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LA BATALLA POR STALINGRADO

 

WILLIAM CRAIG

LA BATALLA POR STALINGRADO - WILLIAM CRAIG

408 páginas
+ 16 páginas de fotos b/n
24 x 17 cm.
Editorial Caralt, 2005
Encuadernación: tapa dura

 Precio para Argentina: 108 pesos
 Precio internacional: 18 euros

En Stalingrado tuvo lugar la batalla más sangrienta y la que se cobró más bajas humanas de la última guerra mundial. Pero, además, como afirmó Churchill, esta batalla "giró los goznes del destino", puesto que señaló el principio del fin para el III Reich.
Desde el cálido verano de 1942, cuando los ejércitos alemanes se pusieron en marcha hacia el Volga, hasta la destrucción del "invencible" Sexto Ejército alemán y el terror de los campos de prisioneros en las heladas tierras de Siberia, el autor ha creado minuciosamente todos los detalles de la decisiva batalla. El libro es la culminación de un largo y concienzudo trabajo, que abarca cinco años de investigaciones, durante los cuales Craig viajó incesantemente por los diversos países implicados, estudiando documentos, inéditos hasta ahora, y entrevistando a centenares de supervivientes de Stalingrado.
El resultado es el dramático mosaico de una pavorosa tragedia, que la técnica narrativa de Craig nos hace más cercana al mostrarnos a tantos de sus protagonistas en su fase más humana. El libro es mucho más que la historia de una batalla. Es también la historia de unos hombres que, como peones de un ajedrez gigantesco, avanzaron por los campos de batalla luchando, amando, matando y muriendo. Y vencedores y vencidos aparecen todos como víctimas de la gran tragedia.

 

ÍNDICE

Prólogo                                        9
Capítulo I                        19
Capítulo II                                  31
Capítulo III                     35
Capítulo IV                     40
Capítulo V                      50
Capítulo VI                     62
Capítulo VII                    70
Capítulo VIII                   84
Capítulo IX                                 88
Capítulo X                       101
Capítulo XI                     121
Capítulo XII                    140
Capítulo XIII                   148
Capítulo XIV                                          153
Capítulo XV                    161
Capítulo XVI                   176
Capítulo XVII                 195
Capítulo XVIII                209
Capítulo XIX                   223
Capítulo XX                                                                   233
Capítulo XXI                               239
Capítulo XXII                  251
Capítulo XXIII                                        270
Capítulo XXIV                281
Capítulo XXV                                         293
Capítulo XXVI                            296
Capítulo XXVII               311
Capítulo XXVIII                         322
Capítulo XXIX                340
Capítulo XXX                  359
Epílogo: Entre los supervivientes                                 369
Agradecimientos            377
Bibliografía seleccionada                       380
Documentos                    385
Notas a los capítulos                  394
Después de doce años                410

PRÓLOGO

 

Cuando era niño, descubrí un excitante mundo de fantasía en las páginas de los libros de Historia. A los siete años, caminaba por las murallas de Jerusalén detrás de los cruzados; a los nueve, me aprendí de memoria el glorioso peán de Alfred Lord Tennyson a los inmortales hombres de la Brigada Ligera y a su carga de Balaklava. Dos años después, desarraigado de mi ambiente habitual, cuando mi familia se trasladó a otra ciudad, descubrí un alma ge­mela en la singular figura de Napoleón Bonaparte que languidecía en su exilio de la isla de Santa Elena.
El bombardeo de Pearl Harbor, el 7 de diciembre de 1941, aña­dió una nueva dimensión a mi interés por las figuras y aconteci­mientos históricos. Mis propios parientes estaban inmersos en el conflicto y seguí sus hazañas día a día durante la Segunda Guerra Mundial. Como el autonombrado Boswell en las fuerzas aliadas, descuidé mis declinaciones latinas para registrar los ominosos de­talles acerca de Wake, Guam, Batán y Corregidor. Al empezar el octavo grado, en el otoño de 1942, me convertí en un cartógrafo afi­cionado, dibujando meticulosos mapas de lugares tales como Guadalcanal y Nueva Guinea, e incluso de una ciudad llamada Stalingrado, situada en el corazón de Rusia. Debido a mi apasionado inte­rés por Napoleón, y porque conocía la total derrota de su Grande Armée en las vastas llanuras nevadas de la Rusia zarista, rápida­mente se desarrolló mi interés por el intento alemán de conquistar la Unión Soviética. Se me ocurrió que el mismo destino podía aguar­dar a los panzers nazis que se introducían resueltamente por la zona vital de la URSS.
Durante octubre y noviembre de 1942, cada vez robé más tiem­po a mis estudios para leer todo lo que caía en mis manos acerca de aquella ciudad soviética situada en el umbral de Asia. Los infor­mes hablaban de luchas por las alcantarillas, en los sótanos, en los edificios comerciales, y traté desesperadamente de imaginarme aquellos horribles momentos en las vidas de unos hombres. Para un muchacho de trece años, criado en un país en paz, era muy difí­cil conjurar tales imágenes.
En febrero de 1943, el VI Ejército alemán se rindió y nuestros periódicos se llenaron de descripciones de aquella asombrosa victoria rusa. Llamó particularmente mi atención una telefoto del ma­riscal de campo Friedrich von Paulus después de ser capturado. Su rostro estaba lleno de arrugas; sus ojos hablaban de las pesadillas que había vivido. Aquel oficial alemán, en un tiempo arrogante, era ahora un hombre acabado.
El recuerdo de aquella foto me acompañó a través de los años.
*    *   *
Durante el siguiente cuarto de siglo, tanto las imprentas sovié­ticas como las alemanas vomitaron un alud de libros acerca de Stalingrado. Algunos eran relatos personales; otros, tratados histó­ricos. Los rusos escribieron con orgullo por su increíble victoria. Sin embargo, frecuentemente distorsionaban los hechos para acomo­darlos a las realidades políticas. El nombre de Stalin desapareció de los relatos de la batalla; lo mismo sucedió con los de Jruschov (Kruschev), Malenkov y el mariscal Zhúkov. Así, la versión rusa de la historia quedó velada por el secreto oficial. Por el lado alemán, la narración de los hechos sufrió una distorsión diferente. Pocos auto­res alemanes examinaron las miles de complejidades que conduje­ron a la pérdida del VI Ejército en Stalingrado, al no poder hacerlo por habérseles negado el acceso a las fuentes rusas. Y las memorias de los generales alemanes que participaron en la batalla estaban llenas de declaraciones discutibles, de vilipendios personales y de censuras. Además, los alemanes nunca creyeron en la obstinada defensa de Stalingrado por parte del Ejército Rojo y en el brillante contraataque que derrotó al que, hasta entonces, habían considera­do el mejor Ejército del mundo.
Ahora me había convertido en autor e historiador y, cautivado aún por aquella foto de un Paulus abatido, me embarqué en una investigación personal de lo que había sucedido en Stalingrado. Para tener éxito en la empresa, debía hacer lo que nadie había realizado antes: estudiar los archivos oficiales tanto de las fuerzas rusas como de las del Eje comprometidas en el conflicto, visitar el campo de batalla y pisar la tierra por la que tantos hombres habían muerto, localizar a los sobrevivientes de la batalla —rusos, alemanes, italia­nos, rumanos, húngaros— y conseguir sus relatos como testigos pre­senciales, sus diarios, fotografías y cartas. No era tarea fácil.
Primero visité a Ernst von Paulus, el único hijo vivo del maris­cal de campo, en Viersen, Alemania Occidental. Notablemente pa­recido a su padre, Ernst habló durante horas acerca de aquel hom­bre que tanto había sufrido: la pérdida de todo su Ejército, sus años de cautiverio en la Unión Soviética, el crepúsculo de su destrozada vida en Dresde, donde Paulus consumió sus últimos días escribiendo refutaciones destinadas a aquellos críticos que le achacaban la tragedia de Stalingrado.
Luego fui a Stalingrado, la ciudad que destruyó la carrera y la reputación de Paulus. Un visitante casual se da cuenta de que Stalingrado vuelve a ser un gigante industrial en la Unión Soviéti­ca. Sus anchos bulevares están bordeados por parterres con flores. Relucientes casas blancas de apartamentos forman kilómetros de confortables oasis en un mar de atareadas fábricas y talleres. Los habitantes de la ciudad caminan con energía a lo largo de las calles del centro. En un cruce, un corro se agolpa ante un «Sedán» nuevo para admirarlo; por la noche, las parejas pasean por los muelles del Volga y contemplan las luces de los buques y barcazas que pasan. En un lugar tan pacífico es casi imposible imaginar que dos nacio­nes libraron tan titánica lucha.
Las huellas de aquella cruel batalla, son escasas. En un eleva­dor de granos, a través de la fachada de cemento de los silos, se ve una línea irregular de impactos de bala. En la pared de los grandes almacenes Univermag, una placa indica que el VI Ejército alemán se rindió aquí en 1943. Más al norte, en la calle Soléshnaia, una antena de televisión se alza desde una casa de pisos donde otra inscripción describe una batalla de cincuenta y ocho días por la po­sesión del edificio durante el otoño de 1942. Mientras permanecía de pie leyendo aquella inscripción, los niños corrían a través de un patio cubierto de yerba, que antaño estuvo lleno de minas y solda­dos muertos.
En el pequeño Museo del Ejército de Volgogrado, cerca de la es­tación central de ferrocarril, unos oficiales me mostraron con legíti­mo orgullo recuerdos del conflicto: el capote andrajoso y cosido a balazos de un oficial del Ejército Rojo, centenares de banderas rojo- blanco-negras con la esvástica, tomadas a famosas unidades ale­manas, pistolas, órdenes oficiales y diarios y cartas capturados. En las paredes había dioramas brillantemente pintados con escenas de la batalla.
Pero sólo en la colina de Mámaiev, que se levanta en el centro de la ciudad, puede uno empezar a comprender la enormidad de lo que realmente sucedió allí. Mientras recorría los cien metros que hay hasta la cumbre, pasé por un bosque de grupos escultóricos que re­cuerdan el triunfo ruso: una estatua del general Vassili Ivánovich Chuikov, el único hombre que merece el nombre de «salvador de Stalingrado»; una mujer abrazando estrechamente a un niño muer­to; hombres que disparan sus armas contra los enemigos que tra­tan de llegar hasta ellos desde el Volga. En la cumbre del Mámaiev, alcé la vista con asombro hacia la estatua de cincuenta metros de altura de la «Madre Rusia». De. sus hombros cuelga una capa y en su mano derecha blande una espada. Vuelve el rostro para exhor­tar a sus compatriotas a la victoria. A sus pies, en una rotonda cir­cular, se encuentra un gran sepulcro que contiene los restos morta­les de diez mil de sus hijos recogidos en el campo de batalla; sus nombres están escritos en las paredes de la rotonda. En aquel lugar tranquilo, se oye constantemente música fúnebre. En medio del blo­que de cemento que cubre el lugar de descanso de aquellos hom­bres, un gigantesco brazo esculpido se levanta hacia arriba. En su cerrado puño, una antorcha encendida penetra la oscuridad.
Desde una sinuosa rampa, los visitantes contemplan la tumba. Nadie habla. El silencio de la muerte les acompaña, a la brillante luz del sol, mientras Stalingrado hierve de renovada vida. Las trin­cheras han sido cubiertas. El alambre espinoso ha desaparecido de las laderas. Se han quitado los carros y cañones abrasados. Incluso se han removido de la tierra las tumbas alemanas. Se han borrado casi todas las huellas físicas de aquella terrible guerra. Pero las huellas mentales persisten y, alrededor del mundo, los hombres y mujeres que estuvieron en Stalingrado en 1942 tiemblan aún al recordar aquellos espantosos días.
Como el obrero de una fábrica de Stalingrado cuyos ojos se cie­rran con odio cuando recuerda los aviones enemigos ametrallando civiles en un atestado muelle del Volga; o un ex oficial soviético al que le tiembla la voz cuando describe los terribles gritos de sus hom­bres, que cayeron en una emboscada y sufrieron una carnicería en los campos del oeste de Stalingrado; o el emigrado ruso, en Haifa, Israel, que solloza de pena cuando recuerda a un bebé aplastado contra la pared por unos soldados alemanes borrachos.
En una lujosa residencia de Roma, un eminente cirujano italia­no se estremece mientras relata las distintas escenas de canibalis­mo que se desarrollaron en los campos de prisioneros de Siberia después de la batalla. Su esposa escuchaba en medio de una horri­pilante fascinación cómo el doctor recordaba que los caníbales más refinados dejaban de lado los cadáveres de más de un día. Preferían la sangre caliente de los soldados recién muertos.
A una mujer rusa, ahora esposa de un famoso músico america­no, sólo la consumía un recuerdo. Dieciocho meses después de que acabara la lucha, cuando su tren de refugiados se detuvo en Stalin­grado, el hedor de miles y miles de cadáveres que aún yacían entre los escombros la hizo vomitar.
Lo mismo puede decirse de los alemanes. En un suburbio de Hamburgo, un fornido oficial de la Luftwaffe que narraba amargas imágenes de los golpes que le dieron los guardianes soviéticos en la prisión, se echó a llorar de repente y me suplicó que no le hiciese más preguntas.
En Colonia, una mujer que llevaba esperando veintisiete años el regreso de su marido, dado por desaparecido en combate, me hizo una pregunta. Con los ojos llenos de lágrimas me dijo: «¿Cree que podría ir a Stalingrado a ver si le encuentro?» Me percaté de su increíble devoción a la memoria de un hombre contado entre las bajas hacía tanto tiempo por los registros del Gobierno y sólo pude sacudir con pasmo la cabeza y decir: «No, no creo que pueda servir de nada».
Comprendió lo que mi respuesta quería decir. Sonrió valiente­mente, se levantó y preparó un té para los dos.
*    *          *
El catálogo de recuerdos amargos creció ampliamente cuando me encontré con centenares de hombres y mujeres que habían so­brevivido al holocausto de Stalingrado. Quedé trastornado por lo que me dijeron y tuve que recordarme a mí mismo una y otra vez que debía escuchar aquellos cuentos de horror porque tales relatos eran vitales para una reconstrucción válida del conflicto. Aún fue más horroroso el irme percatando, poco a poco, mediante las esta­dísticas que iba descubriendo, de que la batalla había sido el mayor baño de sangre militar conocido en la historia. Mucho más de un millón de hombres y mujeres murieron a causa de Stalingrado, una cantidad que sobrepasa los anteriores registros de muertos de la primera batalla del Somme y de Verdún, en 1916.
La mortandad se puede descomponer del modo siguiente:
Según informaciones de fuentes oficiales rusas, sobre bases no totalmente dignas de crédito (debemos recordar que los rusos nun­ca han declarado oficialmente sus bajas durante la Segunda Gue­rra Mundial), las pérdidas en soldados del Ejército Rojo en Sta­lingrado ascienden a 750.000 muertos, heridos o desaparecidos en combate.
Los alemanes perdieron casi 400.000 hombres.
Los italianos perdieron más de 130.000 hombres de su Ejército de 200.000 soldados.
Los húngaros perdieron aproximadamente 120.000 hombres.
Los rumanos también perdieron 200.000 hombres en torno a Stalingrado.
En lo que se refiere a la población civil de la ciudad, un censo de preguerra arroja la cifra de 500.000 habitantes antes de que se ini­ciaran las hostilidades de la Segunda Guerra Mundial. Este núme­ro aumentó cuando una corriente de refugiados se abatió sobre la ciudad desde las otras zonas de Rusia que estaban en peligro de caer en manos de los alemanes. Una porción de los ciudadanos de Stalingrado fueron evacuados antes del primer ataque alemán, pero se sabe que 40.000 civiles murieron en los dos primeros días del bombardeo de la ciudad. Nadie conoce cuántos murieron en las ba­rricadas o en las zanjas anticarros o en las estepas circundantes. Los archivos oficiales sólo proporcionan un dato escueto: cuando terminó la batalla, un censo realizado sólo encontró a 1.515 perso­nas que hubiesen vivido en Stalingrado en 1942.
A medida que surgían esas inexorables estadísticas, empecé a dirigir a los sobrevivientes la más importante de las preguntas: ¿cuál fue la verdadera trascendencia de la batalla?
En 1944, el general Charles de Gaulle visitó Stalingrado y pa­seó a través de las ruinas aún sin desescombrar. Después, en una recepción en Moscú, un corresponsal le preguntó sus impresiones acerca del escenario. «Ah, Stalingrad, c'est tout de méme un peuple formidable, un tres grand peuple», dijo el líder de la Francia Libre. El corresponsal estuvo de acuerdo: «Ah, oui, les Russes...», pero De Gaulle le interrumpió con impaciencia: «Mais non, je ne parle pas des Russes, je parle des Allemands. Tout de méme, avoir poussé jusque lá.» («Haber llegado tan lejos...»)
Nadie que conozca los problemas militares puede estar de acuer­do con De Gaulle. Que los alemanes fueran capaces de atravesar más de mil quinientos kilómetros del sur de Rusia para llegar a las orillas del río Volga constituyó una increíble hazaña. Que los rusos conservaran Stalingrado, cuando casi todos los estrategas creían que la Unión Soviética estaba al borde del colapso, es algo igual­mente extraordinario.

Derrotados durante más de un año por el Moloch nazi, muchos soldados del Ejército soviético habían llegado al convencimiento de que los alemanes eran invencibles. Miles de ellos corrieron hacia las líneas enemigas en demanda de socorro. Otros miles desertaron de las líneas de los frentes. En la Rusia no ocupada, la población civil fue presa de la misma desesperación. Ante aquellos millones de personas muertas o sometidas al dominio alemán, con unos su­ministros cada vez más reducidos de alimentos, ropas y albergues, la mayoría del pueblo ruso empezó a dudar de sus jefes y de sus Ejércitos. La sorprendente victoria sobre el VI Ejército alemán cam­bió esta actitud negativa. Psicológicamente alentados por aquel mag­nífico triunfo sobre los «superhombres nazis», tanto los civiles como los militares fortalecieron su ánimo ante las duras tareas que te­nían ante sí. Y aunque la definitiva destrucción del III Reich de­mostraría ser una larga y costosa lucha, los rusos ya no volverían a dudar de su victoria. Después de Stalingrado, avanzaron con reso­lución hacia el Oeste, directamente hasta Berlín y la herencia de su arduo paso a través de la zona vital de Alemania aún persiste hoy. Para la Unión Soviética, la trayectoria hasta su presente papel de superpotencia empezó en el río Volga, donde, como lo describió Winston Churchill, «giró el gozne del destino...»
Para los alemanes, Stalingrado constituyó el acontecimiento in­dividual más traumático de la guerra. Hasta entonces, ninguno de sus Ejércitos de selección había sucumbido en el campo de batalla. Hasta aquel momento, nunca tantos soldados habían desaparecido sin dejar huellas en las vastas soledades de un país extraño. Stalingrado fue un desastre que paralizó la mente de una nación que se creía la mejor de todas las razas. Un progresivo pesimismo empezó a invadir los pensamientos de aquellos que habían cantado «Sieg Heil! Sieg Heil!» en los mítines de Hitler y el mito del genio de Hitler empezó a disolverse lentamente bajo el impacto de la reali­dad de Stalingrado. En conversaciones furtivas, la gente, antes de­masiado tímida para actuar contra el régimen, empezó a hacer pla­nes concretos para derrocarlo. Stalingrado fue el principio del fin del III Reich.
Tras haber empleado cuatro años investigando intensamente la batalla de Stalingrado desde ambos lados de la tierra de nadie, me di cuenta de que el mosaico del relato cambiaba con el paso de los días, como sucede con todas las historias. La brillante ofensiva ale­mana sobre el Volga palidecía en relación con la inspirada defensa de Stalingrado por los rusos. Por otra parte, lo más absorbente de todo fue la gradual desintegración moral y física de los soldados alemanes cuando se percataron de que su suerte estaba echada. En su lucha por hacer frente a lo increíble, radica el dramatismo últi­mo de los acontecimientos.
La brutalidad, el sadismo y la cobardía destacan notablemente en la historia. La envidia, la ambición desbocada y la insensibilidad ante el sufrimiento humano se dan con abrumadora frecuencia. El hombre aspira a la grandeza, pero demasiado a menudo sus espe­ranzas quedan sumergidas por el instinto primario de sobrevivir a cualquier precio. Lo que sucede entonces no es agradable de leer. Ningún libro que describa tan amplias matanzas puede serlo. En Stalingrado fuimos testigos presenciales de una monumental tra­gedia humana.

William Craig