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Rosas visto por sus contemporáneos

 

José Luis Busaniche

Rosas visto por sus contemporáneos – José Luis Busaniche

252 páginas
medidas: 14,5 x 20 cm.
Ediciones Sieghels
2021
, Argentina
tapa: blanda
 Precio para Argentina: 950 pesos

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Ninguna otra figura ha dividido tanto las aguas de la historia argentina como Juan Manuel de Rosas. Es sin duda un hecho sin parangón el leer libros "históricos" donde Rosas es visto como el peor y más sanguinario de los bárbaros, el símbolo de atraso y vergüenza del país, y luego leer otro, que también se dice histórico, pero retrata a Rosas como el mayor defensor de los intereses nacionales, el más claro exponente del sentir popular y el símbolo de lo que la argentinidad debería de ser. Resulta incluso difícil creer que ambos se refieran a la misma persona. Un profesor de historia daría una clase magistral si presentara ambas caras de la moneda a sus alumnos y luego les hiciera reflexionar sobre qué es la historia.
Dado que Juan Manuel de Rosas ha estado siempre en el centro de las polémicas acerca del siglo XIX argentino y las discusiones parecieran no tener fin, el propósito de José Luis Busaniche ha sido contribuir al mejor conocimiento de esta controvertida figura ofreciendo al lector un conjunto de testimonios dejados por quienes tuvieron la oportunidad de conocer a Rosas en vida. El núcleo central de "Rosas visto por sus contemporáneos" es, pues, como su título lo indica, de carácter testimonial. El autor ha limitado su intervención a la selección y ordenamiento del material y a la elaboración de una serie de textos breves que forman el nexo entre los diversos testimonios y apuntan a facilitar su comprensión. Ha con ello logrado algo raro en los historiadores de este periodo: mantener la objetividad.
Es cierto que la imagen de Rosas sale favorecida en contraste con el odio con que la historia oficial lo había tratado, pero, como el autor señala: "doy mi visión personal de las cosas sin apartarme un punto de los hechos, antes bien ajustándome a ellos estrictamente en todo cuanto de ellos ha perdurado en documentos y toda clase de testimonios. Si mi juicio diverge a menudo, y fundamentalmente, del aceptado con carácter casi oficial e indiscutible, cúlpese a la independencia que me he propuesto mantener para sustraerme en lo posible a los fallos de cierto tribunal de la historia compuesto de personas muy falibles y tan desembozadamente parciales, que se arrogaron ante la posteridad funciones de jueces para dar la última palabra sobre algo en que habían combatido, y en lucha a muerte, hasta la batalla de Caseros.
He llegado a persuadirme de que es error grave esa ingenua «adopción del odio ajeno» en la consideración de la época de Rosas. Y es error grave y de consecuencias porque, al concentrar en un hombre, en un solo hombre, el repudio del despotismo, del crimen político, del fraude, del escándalo, estamos descargando de delitos, quizá sin quererlo, a todos los gobiernos usurpadores del derecho que vinieron después. Estamos haciendo el juego a quienes no han buscado ni buscan otra cosa, para eximir de culpas y responsabilidades a ciertos hombres y agrupaciones sometidos al juicio de la historia, que «endosar» sus propias tablas de sangre y de vergüenza a las famosas de Rivera Indarte. O, para decirlo más a la llana, están gritando sin cesar, como el tero, sobre la dictadura de Rosas, y tienen sus nidos en lugares cercanos o lejanos de aquella dictadura, ocultos a la vista, mañosamente, pero que cualquiera — sin ser muy lince— puede descubrir".

 

ÍNDICE

Prólogo a la segunda edición7
I.- El comandante de milicias13
En el año 2015
El estanciero20
II.- El gobernador de Buenos Aires y el héroe del desierto25
Rosas y Lamadrid (1828)26
El 8 de diciembre en casa de Rosas (1829)33
«No soy para gobernar…» (1829)35
Los funerales de Dorrego (1829)40
Quiroga frente A Rosas (1830)42
Mi retiro (1830)46
Rosas en el Ejército Federal (1831)48
Escribir y beber leche… (1831)51
En Rosario (1831)54
A orillas del Río Colorado (1833)58
III.- La investidura de un poder sin límite61
El juramento (1835)62
La vuelta de un emigrado (1838)66
Regocijos por la victoria de YUNGAY (Perú) (abril, 1939)72
En casa del dictador (1839)78
El tirano83
El atentado de la maquina infernal (1841)85
IV.- La coalición europea y el Combate Obligado89
La amnistía (1847)93
El diplomático (1847)95
Resistencia audaz (1847)99
Un viajero afortunado (1847)102
De parte de su excelencia…109
V.- Una victoria diplomática113
Como trabajaba Rosas120
En las galerías de la quinta (1848)122
Los desembargos de bienes y una consulta al Doctor Velez Sarsfield (1848)126
La quinta de Rosas en 1850129
Un extraño visitante en Palermo130
Santos Lugares (1850)133
VI.- Urquiza contra Rosas137
Homenajes en Buenos Aires (1851)141
De puertas adentro (1851)145
Ante el ejercito de Urquiza (1852)154
Preliminares de la batalla (1852)156
Rosas en Caseros159
En casa de Mr. Gore161
VII.- El país desmembrado y la expectativa de un proscripto163
Tío y sobrino en Southampton (1852)164
Los hermanos Anchorena y Don Juan Manuel (1852)169
Rockstone House (1853)171
Fruta de horca (1853)174
En Londres (1857)181
En un hotel de Southampton (1860)184
VIII.- La unión nacional y el desengaño de un desterrado191
Dos grandes sillones rojos…194
En la chacra (1864)197
El coloso caído (1864)198
Bajo el techo de paja (1865)202
Diga usted a sus paisanos que ha visto a Rosas… (1866)203
Pintado por si mismo (1866)209
IX.- Últimos años211
Descargos (1873)214
Mi tío en el Farm (1873)221
La muerte (1877)228
Cronología, 1835-1852.233

Prólogo a la segunda edición

 

Fue mi propósito, al organizar los materiales de esta publicación, ofrecer un conjunto de lecturas encaminadas a proyectar en lo posible nueva luz sobre la compleja personalidad de don Juan Manuel de Rosas. Y como se tratara de cuanto habían dicho sobre él quienes lo vieron en su cuerpo mortal, y escucharon su voz, y vivieron siquiera unos instantes en el ámbito de su existencia cotidiana, ya en las orillas del Colorado, ya en la estancia del Pino, o en su despacho de gobernador, en su quinta de Palermo o en su Farm de Southampton, creí hacedero reducir mi intervención a lo estrictamente necesario para el ordenamiento y conexión de los textos escogidos. Pareja labor había realizado, hace ahora varios años, con respecto al general San Martín, en un libro titulado San Martín visto por sus contemporáneos, donde el colector se circunscribe a la clasificación y enlace de los materiales, lo que fue suficiente para que el público siguiera con facilidad la trayectoria del Gran Capitán, a través de testimonios coevos. Pero al emprender, ahora, ese mismo trabajo de presentación, caí en la cuenta de que, si aquellos testimonios vivos sobre el general San Martín eran de fácil ordenamiento y de sencilla trabazón, éstos, de idéntica naturaleza, concernientes a Rosas, ofrecían dificultades al colector si quería él disimularse para que los testigos dijeran por sí cuanto vieron del personaje y cuanto oyeron de sus labios en el decurso de su vida. La razón era obvia: los hechos del general San Martín se reducen a diez años de acción en inmenso escenario, siempre en lucha por la independencia de América de manera gloriosa e indiscutida. Apartado de la acción política (por lo menos en su país), evitó San Martín toda injerencia en las luchas civiles, y el proceso histórico interno, propiamente argentino, apenas descubre las huellas de su paso.
Con Rosas ocurre todo lo contrario. No habrá hombre que esté más en la entraña de nuestra historia interna: le hallamos en todo el proceso que va de 1820 a 1852, período complejo si los hay, y al que no es fácil dominar en sus detalles, en sus factores y en sus efectos, y menos fácil exponer en forma sistemática, por lo mismo que es agitado y anárquico. Por virtud de estas circunstancias, la vida del general San Martín es mejor conocida que la del general Rosas y se presta mucho más para presentarla en una sucesión de textos ajenos en que el colector forja’ únicamente los eslabones que han de dar a los relatos unidad y continuidad en el tiempo. No hay que decir los inconvenientes que obstan para desarrollar una vida de Rosas por modo tan llano y sucinto, valiéndose a menudo de meras indicaciones cronológicas. Y la dificultad mayor radica en que no podemos dar por conocidos muchos sucesos que en el caso del general San Martín nos son familiares desde las aulas escolares, cuando no desde el hogar y que, con respecto a Rosas, permanecen ignorados como no se hayan dedicado algunas horas de la vida a su estudio y conocimiento.
Por todo lo dicho, y para que el lector pueda situar y ubicar convenientemente los testimonios ofrecidos en este libro, he preferido darlos más bien como integrantes de una unidad de exposición histórico- biográfica, donde cada relato ocupe su lugar adecuado y pueda servir para un criterio de valoración general. Claro está que el desarrollo de tal exposición no podía tampoco reducirse a una simple labor enumerativa de hechos, ni era fácil hacer gala en ella de la llamada objetividad histórica. La objetividad en historia es cosa relativa y entre nosotros suele servir apenas de cómodo pretexto para eludir la responsabilidad de un juicio, cuando no para arrojar papeles todavía polvorientos u opiniones ajenas a la cabeza del paciente lector, sin decir, a la postre, nada que pueda interesar a la historia. A este respecto doy mi visión personal de las cosas sin apartarme un punto de los hechos, antes bien ajustándome a ellos estrictamente en todo cuanto de ellos ha perdurado en documentos y toda clase de testimonios. Si mi juicio diverge a menudo, y fundamentalmente, del aceptado con carácter casi oficial e indiscutible, cúlpese a la independencia que me he propuesto mantener para sustraerme en lo posible a los fallos de cierto tribunal de la historia compuesto de personas muy falibles y tan desembozadamente parciales, que se arrogaron ante la posteridad funciones de jueces para dar la última palabra sobre algo en que habían combatido, y en lucha a muerte, hasta la batalla de Caseros.
Y aunque en el desarrollo de este libro encontrará el lector los fundamentos de algunas opiniones que pueden parecer irreverentes, no creo superfluo decir, para justificar mi posición en la materia que, si excuso algunos hechos de la dictadura y censuro a sus enemigos, no es por desvío, ni mucho menos por desamor de la libertad, antes bien por todo lo contrario. Y voy a explicarme: no creo, desde luego, en la aurora de Caseros, por cuanto a la supuesta aurora siguió uno de los sucesos más lamentables y dolorosos que pueden ocurrir a una nación: el rompimiento de su integridad territorial y política, realizada por solemnes tratados, fríamente, entre diplomáticos de la misma nacionalidad: de un lado el Estado de Buenos Aires, del otro la Confederación Argentina. Hay quienes, todavía, parecen tener a honra nacional ese espectáculo deplorable, y loan, por una parte, las glorias de la Confederación, la de la capital en Paraná, por otra la de los porteños independientes. ¿Podrá creerse que de semejante situación saliera gananciosa la libertad?… Díganlo, como ejemplo, los horrendos crímenes de San Juan, de que fueron víctimas, primero Benavides, después Virasoro, que en nada ceden a los más horrendos de la Mazorca rosista y en que estuvieron implicados políticos de primera magnitud en el país, hoy en el bronce de las estatuas.
¿Que aquel rompimiento fue pasajero?… También lo fue la dictadura de Rosas… Y viene Pavón, el otro Caseros, para los más genuinos antirrosistas. Es, para la historia oficial, el advenimiento del reino de la libertad y empieza entonces, y no antes (¡cuidado!), la llamada organización nacional… Si el período 1832-1852 aparece en esa historia como el reino de las tinieblas, iluminado por tal cual llamarada de incendio, éste de Pavón en adelante (1862-1912) está representado por una Arcadia luminosa y feliz. Es la era constitucional del gobierno representativo… ¿Representativo de qué?… ¿De quién?… ¿Existe acaso el ciudadano?… ¡No!… Los comicios están cerrados a la ciudadanía, no existe libertad electoral, no existe gobierno representativo. El gobierno se tiene porque se tiene, nada más, y se defiende como un hecho, lo mismo que en tiempo de Rosas. Y si preguntáis todavía: ¿De manera que el camino de la libertad política estuvo cerrado?… —¡Sí!… os contestarán, pero eso no interesa… Seguid en cambio el otro camino, ése de los Bancos y las locomotoras, ése con que no soñaron los caudillos de Rosas… Y seguid vosotros el camino y, en efecto, no encontráis gauchos ni menos ciudadanos (como no sea armados en defensa de sus derechos y entonces se les mata), pero sí Bancos y Bancos y locomotoras, y catorce oligarquías, casi todas acusadas con razón de peculado, que son el sustentáculo de aquel régimen, y, andando, andando —treinta años es bien poco en la vida de una nación—, vais a dar en el pantano putrefacto del 90… Y allí podéis oír la voz elocuente de José Manuel Estrada que, volviendo los ojos a la dictadura de Rosas, por él mismo tan execrado, dice con profundos acentos: «Por el bien o para el mal, convencidos o fanatizados, los hombres, delirantes de entusiasmo, o de furor, luchaban [entonces] desalentados a veces, pero varoniles, y de esa actividad indomable y tumultuosa vivía la república, capaz de moderarse y corregirse. Mas no veo en la época afrentosa a que llegamos, ni en los que usurpan el derecho, una ambición de poder que los haga dignos de cotejo con Quiroga, ni en los desposeídos del derecho energía para resistir que los haga dignos del nombre y de la gloria de sus padres. No. Veo bandas rapaces, roídas de codicia, la más vil de todas las pasiones, enseñorearse del país, dilapidar sus finanzas, pervertir su administración, chupar su sustancia, pavonearse insolentemente en las más cínicas ostentaciones del fausto, comprarlo y venderlo todo, hasta comprarse y venderse unos a otros a la luz del día… La concupiscencia arriba y la concupiscencia abajo… Eso es la decadencia, eso es la muerte».
Al oír aquellos acentos, que son pálido reflejo de una realidad, si tenéis un concepto y un sentido espiritualista del mundo y de la vida, si no creéis que lo moral esté subordinado indefectiblemente a lo material, como lo cree por doctrina y con error el marxista, y lo proclaman, en su vida individual y política para satisfacer apetitos puramente personales, el oligarca y sus domésticos, si ponéis la mira en otros valores, entonces tenéis derecho a preguntaros: «—¿Para desembocar en aquello eran menester, por ventura, tantas ofensas a la soberanía del país, y la alianza ominosa con el extranjero en mengua del honor nacional, y los humillantes compromisos financieros con potencias vecinas?… —¿Por qué libertad habían pugnado aquellos hombres, cuando la más fundamental libertad política, ésa que justifica la existencia de una Constitución republicana y liberal y se permite invocar el gobierno representativo estaba totalmente abolida…?». La respuesta creo encontrarla en las palabras de Estrada que acabo de citar. Eso que él describe era la única libertad perseguida de tiempo atrás bajo el énfasis de la propaganda unitaria. Ahí estaban ahora muy patentes los resultados. El frac había desalojado al poncho… y la libertad no aparecía por ninguna parte. «Queremos ante todo —decía Estrada en 1890— restaurar nuestras instituciones políticas»… ¿Restaurar?… El verbo instaurar hubiera estado mejor…
He ahí el porqué, lector, de algunos juicios contenidos en este libro, frutos de una sincera inquietud e inspirados en el amor a la verdad y también en el amor a la libertad. He llegado a persuadirme de que es error grave esa ingenua «adopción del odio ajeno» en la consideración de la época de Rosas. Y es error grave y de consecuencias porque, al concentrar en un hombre, en un solo hombre, el repudio del despotismo, del crimen político, del fraude, del escándalo, estamos descargando de delitos, quizá sin quererlo, a todos los gobiernos usurpadores del derecho que vinieron después. Estamos haciendo el juego a quienes no han buscado ni buscan otra cosa, para eximir de culpas y responsabilidades a ciertos hombres y agrupaciones sometidos al juicio de la historia, que «endosar» sus propias tablas de sangre y de vergüenza a las famosas de Rivera Indarte. O, para decirlo más a la llana, están gritando sin cesar, como el tero, sobre la dictadura de Rosas, y tienen sus nidos en lugares cercanos o lejanos de aquella dictadura, ocultos a la vista, mañosamente, pero que cualquiera — sin ser muy lince— puede descubrir.