Libreria Argentina Libreria Argentina Libreria Argentina

 

Influencia económica británica en el Río de la Plata

 

Julio Irazusta

 

Influencia económica británica en el Río de la Plata - Julio Irazusta

108 páginas
medidas: 14,5 x 20 cm.
Ediciones Sieghels
2020
, Argentina
tapa: blanda, color, plastificado,
 Precio para Argentina: 430 pesos

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Para Irazusta, los pueblos definen su estilo de vida política en las relaciones con los demás: la verdadera política es la política internacional. Un Pueblo que no tiene una buena diplomacia no puede pretender arreglar su régimen interno.
Irazusta intenta explicar las frustraciones argentinas por los fracasos del país en su empresa nacional. Señala que Argentina, tierra de caudillos excepcionales, con extraordinarias dotes de previsión a largo plazo y tesón para encumbrarse, no ha tenido muchos gobernantes que aliasen a esas condiciones para el logro del éxito personal las que requiere el acierto en la dirección del interés general.
En esta obra su autor estudia los factores externos que dificultaron el desarrollo argentino a lo largo de un siglo de vida colonial y otro siglo y medio de vida independiente. Historia cómo se desaprovecharon las ventajas de la situación inicial a partir de 1810 y describe la creación de fuentes de riqueza surgidas del progreso moderno por el esfuerzo de los habitantes del país, esfuerzo que se malograría por las causas que precisamente el autor analiza.
En este pequeño manual político se resume cómo la política argentina estuvo siempre signada por la influencia económica de Gran Bretaña. Esta influencia británica comenzó incluso antes de la independencia, sus antecedentes pueden ser rastreados en la época colonial.
Inglaterra, que no se resignaba a la cuota siempre creciente de su comercio con la América española que había logrado en Utrecht, quería legalizar por la violencia o la diplomacia lo que sus actividades tenían de clandestinas, y ampliarlas. Por la influencia de su inconsiderado principismo económico es que se logró la apertura del puerto de Buenos Aires a las mercaderías inglesas. Es por ella también que se llega luego a la desmembración del territorio nacional. El vigoroso Estado virreinal de Buenos Aires, que había iniciado la revolución y sido el único que mantuvo invicta la causa en las peores circunstancias mundiales, se deshizo bajo la presión inglesa en las sombras. Desmembrada de Bolivia y del Uruguay, y separada del Paraguay, la nación iniciadora de la emancipación hispanoamericana quedaba con la mitad de su población inicial, privada de su principal riqueza en minas de oro y plata, disminuida en más de un tercio de su territorio, psicológicamente acomplejada y al borde de una renovada guerra civil.
Los gobiernos entreguistas no hacen más que traspasar el desarrollo nacional, financiado con recursos propios, a nombre del capital extranjero. Desoyen a quienes sostienen que, cuando una empresa comercial o industrial ha sido bien calculada, el capital está en la empresa misma y no fuera de ella. De este modo el desarrollo nacional se financia por medio del crédito público y no del capital extranjero. Nuestros próceres del liberalismo y la "civilización" hacían lo contrario. La historia de los ferrocarriles argentinos, aunque apenas esbozada aquí, constituyen el mejor ejemplo de esta entrega de soberanía para no interferir en los oscuros y perniciosos manejos del capital extranjero. Finalmente, y también en forma breve, el autor demuestra como esta influencia se continúa en el manejo de las exportaciones argentinas, subordinadas completamente al interés británico.

 

ÍNDICE

 

I.- De Utrecht a Bayona7
II.- La apertura del puerto de Buenos Aires en 180919
III.- De Mayo a Cepeda31
IV.- La influencia británica en las desmembraciones del territorio nacional45
V.- Un alto en el camino65
VI.- El desarrollo nacional, financiado con recursos propios, es traspasado a nombre del capital extranjero81
VII.- Del noventa a nuestros días97



I- De Utrecht a Bayona

 

Como todos los otros aspectos de la vida nacional, la influencia británica en la Argentina empezó antes de la independencia. Hay que rastrear sus antecedentes en la época colonial.
Hasta el siglo de oro español, la relación entre los ingleses y los hombres de nuestra raza era la inversa. Durante el siglo xvII la influencia de la madre patria fue grande, si no mayor, en la literatura inglesa que en la francesa, aunque menos por el teatro clásico y la picaresca que por los moralistas y los escritores políticos. Pero como la evolución histórica no se detiene jamás, y las fuerzas que en ella operan cambian sus papeles a medida que unas decaen y otras prosperan, el siglo xvIII vio salir de la guerra de Sucesión Española una Inglaterra pujante que aspiraba al primer rango en el mundo. Entre los tratados de Westfalia y la muerte de Mazarino (cuando Luis XIV asumió el mando efectivo, como rey sin primer ministro) España se había resignado a no disputar la preponderancia entre las grandes potencias, y Francia, a causa de la que disfrutaba desde la decadencia hispana, estaba incesantemente jaqueada por abrumadoras coaliciones, que en último término debían hacer pasar el centro del poder de la monarquía francesa a la aristocracia británica.
Como en todos estos procesos históricos, el pensamiento precedió a la acción. Desde la última década del siglo xvii publicistas de la talla de Jonatan Swift (junto con muchos otros escritores) plantean una nueva política, de expansión en el mar, al revés de las fracasadas tentativas de anteriores dinastías, por extender el dominio territorial de la Nación, pese a la exigüidad de las islas, allende el canal que las separaba del continente europeo. Una “nueva Roma”, la “tercera Roma”, era el leit-motiv de esa propaganda. Desarrollo del comercio internacional, apoyado en el acrecentamiento del poderío naval, es la nueva fórmula británica para la alta política.
Guiada por esa ambiciosa propaganda, Gran Bretaña entró en la guerra de la Sucesión Española con plena conciencia de los objetivos que perseguía, como está patente en los hechos de la negociación de la paz. De haberse limitado al maquiavélico juego de báscula, por el cual durante la década larga de la lucha primero jaqueó a los Borbones con el apoyo de los Ausburgos y luego a los Ausburgos con el apoyo de los Borbones, no habría hecho más que atenerse a las prescripciones de la política tradicional, que aconseja a los gobernantes reaccionar contra las amenazas de la fuerza ajena, reacciones de las que por lo general sale un nuevo sistema, fundado sobre las lecciones de la experiencia. Pero Inglaterra entró en la dilatada pugna de la Sucesión Española con la mira puesta en las perspectivas que para su propio desarrollo futuro ofrecían las vastedades americanas. Hasta entonces el comercio anglo-español era mucho más importante entre Inglaterra y España que entre la Gran Bretaña y el Imperio Hispanoamericano. Pero desde los preliminares de la paz, los negociadores británicos obraron como si ocurriese lo contrario. Desde el armisticio anglofrancés, a fines de 1711, mostraron sus ambiciones en América; a costa de las posesiones francesas, exigían inmensos territorios; pedían una especie de monopolio sobre las pesquerías de Terranova, el navio de permiso que abriese a su país el comercio directo y legal con los súbditos de España en las Indias Occidentales, el asiento de negros, así como el establecimiento de un depósito permanente en Buenos Aires. En 1713 sus ambiciones aparecen mayores cuando lord Lexington pide en Madrid que los británicos establecidos clandestinamente en Campeche para industrializar el palo de ese nombre, sean legalmente admitidos para proseguir sus actividades, y que los súbditos de S. M. B. en las posesiones españolas del Caribe disfrutaran de ciertos privilegios a expensas del tradicional monopolio que cerraba las Indias a los extranjeros. Exigencias tan conscientes habían sido ya presentadas por Guillermo III antes de su muerte —al negociarse la paz de Ryswick— cuando su ministro Portland sugirió a Francia el reparto de las Indias Españolas, o por lo menos la libertad de comerciar con ellas. Para no otorgar a los ingleses tales ventajas, Luis XIV había tenido la prudencia de renunciar a España y sus colonias. Pero años más tarde el Rey Sol, menos prudente, al aceptar el testamento de Carlos II en favor de su nieto el duque de Anjou, abrió más los ojos británicos, al influir para que España acordase a la Compañía Francesa de Guinea el privilegio de importar negros en las posesiones españolas.
La paz de Utrecht fue el primer paso de gigante dado por Inglaterra en el camino de la preponderancia mundial. Al imponer al duque de Anjou la renuncia al trono de Francia, y a Luis XIV el reconocimiento de la nueva dinastía establecida en el trono de Inglaterra y el de los derechos de Federico-Guillermo I de Prusia a la sucesión de Neufchatel, Inglaterra introdujo un profundo cambio en el derecho público europeo, sustituyendo el principio dinástico por los que aconsejase la conveniencia de los pueblos. Como dice Emilio Bourgéois en su Manual histórico de política exterior: “Tratados constitucionales o internacionales limitarían en adelante el derecho dinástico, y los soberanos ya no serían los propietarios, sino los usufructuarios de su reino, según agradara al pueblo llamarlos o no al gobierno. Era el resultado de las doctrinas que habían triunfado por la revolución de 1688, y que los sucesores de Guillermo III imponían en seguida a Europa y a Luis XIV. La evolución constitucional de Inglaterra era la causa y la señal de una evolución análoga del derecho público europeo. No solo —según la expresión de Voltaire— ella hacia la ley en Europa, sino que le daba leyes. Bien pronto los Ausburgos sufrieron esta nueva ley, después de haber contribuido a someter a ella a los Borbones. Viose a Carlos VI, para arreglar su propia sucesión, consultar a las poblaciones de su imperio y a las potencias europeas: “Es el concurso de los sufragios públicos o tácitos lo que establece o confirma el poder de un rey sobre una nación”, escribe en esta época, algunos años después de los tratados de Utrecht, uno de los publicistas más autorizados de Europa, Rousset de Missy. Y los mismos escritores franceses consagraron esa gran victoria moral obtenida en Utrecht por los ingleses sobre su rey, por la alabanza y el crédito que dieron a sus doctrinas políticas y a su constitución.
Como añadidura de ese gran triunfo, Inglaterra sacó de la paz de Utrecht todas las ventajas materiales que perseguía al intervenir en la lucha. En el tratado anglo-español logró, por el artículo 8, que Felipe V negara toda franquicia comercial a los extranjeros, y en especial a los franceses, mientras por el artículo 13 los ingleses recibían el privilegio del asiento (que ya vimos codiciado por Luis XIV); por los artículos 10 y 11 se quedaba con Gibraltar, Menorca y Puerto Mahon. En el tratado anglofrancés, Inglaterra impuso a Francia la demolición de la plaza de Dunquerque, y que su rival le reconociese la posesión de Terra Nova y las islas adyacentes, del territorio de la bahía del Hudson, de la Nueva Escoda o Acadia, con la ciudad de Puerto Real, que más tarde sería Annapolis; y con hábiles cláusulas de reserva sobre los límites coloniales y la protección de los indios, preparó las simientes de los futuros conflictos en que había de arrebatar definitivamente a Francia su imperio americano; para colmo de sus éxitos obligó al abuelo del rey de España a renunciar a todo privilegio comercial para los franceses en la América española.
En virtud de los convenios de paz firmados en Utrecht, concluyóse en Madrid, a 23 de marzo de 1713, el tratado del asiento, por el cual España arrendaba a los traficantes británicos el derecho de importar negros en sus posesiones americanas. “Los ingleses —dice Bourgéois— se comprometieron a pagar una contribución al rey de España por cada cabeza de negro importado, a hacerle un adelanto de dinero, pero en cambio obtuvieron el derecho de establecer factorías en el Plata y Buenos Aires (sic), por fin de enviar para protegerlas navios de guerra, y cada año un navio de 300 toneladas a Porto-Bello para comerciar allí en la época de la feria.” Esta última ventaja era un medio indirecto de entregar al comercio inglés la América del Sur. Los navios asentistas se permitieron toda especie de tráfico en las Indias Occidentales; ya no hubo solamente uno, sino varios navios de permiso. “Inglaterra —escribe Rouset, el publicista ya citado— tomó allí el lugar de España.” Por treinta años la Compañía Inglesa gozó de privilegios tales como asignación de tierras para sembrar y edificar habitaciones para los factores y demás dependientes del Asiento de Negros.
Los contratantes que en la aparente transacción de Utrecht (España y Francia) resultaron perdedores, no cedieron las ventajas acordadas a Inglaterra sino a la dura necesidad. Pero ambas comprendían de antemano las consecuencias deplorables de las concesiones que otorgaban. Luis XIV, previendo las ambiciones comerciales británicas, envió como agregado a sus representantes diplomáticos, De Uxelles y Polignac, a un miembro de la Cámara de Comercio, Ménager de Ruán, quien nada pudo hacer para remediar las condiciones de la mala situación militar y política en que se hallaban los negociadores de las potencias borbónicas. Por su parte, Felipe V escribía a su abuelo, ya en 1711, que no había de consentir “nada que pueda suponer algún peligro para los intereses de mis súbditos en Indias que, como todas las demás provincias españolas, es lo que más amo en el mundo”. Pero en las instrucciones a sus representantes diplomáticos en Utrecht aparece más preocupado por los problemas de restituciones territoriales, que por los del comercio y la navegación. Solo al motivar la necesidad de oponerse a la devolución de la Colonia, dice que “si se les concediese estos parajes quedaría Buenos Aires y el comercio de Potosí en grandísimo peligro, y por consecuencia, perdido que fuese uno y otro, podrían extenderse los portugueses tanto que quedaran arriesgadísimas las Indias o la mayor parte de ellas”. No obstante lo cual ratificó más tarde las concesiones otorgadas por sus diplomáticos, no solo sobre la Colonia, sino y muy principalmente sobre la apertura del mercado hispanoamericano a los ingleses.
Pese a las ventajas cedidas, España no abandonó la preocupación que ellas le inspiraron en todo momento. Y los planes de reforma interna del Imperio, así como los de una gran política internacional, emprendida en alianza con Francia (después de un período inicial en que las querellas dividieron a los Borbones establecidos a ambos lados del Pirineo) deben atribuirse al propósito de recuperar el terreno perdido por las potencias del Pacto de Familia en la disputa de la preponderancia. El siglo xvIII vio desarrollarse una lucha gigantesca, peleada en todos los mares del mundo, entre la ganadora efectiva de las negociaciones de Utrecht, y las dos grandes potencias marítimas que no se resignaban a quedar en segundo rango. A través de las guerras por la sucesión austríaca, por el vuelco de las alianzas (o de los Siete Años), por la independencia americana, o por la Revolución Francesa, intentaron un esfuerzo denodado por hacer pie en la pendiente que bajaban, desde su anterior grandeza. Grimaldi y O’Reilly en España, a la par de Machault y Choiseul en Francia, acometen la reorganización del ejército y la renovación de la marina, después de los desastres experimentados por ambos países en los dos primeros de los conflictos bélicos mencionados. Nada necesario hubo en el giro que tomaron los acontecimientos. Inglaterra tuvo la fortuna de hallar en Pitt el Viejo un caudillo sin par, y de comprender que debía darle facultades omnímodas, suspendiendo temporariamente su régimen constitucional de libre discusión, mientras Francia (su rival más poderosa) era conducida sin vigor por Luis XV, monarca teóricamente absoluto que un día dijo poder menos que nadie en el gobierno. Así, mientras en la primera se valorizaban todos los talentos, en la segunda se desperdiciaba la capacidad de Dupleix, el genio estratégico de Bourcet y Maillebois, a lo que se agregó la prematura muerte de Mauricio de Sajonia, único gran capitán que pudo enfrentar a Federico el Grande de Prusia, cuando éste abandonó la alianza francesa por la británica.
Esa restauración política se simboliza en España por el nombre de Carlos III. A los diez años de su reinado, España estuvo lista para desafiar el poderío británico, siempre que Francia la acompañase en la empresa. Fue entonces cuando Buenos Aires, que había cosechado los pocos laureles ganados por el Imperio Español en los conflictos anteriores, dio nueva prueba de su fuerza y decisión, desalojando a los intrusos británicos de las islas Malvinas. Pero si él plan de hacer jugar el Pacto de Familia estaba acordado entre los gabinetes de Madrid y de París, Choiseul había procedido a espaldas de Luis XV, a la vez que los errores cometidos al término de su carrera ministerial ante el reparto de Polonia y los conflictos internos, había dejado crecer la anarquía y se había puesto en condiciones de ser despedido. Sin el concurso del aliado, España no se atrevió a enfrentar sola a Inglaterra, por lo que Carlos III y sus ministros decidieron llegar a la honrosa transacción de 1771, en la que si bien desautorizaron la acción de Bucarelli, obtuvieron la promesa de una próxima evacuación de las Malvinas, y el reconocimiento de los derechos españoles sobre el archipiélago.
Una ocasión dorada de recuperar el terreno perdido y ganar la magna disputa por la preponderancia, ofrecióseles a las potencias del Pacto de Familia al estallar el conflicto entre las colonias británicas de América y su metrópoli. Al igual que en los anteriores conflictos, la mezquindad de los resultados obtenidos por Francia y España, en contraste con las perspectivas brillantes que se les ofrecieron al intervenir en la lucha de la emancipación norteamericana, no se debieron a una supuesta necesidad (en política no todo es necesario) resultante de los factores dados en la situación, sino a errores muy humanos cometidos por los gobiernos de Francia y España. El primero no supo comprender el mejor plan de acción, presentado por de Broglie, de atacar a Inglaterra en sus islas, cuando ella había concentrado la mayoría de sus fuerzas en América. El segundo no negoció con la suficiente habilidad para asegurarse el precio de su intervención.
Entretanto el prestigio internacional de Inglaterra había ido fomentando la difusión de su influencia en todo el mundo civilizado. El esplendoroso éxito de Pitt el Viejo en la guerra de los Siete Años que, según la expresión de Horacio Walpole, la había transformado, en meses, de islita privada, en centro del globo, fue causa y efecto de un florecimiento espiritual patente en la literatura y la conversación de Johnson, la filosofía política de Burke, la oratoria de Carlos Fox y los dos Pitt, las novelas de Goldsmith, la poesía de Gray, la historiografía de Gibbon y Robertson, la filosofía de Berkeley y de Hume, la pintura de Reynolds y Gainsbourough, la arquitectura de Adam, e infinitos otros maestros de las artes menores. La anglomanía hizo furor en Francia, pero no más que la francomanía en Inglaterra antes de esta época, y sobre todo después de la Revolución Francesa. España, aunque ya penetrada por el afrancesamiento, estaba más inmune a su influencia, pero no se había sustraído del todo a ella.
Tales influencias recíprocas de unas naciones civilizadas en otras nada tienen de peligrosas, sino que, al contrario, aportan los progresos alcanzados por las que primero descuellan en la carrera de la cultura, a las más atrasadas. Así Italia enseñó a España, España a Francia, Francia a Inglaterra, en el adelanto de la literatura y de la poesía y el perfeccionamiento del gusto. El único escollo está en la política, terreno en el cual la imitación puede fácilmente volverse sinónimo de sujeción.
Éste no era el caso de los estadistas españoles y franceses que, pese al creciente poderío y al creciente influjo del prestigio británico, no cesaron de hacer todos los esfuerzos posibles para poner coto a las desmedidas ambiciones de los pujantes insulares. Hasta la crisis anglo-española de la bahía de Nootka, el gabinete de Madrid parece tan decidido como en 1770 a desafiar el poderío británico. Pero así como en aquella remota ocasión un rey le negó el apoyo de Francia, en ésta se lo restó un revolucionario cuya acción había de procurar la instauración de la república en el país aliado. Cuando Luis XVI, más osado que Luis XV, pidió a la Asamblea Nacional los recursos necesarios para dar cumplimiento al Pacto de Familia, Mirabeau, comprado por el oro inglés, se los hizo rehusar por el cuerpo que había usurpado la soberanía.
Hasta entonces hizo España el papel de una gran potencia. Bajo Carlos IV y Godoy se la ve arrastrada por los acontecimientos mundiales, como jamás lo fuera. Sucesivamente aliada y enemiga de la tradicional Inglaterra y de la Francia revolucionaria (que se disputan la primacía en duelo a vida o muerte) es siempre víctima del enemigo, que como parte más débil le hace sufrir el mayor peso de la lucha, y del aliado, que codicia sus colonias. Enredada en la coalición antijacobina, luego de pasajeros éxitos en el Rosellón, ve invadido su territorio, y trata la paz, volviéndose mero satélite del Directorio y luego de Napoleón. Derrotada en el mar y asaltada en sus puertos metropolitanos y coloniales, es al cabo privada por sorpresa de su casa real y de nuevo invadida, esta vez por el aleve protector Napoleón. Convertida de hecho en aliada de Inglaterra, ésta sigue en la sombra lo que antes hiciera a la luz del día: la tentativa de arrebatarle el Imperio, sea para apropiárselo o para instigarlo a una independencia, que por otra parte se cuida muy bien de apoyar efectivamente.
En los años que van de la invasión napoleónica a la península —en 1808— al pronunciamiento general hispanoamericano de 1810, la situación del Imperio Español ofrece a la influencia inglesa una ocasión dorada que Gran Bretaña aprovecha con la experiencia extraída de su propia guerra y paz con las ex colonias transformadas en los Estados Unidos de Norteamérica. Fue su obra maestra en materia de las creaciones imperiales que habían de darle la primacía mundial en el siglo xix: la de un imperio económico-financiero, cuyas dependencias ignoran su propia sujeción.