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San Martín y Rosas

Su correspondencia

Ricardo Font Ezcurra

San Martín y Rosas - Su correspondencia - Ricardo Font Ezcurra

128 páginas
medidas: 14,5 x 20 cm.
Ediciones Sieghels
2019
, Argentina
tapa: blanda, color, plastificado,
 Precio para Argentina: 270 pesos

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La antipatria, sostenida por los grandes medios, la alta política y los "intelectuales", mantuvo por décadas la conciencia nacional adormecida, ignorante de su glorioso pasado. Ricardo Font Ezcurra ha sido uno de los más importantes y meritorios precursores del despertar nacional a su pasado, guía insoslayable para su futuro. Resulta necesario una vez más recordarlo, valorar el esfuerzo de sus creaciones, de su consiguiente influencia en los medios históricos y de la escuela iniciada en parte por él.
Las revelaciones de sus “San Martín y Rosas” y “Unidad Nacional”, dieron la tónica necesaria para esclarecer la mentalidad nacionalista. Y esto es así porque el “San Martín y Rosas” terminó la disyuntiva histórica de Rosas y su política, de San Martín y su concepción integral con la nacionalidad; de Rosas y su defensa de la soberanía; de San Martín activo y apasionado en su voluntario exilio; de Rosas y su Confederación; de San Martín y su sable como “prueba de satisfacción por la firmeza” en sostener el honor, y, en fin, de Rosas, el heredero legítimo de esa joya histórica. Estas definiciones se extraen de este libro, que fue mojón para conocer, hacer comprender y abrir las mentes dopadas por tantos años de mentiras.
Al decir de Ramón Doll en su prólogo, hasta entonces "Rosas había sido arrojado al osario de los héroes ignorados, porque su recuerdo ofende al espíritu colonial, a ese tremendo servilismo colonial en que yacen los argentinos. No nos referimos a nada económico. Lo terrible, lo tremendo es el colonialismo intelectual, psicológico y patético. Un colonialismo intelectual que desemboca en esta triste cosa: el agnosticismo político, mejor dicho, la atrofia del sentido nacional, con el que se percibe la política interna y externa. Rosas es un remordimiento; el complejo colonial aflora humillador a la conciencia y nos hiere con su verdad espantosa. La estructura oficial se ofende; las nuevas generaciones, aún asimismo humilladas y ofendidas, rompen la censura y contra el anquilosamiento colonial e intelectual argentino impusieron a Rosas en todas partes donde tiene intereses. En tal obra de vindicación justiciera, Don Ricardo Font Ezcurra tiene una significación sobresaliente".
Las relaciones entre San Martín y Rosas han sido cuidadosamente soslayadas por nuestros liberales, pero Don Ricardo Font Ezcurra nos presenta agotada esa correspondencia, donde se transparentó el respeto y la consideración que el Libertador le guardó al Restaurador. En ellas se puede apreciar como San Martín rebosa amargura contra aquélla gente “cuya infernal conducta” ya había anatematizado, es decir: los rivadavianos, los hombres civiles que llevaban la bajeza de sus procedimientos a sobornarle a San Martín sus sirvientes para que hicieran de soplones. ¡He aquí calificados los funestos señores de las logias, contra quienes Rosas debió luchar toda su vida!
Aquí tienen las palabras documentadas del Gran Capitán; aquí tienen todas las pruebas y la definitiva, la que un hombre provee cuando se halla cerca de la sepultura, es decir: el testamento, en el que le lega su sable a Juan Manuel de Rosas, en atención al patriotismo y la energía que ha desplegado el Ilustre Restaurador de las Leyes.
Don Ricardo Font Ezcurra comenta con gran oportunidad esta correspondencia de uno y otro lado intercambiada. Refuta juicios interesados respecto a ciertas actitudes de Rosas e infamias extendidas sobre la pretendida declinación de San Martín cuando redactara el legado del sable que lo acompañara en su gloriosa existencia.
Nuevamente acredita aquí el Dr. Font Ezcurra sus condiciones de publicista documentado y parsimonioso en el ajuste de datos y en la comprobación inobjetable de los hechos.

 

ÍNDICE

Prólogo-homenaje a la segunda edición7
Prólogo a la primera edición13
Advertencia21
I.- El Libertador y el Restaurador23
II.- San Martín frente a los unitarios43
III.- La consigna del Gran Capitán65
Apéndice documental87

Prólogo-homenaje a la segunda edición

Cuando este libro vio la luz en el año 1943, fue recibido alborozadamente por la juventud nacionalista. Pero esta juventud no tenía claras y bien determinadas sus funciones políticas: era revolucionaria en las ideas y antielectoral en la práctica; era antiliberal en doctrina y enemiga declarada de los políticos profesionales, amén de un aporte teórico europeizante muy de la época. Ese complejo ideológico confundía a las mentes vírgenes que se iniciaban a la vida activa y en muchos activísima.
Esas combinaciones teórico-doctrinarias no habían aún aclarado un asunto neurálgico, que si bien cronológica e históricamente lejano, era la clave cierta para dilucidar los orígenes de un pasado tergiversado: el de Rosas y su época.
Los jóvenes herederos del 1930, espectadores de la modesta partida “revolucionaria” del 6 de septiembre, no fueron violentamente trastornados en lo político del diario vivir (radicales por conservadores o conservadores por radicales), sólo sufrieron las vicisitudes del cambio como comprobatorio de sus tesis —antiliberal, antielectoral—, pero eso sí, permitió el desarrollo de inquietudes que venían antes del 30; ya de 1916 y 1918 se vivía el clima de angustia política que no terminaría el 6 de septiembre, más bien las acrecentaba e imponía una nueva tónica, esa angustia, no bien definida en expresión de lo nacional, se entrelazaba con el poderoso influjo del actuar extranacional. Inglaterra, Francia y Estados Unidos de un lado, y Rusia, Alemania e Italia por el otro, inclinaban conjuntamente y en función perturbadora, los pequeños planes de radicales, conservadores y de algunos socialistas, pero... algo más interesante se inquietaba en la Argentina del 16 al 30.
Se comprobó bien pronto que en la Argentina se convivía en dos posiciones antagónicas, dos formas de vida y dos interpretaciones disímiles. La geo-política revelaba la distorsión económica: el gobierno representaba a una minoría, los grandes trusts tenían las finanzas del país, y, caso notable, Buenos Aires, su riqueza con su puerto y el interior su miseria con su trabajo, daban la trágica realidad de un hecho comprobable con sólo salir del perímetro capitalino. Todo certificaba el gran drama económico-social que venía de herencia histórica —Buenos Aires (política, economía y cultura) y el interior (sumisión, pobreza e ignorancia). El todo y la nada.
Visto por muy pocos, entonces, la raíz explicativa estaba también en lo espiritual —Argentina soberana o Argentina colonial— y las razones, que eran varias y muy valederas, estaban en esos jóvenes avisados y en los viejos experimentados del 1910, en la trama histórico-política, y ellos al crear esa antítesis, crearon a sabiendas la historia verdadera con el drama intrínseco que venía de Caseros para acá, y por la profundización del temario histórico les fue posible aclarar todo el proceso de crisis total de la Argentina para ese 1930.
A lo visto, oído y leído había que continuarlo con obras de divulgación precaria —Saldías y Quesada—clásicas en historia, pero conocidas en círculos privilegiados, desgraciadamente no desnudaron la crisis cíclicas de unitarios y federales; o de materiales documentales retaceados y adulterados —Mitre y López—; sólo dieron obras fraccionadas de los sucesos por ellos vividos apasionadamente; o literatura seudo nacional —Sarmiento y Mármol— creadoras de mitos históricos y novelados, desde luego impropios para conocer nuestro ser nacional; o de políticos carentes de directivas claras y creadoras —Avellaneda y Roca—, y muchas cosas más, eran los imposibles y los frenos de expansión de las generaciones del 1890, 1910 y 1930.
Claro está que los espasmos para adelantar lo dicho por otros no faltaron. Nunca una nación en crecimiento deja de tenerlos.
Alberdi, Hernández, Peña, Andrade, Zeballos, Ingenieros..., contradictorios como todo el país, con una política supeditada, y no ellos, comprometidos a los intereses antinacionales, fueron olímpicamente ignorados por falla de transmisión, puesto que liberales, masones y vulgares cipayos no permitían su divulgación, pero eso sí, trataron, y gran éxito, distorsionar a esos transmisores: un Alberdi “constitucionalista”, Hernández, Andrade y Guido Spano poetas y no políticos; Peña y Zeballos, literatos y no historiadores; Ingenieros, médico psiquiatra y no revolucionario social, etc., etc. Esto había que dilucidarlo para poder comprender el esfuerzo de una generación inquieta e inquietante, muerta sin prosélitos ni casi continuadores.
La antipatria, encastillada en la gran prensa, en la alta política y los negocios turbios, cerraba a cal y canto las creaciones nacionales; nada pasaba sin control, el filtro era firme y arbitrario y el pueblo huérfano políticamente, ignorante de su glorioso pasado y miserablemente expoliado y, para colmo de males, fraccionado en radicales, conservadores y agitantes socialistas muy “amarillos”, no recibía nada o casi nada para tomar conciencia o al menos intuir la verdad. Lo poco comunicado en libritos muy modestos o por una prensa pequeña, era sistemáticamente aplastado con la poderosa “arma” del silencio; la llamada complicidad del silencio funcionaba bien.
¿Pero hasta cuándo podía prolongarse ese silencio? Modestos órganos de difusión —Crisol, Nuevo Orden, El Pampero, etc.—; libros inaccesibles —D’Amico, Ibarguren, Ugarte, etc., o agrupaciones políticas surgidas en 1930 —Liga Republicana, A.D.U.N.A., F.O.R.J.A., etc.—, tenían que esforzarse para romper el cerco de la oligarquía del Jockey Club; las embajadas muy metidas en la Casa Rosada; la maléfica C.A.D.E., pues todos en conjunto o particularmente compraban la “inteligencia” al mismo tiempo que el fichaje policial decretaba la marca de “rebelde” para quien resistía las directivas provenientes del extranjero.
Sin embargo, la verdad reflotaba en cada crisis social, política y económica; las generaciones que habían mamado clandestinamente los aportes de los violadores de la “complicidad del silencio”, aportaron a su vez rompiendo las barreras y los cercos de control estatal, se revisaron los archivos que contenían polvo acumulado, en donde los papeles daban la realidad; se investigó, se compulsó y luego de serenos estudios esa ímproba tarea se publicó.
Así nació el revisionismo histórico y así se inició la clarificación del ser nacional.
De esos meritorios precursores cabe a Ricardo Font Ezcurra una parte sustancial, y para entender sus méritos nos fue imprescindible explicarlo, para así valorar equilibradamente el tremendo esfuerzo de sus creaciones, de su consiguiente influencia, en los medios históricos y de la escuela iniciada en parte por él.
Las revelaciones de sus “San Martín y Rosas” y “Unidad Nacional”, dieron la tónica necesaria para esclarecer, y ya para adelante, la mentalidad nacionalista de su período vivido con intensidad y dejar marcado a fuego la subsiguiente fisonomía de la juventud del 45 a la fecha de hoy.
Y esto es así porque el “San Martín y Rosas” terminó la disyuntiva histórica de Rosas y su política, de San Martín y su concepción integral con la nacionalidad; de Rosas y su defensa de la soberanía; de San Martín activo y apasionado en su voluntario exilio; de Rosas y su Confederación; de San Martín y su sable como “prueba de satisfacción por la firmeza” en sostener el honor, y, en fin, de Rosas, el heredero legítimo de esa joya histórica.
Estas definiciones se extraen de ese libro, y 20 años después fácil son de entender, pero en ese momento de 1943 fueron mojones para conocer y hacer comprender y abrir las mentes dopadas de más de 100 años de mentiras. Esta fue la obra de Font Ezcurra.
Lo demás fue la prosecución de sus obras.
Alberto A. Mondragón
Buenos Aires, febrero de 1965.

Advertencia

Hace algunos años las nuevas generaciones iniciaron un proceso de revisión de la Historia oficial que ya ha triunfado, llegando a la sentencia definitiva. Ese proceso fue tanto más notable cuanto que teníamos radicalmente en contra el Régimen vigente. El silencio de los grandes diarios que cuidan sus muertos no sólo porque son de la familia, sino porque dan de comer; el odio de ridículos Ministros de Instrucción Publica y no menos ridículos Ministros del Interior; el desahucio de maestros y profesores patriotas porque enseñaron desde sus cátedras que Rosas era una figura de prócer, a cuyo lado los enlevitados civilistas de la Organización eran apenas unos pendolistas escribaniles; el complot de cierta oligarquía que dice pertenecer a una alta sociedad de discutibles pergaminos, que se oponía a la vindicación del “tirano” porque podía suceder que, hurgando en el pasado, los antecesores de esa plebe enriquecida hubieran sido cabal erizos o lustrabotas del Dictador; la rabia de cierta clase intelectual aburguesada, conservadora, anquilosada y sin ninguna inquietud crítica, a quienes esta revisión los obligaba a algo, cuando menos a contestar; el desbaratamiento de las literaturas argentinas oficiales, de cincuenta años de editoriales flatulentos, de la rutina académica; todo eso y mucho más no pudo nada contra el empuje de la verdad y de la justicia.
Rosas había sido arrojado al osario de los héroes ignorados, porque su recuerdo ofende al espíritu colonial, a ese tremendo servilismo colonial en que yacen los argentinos. No nos referimos a nada económico: la colonia económica puede ser un bien, puede ser una etapa necesaria de la independencia real. Lo terrible, lo tremendo es el colonialismo intelectual, psicológico y patético. Un colonialismo intelectual que desemboca en esta triste cosa: el agnosticismo político, mejor dicho, la atrofia del sentido nacional, con el que se percibe la política interna y externa. He aquí la cruel verdad.
No tenemos política interna, ni externa; no podemos tenerla. Era sangriento lo que hacía una vez Maurras con un libro suyo, y era colocar como clave de ese libro (trataba de política internacional) una frase arrancada a M. Bergeret, el desengañado “alter ego” de Anatole France: “Usted sabe que no podemos tener política internacional...” Otra cosa quería decir el interlocutor de Bergeret, pero Maurras señalaba esa ausencia, esa mutilación de un órgano de la vida de relación francesa, como una de las calamidades que pueden ocurrirle a un país.
Y bien; nosotros los argentinos no tenemos, no podemos tener política interna, ni exterior, porque estamos mutilados en el órgano o aparato sensorial donde residen las percepciones de esas realidades. Son ciento treinta y tres años, en los cuales las metrópolis pensaron, percibieron, reaccionaron, actuaron por nosotros: y el órgano se atrofió.
En tal ausencia, Rosas es un remordimiento; el complejo colonial aflora humillador a la conciencia y nos hiere con su verdad espantosa. La estructura oficial se ofende; las nuevas generaciones, aún asimismo humilladas y ofendidas, rompieron la censura y contra el anquilosamiento colonial e intelectual argentino impusieron a Rosas en todas partes donde tiene intereses y en ninguna donde la vida nacional no existe, ni se conecta con la inteligencia, como las Academias de Historia, en su mayor parte paniaguados y adulones de algunas familias que pesan todavía porque tienen algún poder. Dentro de diez años, cuando quieran rendir el homenaje máximo a la jornada luctuosa de Caseros, las nuevas generaciones serán las que dominen al país. Auguramos una nueva jornada fría, ridícula, con alguna digresión histórica pesada e indigesta, con repeticiones insulsas de los maestros de escuela. Todo lo que viva, todo lo que cuente algo en el país, no considerará el centenario de Caseros sino como una ceremonia oficial tan aburrida como las demás.
En tal obra de vindicación justiciera, Don Ricardo Font Ezcurra tiene una significación sobresaliente. Hace algunos años logramos corporizar un pequeño instituto de estudios rosistas que ha llegado a ser la anti-Academia —el Instituto de Investigaciones Históricas “Juan Manuel de Rosas”—. En esa misma época el doctor Font Ezcurra hizo su aparición en el mundo intelectual con un sólido, fornido e inexpugnable tanque de verdades de a puño, contra aquellos famosos unitarios a los que Ricardo Rojas los describe con las tintas que se usan para evocar las figuras sacrosantas. Peregrinos de la libertad, soñadores de la patria, proscritos enfebrecidos de santo odio contra los tiranos, así aparecen con sus frentes pálidas, enamorados de Elvira, ardiendo en sus ojos el fuego de una pasión inextinguible; así aparecen en una iconografía al uso, vestidos con toda la ropavejería de un romanticismo averiado y trasegado. Pero ¿qué fueron? ¿Qué hicieron? ¿Qué ambicionaron en realidad? Lo que Don Ricardo Font Ezcurra mostró a las generaciones atónitas deciéndoles como en el gran mandato: “Tomad, leed.” ¿Qué fueron? ¿Qué hicieron? Aventureros, intrigantes, espiones, soplones de embajada, anduvieron lamiendo las alfombras diplomáticas en Chile, en Brasil, en Londres, en Francia, para que las fuerzas armadas extranjeras invadieran el territorio argentino, recibiendo en cambio el pago traidor de enormes zonas de la República.
Con ese testimonio fundado en documentos emanados de los mismos traidores, el publicista sagaz y pacienzudo que es Font Ezcurra construyó su libro “La Unidad Nacional”. Millares de ejemplares fueron vendidos, y sus, ediciones agotadas revelan que Font Ezcurra había entrado por la puerta ancha, y no por la ventana, al recinto de los verdaderos historiógrafos. Lo había hecho con pasión de justicia. Había hurgado documentos con pasión de patria, no como mero ratón de biblioteca que se preocupa en saber bajo qué gomero tomaba mate el General Lavalle. No era un prurito libresco. Era la necesidad de desenmascarar a los histriones que ni pasaron sed, ni pasaron hambre, ni anduvieron peregrinos por ningún lado, ni siquiera se molestaron en esperar a que los desterraran, sino que algunos se desterraron solos cuando vieron que se medraba mejor en otra parte. Ahí está el libro de Font Ezcurra. Ahí están los documentos.
¿Quién hizo la unidad nacional? ¿Sarmiento, que promovía la infiltración chilenista en Cuyo? ¿Mitre, que, como Sarmiento, quería ceder la Patagonia a Chile? ¿O Rosas, que hacía frente a dos flotas armadas en Obligado, en Quebracho, en Ramallo?
Nadie contestó el libro de Font Ezcurra. Los plumíferos a sueldo de las ediciones dominicales no se atrevieron a refutar nada. El libro está ahí, sin embargo. Los documentos también. Lo único que falta es, de parte de nuestros adversarios, verdadera dignidad intelectual para enfrentarse con ideas nuevas que pronto serán del siglo.
Las relaciones entre San Martín y Rosas han sido cuidadosamente soslayadas por nuestros liberales. Conviene decir que es necesario, de una vez por todas, hacer algún día la revisión histórica de la bibliografía sanmartiniana. Un escritor y publicista español, residente entre nosotros, Don Augusto Barcia Trelles, está reajustando con rigor lógico todas esas fallas, lagunas o descuidos deliberados de nuestros Mitre, Rojas y Otero. Y aún siendo dicho escritor Barcia Trelles liberal definido, tiene mucha más honradez que los nuestros. Debemos decirlo porque somos amigos, antes que de nuestros mismos amigos, de la verdad, según el proverbio socorrido.
Tanto a San Martín como a Bolívar se los presenta como especie de demo-liberales antecesores de toda la guacamayería hispano-amerícana, que ha hecho de estas naciones una loca zarabanda de oradores y demagogos. Mentira, solemne mentira. Bolívar es partidario de gobiernos estables, toma del Abate Sieyes sus modelos constitucionales con presidente vitalicio y senados hereditarios; condena en el Congreso de Angostura el desenfreno de las masas y abomina del demagogo Páez como del oligarca Santander. Muere declarando que estos países serán víctimas de las siete cabezas de la hidra jacobina. San Martín no tiene acaso la misma vocación política, pero la entiende, como que su genio no es el de un especialista en batallas. Ocurre, al promediar su vida, un hecho muy grave, que en San Martín deja huella profunda. Presencia San Martín, allá por el año 1808, en Sevilla, la muerte inicua del General Solano, por las turbas enloquecidas y maniobradas por agentes provocadores. Esa inmolación, a todas luces injusta, causó a San Martín tan hondísima impresión —dice Barcia Trelles, liberal, y por lo tanto insospechable en este caso— que en lo sucesivo desconfió siempre de los movimientos demagógicos y de los procedimientos basados en el desempeño de las multitudes.
Nuestros liberales se encargaron de subestimar la impresión que en San Martín produjo la inmolación del General Solano, víctima de la brutalidad y de la incomprensión popular, acicateado el pueblo por los demagogos. San Martín admiraba y quería entrañablemente al General Solano, hombre culto, afrancesado tal vez, pero no traidor como lo creyó el pueblo sevillano.
Estas son también las mismas razones por las cuales apenas se han hecho conocer las relaciones entre San Martín y Rosas. Don Ricardo Font Ezcurra nos presenta agotada esa correspondencia, donde se transparentó el respeto y la consideración que el Libertador le guardó al Restaurador. Cuando San Martín tiene conocimiento de que la Argentina está bloqueada por la flota francesa de Le Blanc, ofrece sus servicios. El General Rosas los agradece, acaso por una razón diplomática; no conviene por el momento abultar ante el mismo gobierno de Luis Felipe la significación de la guerra, mientras los franceses mismos no se encarguen de magnificarla con hechos. Luego San Martín, designado embajador en Lima, declina el honroso ofrecimiento y en todo momento el Encargado de las Relaciones Exteriores de la Confederación guarda al Héroe el máximo de consideraciones y éste le retribuye con el mismo respeto y admiración.
San Martín rebosa amargura contra aquélla gente “cuya infernal conducta” ya había anatematizado, es decir: los rivadavianos, los hombres civiles que —según una de las cartas que el lector conocerá— llevaban la bajeza de sus procedimientos a sobornarle a San Martín sus sirvientes para que hicieran de soplones. ¡He aquí calificados los funestos señores de las logias, contra quienes Rosas debió luchar toda su vida!
Aquí tienen las palabras documentadas del Gran Capitán; aquí tienen todas las pruebas y la definitiva, la que un hombre provee cuando se halla cerca de la sepultura, es decir: el testamento, en el que le lega su sable a Juan Manuel de Rosas, en atención al patriotismo y la energía que ha desplegado el Ilustre Restaurador de las Leyes.
Don Ricardo Font Ezcurra comenta con gran oportunidad esta correspondencia de uno y otro lado intercambiada. Refuta juicios interesados respecto a ciertas actitudes de Rosas e infamias extendidas sobre la pretendida declinación de San Martín cuando redactara el legado del sable que lo acompañara en su gloriosa existencia.
Nuevamente acredita aquí el Dr. Font Ezcurra sus condiciones de publicista documentado y parsimonioso en el ajuste de datos y en la comprobación inobjetable de los hechos. Al mismo tiempo, la investigación sirve a un concepto central, como debe servir siempre la historia que no es mero pasatiempo papelero.
RAMÓN DOLL.
Buenos Aires, 15 de mayo de 1943.

Advertencia

La correspondencia privada de las personas de actuación dirigente en la vida de los pueblos, además de su interés en muchos aspectos, ejerce la sugestión incomparable del documento histórico. Cartas no siempre escritas exclusivamente para el destinatario revelan en su íntima espontaneidad la relación directa o el antecedente concreto, o efectos y matices que constituyen un poderoso factor concurrente para alcanzar la recta elucidación de hechos y acontecimientos ignorados del pasado.
Su difusión, realizada con este único designio, no afecta la debida discreción, ni vulnera el respeto emergente de su carácter privado; por el contrario, ella previene de las múltiples tergiversaciones que otorgaría su silenciamiento. De ahí el interés primordial que adquieren día a día las colecciones de cartas, los epistolarios y los papeles privados.
La correspondencia compilada que publicamos, cambiada entre el general San Martín y Rosas, documenta la actuación del primero durante la época del segundo, y ha de ser leída con interés, pues sorprenderá al lector desprevenido que estos prohombres hayan mantenido y cultivado una amistad inalterable, un mutuo respeto y una recíproca consideración, contradictorias en absoluto de las afirmaciones corrientes de la literatura historiográfica argentina.
Ambos próceres encarnan en ésta los extremos de la difundida antinomia oficial: civilización y barbarie... Observamos, sin que esto deba sorprendernos en demasía, que aquí también se cumple aquello de que los extremos se tocan. Y que este insospechado contacto rectifica algunos viejos conceptos, perpetuados en nombre de esa deliberada ocultación en que se han mantenido diversos aspectos de nuestro pasado.

RICARDO FONT EZCURRA