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El cóndor ciego

La extraña muerte de Lavalle

José María Rosa

 

El cóndor ciego - La extraña muerte de Lavalle - José María Rosa

104 páginas
medidas: 14,5 x 20 cm.
Ediciones Sieghels
2020
, Argentina
tapa: blanda,
 Precio para Argentina: 420 pesos

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

José María Rosa, el gran historiador revisionista, desarrolla una atrapante investigación sobre la muerte de Lavalle y contradice puntillosamente la versión oficial sobre la misma. El título remite a una cruel tradición de nuestra puna que consiste en cegar a un cóndor para que, en busca de la luz, se eleve hacia el cielo en una desesperada ascensión vertical hasta que, ya a una altura casi estratosférica, convencido ya de la inutilidad de sus esfuerzos, se suicida dejándose caer a tierra donde es recogido por los oficiantes. Juan Galo Lavalle, el héroe de tantas batallas a las órdenes de San Martín y de Bolívar, es el cóndor cegado por los hábiles argumentos de los oligarcas porteños, los notables, quienes lo convencen de dos inmensos errores: el asesinato de Manuel Dorrego en 1828 y la conducción del ejército cipayo que colaboró con el bloqueo francés de 1838. El indulto a Lavalle, y su conversión en prócer, por parte de nuestra historia consagrada, responde a haber combatido a Juan Manuel de Rosas, el maldito de nuestra historia oficial, lo que lo lava de pecados.
En "El cóndor ciego" se dedica su primera parte a un examen casi policial la versión corrientemente aceptada sobre la manera como Lavalle cayó abatido en mitad de la noche en la casa de Jujuy, y revisa tanto las pruebas testimoniales como las instrumentales. En la segunda parte el autor expone su análisis sobre las condiciones anímicas y políticas en las que Lavalle llegó a su hora suprema, y aventura su propia y sorprendente interpretación sobre lo ocurrido en la noche de Jujuy.
Lo que trasunta el texto de Rosa es que las traiciones a la patria no quedan impunes: acosado por la culpa de sus desvíos Lavalle fue cayendo en un profundo estado depresivo. Pesaba sobre su alma el fusilamiento de aquel a quien la gente humilde, la plebe, amaba, tanto que en el parte que él mismo redactó de puño y letra se refirió a "un pueblo enlutado por él"; también el haber conducido un ejército y matado compatriotas al servicio de un imperio extranjero con el pretexto de luchar por la "libertad", en ambos casos al servicio de los intereses de los "notables" de Buenos Aires. Pero Lavalle, tan pronto ingresa al territorio argentino advierte que, a despecho de lo que le decía la Comisión Argentina en Montevideo, la opinión pública era favorable a Rosas y no iba a acompañar revolución alguna. Esta comprobación, el recuerdo de Dorrego y la humillación del dinero francés le atravesaron el alma.
Fue por todo ello que, finalmente, en la jujeña casa de Zenarruza, el cóndor ciego plegó las alas y se dejó caer hacia la muerte.

 

ÍNDICE


I.- La noche de Jujuy
Los vencidos9
La casa de Zenarruza15
El drama17
Análisis22
Lo que dicen los federales: parte de Blanco y carta de Oribe28
Las “clasificaciones” del soldado Bracho y del comandante Blanco35
¿Pudo un tiro de tercerola atravesar la puerta?43
¿Fue un tiro por la cerradura?48
Como ocurrieron los hechos50
Conjeturas55
II.- El cóndor ciego
“Vil traidor...”61
“¡Una vez más la patria lo reclama!”66
El cóndor remonta vuelo73
El premio82
“Espada sin cabeza”88
“Ni el sepulcro la puede hacer desaparecer”93
La noche de Jujuy96
La leyenda99



Los vencidos

 

Los restos del Ejército Libertador, apenas doscientos fieles, llegaron a las afueras de Jujuy en la noche del 8 de octubre de 1841. Lavalle mandó a su edecán – Pedro Lacasa – a conocer el estado de la ciudad quien volvió con noticias poco tranquilizadoras: todos los unitarios, el gobernador Alvarado, el doctor Elías Bedoya, delegado del Ejército, y la mayor parte de los empleados civiles y militares habían huido el día anterior por el camino de Bolivia. Alvarado había escrito a Lavalle que la ciudad no era segura: Domingo Arenas, el más importante jefe militar de Jujuy obedecía ya a los federales, y Antonino Aberastain, a cargo del gobierno, no inspiraba confianza; le aconsejaba “no entrar” y apurarse en tomar “el camino que salía de la Cañada para Humahuaca” porque suponía la vía real ocupada por las partidas enemigas.
La carta de Alvarado no llegó a Lavalle por haberla interceptado el propio Arenas, pero Lacasa pudo enterarse de lo esencial de su contenido. En cambio, entregó un pliego del Dr. Bedoya, dejado el día anterior, donde también le aconsejaba huir ya “que toda resistencia era inútil”. Bedoya lo había hecho sin esperar la llegada del ejército unitario, pues temía “faltarme un caballo para salvar el pescuezo”.
Se desmoronaba la última esperanza que era hacer pie en Jujuy para intentar una guerra de recursos. Venía a sumarse a todas las desilusiones que trajo la derrota de Famaillá el 19 del mes anterior: cada una de las jornadas había sido marcada por un descalabro, una felonía, o cuando menos una falta de lealtad de los amigos. Era necesario convencerse de que la derrota era total, definitiva. Marco Avellaneda había sido el primero en iniciar el desbande, al separarse del ejército después de Famaillá para ganar la frontera, cuando el propósito del general era resistir en Salta a Oribe, a la espera de que Lamadrid se hiciera fuerte en Cuyo con la ayuda prometida por Chile. Avellaneda había ido con su fuga más pronto hacia la muerte, porque su misma escolta acabó por traicionarlo entregándolo a los federales.
En Salta abandonarían a Lavalle sus viejos compañeros, los comandantes Ocampo y Hornos ya resueltos a cruzar el Chaco e ir a Corrientes para ponerse a las órdenes de Paz. Inútilmente quiso disuadirlos: era necesario producir un foco de lucha en el norte para impedir la concentración de los ejércitos federales. Los “pronunciados” no creyeron en la sinceridad de Lavalle; como no podía ir a Corrientes, agraviado con el gobernador Ferré, entendieron que por amor propio quería mantener una resistencia imposible. Y se fueron el 6 de octubre.
La marcha de Ocampo y Hornos arrastró a casi todo el ejército, fue el “sálvese quien pueda” para los unitarios de Salta. El poderoso Ejército Libertador había quedado reducido a doscientos hombres: el Cuartel General, la mayor parte del cuadro de oficiales y el escuadrón porteño “Libertad”. Ya no significaba protección seria; sin embargo, el mismo 6, Lavalle dejaba Salta para intentar una imposible resistencia en las quebradas de Jujuy.
¡Dolorosa etapa de Salta a Jujuy! Un puñado de hombres que nada esperan, pero que por lealtad seguía a un jefe obstinado en no reconocer la derrota. En la mañana del 8, ya próximo a la ciudad, supo Lavalle que los comandantes jujeños, con quienes creyó contar, estaban en comunicación con Oribe, el que les exigía - como muestra de fe federal - “poner todo su empeño en prender a Lavalle y a su comitiva”. Por afortunado podía tenerse si conseguía llegar a la frontera. Pero Lavalle no quería dejar la guerra mientras Paz luchaba en Corrientes y Lamadrid en Mendoza (nada sabía, nada supo jamás de la completa derrota de éste en Rodeo del Medio, el 23 del mes anterior): “debemos de ser los últimos en abandonar la tierra Argentina” había contestado ese día 8 a las angustiosas insinuaciones de Félix Frías, su secretario.
Cuenta Frías que el natural taciturno de Lavalle, agravado por una constante melancolía después de la retirada de Buenos Aires, cambió súbitamente al acercarse a Jujuy. “Me llamó varias veces para reírse de algunas ocurrencias de esos días. Esta alegría tan extraña en esos momentos tan críticos, era para mí el anuncio de una grandísima desgracia”.
Contra el parecer de Frías, para quien “el tránsito por Jujuy era muy peligroso”, además de inútil – porque la suponía abandonada por las autoridades, Lavalle ordenó acampar sobre la misma ciudad, en los Tapiales de Castañeda, quinta situada a ocho o nueve cuadras del centro. Cuando volvió Lacasa con el consejo que le dejaban Alvarado y Bedoya al irse, de ganar rápidamente el camino de Bolivia si es que estaba en tiempo, comentó risueñamente: “Este es el pensamiento de Frías”. Pero no ordenó seguir la marcha. Tampoco quiso dormir en el campamento que dejó a las órdenes de Pedernera; con una pequeña escolta entró a la ciudad a buscar una casa “donde hubiera una cama donde pasar la noche”. Lo acompañaban el secretario Frías, edecán Lacasa, teniente Celedonio Alvarez, Damasita Boedo, y una escolta de ocho tiradores. Anduvieron por las solitarias calles de Jujuy golpeando puertas “que no se abrieron”, hasta que por indicación del delegado Aberastain, que no quiso o no pudo albergarlos, fueron a la desocupada casa de Zenarruza en la cual, hasta el día anterior, habían parado el gobernador Alvarado y el doctor Bedoya. Eran las dos de la mañana cuando llegaron a lo de Zenarruza.