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La espada y la gangrena

De Jünger a Céline y otras circunvoluciones

José Luis Ontiveros

 

La espada y la gangrena - De Jünger a Céline y otras circunvoluciones - José Luis Ontiveros

164 páginas
medidas: 14,5 x 20 cm.
Ediciones Sieghels
2020
, Argentina
tapa: blanda,
 Precio para Argentina: 530 pesos

 

La espada y la gangrena forma parte de la bibliografía de un joven y polémico escritor mexicano, quien en esta obra hace una crítica ácida a la modernidad desde la perspectiva del análisis y del llamar a cuentas a su crisis.
Es, así mismo, una reflexión en torno al conocimiento que poseemos sobre lo que denominamos “caducidad de nuestros valores”, en un mundo asentado en la falta de libertad del ser humano y en el culto a la engañosa noción de progreso.
Este libro es una exégesis de los motivos más profundos que conforman la obra de dos autores contemporáneos fundamentales para la comprensión de la cultura de Occidente y de los fenómenos de los “países del Este”. Autores cuya vocación es la crítica y denuncia de la “enfermedad de Occidente”: Ernst Jünger y Louis-Ferdinand Céline; dicho estudio lo realiza José Luis Ontiveros a partir del reconocimiento de las huellas del pensamiento de Nietzsche en Spengler y de las de éste último en las obras de los autores antes citados.

En su parte final, La espada y la gangrena nos habla de un autor, J.R.R. Tolkien, cuya importancia ha crecido en las últimas décadas, y cuya profundidad temática se ve enmascarada por su pertenencia al género fantástico. De él, Ontiveros destaca los valores universales y eternos que deberían constituir, ahora más que nunca, las cualidades del hombre: el carácter heroico y la función de la epopeya no como género literario sino como condición a la que debe aspirar la existencia humana.

 

ÍNDICE


Presentación7
Primera circunvolución
La espada y la gangrena12
La negación de la literatura21
La descomposición del pensamiento moderno31
La responsabilidad del escritor41
La voluntad faústica y Dionisios52
Dos formas de la cultura orgánica57
Segunda circunvolución
El Hombre de las Musas66
De Zaratustra al anarca75
El trabajador, reinado y figura87
Visión posmoderna de la Konservative Revolution99
La llamada del Ángel105
La tradición heterodoxa112
Tercera circunvolución
La joya de hierro120
Americanósfera: muerte de la diferencia124
El demonio de la ciudad133
El exilio y los totalitarismos gemelos139
El fantasma que sorbió la podredumbre149
El lenguaje y la aventura154

Presentación

 

La espada y la gangrena forma parte de la bibliografía de un joven y polémico escritor mexicano, quien en esta obra hace una crítica ácida a la modernidad desde la perspectiva del análisis y del llamar a cuentas a su crisis.
Es, así mismo, una reflexión en torno al conocimiento que poseemos sobre lo que denominamos “caducidad de nuestros valores”, en un mundo asentado en la falta de libertad del ser humano y en el culto a la engañosa noción de progreso.
Este libro es una exégesis de los motivos más profundos que conforman la obra de dos autores contemporáneos fundamentales para la comprensión de la cultura de Occidente y de los fenómenos de los “países del Este”. Autores cuya vocación es la crítica y denuncia de la “enfermedad de Occidente”: Ernst Jünger y Louis-Ferdinand Céline; dicho estudio lo realiza José Luis Ontiveros a partir del reconocimiento de las huellas del pensamiento de Nietzsche en Spengler y de las de éste último en las obras de los autores antes citados.
En su parte final, La espada y la gangrena nos habla de un autor, J.R.R. Tolkien, cuya importancia ha crecido en las últimas décadas, y cuya profundidad temática se ve enmascarada por su pertenencia al género fantástico. De él, Ontiveros destaca los valores universales y eternos que deberían constituir, ahora más que nunca, las cualidades del hombre: el carácter heroico y la función de la epopeya no como género literario sino como condición a la que debe aspirar la existencia humana.
Con esta obra, el Gobierno del Estado de México, a través del Instituto Mexiquense de Cultura, se suma a la tarea de editar y difundir la literatura de los jóvenes escritores mexicanos.

José Yurrieta Valdés

La espada y la gangrena

 

El sentido de acabamiento de la civilización occidental es cada vez más rotundo como forma universal de la decadencia. La edad postrimera, a la que se refiriera Spengler, es hoy la consagración definitiva del progreso del hombre en un inacabable proceso lineal y ascendente, en esta civilización que ha aniquilado a la cultura para imperar en forma pura como senectud, desarraigo y dinero. Esta trilogía de la decadencia representa una voluntad de poder exasperada, que tiene que devorarse a sí misma, en la medida en que no existe un principio de auténtica soberanía y don de mando. El mismo dominio planetario de la civilización demoliberal es una expresión de agotamiento así como la política con sus demonios perturbadores, la cual se ha degradado a una función meramente administrativa, que esteriliza lo que pudiera conservarse de creatividad y fuerza generadora (sería imposible pensar en una gran política ante la servidumbre de la usura). El declinamiento de Occidente se produce, paradójicamente, en su momento de mayor poder aparente: poder puramente extensivo sin sentido ni finalidad. Mas el languidecimiento se encubre con formas petrificantes y cesáreas, como si el hombre occidental pudiera alcanzar una condición distinta de la que establece como posible el espíritu de la época. Cuando la contaminación de Occidente absorbe por la entropía de la técnica planetaria a todas las culturas y a las diferencias nacionales en un acto de devoramiento uniforme mediante el totalitarismo blando.
En esta atmósfera de desarme de las ideas, de fluctuación de los criterios, de deslizamiento y vértigo, era de la posmodernidad, del dominio de la imagen y del vacío, del desmoronamiento constante del pensamiento débil, la única verdad que se mantiene como tal es la hegemonía del dinero; en ese hecho capital reside una morfología de la cultura, en la cual confluye la debilidad orgánica del invierno de la civilización y el dinero como expresión de un estadio abstracto, que nada tiene que ver con la auténtica economía de la vida. De esta forma el dinero asume, como en la decadencia de Roma, un poder simbólico en el que la elegancia, la distinción y aun los despojos del espíritu caballeresco se transforman en cuestiones de dinero. En este efecto de propagación a todos los niveles y en todos los rincones del poder de Midas nada permanece indemne: ni las religiones degradadas en gran parte a formas exotéricas, humanas, demasiado humanas, incapaces de crear monumentos y claves sagradas ni la literatura ni el arte en general, marcados por la usura, la adulación a la época, la servidumbre de falsos Luzbeles de hinojos ante falsos dioses.
La sentencia sobre esta degeneración del valor y del instinto de creación no deja de conmover; agotadas las formas primordiales de la literatura, la arquitectura, la pintura y la música -el medio de expresión se ha debilitado por su inorganicidad y su alejamiento del Ser-, el arte debe recurrir entonces a la parodia, a la falsa gran obra, a lo maleable, a tomar, por un momento, ya que todo es efímero, la máscara de la época. La crisis del mundo moderno afecta así las celdas del místico, da un valor material y cuantificable a las hazañas del espíritu, descargando sobre el poeta no los rayos de Dios que pueden enloquecer, -de los que hablaba Hölderlin-, sino la enfermedad del mercader, el miasma aséptico de su descomposición, que no tiene olor como el desecamiento del verbo, como la muerte del alma, o que en caso de percibirse -para los olfatos finos- apesta a lo que los Cantos llamaron “los pelos del culo”. Estigma parcialmente inodoro como resulta acostumbrarse a la fetidez. Si bien ya Ezra Pound se había encargado de señalar la tentación vampírica de la usurocracia, nunca había llegado su poder a definir el mundo del espíritu. Es en estas condiciones en que surge una resistencia que es también partisana y francotiradora: por una parte, el altivo universo de Ernst Jünger, que se separa de la edad en sus Acantilados de mármol’, por la otra, el nihilismo activo como forma de aniquilamiento de la civilización, llevada su sombra perniciosa a las buhardillas malolientes, a las encías podridas, a la detallada inmundicia con que Louis-Ferdinand Céline garabatea sobre las ruinas de Dresden y la caída de Stalingrado, el Apocalipsis de Occidente.

Agotamiento, uniformidad y dinero son el objeto de las tres circunvoluciones de este libro, en ellas caben: la descomposición del pensamiento moderno, la visión posmoderna de la Konservative Revolution, el símbolo de el trabajador y del Anarca, el estudio de la americanósfera como emblema del nuevo totalitarismo, del fin de la historia y del predominio de la usura. Las tres circunvoluciones son, pues, una exposición fragmentada -como disparos hechos desde distintos bastiones-, en las que el objeto del pensamiento es visto como una sustancia viva, privilegiando la intuición sobre los medios de la razón. No se espere encontrar entonces un análisis de los elementos de la decadencia que se han precisado, sino más bien un camino circular, con recovecos para la emboscada y senderos secretos para la sorpresa. Se trata entonces de una visión, quizá inevitablemente postrera, en que se analiza el sentido de la técnica, las diferencias entre Nietzsche y Spengler, así como el reino de las Musas que se levanta sobre los escombros, haciendo oír la música de la oración en medio del desierto.
De esta manera la esencia trinitaria de las circunvoluciones puede verse también como una panoplia, en la que cada arma tiene un símbolo conforme al Orden de la Caballería: la espada es la revuelta titánica de el trabajador, el escudo son los cantos homéricos que los tiranos trataron de arrancar a los dorios -la memoria de la mansión de las Musas-; la gangrena, la perversión usurocrática de la civilización, todo ello a caballo entre la reflexión a distancia y el combate cuerpo a cuerpo.
Cabría aquí señalar que la circunvolución que conduce de Jünger a Céline pasa por el Passage Choiseul con sus casuchas de muros desconchados, su aire pestilente y la gritería de pequeños zarrapastrosos; luego, continúa entre las tempestades de acero y las ciudades arrasadas por los aliados hasta llegar a la superficie cristalina del lago Constanza después de haber visitado varios puntos en el extremo del mundo, buscando fumaderos de opio, drogas de poderes maravillosos y desconocidos, así como escarabajos acorazados e ingrávidas mariposas como la Earías Jüngueriana Koben. Finalmente se llega al cuarto del doctor Destouches, donde éste, semitullido, casi incapacitado para escribir, escupe sobre los autores publicitados, negándose a escribir una línea más para Gallimard, sujeto a una esclavitud que lo obliga a emborronar papeles durante seis horas diarias. Al cabo de las trashumancias de los Wandervogel, por la tierra y la sangre de Alemania, recortadas las caminatas en la Legión Extranjera, decantado el limo de las trincheras, difuminado el París de la ocupación, cuando la diosa azteca que recibía en el salón de madame Morand ha cerrado su ávida boca de piedra sanguinolenta, se accede en Alta Suabia al pabellón de caza Winflingen, en la ruta que unos cuantos kilómetros camino abajo encuentra al Siegmaringen que Céline describiera en De un castillo a otro.
En esa circunvolución coinciden fugazmente el junker prusiano y el doctor francés, para escándalo de quienes conciben la literatura y la vida en compartimientos estancos, en petrificaciones, en formas excluyentes. De forma misteriosa Jünger y Céline, son en una primera vista la encarnación de los antípodas: el caballero y el canalla; el héroe y el nihilista; el orden vertical del castillo y la expansión clandestina de la buhardilla, ambos asumen contestar el espíritu del tiempo como formas singulares y definidas del frente del rechazo, modalidades y estilos diversos del anarca. No son contradictorios, pues, sino contrastantes. En la bajeza deliberada de Céline hay un hálito de metafísica heroica, de ansiedad radical por la insuficiencia del mundo y la lamentable miseria de las actividades humanas: el amor, el trabajo, la guerra, todo está gangrenado; lo peor es lo que se exhibe como bueno y humanitario, así como el catálogo de ideas inmortales y los quinientos métodos ciudadanos para terminar con los déspotas: ya se sabe desde 1789, -la fórmula perfecta ¡guillotina y elecciones! Por su parte, Jünger reivindica al Merlín de sus Diarios y la mandrágora resulta necesaria para el héroe, que come sin temor del bocado de la serpiente, cuando el universo burgués desaparece entre las llamas del crepúsculo de los dioses.
Céline y Jünger ¡Indudablemente una buena compañía!... ¡Del todo aconsejable!... ¡Para cada estado de ánimo!... ¡En todos los trances!... En cada punto oscuro en que la circunvolución esconde en un atisbo la espesura del bosque sobre la desolación de la ciudad y, en otro ámbito, el del poder fundante del lenguaje: la transparencia de la línea Goethe, cincelada a martillo con la inventiva constante de la pantagruélica habla de Rabelais. Una vez más, Jünger y Céline.
En el encuentro hay otras presencias, algunas perceptibles, otras ocultas y distantes. Recogido en su mundo de tejados puntiagudos y calles estrechas, la esbelta figura de H.P. Lovecraft se asoma a la monstruosa civilización anfibia de la urbe cosmopolita. Sin salir de su territorio celta, Tolkien prende una pipa al tiempo que escucha el soplido de la tetera del Hobbit. Drieu la Rochelle, por su parte, se ocupa de andar por el arroyo rioplatense en busca de malévos y cuchilleros; lo acompaña Borges, naturalmente. Cioran conjura a sus fantasmas y en un espejo cóncavo ve reflejarse a Joseph de Maistre, desconcertado por la podredumbre que ha abandonado como un fiambre helado en medio de la mesa; no sabe quién tiene mayor entidad, si el reflejo reaccionario que se sobrepone a su imagen y lo posee, o las manos trémulas con que intenta clavar el trinche en el fiambre nihilístico. Está también ahí el Angel que guarda a Martin Heidegger -se dice que conversa con Dante sobre el imperio gibelino-. Encaramado a un árbol, con su cara de lechuza, Miguel de Unamuno contempla la figura esperpéntica del general José Millán Astray, conmovido de que su sentimiento trágico de la vida brote como un exabrupto en la basta boca del legionario, quien una vez más, para escándalo de los bachilleres de Salamanca, eleva al cielo su: ¡”Viva la muerte y muera la inteligencia!”. De la doctrina del bosque y de la prueba del exilio emerge una figura dacia: Vintila Horia desafiando a los totalitarismo gemelos, en rebeldía contra la dictadura de un mundo peor; en su obra se reencuentra lo sagrado con la nueva ciencia. La escurridiza silueta de Robert Brasillach se asoma furtiva, sus lentes de aros gruesos caen sobre su rostro de joven mártir, de asceta dolorido, carga una joya de hierro, escribe en la prisión, antes de su fusilamiento, la página en blanco revela el ideograma de la muerte... En las tres circunvoluciones más escritores salen al paso de la decadencia de Occidente, cada quien para su santo pero con una semejante voluntad transgresiva.
Descubierta la orquídea roja que en los Acantilados da un poder especial a los eremitas que guardan la Orden, podemos atrevernos a descender a las calles lóbregas en que la senectud, el desarraigo y el dinero imperan. Mercachifles venden su sospechosa mercadería en tiendas iluminadas para los intelectuales ventrílocuos, Musas y hechiceras leen la mano a incautos viajeros que se creen en la mejor civilización existente, las líneas de sus manos están borradas por el polvo de oro que llevan en sus alforjas, han sacrificado su destino, son seres sin memoria, recorren los territorios de la opulencia y sirven al Becerro de Oro. Las únicas figuras nobles son la pálida máscara del príncipe de Sunmyra, cuya perfección oculta la decadencia de la aristocracia. A su lado, se encuentra el moreno y ágil Bracquemart conocedor de los secretos del poder.
Ambos personajes de los Acantilados se encuentran sorprendidos de la rotunda bajeza que caracteriza los días postrimeros: Chiffon Rouge ha desaparecido lo mismo que el Gran Forestal con su temible jauría, en su lugar sobre las marismas de Mauretania se han levantado torres de cristal, anuncios luminosos y retratos de hombrecillos, que gesticulan y prometen la felicidad, la única posible, la del afelpado totalitarismo universalista. Esta es la civilización occidental y con ella ha llegado el fin, la voluntad de acabamiento, el deseo de la extinción, la contaminación sobre la tierra, la unidimensionalidad del ocaso.
El doctor Destouches se revuelve en su asiento, al parecertiene algo que agregar; no todo es pérdida y descomposición, quienes tengan que hacer el inventario se encontrarán con su literatura, con su estilo enfebrecido y sus puntos suspensivos... ¡Menuda carga para los frágiles hombros de los fatigados hombros de la civilización!. Por otra parte, si se quejaba -él siempre tan impudoroso, tan cochino!- de la desaparición de enfermedades tenebrosas, que como el cólera, el tifus, la gonorrea, la sífilis han caído en el desprestigio, se cuenta ahora para su escarnio con el posmoderno sida, cuya naturaleza ambigua guarda una profunda relación con la morfología de la cultura. ¡Qué hubiera dado por ver la evolución de la enfermedad, sus minuciosos estragos, su poder repelente, su temor sacrificado a los lindos popos! Se trata de una enfermedad indefinida a la par que el criterio de la edad. De alguna manera, establece una caracterología cuyo origen se considera abominable pero cuya etiología no es tan clara hasta que se contrae; nadie es responsable y la cadena de los culpables puede extenderse más allá de Nuremberg. Digna enfermedad para la etapa terminal, quizá aún mejor que la invasión de los chinos, de los hunos, de los mongoles o de otros bárbaros cualesquiera que profetizara a gritos, ¡en el baño, la cocina, el restaurant!, el sórdido doctor que tendría que encontrar a Jünger, ya no en un salón de ese París, ni siquiera en la embajada alemana sino en el fondo de una imprevista circunvolución.
Jünger y Céline con una hueste de escritores, irrumpiendo, trazando sobre el mapa destruido dé Europa la circunvoluciones salvadoras, los signos no dominados por el mercado, por encima del asco y el cansancio, en la estética de la movilización total, en el fervor del nihilismo heroico. Sus casas, alzadas como templos del equilibrio en el caso de Jünger, o levantadas en el Rigodón del delirio por lo que concierne a Céline, se mantienen como puntos y residencias del Ser, más allá de la senectud, del desarraigo, del dinero, en el territorio inexpugnable en que el Espíritu se afirma contra el mundo.