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Inglaterra - Nuremberg - Spandau

El intento de Rudolf Hess por concertar la paz

Ilse Hess - Rudolf Hess

Inglaterra - Nuremberg - Spandau - El intento de Rudolf Hess por concertar la paz - Ilse Hess - Rudolf Hess

148 páginas
medidas: 14,5 x 20 cm.
Ediciones Sieghels
2017
, Argentina
tapa: blanda, color, plastificado,
 Precio para Argentina: 220 pesos
 Precio internacional: 16 euros

 

 

El destino humano tomó un camino memorable cuando Rudolf Hess emprendió el 10 de mayo de 1941 su célebre vuelo a Escocia, que estuvo a punto de cambiar la Historia Contemporánea.
Rudolf Hess fue un caso único en la historia mundial. Quien fuera designado como sucesor de Hitler decide, en un rapto de heroísmo, renunciar a todo, incluidos sus cargos de ministro del Reich y «Representante del Führer en el NSDAP», arriesgar su vida y su prestigio, para poder lograr la paz. Con este fin decide volar a Gran Bretaña e intentar llegar a un arreglo, por lo que no sólo se lo arresta y aisla en el momento sino que, tras la contienda, se lo encierra en una gigantesca prisión de la que es el único prisionero, con rígidos y numerosos guardias, como si de un temible monstruo se tratara, hasta que pasados 42 años del fin de la guerra que él intento evitar, cuando existía la posibilidad de que por fin se lo libere, cumplidos ya los 93 años, se lo decide asesinar para que su voz no pueda jamás ser escuchada
Ilse Hess, sin embargo, se mantuvo hasta el final de sus días fiel a su marido y a sus ideas, las que ambos sostuvieron de por vida, e intenta en esta obra dar voz nuevamente a su marido recopilando sus memorias, el motivo de su viaje a Inglaterra, las aventuras del salto nocturno en paracaídas, su cautiverio, el proceso de Nuremberg y su posterior reclusión, reviviendo mediante sus cartas los pensamientos y diálogos que tuvo con su marido detrás de las paredes de la prisión de Spandau.
Este libro, escrito por la esposa de Hess (tomando como base los escritos de su marido) es uno de los documentos veridicos mas asombrosos de la Segunda Guerra Mundial.

 

ÍNDICE

Dedicatoria7
Preparativos9
El vuelo31
De los años de cautiverio39
Nuremberg51
Spandau 93
Ilse Hess a R. H.137

Dedicatoria

 

El destino de los hombres sigue a veces rutas extrañas: Cuando Rudolf Hess emprendió el 10 de mayo de 1941 su célebre vuelo a Escocia, cabía prever diversas posibilidades respecto al resultado final de su aventura. En efecto, el avión que pilotaba mi marido podía precipitarse en el Mar del Norte, o costarle la vida el salto en paracaídas sobre Escocia... También podía alcanzar su punto de destino y llevar a feliz término la misión que él mismo se había propuesto. Pero asimismo podía ocurrir que el Gobierno inglés le rechazara, y, puestos a suponer, que incluso lo devolviera a los alemanes para que éstos lo fusilaran.
No se realizó ninguno de cuantos supuestos anteceden. Lo que en el año 1941 apenas podía ni sospecharse, se convirtió en dura realidad: El hombre que, animado por la idea de poner fin a las hostilidades y allanar el camino de la paz, se dispuso a sacrificar su vida y renunció a sus cargos de ministro del Reich y «Representante del Führer en el NSDAP», está preso... hoy en Alemania, como lo estuvo hace casi doce años en Inglaterra.
Por tal motivo he querido escribir estas páginas; como alegato para aquellos que, desde hace más de diez años, tienen preso a mi esposo; como saludo a aquellos que se interesan por el lado humano del destino de Rudolf Hess.
Gailenberg, septiembre de 1952.
I. H.

Preparativos

 

Rudolf Hess emprendió, silencioso y solitario, el camino que, después de cuatro años de prisión en Inglaterra, le había de conducir al banquillo de los acusados del Tribunal Internacional de Nuremberg y, finalmente, tras los muros de la fortaleza de Spandau. Con un exclusivismo quedo y obstinado, que es característico de su personalidad, preparó, paso a paso, la gran jugada de su vida.
Nadie, quiso darme crédito cuando, en el mes de mayo del año 1941, manifesté no estar enterada en lo más mínimo de sus proyectos... No lo creyeron los funcionarios de la Policía Secreta del Estado, que me interrogaron por aquella época, ni tampoco, cuatro años más tarde, los oficiales, funcionarios y periodistas de las potencias de ocupación.
Desde luego, no era un secreto para nadie que mi esposo planeaba algo extraordinario, puesto que se dedicaba activamente al estudio de problemas muy especiales a los cuales concedía un particular interés y tan pronto hacía las maletas como las deshacía, todo ello sin contar que en los talleres de Messerschmitt, cerca de Augsburg, volaba de vez en vez en un avión «Me-110» con el fin de «sedar sus nervios». Sin embargo, su reservada actividad nada de raro tenía para mí; desde que nos casamos, en 1927, trazamos una clara línea divisoria entre los problemas políticos y los que afectaban única y exclusivamente a la vida en nuestro hogar; mi esposo despreciaba profundamente a los hombres que ocupan cargos públicos «y que no saben cerrar la boca en casa»... y yo, por mi parte, jamás preguntaba cuando él callaba.
Que los viajes, cada vez más frecuentes, a los talleres de Messerschmitt, en Augsburg, no se debían sólo a la necesidad de «sedar los nervios» y alejarse de las preocupaciones cotidianas que abrumaban a un ministro del Reich en tiempos de guerra, lo fui comprendiendo cada vez con mayor claridad. Cierto día, mientras esperaba yo sola en la secretaría del despacho de mi marido, repiqueteó el teléfono y alguien, que en modo alguno podía adivinar la confusión que me produciría la llamada, me dio el parte meteorológico correspondiente a misteriosas zonas designadas «X» e «Y»; anoté los datos, pero comprobé, por la expresión del rostro de la secretaria cuando ésta regresó al despacho, que no debía haberme enterado de aquel comunicado. Informó de lo sucedido a mi esposo. Más tarde, incluso por orden expresa de él, fui yo quien recibió varios de estos extraños partes telefónicos, los cuales, con el curso de los días, fueron perdiendo todo interés especial y acabaron no despertando en mí el menor recelo ni la menor confusión.
En lo más íntimo de mi ser, sin embargo, no podía menos de reconocer que lo que preocupaba tanto a mi esposo debía de ser algo extraordinario. Basándome en la situación política general, me di a mí misma la siguiente interpretación de los hechos: Desde la victoria alemana en Francia se habían realizado esfuerzos por ambos bandos para poner fin a la situación de «armisticio» entre Alemania y Francia y llegar a una verdadera paz. A principios del invierno del año 1940 había fracasado, por causas diversas, la «política de Montoire», que se había propuesto precisamente este fin, y que desde la entrevista Hitler-Pétain tantas esperanzas había despertado entre alemanes y franceses... y también en mí, en cuanto a la posible; mediación de mi marido. Mi esposo, que habla un francés excelente, apreciaba y respetaba al viejo mariscal, al antiguo combatiente de Verdún: ¿No resultaba lógico suponer, por lo tanto, que tal vez fuese llamado a realizar mi nuevo intento y dar una forma más expresiva y real al anhelado acuerdo con Francia?
Yo estaba casi convencida de que lo que hacía mi marido era preparar este supuesto «vuelo a Pétain»; consideraba que era la única explicación plausible de cuanto ocurría en torno mío. Cuando, en el mes de mayo de 1945, le expuse al oficial francés que me interrogó los pensamientos que albergaba en aquella época, no pudo por menos de asentir en silencio tras dejar que trasluciese su rostro expresiones de enojo primero y de asombro lleno de incredulidad después.
Lo cierto es que el avión «Me-110» no emprendió el vuelo el 10 de mayo de 1941 en dirección a Vichy... No obstante, si se repasan las primeras declaraciones que hizo mi marido a su llegada a Inglaterra en presencia del ministro del Interior inglés, Lord Simón, se observa su curiosa coincidencia con los pensamientos a que me he referido; afirmó en aquella ocasión que la idea de trasladarse en avión a Inglaterra en calidad de «parlamentario por decisión propia», nació en él durante los últimos días de la campaña de Francia, en el verano del año 1940.
Es un hecho poco conocido que fuese precisamente mi esposo quien, poco antes de firmarse el armisticio en el histórico vagón de Compiégne, expusiera durante una larga y seria entrevista con Adolf Hitler el punto de vista de que las condiciones del armisticio no debían contener ningún punto que pudiera herir el honor del enemigo vencido, a fin de no dificultar la resolución definitiva de las divergencias existentes y más adelante, el mejor entendimiento entre Alemania y Francia. Sólo cuando Hitler dio su asentimiento a estas consideraciones, se disidió mi esposo a asistir al acto que debía celebrarse en Compiégne, a lo cual había rehusado en un principio.

Las palabras de Hölderlin: No sacrifiques jamás la conciencia a la inteligencia, se podrían citar como «leit motiv» de los pensamientos que animaban a mi esposo cuando estalló la Segunda Guerra Mundial. Juzgaba la situación en su calidad de ex-combatiente. Desde 1933 se había dirigido repetidas veces a sus camaradas alemanes, franceses e ingleses de la Primera Guerra Mundial, entre los cuales había encontrado siempre un eco favorable; veía en la nueva guerra una tragedia para todos los pueblos europeos y para el mundo entero. Claro está, cuando los dados habían ya rodado y la máquina bélica se había puesto en movimiento, hizo todo lo que estuvo a su alcance para facilitar la rapidez de la victoria alemana, único medio de reducir el número de víctimas. Se trataría de una victoria que, a su juicio, pondría punto final a muchos siglos de luchas estériles y aniquiladoras entre los pueblos de Europa y con la que se iniciaría una larga época de paz entre las naciones en igualdad de derechos.
Ya desde el primer día de guerra sus pensamientos más íntimos se orientaron a alcanzar lo más urgentemente posible este objetivo de paz; después del derrumbamiento de Francia, cuando Inglaterra era el único enemigo con el que se enfrentaba Alemania, intentó primeramente establecer contacto con los círculos dirigentes británicos, por mediación de Albrecht Haushofer, el hijo de su mejor amigo, el célebre geopolítico Profesor Dr. Karl Haushofer, y con el consentimiento explícito de Adolf Hitler. El camino de las gestiones, a través de Suiza y España, era, desde luego, lento y cuajado de obstáculos, y la posibilidad de llegar pronto a resultados tangibles se esfumaba cada vez más. En consecuencia, comenzó a adquirir cuerpo en el cerebro de mi esposo la idea de que una acción fuera de lo corriente, que llamara la atención de todo el mundo, acaso lograría suavizar la irreconciliable actitud de Inglaterra hacia Alemania. En una carta que dejó para Albrech Haushofer en el mes de mayo de 1941 escribe que, a su parecer, ya sólo quedaba la posibilidad «¡de cortar el nudo gordiano de estas trágicas complicaciones!»
Su plan sólo podía moldearse a partir del otoño de 1940, puesto que hasta el mes de septiembre de aquel año mi marido estaba ligado a la palabra de honor que, de mala gana, se había visto obligado a dar a Adolf Hitler cuando estallaron las hostilidades. En su calidad de oficial de aviación en la Primera Guerra Mundial, rogó que se le destinara al frente, a la Luftwaffe. No sólo fue rechazada su petición, sino que Adolf Hitler, que conocía mucho mejor que los demás la obstinación de su «representante» cuando éste quería algo, le obligó a darle palabra de honor de que no pilotaría un avión. Estaba convencido de que mi esposo no rompería su compromiso, pero, claro está, no tuvo en cuenta que mi marido sólo había empeñado su palabra para el plazo de un año, en la esperanza de que, trascurrido este tiempo, lograría ser destinado al frente... Rudolf esperaba impaciente que terminara el plazo, mas no para marchar al frente, sino para cumplir la trascendental misión que él se había impuesto.
En cuanto se consideró libre de su promesa, comenzó su tarea de adiestrarse en el manejo del caza más moderno de la Luftwaffe alemana de aquella época, el «Me-110». Primero se entrenó en el aeródromo berlinés de Tempelhof, por mediación del teniente general Udet, aunque muy pronto lo tuvo que dejar porque, éste exigía el permiso oficial de Adolf Hitler. A continuación se dirigió mi marido al profesor Messerschmitt, en Augsburg, e inició allí, sin grandes dificultades ni cortapisas, sus vuelos de práctica. Tanto Messerschmitt como el director Croneiss, también aviador y, desde la Primera Guerra Mundial, buen amigo de mi esposo, conocían, desde hacía tiempo, la pasión que dominaba a mi esposo por la aeronáutica y su interés por el perfeccionamiento de los aviones Messerschmitt; no despertó en ellos, pues, la menor sospecha el hecho de que mi esposo visitara repetidamente los talleres y que, finalmente, expresara su deseo de volar en un «Me-110» para «sedar sus nervios». El profesor Messerschmitt y el difunto director Croneiss me informaron, después de haber emprendido mi marido el vuelo decisivo, de qué argucias se valía cada vez que volaba para convencerlos de que instalaran en el aparato los instrumentos que precisaba para pilotar él solo aquel avión destinado a dos tripulantes. Uno de sus recursos fue poner en duda la eficacia del avión, alegando que su radio de acción era muy limitado, y así logró que el profesor Messerschmitt se decidiera a acoplar dos tanques accesorios de combustible, cada uno con una capacidad de 700 litros.
Cuando comenzó a temer que aquellos dos caballeros tan pacientes y tan confiados llegarían a recelar de sus «vuelos de recreo», cada vez más frecuentes, apuntó durante una conversación su plan de «un vuelo de servicio a Noruega». Las palabras de un ministro del Reich no podían ser puestas en tela de juicio en Augsburg y esto lo relató Messerschmitt en una entrevista llena de humor que concedió a los periodistas después de 1945.
Así transcurrieron los meses de otoño e invierno de 1940-1941. Con una regularidad casi tranquilizadora recibíamos diariamente, tanto en Berlín como en Munich, el parte meterológico correspondiente a los consabidos y misteriosos lugares «X» e «Y»; cada semana iba mi marido una o dos veces a Augsburg para volar. Pese a las severas restricciones que habíamos impuesto en nuestra casa, mi esposo se presentó cierto día con un nuevo equipo de vuelo, de piel, logrando despertar el entusiasmo de nuestro hijo y en mí el más profundo asombro; otro hecho que tampoco estaba en consonancia con los principios por los cuales nos habíamos regido desde el primer día de guerra, fue la adquisición de un espléndido receptor de radio que mi marido colocó en su habitación de trabajo de nuestra casa de Harlaching y que escuchaba diariamente no sin antes cerrar la puerta. No podía en modo alguno tratarse de un interés por captar noticias de emisoras extranjeras, puesto que éstas le eran proporcionadas confidencialmente desde diversos centros oficiales; cuando en cierta ocasión, impulsada por una comprensible curiosidad femenina, me fijé en qué emisora estaba sintonizado el aparato, comprobé que se trataba de Kalundborg, descubrimiento que se avenía muy poco con mis tesis de «Pétain»... ¡pero, a fin de cuentas, qué importancia podía tener que el aparato estuviese sintonizado con una emisora determinada! El amigo Croneiss me informó más tarde que, puesto que mi marido no podía contar con los servicios oficiales de protección de vuelo, usaba para ello las emisiones de Kalundborg y, durante las largas semanas que duraron sus entrenamientos, logró, con un pretexta fútil, que la emisora de Kalundborg radiara a una hora determinada su «melodía favorita». Este hecho fue el que indujo a suponer más tarde que había emprendido el vuelo en dirección a Noruega para unirse a la formación de bombarderos alemanes. Lo cierto es que voló en solitario y Croneiss me dijo repetidas veces que el vuelo había sido una gran hazaña desde el punto de vista estrictamente aviatorio.
Lo que más me sorprendía durante aquellas últimas semanas de ignorados preparativos era el mucho tiempo que mi esposo podía dedicar a nuestro hijo. Juntos daban largos paseos por los valles del Isar, visitaban durante horas enteras el Parque Zoológico de Hellabrunn, y jugaban los dos solos en su despacho con la puerta cerrada, cosas infrecuentes y tanto más raras cuanto que la guerra exigía muchas horas de trabajo a mi esposo. Al echar una ojeada hacia el pasado, comprendo ahora perfectamente su actitud: Aquellas horas fueron los únicos momentos de tranquilidad y reposo de que gozó durante la época de sus preparativos, una época que exigió la concentración de todas sus facultades para llevar a la práctica un plan que, fuese cual fuese su resultado, cambiaría de un modo fundamental su vida. A todo esto debo añadir la posibilidad, tanto más amarga para él puesto que nosotros desconocíamos sus planes, de que su acción tuviese un fin que le apartase para siempre de su hijo.
Para el almuerzo del día 10 de mayo de 1941, al que no asistí por encontrarme enferma, habíamos invitado a Alfred Rosenberg, que llegó a nuestra casa al mediodía. Mi marido había dado instrucciones concretas en el sentido de que no se le molestara bajo ningún pretexto durante el almuerzo y que ningún miembro de nuestra servidumbre pudiera oír lo que se hablaba durante el mismo. Recuerdo que Rosenberg se marchó poco después de la una; mi esposo subió inmediatamente a mi habitación, expuso su deseo de descansar un rato y rogó que le subieran el té a las dos y media.
Con gran sorpresa por mi parte, cuando entró en mi habitación vi que se había cambiado de traje: Llevaba un uniforme azul y calzaba las altas botas de los aviadores. Me informó que había recibido una llamada telefónica desde Berlín y que, «después de darse una vuelta por Augsburg», aquella misma noche continuaría hacia la capital. Me asombró también el detalle de que se hubiese puesto una camisa azul claro y una corbata azul oscuro, combinación que yo siempre, pero sin éxito hasta aquel momento, le había propuesto. Tales cosas tenían que llamarme forzosamente la atención, aún cuando sólo mucho más tarde, durante los interrogatorios, comprendí en todo su alcance la decisión de mi marido de vestirse de aquella forma; cuando me preguntaron qué ropas llevaba mi marido al despedirse de mí, el funcionario respiró visiblemente aliviado al oír mi respuesta:
— ¡Gracias a Dios que se puso el uniforme de aviación! — comentó —. En tal caso, sea lo que sea lo que quieran hacer allí con él, no le fusilarán por espía.
A lo que no pude contestar fue a la pregunta que me hicieron acerca de los galones de graduación del uniforme. Lo supe mucho más tarde, cuando encontramos entre sus papeles la factura (¡desgraciadamente no pagada!) de un sastre de Munich por un uniforme de capitán de aviación.
Tal vez se le antojen al lector por demás supeditados todos estos detalles relacionados con una aventura tan grande como trágica; revelan, sin embargo, la gran minuciosidad con que mi marido estudió y preparó todas y cada una de las partes de su plan, lo cual indica, por lo menos, un dominio casi sobrehumano de sí mismo.
Sonriente, Rudolf respondió a la pregunta que le hice acerca de la camisa azul: «¡me la he puesto para darte una alegría!»... ¿Qué sentimientos le animaban en realidad en aquel momento, dos horas antes de emprender su vuelo a Inglaterra? Sólo podemos tratar de adivinarlo, pero recuerdo todavía con toda claridad con cuánta reserva acepté yo aquella sorprendente galantería matrimonial; veo todavía a mi esposo ante mí como si fuera ayer: Tomamos el té y, después de besarme la mano, se dirigió a la puerta que daba a la habitación del niño, con expresión seria y meditabunda.
—¿Cuándo regresarás?
—No lo sé aún, tal vez mañana mismo, pero con seguridad antes del lunes por la noche.
No le creí y así se lo dije... Desde Inglaterra me escribió tiempo después que se había «sofocado y estremecido» al escuchar mi respuesta:
—¿Mañana? ¿El lunes? No lo creo... ¡no regresarás tan pronto!
Rápidamente, me decía en su carta, se había despedido del pequeño y había abandonado la casa por temor a que yo pudiera preguntarle algo más.
Yo, por mi parte, estaba convencida de que dentro de muy poco recibiría algún mensaje suyo desde Vichy...
Hará de esto unos doce años. Pasaron ocho meses, hasta el mes de enero de 1942, en que una carta de Inglaterra unió de nuevo el puente espiritual que el destino había destrozado de forma tan brutal.
Cuando el ruido del coche que había de llevar por última vez a mi marido a Augsburg se perdió en la lejanía, continuó el día su curso normal. También durante los dos días siguientes, un domingo y un lunes, y cuando ya en el Obersalzberg se habían iniciado violentas discusiones y eran sintonizadas todas las emisoras británicas para averiguar el paradero de mi esposo, la existencia discurrió plácidamente por nuestra casa de Harlaching sin la menor sospecha de lo ocurrido, sólo me contrariaban las dudas sobre su pronto regreso.
Para el lunes (12 de mayo) habíamos preparado una sesión de cine en casa. Había mejorado ya tanto de mi enfermedad que me levanté y, envuelta en una bata, me atreví a bajar al salón. No recuerdo ya lo que vimos en la pantalla; poco después de comenzar la película oí al fondo del gran salón donde estaba reunido «el pueblo de Harlaching» (como llamábamos en son de broma a las numerosas familias de los ayudantes, chóferes, ordenanzas y servidumbre) un confuso murmullo de voces. Alguien me rogó que saliera un momento fuera. En la puerta me esperaba el más joven de los ayudantes de mi marido, quien, con expresión consternada, me invitó cortésmente, pero con firmeza, a que me «vistiera», o sea, que cambiara mi batín por un vestido de calle... Una invitación que, al principio, se me antojó ridícula en extremo. Dominada súbitamente por un alarmante presentimiento, le pregunté:
—¿Le ha ocurrido algo a mi marido?
Me repuso que alguien, que no estaba con nosotros en la casa, había oído transmitir por la radio alemana la noticia de que «el representante del Führer había caído en un avión al Mar del Norte y que se suponía había muerto».
Recuerdo todavía que de un modo brusco y casi ofensivo le contesté:
—¡Tonterías!
Ni por un sólo segundo creí que hubiese sucedido algo irreparable. En los momentos de mayor excitación espiritual llega hasta nosotros, desde esferas que se hallan más allá de nuestro entendimiento, una especie de mensaje que no engaña.
Por primera vez en mi vida, puesto que siempre habíamos establecido una barrera entre nuestra vida privada y los ámbitos oficiales, pedí urgentemente una conferencia telefónica con el Obersalzberg.
Mientras tanto, me enteré de más detalles del comunicado radiofónico que durante unas horas llevó el desconcierto y la excitación a casi todos los hogares alemanes. La insinuación de que mi marido estaba «loco», de que había hecho caso omiso de la prohibición del Führer de no pilotar ningún avión y que había quebrantado su palabra de honor... Todo esto provocó, comprensiblemente, mi crítica más apasionada. Sin embargo, no logré que me pusieran en comunicación con el Jefe de Estado, a quien tenía la intención de cantarle las verdades — mis verdades — muy claras. Después de insistir repetidas veces logré, finalmente, hablar con el Reichsleiter Bormann. Me aseguró que no sabía nada... lo que era cierto, pero que yo no creí ni un sólo momento; es cierto también que casi no le di tiempo de hablar, puesto que en mi indignación le insulté como jamás he insultado a nadie. Cuando Bormann me anunció la próxima visita de un director ministerial colgué el auricular, agotada pero en modo alguno tranquilizada.
Hablé a continuación con mi cuñado, Alfred Hess, que estaba en Berlín, el cual, como yo, tampoco creía en la muerte de su hermano. Sus palabras lograron reconfortarme y confirmarme en mi convicción. Me visitaron dos amigos íntimos que se pusieron inmediatamente a mi disposición, pero que no sabían otra cosa que lo que habían oído por la radio. Finalmente, era ya más de medianoche, recibí la anunciada visita del director ministerial Dr. H. Mis esperanzas de que se me informaría detalladamente de lo sucedido, se frustraron amargamente; al parecer, en el Obersalzberg esperaban que fuese yo quien les diera información y, por primera vez, me enfrenté con uno de aquellos individuos que no estaba dispuesto a admitir mi ignorancia sobre los planes de mi marido. Le dije al recalcitrante Dr. H. que los miembros del «Estado Mayor Hess» conocían lo suficientemente bien a su jefe para saber que no solía hablar de secretos de Estado con su esposa. La frase «secretos de Estado» pareció ser una consigna; el director ministerial, que hasta aquel momento se había mostrado más bien desconcertado, pálido, pero en todo momento correcto, compuso una expresión helada y me informó que si yo divulgaba el menor detalle sobre los proyectos de mi marido, sería detenida inmediatamente. Dio media vuelta y abandonó la casa.
¡No recuerdo ya lo que hablamos, meditamos, sospechamos y discutimos aquella noche! Por tres veces oímos la noticia por la radio. No creímos ni una sola palabra... pero, ¿qué otra cosa podíamos creer? Lo único en que no creíamos era en su muerte. Más tarde me enteré, y en las cartas de mi marido que se publican en este libro se habla repetidamente de ello, que tampoco Adolf Hitler creía que mi marido hubiese muerto. Pero también él se basaba sólo en suposiciones, puesto que la radio británica había cubierto con la censura más severa todo lo relativo al vuelo de mi esposo, de modo que incluso en el Obersalzberg ignoraban lo que había sucedido en realidad. Lo único que se sabía con certeza era que un avión «Me-110» había abandonado, hacía dos días, el territorio alemán en dirección al Mar del Norte, y que mi esposo había escrito a Adolf Hitler una carta que éste recibió el domingo (11 de mayo) y por la cual se enteró de cuáles eran las intenciones de Rudolf. Pero lo que había sido de mi marido, esto no lo supo nadie en Alemania durante aquellos dos días.
Por consiguiente, me sorprendió que un viejo amigo de mi esposo, el profesor Dr. Karl Haushofer, que me visitó a primeras horas de la mañana del 13 de mayo, estuviese firmemente convencido de la muerte de mi marido. Estaba en posesión de más elementos de juicio que nosotros, ya que, por mediación de su hijo, conocía los contactos que se había intentado establecer a través de Ginebra y Madrid; en contra de mi firme convencimiento, Haushofer declaró que tales contactos se habían realizado siempre, sin la menor duda, con el expreso consentimiento por parte de Adolf Hitler y expuso su opinión, que rectificó luego ante el Tribunal Internacional de Nuremberg, de que Hitler fue quien envió a mi marido... El empleó la palabra «sacrificado», con toda la intención.
Cuando el anciano caballero me abandonó, profundamente conmovido y desesperado por la muerte de su amigo, se apoderó de mí, por primera vez desde la noche anterior, un terrible agotamiento. El mundo parecía derrumbarse en torno mío, lo único verdadero y tangible en aquellas horas de pesadilla era nuestro hijo. Lo acosté conmigo y abrazada a él me sumí inmediatamente en un profundo sueño. No sé cuántas horas dormí. Sólo sé que me despertaron las manifestaciones de alegría que inundaron de pronto toda la casa: ¡La emisora de Munich había retransmitido la nueva del aterrizaje de mi marido en Escocia, que había sido captada de la radio inglesa!
Nuestro júbilo se desbordó por unos instantes. Nuestra incredulidad sobre la primera noticia habíase confirmado; la vida que se me había derrumbado parecía reconstruirse paulatinamente; Rudolf Hess, aún cuando en aquellos momentos se hallase en un lugar tan insospechado como Escocia, nos protegía contra toda mentira y duda.
Contra lo que no pudo protegernos fue contra el hecho de que el mundo que hasta aquel momento había sido el nuestro nos encerrara desde entonces en un círculo mágico del que ya no era posible salir para regresar a la normalidad. Los ayudantes, ordenanzas, secretarias y chóferes, mi cuñado Alfredo Hess y Albrecht Haushofer fueron detenidos; parte de ellos desaparecieron durante años en los campos de concentración y no volvieron a ser puestos en libertad hasta el año 1944. Todos nosotros nos convertimos en simples objetos que podían ser tratados de cualquier manera. Fue una larga amargura que sufrimos día por día, semana por semana, año por año.
Y, sin embargo, a todos nos protegía Rudolf Hess, a pesar de que no era posible establecer el menor contacto con él. Le conocíamos a fondo, sabíamos cuál era su actitud y su modo de pen-sar, su inconmovible concepto del honor y la fidelidad, el deber y el valor.
Durante las semanas del invierno 1940-1941 le pregunté en cierta ocasión a mi esposo en qué casos concedían la medalla bávara de Caballero de Maximiliano José y la condecoración austríaca de Caballero de María Teresa. Con cierta sorpresa por mi parte respondió con suma gravedad : «Estas dos condecoraciones las conceden sólo en casos de extraordinaria valentía personal; las condiciones para la concesión de la Orden de Caballero de María Teresa presuponen, además: Cuando se procede bajo la propia responsabilidad, con total independencia y en contra de una orden concreta ordenada por los superiores. Si se tiene suerte y se lleva la empresa a feliz término... le conceden a uno la Orden de Caballero de María Teresa; en caso contrario... ¡le fusilan a uno!»
Fue mucho después de su marcha cuando recordé la conversación y la extraña gravedad con que mi marido pronunció aquellas palabras.
Mi marido no puede hablar, le imponen el silencio, no puede pronunciar la última palabra sobre su gran aventura.
Pero yo estoy firmemente convencida de que, por iniciativa propia y con el espíritu muy claro, sin actuar en nombre ni con el conocimiento de Adolf Hitler, él quiso ofrecer su sacrificio personal, en aras de su obsesión de lograr la paz. Esto no excluye que, pese al desconocimiento que de su plan tenía el hombre al que se consideraba ligado, actuase plenamente convencido de que al obrar como obró interpretaba sus deseos. Pocos días antes de emprender el vuelo había sostenido una larga y excitada discusión con Hitler en la Cancillería del Reich, durante la cual éste le confirmó otra vez que, a pesar de haberse enfrentado nuevamente las armas alemanas e inglesas en la campaña de los Balcanes, que había terminado hacía poco, estaba dispuesto a concertar la paz con Inglaterra, aun cuando se viese obligado a alguna concesión.
En mi afán por conocer la verdad, desoyendo el comunicado oficial de Adolf Hitler sobre el viaje de mi esposo, visité en la primavera del año 1942 a la viuda del editor de Munich Hugo Bruckmann, señora Elsa Bruckmann. Sabía que pocos días antes la había visitado Adolf Hitler para expresarle su pésame. Si había sido sincero con alguien, sólo pudo serlo con la señora Bruck- mann.
Mi suposición fue acertada; me enteré allí de una curiosa historia: Adolf Hitler había encontrado a la viuda contemplando el proyecto de un panteón familiar. La viuda estaba inconsolable; su matrimonio había sido tan largo como feliz.
«Todos nosotros tenemos nuestras tumbas y cada vez nos sentimos más solos, apreciada señora — le dijo el Führer —. También yo he perdido a las dos únicas personas con las que me sentía íntimamente ligado: el doctor Todt ha muerto y Hess me ha abandonado.»
La señora Bruckmann, que jamás temió expresar sus puntos de vista, con suma frecuencia muy diferentes a los del Jefe del Estado, respondió excitada:
—Esto es lo que usted dice ahora y a mí... pero, ¿qué dice la Prensa oficial? Todos los años se traslada todo el mundo a Bayreuth y regresa profundamente conmovido... pero, ¿quién es capaz de comprender el mensaje wagneriano? Si nuestro desgraciado siglo hace surgir realmente a un hombre que cumple al igual que la Walkiria las órdenes de Wotan en su aspecto más esencial, de un modo heroico y sacrificándose a sí mismo, ¡entonces declaran que está loco!
La señora Bruckmann se calló de pronto. ¿La abandonaría Hitler indignado, se habría extralimitado acaso en sus palabras? Pero Hitler se limitó a escucharla en silencio y añadió meditabundo :
—¿No le basta acaso lo que le he dicho a usted... solamente a usted sobre mis verdaderos sentimientos? ¿Acaso no le basta eso?
Durante la búsqueda por encontrar la carta que mi esposo tenía que haber dejado para mí (esta carta fue encontrada en Berlín y confiscada , hallé la copia dirigida por mi esposo el 10 de mayo de 1941 a Adolf Hitler. Como casi toda la correspondencia de aquellos años, también perdí en 1945 esta copia; recuerdo, empero, con toda claridad, que la idea dominante en aquella carta de despedida era la de servir el viejo deseo de Hitler de llegar a un entendimiento con Inglaterra y, con ello, conseguir una paz duradera, por lo menos en Europa. Una de las frases la recuerdo palabra por palabra, la final: «Y en el caso, mi Führer, de que mi proyecto fracase, y reconozco que existen muy pocas probabilidades de éxito, y el destino se me muestre adverso, no puede tener esto para usted, ni para Alemania, consecuencias graves: declare que estoy loco».
Con estas palabras fue mi propio marido el que dio la consigna que primeramente fue recogida por la radio alemana y que, luego, como en una reacción en cadena, ha mantenido hasta hoy la tesis de su alteración mental. Engañó a sus médicos en Inglaterra (por motivos que descubre en una de sus cartas), se burló de los psiquiatras de Nuremberg y ha planteado y plantea muchos problemas a sus guardianes de Spandau. Las cartas que me ha escrito y continúa escribiéndome, y de las cuales publico una selección en este libro, levantan el último velo de este engaño: No fue la locura, sino el íntimo convencimiento de que era necesario concertar la paz, lo que llevó a Rudolf Hess a Inglaterra.
Aquella «despreocupación que en ocasiones nos presta servicios tan valiosos», como calificó años más tarde con humor filosófico su vuelo de 1941, encuentra un curioso paralelismo en un pequeño episodio que nos cuenta Sven Hedin en su libro Sin misión en Berlín, y que pretende demostrar que la acogida caballeroso-deportiva que mi marido esperaba hallar en Inglaterra, no era una fantasía de la mente de un alemán, sino que es una realidad, aunque incierta, del pensamiento anglosajón :
«...El 30 de septiembre me visitó un joven comerciante inglés que traficaba con Finlandia. Consideraba que la guerra entre Inglaterra y Alemania era una verdadera locura que no sólo llevaría a la ruina a Inglaterra, sino también a Alemania. Se le ocurrió una idea por demás original: Quería trasladarse a Berlín para hablar con el Führer y yo debía facilitarle la entrevista. Una vez ante Hitler, tenía la intención de decirle: «Tome un avión, diríjase a Londres, preséntese ante el Consejo de ministros y dígales: «Aquí estoy. Luchar es un absurdo y denota falta de sentido de responsabilidad. Estrechémonos las manos y lleguemos a un acuerdo sensato».
«¡ All right! Pero, y si el Gobierno británico le coge preso y no lo suelta hasta el final de la guerra?»
«¡Imposible! Los ministros ingleses son buenos deportistas. Quedarían impresionados ante el valor de Hitler y se apresurarían a estrecharle la mano y presentarle inmediatamente sus proyectos para llegar a un acuerdo pacífico...».
«No sacrifiques jamás tu conciencia a tu inteligencia»... también con respecto a esta «despreocupación», querría citar como leit motiv las palabras de Hölderlin. Un alemán que reside en el extranjero y que desde su lejano puesto de observación sigue los acontecimientos de Europa, pronunció la siguiente frase que caracteriza tan profundamente a mi marido: «No fue la incapacidad de reconocer que su política era por demás ingenua o no poseer una visión profunda de las relaciones y realidades de la política mundial, lo que condujo al fracaso aquel heroico intento del mes de mayo de 1941, sino la falta de sentido común y político de los dirigentes británicos que Rudolf Hess creyó encontrar todavía en Inglaterra.»
Intentó conquistar una fortaleza, donde sólo reinaba la ausencia de comprensión y el error. El destino no le permitió obtener el éxito deseado. Inglaterra se había sometido ya a una política que no permitía ningún retroceso y, de un modo más rápido de lo que había temido mi esposo, caminaban los pueblos hacia la guerra.
Subsiste el recuerdo de aquella «despreocupación» heroica que no le condujo a la meta ansiada. En lugar de paz, dominan la crueldad y el odio en nuestra época, y el hombre que se atrevió a enfrentarles, ha sido condenado a «cadena perpetua».
Quedan las cartas. Muchas de ellas serán comprendidas y apreciadas por muchos, pues en ellas se refleja un destino humano de nuestro tiempo que hará vibrar cuantos espíritus puedan identificarse con su mensaje.