreto definitivo sobre Pearl Harbor, que era evidentemente desconocido por el Almirante Theobald, y que no fue desclasificado y publicado hasta 1981 (en mi libro "El declive de América" ["America's Decline"], página 7).
En 1945 volví a la Universidad como profesor auxiliar, en 1947 pasé a ser profesor no numerario, y en 1953 profesor titular. Fui miembro del claustro de Guggenheim en 1946-47, y en 1953-54 en Fulbright (Italia). Me jubilé como emérito en 1977. (Dos días después de mi retiro, quedé asombradísimo al descubrir, por sucesos que entonces comenzaron, que la Administración, que me había odiado cordialmente, además me había temido lo suficiente como para posponer a después de mi jubilación un ataque a los académicos permanentes de Departamento. No quiero decir que hubiera sido capaz de mantenerlo, ni de cerca, con la distinción que tenía cuando lo dirigía Oldfather --cuando dimití, asqueado, de empleado de la oficina del departamento [del Ministerio de Guerra] sabía que éso no era posible--; más bien pensaba que se había deteriorado penosamente; éso era porque no había calculado lo mucho que podían empeorar las cosas).
Por muy extraño que ahora pueda parecer, abandoné el Distrito de la Corrupción, en 1945, firmemente convencido de que el insoportable hedor de aquel inmenso pozo negro no iba a poder contenerse por mucho más tiempo, y que en cuanto se conocieran los datos sobre la Cruzada para Salvar al Soviet y otras operaciones, como inevitablemente se conocerían, la indignación del pueblo americano produciría una reacción de semejante magnitud y violencia que no iba a poder olvidarse en toda la historia. Esa confianza mía no se conmovió hasta 1954.
Al año siguiente mi amigo el profesor Willmoore Kendall, que llevaba mucho tiempo anhelando un antídoto "conservador" a la "Nueva República" y otras [revistas], y que había tenido entre sus pupilos de Yale a un joven próspero y brillante, William F. Buckley, Jr., discutió conmigo los planes para el diario, que al final acabó llamándose "National Review", y que tenía la pretensión de ser aproximadamente lo que hoy en día es "Instauration", con la significativa diferencia, no obstante, de que "Instauración" no tuvo que arrancar con las expectativas de unas pérdidas de 2000 dólares semanales durante tres años. Cuando Kendall me dijo que no había sido capaz de encontrar ni a un solo profesor universitario que se atreviera a unírsele como escritor para el proyectado semanario, yo acepté. Así es como comencé a escribir sobre temas políticos. Lo cual por cierto, desde el punto de vista de mi carrera y de la comodidad de mi esposa, sí que fue un grave error. Si lo fue también desde otros puntos de vista, es algo que nunca he acabado de dilucidar. Lo que sucedió luego con la "National Review", una vez que comenzó a publicarse, y en particular después de que Kendall fuera apartado por una banda de 'profesionales' que aseguraban al joven Buckley que él era el Mesías, sería ya otra historia, larga y deprimente.
En 1958 Robert Welch me convenció de su 'buena fe' [bona fides] y me indujo a unirme a él para fundar la Sociedad John Birch. Nunca he sido capaz de aclararme del todo si me embaucó desde el principio (es algo que mi vanidad es reacia a admitir), o me vendió posteriormente.
En 1958 yo aún creía que había una significativa diferencia intelectual entre la burguesía americana y el ganado que uno ve atisbando por entre las tablas de los grandes camiones, rumiando su heno satisfecho, de camino al matadero.
Desde que corté mis contactos con la farsa Birch, he optado por escribir con una franqueza absoluta sobre la terrible situación de nuestra raza y de la civilización que hemos creado. El lector queda avisado.

Revilo P. Oliver