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De la unidad trascendente de las religiones

 

Frithjof Schuon

 

De la unidad trascendente de las religiones - Frithjof Schuon

220 páginas
medidas: 14,5 x 20 cm.
Ediciones Sieghels
2020
, Argentina
tapa: blanda,
 Precio para Argentina: 630 pesos

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Con "De la unidad trascendente de las religiones" Frithjof Schuon no sólo se ha dado a conocer como uno de los más importantes estudiosos de las religiones comparadas, sino que ha demostrado una inusual capacidad para poder captar la verdad metafísica que trasciende y a la vez nutre a todas las formas religiosas.
Las consideraciones de este libro proceden de una doctrina que no es en absoluto filosófica, sino propiamente metafísica. Ésta posee un carácter trascendente que la hace independiente de un pensamiento puramente humano, cualquiera que sea. Por más elevada que sea, la filosofía procede de la razón, facultad enteramente individual, mientras que la metafísica surge exclusivamente del Intelecto. Podrá servirse del mismo símbolo o de la misma forma a título de medio de expresión, pero sin ignorar su relatividad. Es por esto por lo que cada una de las grandes religiones intrínsecamente ortodoxas, por sus dogmas, sus ritos y sus demás símbolos, puede servir de medio de expresión a toda verdad conocida directamente por el ojo del Intelecto, órgano espiritual que el esoterismo musulmán denomina «el ojo del corazón».
El conocimiento intelectual no procede de una creencia ni de un razonamiento, él sobrepasa el dogma en el sentido de que, sin contradecirlo jamás, lo penetra en su «dimensión interna», que es la verdad infinita que domina todas las formas.
Metafísicamente, en fin, no se tratará ya ni de «prueba» ni de «creencia» sino exclusivamente de evidencia directa, de evidencia intelectual que implica la certidumbre absoluta, pero que, en el estado actual de la humanidad, no es accesible más que a una elite espiritual cada vez más restringida; ahora bien, la religión, por su naturaleza e independientemente de las veleidades de sus representantes, que pueden no tener conciencia de ellas, contiene y transmite, bajo el velo de sus símbolos dogmáticos y rituales, el Conocimiento puramente intelectual, como hemos notar anteriormente. Una verdad, en efecto, puede ser comprendida en diferentes grados y según dimensiones conceptuales diferentes, o sea, según una serie indefinida de modalidades que corresponden a los aspectos, igualmente indefinidos en su número, de la verdad, es decir, a todos sus aspectos posibles.
Al hablar de «unidad trascendente» queremos decir que la unidad de las formas religiosas debe ser realizada de una manera puramente interior y espiritual, sin ser traicionada por ninguna forma particular. Los antagonismos de estas formas no perjudican más a la Verdad una y universal que los antagonismos entre los colores opuestos a la transmisión de la luz una e incolora, por utilizar la misma imagen que antes; y de la misma manera que todo color, por su, negación de la oscuridad y su afirmación de la luz, permite encontrar el rayo que la hace visible y remontar este rayo hasta su fuente luminosa, de la misma manera toda forma, todo símbolo, toda religión, todo dogma, por su negación del error y su afirmación de la Verdad, permite remontar el rayo de la Revelación, que no es otro que el del Intelecto, hasta su Manantial divino.

 

ÍNDICE


Prefacio7
I.- Dimensiones conceptuales15
II.- Limitación del exoterismo23
III.- Trascendencia y universalidad del esoterismo55
IV.- La cuestión de las formas de arte91
V.- De los limites de la expansión religiosa113
VI.- El aspecto ternario del monoteísmo135
VII.- Cristianismo e Islam149
VIII.- Naturaleza particular y universalidad de la tradición cristiana175
IX.- Ser hombre es conocer209

Prefacio

Las consideraciones de este libro proceden de una doctrina que no es en absoluto filosófica, sino propiamente metafísica. Esta distinción puede parecer ilegítima a quienes tienen la costumbre de englobar la metafísica en la filosofía, pero, si se encuentra ya una tal asimilación en Aristóteles y en sus continuadores escolásticos, esto prueba precisamente que toda filosofía tiene limitaciones que, inclusive en los casos más favorables, como los que acabamos de citar, excluyen una apreciación perfectamente adecuada de la metafísica. En realidad, ésta posee un carácter trascendente que la hace independiente de un pensamiento puramente humano, cualquiera que sea. Para definir bien la diferencia que existe entre uno y otro modo de pensamiento, diremos que la filosofía procede de la razón, facultad enteramente individual, mientras que la metafísica surge exclusivamente del Intelecto. Este último era definido de la siguiente manera, con pleno conocimiento de causa, por el maestro Eckhart: «En el alma hay algo que es increado e increable; si el alma entera fuese tal, ella sería increada e increable, y esto es el Intelecto.» En el esoterismo musulmán se encuentra una definición análoga, aunque más concisa aún y más rica en valor simbólico: «El Sufí (es decir, el hombre identificado con el Intelecto) no es creado.»
Si el conocimiento puramente intelectual sobrepasa por definición al individuo; si, por consiguiente, es de esencia supraindividual, universal o divina y procede de la Inteligencia pura, es decir, directa y no discursiva, no hay que decir que este conocimiento no sólo va más lejos que el razonamiento, sino inclusive más lejos que la fe, en el sentido ordinario de este término. Dicho de otro modo: el conocimiento intelectual sobrepasa igualmente el punto de vista específicamente religioso que, por su parte, es, sin embargo, incomparablemente superior al punto de vista filosófico, o, más precisamente, racionalista, puesto que, como el conocimiento metafísico, emana de Dios y no del hombre. Pero en tanto que la metafísica procede completamente de la intuición intelectual, la religión procede de la Revelación. Ésta, la Revelación, es la Palabra de Dios en tanto en cuanto Él se dirige a sus criaturas, mientras que la intuición intelectual es una participación directa y activa en el Conocimiento divino, y no una participación indirecta y pasiva como lo es la fe. En otros términos: en la intuición intelectual no es el individuo en tanto tal quien conoce, sino en tanto que, en su esencia profunda, él no es distinto de su Principio divino; también la certidumbre metafísica es absoluta en razón de la identidad entre el cognoscente y lo conocido en el Intelecto. Si está permitido poner un ejemplo en el orden sensible para ilustrar la diferencia entre los conocimientos metafísico y teológico, podemos decir que el primero, que llamaremos «esotérico» cuando se manifieste mediante un simbolismo religioso, tiene conciencia de la esencia incolora de la luz y de su carácter de pura luminosidad; tal creencia religiosa, por el contrario, admitirá que la luz es roja y no verde, mientras que otra creencia afirmará lo contrario. Las dos tendrán razón en tanto ambas distinguen la luz de la oscuridad, pero no la tendrán en tanto la identifican con tal o cual color. Mediante este ejemplo tan rudimentario, queremos mostrar que el punto de vista teológico o dogmático, por el hecho de que se funda en el espíritu de los creyentes, sobre una revelación y no sobre un conocimiento accesible a cada uno —cosa, por otro lado, irrealizable para una gran parte de la colectividad humana—, confunde necesariamente el símbolo o la forma con la Verdad desnuda y supraformal, mientras que la metafísica, que no se puede asimilar a un «punto de vista» más que de una manera enteramente provisional, podrá servirse del mismo símbolo o de la misma forma a título de medio de expresión, pero sin ignorar su relatividad. Es por esto por lo que cada una de las grandes religiones intrínsecamente ortodoxas, por sus dogmas, sus ritos y sus demás símbolos, puede servir de medio de expresión a toda verdad conocida directamente por el ojo del Intelecto, órgano espiritual que el esoterismo musulmán denomina «el ojo del corazón».
Acabamos de decir que la religión traduce las verdades metafísicas o universales en lenguaje dogmático, ahora bien, si el dogma no es accesible a todos en su Verdad intrínseca que sólo el Intelecto puede alcanzar directamente, el mismo dogma no es menos accesible por la fe, único modo de participación posible, para la gran mayoría de los hombres, en las verdades divinas. En cuanto al conocimiento intelectual que, lo hemos visto, no procede de una creencia ni de un razonamiento, él sobrepasa el dogma en el sentido de que, sin contradecirlo jamás, lo penetra en su «dimensión interna», que es la verdad infinita que domina todas las formas.
A fin de ser absolutamente claros, insistiremos todavía sobre que el modo racional de conocimiento no sobrepasa el dominio de las generalidades ni alcanza por sí solo ninguna verdad trascendente; puede, sin embargo, servir de modo de expresión a un conocimiento suprarracional —es el caso de la ontología aristotélica y escolástica—, pero esto será siempre en detrimento de la integridad intelectual de la doctrina. Algunos objetarán quizá que la metafísica más pura se distingue a veces muy poco de la filosofía; que ella utiliza, como ésta, argumentaciones y, como ésta, parece llegar a conclusiones; pero esta semejanza se debe al hecho de que toda concepción, en cuanto se expresa, se reviste forzosamente de los modos del pensamiento humano, que es racional y dialéctico; lo que distingue aquí esencialmente la proposición metafísica de la proposición filosófica es que la primera es simbólica y descriptiva, en el sentido de que ella se sirve de los modos racionales como de símbolos para describir o traducir conocimientos que comportan más certidumbre que cualquier conocimiento del orden sensible, mientras que la filosofía —que por algo ha sido llamada ancilla theologiae— nunca es más que lo que ella expresa; cuando razona para resolver una duda, esto prueba precisamente que su punto de partida es una duda que quiere llegar a remontar, en tanto que, como hemos dicho ya, el punto de partida de la enunciación metafísica es siempre esencialmente una evidencia o una certidumbre, que se tratará de comunicar a aquéllos que sean capaces de recibirla, por medios simbólicos o dialécticos propios para actualizar en ellos el conocimiento latente que portan inconscientemente, diremos también «eternamente», en sí mismos.
Tomemos, a título de ejemplo de los tres modos de pensamiento que hemos encarado, la idea de Dios. El punto de vista filosófico, cuando no niega a Dios pura y simplemente —lo que no hará sino dando a esta palabra un sentido que no tiene— intenta «probar» a Dios mediante toda clase de argumentaciones; en otros términos, este punto de vista trata de «probar» ya sea la «existencia», ya la «inexistencia» de Dios, como si la razón, que no es más que un intermediario y en modo alguno una fuente de conocimiento trascendente, no pudiera «probar» cualquier cosa; por otra parte, esta pretensión a la autonomía de la razón en dominios donde sólo la intuición intelectual, de una parte, y la revelación, por otra, pueden comunicar conocimientos, caracteriza el punto de vista filosófico y revela su insuficiencia. En cuanto al punto de vista teológico, no se preocupa de probar a Dios —él permite inclusive admitir que ello es imposible— pero se funda sobre la creencia: añadamos que la fe no se reduce en absoluto a la simple creencia, porque, de ser así, Cristo no hubiese hablado de la «fe que mueve las montañas», pues ni que decir tiene que la creencia religiosa no posee esta virtud. Metafísicamente, en fin, no se tratará ya ni de «prueba» ni de «creencia» sino exclusivamente de evidencia directa, de evidencia intelectual que implica la certidumbre absoluta, pero que, en el estado actual de la humanidad, no es accesible más que a una elite espiritual cada vez más restringida; ahora bien, la religión, por su naturaleza e independientemente de las veleidades de sus representantes, que pueden no tener conciencia de ellas, contiene y transmite, bajo el velo de sus símbolos dogmáticos y rituales, el Conocimiento puramente intelectual, como hemos notar anteriormente.
Sin embargo, tendría uno perfecto derecho a preguntarse por qué razones humanas y cósmicas, determinadas verdades, que podemos calificar de «esotéricas» en un sentido muy general, son expuestas y explicitadas precisamente en nuestra época tan poco inclinada a las especulaciones; hay en esto, efectivamente, algo de anormal: no en el hecho de exponer estas verdades, sino en las condiciones generales de nuestra época que, marcando el fin de un gran período cíclico de la humanidad terrestre —el fin de un mahâ-yuga, según la terminología hindú— debe recapitular o remanifestar de una u otra manera todo lo que se encuentra incluido en el ciclo entero, de acuerdo con el adagio que dice que «los extremos se tocan», de suerte que cosas que son anormales en sí mismas pueden hacerse necesarias en razón de las condiciones apuntadas. Desde un punto de vista más individual, el de la simple oportunidad, hay que convenir que la confusión espiritual de nuestra época ha alcanzado un grado tal que los inconvenientes que, en principio, pueden resultar para algunos del contacto con las verdades de que se trata se encuentran compensados por las ventajas que otros obtendrán de dichas verdades; de otro lado, el término de «esoterismo» es muy a menudo usurpado para enmascarar ideas tan poco espirituales y tan peligrosas como es posible, y lo que se conoce de las doctrinas esotéricas es tan a menudo plagiado y deformado —aparte de que la incompatibilidad exterior y voluntariamente amplificada de las diferentes formas tradicionales arroja el más grande descrédito, en el espíritu de un gran número de nuestros contemporáneos, sobre toda tradición, sea religiosa o de cualquier otra índole— que no hay solamente ventaja, sino inclusive obligación de hacer entrever, de una parte lo que es el esoterismo verdadero y lo que no lo es y, de otra parte, lo que constituye la solidaridad profunda y eterna de todas las formas del espíritu.
Para volver al tema principal que nos hemos propuesto tratar en este libro, insistiremos sobre que la unidad de las religiones no solamente no es realizable, en el plano exterior, el plano de las formas, sino que no debe si quiera ser realizada, suponiendo que fuese posible, sobre este plano, sin que las formas reveladas fuesen desprovistas de razón suficiente; y decir que son reveladas es como decir que son queridas por el Verbo divino. Al hablar de «unidad trascendente» queremos decir que la unidad de las formas religiosas debe ser realizada de una manera puramente interior y espiritual, sin ser traicionada por ninguna forma particular. Los antagonismos de estas formas no perjudican más a la Verdad una y universal que los antagonismos entre los colores opuestos a la transmisión de la luz una e incolora, por utilizar la misma imagen que antes; y de la misma manera que todo color, por su, negación de la oscuridad y su afirmación de la luz, permite encontrar el rayo que la hace visible y remontar este rayo hasta su fuente luminosa, de la misma manera toda forma, todo símbolo, toda religión, todo dogma, por su negación del error y su afirmación de la Verdad, permite remontar el rayo de la Revelación, que no es otro que el del Intelecto, hasta su Manantial divino.