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La cultura en la época de Rosas

Aportes a la descolonización mental de la Argentina

Fermín Chávez

 

La cultura en la época de Rosas - Aportes a la descolonización mental de la Argentina - Fermín Chávez

204 páginas
medidas: 14,5 x 20 cm.
Ediciones Sieghels
2020
, Argentina
tapa: blanda, color, plastificado,
 Precio para Argentina: 600 pesos

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Desde que se consolida en nuestro país una nueva escuela histórica, de reinterpretación del pasado y de crudas revelaciones de autoconciencia, que ligeramente se la designó con el nombre de “revisionismo”, quienes se enriquecen con ella comienzan un proceso de descolonización mental del que Fermín Chávez es uno de sus mayores artífices. A este revisionismo el autor ha decidido llamarlo “historia de la descolonización”, ya que lo sustancial de su aporte innegable está en la búsqueda combatiente de una autoconciencia nacional.
Los popes del liberalismo, los iluminados, con Sarmiento, Mitre y Rivadavia a la cabeza, nos han dejado un país espiritualmente colonizado, imbuido de ideales mercantilistas y de un falso progresismo que no para de mostrar sus falencias desde hace siglos. Ellos postularon la tesis funesta de la barbarie argentina en disyuntiva con la civilización del mercantilismo portuario y de la Europa agresora. Los iluminados se fueron del país porque creían seguro el triunfo de Francia sobre don Juan Manuel, que les permitiría volver al país como gobierno representativo de la civilización. Pero ocurrió lo para ellos inesperado: don Juan Manuel duró mucho más de la cuenta. Su pueblo lo amaba y juntos resistían cualquier embate.
Necesitaron, al igual que hacen los modernos con la Edad Media, crear una leyenda del periodo oscuro de la Argentina. Pero la verdad es que la cultura florecía en el país. Quizá, dado que el arte es la expresión de las almas de los pueblos, este haya sido aún más criollo y pura expresión del sentir nacional que el posterior. Por ello resulta importante rescatar la cultura de aquella época y mostrar sus logros, a despecho de la leyenda negra tejida por los "iluminados", próceres de cartón.
La historia oficial no solamente esconde la significación de los jefes populares, sino que también escamotea procesos y hechos culturales cuyo conocimiento comportaría una negación elocuente de sus dogmas de arena. Si esa historia oficial enseñara, por ejemplo, que en 1847, a menos de dos años del descubrimiento y aplicación del éter como anestésico general, se efectuó en Buenos Aires la primera intervención quirúrgica con dicha anestesia, comenzaríamos por informarnos de que el país de Rosas no era el pintado por las revistas europeas que alentaban la intervención de Francia y Gran Bretaña. Y no es menester seguir con los ejemplos.
Nada más alejado de la verdad que una negación de la riqueza y de la importancia de las expresiones culturales del período rosista. Desde el punto de vista de la conformación y estructuración de una verdadera cultura nacional, la época de Rosas constituye una etapa principalísima de la historia argentina, desdibujada solamente en virtud de una historiografía plagada de prejuicios.
A esta nueva escuela, libre de prejuicios, descorrido ya el velo a la verdad histórica referente al desarrollo cultural de nuestra “edad oscura”, contribuye con creces la obra de Fermín Chávez que aquí presentamos.

 

ÍNDICE

 

El gran tropel de afuera9
Litografías y ediciones14
Libros didácticos23
Las imprentas y el periodismo32
La música y el teatro43
La educación y la Universidad59
Las ciencias95
Los que se quedan y los que se van126
La literatura rosista139
Las artes plásticas170
Los que pintaron a Rosas181
Los retratos literarios de Rosas189
Bibliografía principal201



El gran tropel de afuera

 

 
Desde hace muchos años los argentinos venimos haciendo, cotidianamente, actos de descolonización mental. Nos consuela el pensamiento de que no somos los únicos, la excepción, en el mundo, puesto que desde los viejos tiempos en que se creó la relación metrópoli-colonia —y de esto han pasado algunos ruidosos y silenciosos siglos—, existen pueblos que deben plan­tearse problemas esenciales de autoconciencia nacional.
En la Argentina podemos comprobar un largo y complejo proceso de descubrimiento de esta autoconciencia, nada senci­llo tratándose de una nación heterogénea como es la nuestra. No tuvimos la suerte de ciertas potencias coloniales y ciertas metrópolis de contar con un pueblo anterior a la nación. Aquí, como bien lo señalara Ricardo Rojas en su libro más nacional, en 1909, el pueblo es posterior a la nación. Y en ese pueblo está la heterogeneidad, cuya responsabilidad histórica no es de nadie.
Hace ya muchos años surgió y se consolidó en nuestro país una nueva escuela histórica, de interpretación del pasado y de crudas revelaciones de autoconciencia, que ligeramente se la designó con el nombre de “revisionismo”. Yo propongo pa­ra este movimiento cultural consolidado después de 1930, pero principiado mucho antes, la denominación de “historia de la descolonización”, ya que lo sustancial de su aporte innegable está en la búsqueda combatiente de una autoconciencia nacional.
Últimamente, desde el campo de un seudomarxismo im­pregnado de liberalismo iluminista y desde la plataforma polí­tica del llamado “desarrollismo”, se vienen formulando los peccata minuta del revisionismo. Sobre todo, desde el predio desarrollista, que nada aportó en su momento al problema que nos ocupa y que en el presente intenta levantarse con méritos ajenos. Cosas de la política, pero no de la verdad del proceso en sí.
También en el plano cultural el “desarrollismo” pretende aplicar su seudologia del “nacionalismo de fines” contra el “nacionalismo de medios”, que aplica a la economía nacional con resultados que el pueblo argentino ha experimentado en cabeza propia.
En un país colonial, o marginal, o de desarrollo depen­diente, o como se lo quiera denominar al nuestro en punto a educación y economía (un país atípico dicen los sociólogos), el mentado nacionalismo de fines aparece históricamente subor­dinado a un manifiesto colonialismo. Nacionalismo de fines fue el de Carlos María de Alvear, en 1815, y el de Bernardino González Rivadavia, de 1825; y el de Pueyrredón de 1819. Y el de Roca en la década de 1880. Como consecuencia de tantos nacionalismos de fines de nuestra historia, nos encon­tramos en 1973 con un país espiritualmente colonizado, im­buido de ideales mercantilistas y de un progresismo anacrónico que ya mostró sus falencias nacionales a lo largo de un siglo.
En un país colonial, ante todo importan los “medios”, los instrumentos, las instituciones concretas, que permiten al­canzar los fines nacionales. Porque si los medios y los instru­mentos están en manos coloniales o de oligarquías al servicio de los intereses antinacionales, es la antinación la que impone los fines, cotidianamente. La experiencia argentina de la dé­cada de 1880, en que el roquismo asumió las banderas del mitrismo de raíz rivadaviana, y la que se repitió con el justismo durante la “década infame”, nos ilustran sobre lo que ocurre cuando la nación se desentiende de los medios, de los instrumentos que otros manejan desde centros de poder mun­dial que ejecutan su estrategia dominante.
El de don Juan Manuel fue un nacionalismo de medios, cual era el que convenía a un país necesitado de lecciones de autoconciencia nacional; por eso sus más preciada gloria es el símbolo de la Vuelta de Obligado, cuya significación material es insignificante, valga la expresión. Los iluminados, del nacionalismo de fines (encabezados por Sarmiento), postularon la tesis funesta de la barbarie argentina en disyuntiva con la ci­vilización del mercantilismo portuario y de la Europa agresora. Los iluminados se fueron del país porque creían seguro el triun­fo de Francia sobre don Juan Manuel, que les permitiría volver al país como gobierno representativo de la civilización. Fue­ron los quislings apresurados de 1838. Porque ocurrió lo para ello inesperado: don Juan Manuel duró mucho más de la cuenta.
La historia escrita por los vencedores del pueblo argentino no solamente esconde la significación de los jefes populares, des­de 1810 hasta la fecha. También escamotea procesos y hechos culturales cuyo conocimiento comportaría una negación elo­cuente de sus dogmas de arena. Si esa historia oficial enseñara, por ejemplo, que en 1847, a menos de dos años del descubri­miento y aplicación del éter como anestésico general, se efectuó en Buenos Aires la primera intervención quirúrgica con dicha anestesia, comenzaríamos por informarnos de que el país de Rosas no era el pintado por las revistas europeas que alenta­ban la intervención de Francia y Gran Bretaña. Y no es me­nester seguir con los ejemplos.
Nada más alejado de la verdad que una negación de la ri­queza y de la importancia de las expresiones culturales del pe­ríodo rosista. Desde el punto de vista de la conformación y estructuración de una verdadera cultura nacional, la época de Rosas constituye una etapa principalísima de la historia ar­gentina, desdibujada solamente en virtud de una historiografía plagada de prejuicios, de carácter análogo a la que los historia­dores del iluminismo elaboraron para condenar a la Edad Me­dia, esa edad oscura de la historia que hoy aparece tan llena de luces y brillazones.
Una nueva escuela, libre de prejuicios, ha descorrido ya el velo a la verdad histórica referente al desarrollo cultural de nuestra “edad oscura”. Investigaciones y estudios realizados oportunamente por Dardo Corvalán Mendilaharsu, Mario Cé­sar Gras, Joaquín Malarino, Enrique Arana (h.), Enrique Stieben, Andrés Ivern, Guillermo Gallardo, Josué T. Wilkes y otros, constituyen valiosísimos antecedentes de la historiografía relativa al tema. Las letras rosistas, y en particular sus expre­siones de poesía popular, han sido prolijamente estudiadas por Luis Soler Cañas. Es éste un campo que ofrece un vasto tesoro para el investigador, en dimensión análoga a la plástica.
Sin duda que la literatura más abundante sobre la cultura en la época de don Juan Manuel concierne a la pintura y al grabado; y no es para menos, ya que la riqueza y la calidad e importancia de estas artes son realmente notables en el men­cionado período. En este sentido, contienen un juicio riguroso y exacto las palabras de Enrique Stieben sobre este quehacer artístico: “Ese clima absorbente —dice con referencia a la irrupción del nacionalismo estético de la época estudiada—, tiene sumersos en su seno entrañable a las personas y a las cosas, plenas de criollicidad, por fin dueños soberanos de su casa. Y esto explica, a satisfacción del más exigente, la actuación de unos 60 pintores y grabadores, entre 1830 y 1852. De alrededor de 60, entre argentinos y extranjeros, trabajando a porfía en la interpretación entusiasta de lo vernáculo, en su representación, muchas veces, acabada revelación de motivos característicos y perfecciones consagratorias, ya en el reino sublime del arte, co­mo el retrato de Manuelita de Pueyrredón, o toda la produc­ción de Morel. Diríase que trabajaban en competencia de fi­delidad interpretativa, sumergidos en una atmósfera naciona­lista subyugante, durante ese cuarto de hora de génesis, labo­rioso, dramático e imperecedero en sus realizaciones. Cuarto de siglo de génesis en que fueron revelados millares de motivos nacionales y legados a la posteridad, sin los cuales, cabe ase­verar, nuestro país nos sería absolutamente desconocido en esos mismos aspectos”. El florecimiento, sin embargo, no se limita a las artes plásticas: la música, el teatro, las ciencias y las letras alcanzan, entre 1830 y 1852, un considerable y jamás desechable desarrollo.