Libreria Argentina Libreria Argentina Libreria Argentina

 

El hombre y su devenir según el Vêdânta

 

René Guénon

El hombre y su devenir según el Vêdânta - René Guénon

216 páginas
medidas: 14,5 x 20 cm.
Ediciones Sieghels
2019
, Argentina
tapa: blanda, color, plastificado,
 Precio para Argentina: 380 pesos

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Dentro del intento de René Guénon por exponer de forma clara, y sobre todo fidedigna, las doctrinas metafísicas de Oriente, se enmarca "El hombre y su devenir según el Vêdânta" como una insuperable visión de lo que es realmente el Vêdânta, la rama más puramente metafísica de las doctrinas hindúes.
Guénon pretende hacer obra de comprehensión, y no de erudición, pues es la verdad de las ideas lo que le interesa exclusivamente.
El presente estudio no se trata de historia, ni de filología o de literatura; mucho menos de filosofía. Todas esas cosas, en efecto, forman parte de ese saber que podemos calificar de «profano» o de «exterior».
Exponerlas en su esencia, sin concesiones a la mentalidad moderna, puede dificultar su comprensión al gran público, pero sería ridículo querer «poner al alcance de todo el mundo» concepciones que no puedan estar destinadas más que a una elite, y buscar hacerlo sería el medio más seguro de deformarlas. Si una elite llegara a constituirse algún día en occidente, el estudio real y profundo de las doctrinas orientales sería indispensable para preparar su formación. No es a la doctrina a quien corresponde rebajarse y restringirse a la medida del entendimiento limitado del vulgo; es a aquellos que pueden a quienes corresponde elevarse a la comprehensión de la doctrina en su pureza integral, y no es sino de esta manera como se puede formar una elite intelectual verdadera.
El Vêdânta, contrariamente a las opiniones que tienen curso más generalmente entre los orientalistas, no es ni una filosofía, ni una religión, ni algo que participe más o menos de una y de la otra. Es un error de los más graves querer considerar esta doctrina bajo tales aspectos, y es condenarse de antemano a no comprender nada de ella.
Las diversas concepciones metafísicas y cosmológicas de la India no son doctrinas diferentes, sino solamente desarrollos, según algunos puntos de vista y en direcciones variadas, pero en modo alguno incompatibles, de una doctrina única. Dicha doctrina única constituye esencialmente el Vêda, es decir, la Ciencia sagrada y tradicional por excelencia, por ello resulta esencial un trabajo como el que presentamos para poder vislumbrar una verdadera metafísica.

 

ÍNDICE

Prefacio7
I.- Generalidades sobre el Vêdânta13
II.- Distinción fundamental del «sí mismo» y del «yo»29
III.- El centro vital del ser humano, morada de Brahma41
IV.- Purusha y Prakriti51
V.- Purusha. Inafectado por las modificaciones individuales59
VI.- Los grados de la manifestación individual65
VII.- Buddhi o el intelecto superior73
VIII.- Manas o el sentido interno; las diez facultades externas de sensación y de acción79
IX.- Las envolturas del «sí mismo»; los cinco vayus o funciones vitales87
X.- Unidad e identidad esenciales del «sí mismo» en todos los estados del ser93
XI.- Las diferentes condiciones de Âtmâ en el ser humano101
XII.- El estado de vigilia o la condición de Vaishwanara105
XIII.- El estado de sueño o la condición de taijasa111
XIV.- El estado de sueño profundo o la condición de prajna119
XV.- El estado incondicionado de Âtmâ127
XVI.- Representación simbólica de Âtmâ y de sus condiciones por el monosílabo sagrado Om135
XVII.- La evolución póstuma del ser humano141
XVIII.- La reabsorción de las facultades individuales149
XIX.- Diferencia de las condiciones póstumas según los grados del conocimiento 157
XX.- La arteria coronaria y el «rayo solar»165
XXI.- El «viaje divino» del ser en vía de liberación 173
XXII.- La liberación final189
XXIII.- Videha-mukti y jivan-mukti199
XXIV.- El estado espiritual del yogi: la «identidad suprema»209
Nota sobre los términos sánscritos215

PREFACIO

En varias ocasiones, en nuestras precedentes obras, hemos anunciado nuestra intención de dar una serie de estudios en los cuales podríamos, según los casos, ya sea exponer directamente algunos aspectos de las doctrinas metafísicas de oriente, ya sea adaptar estas mismas doctrinas de la manera que nos pareciera más inteligible y más provechosa, aunque permaneciendo siempre estrictamente fiel a su espíritu. El presente trabajo constituye el primero de esos estudios: tomamos en él como punto de vista central el de las doctrinas hindúes, por las razones que ya hemos tenido la ocasión de indicar, y más particularmente el del Vêdânta, que es la rama más puramente metafísica de estas doctrinas; pero debe entenderse bien que eso no nos impedirá hacer, todas las veces que haya lugar a ello, aproximaciones y comparaciones con otras teorías, cualquiera que sea su proveniencia, y que, concretamente, haremos llamada también a las enseñanzas de las otras ramas ortodoxas de la doctrina hindú en la medida en que, sobre algunos puntos, vengan a precisar o a completar las del Vêdânta. Se estaría tanto menos fundado en reprocharnos esta manera de proceder cuanto que nuestras intenciones no son en modo alguno las de un historiador: tenemos que repetir todavía expresamente, a este propósito, que queremos hacer obra de comprehensión, y no de erudición, y que es la verdad de las ideas lo que nos interesa exclusivamente. Así pues, si hemos juzgado bueno dar aquí referencias precisas, es por motivos que no tienen nada de común con las preocupaciones especiales de los orientalistas; con eso hemos querido mostrar solamente que no inventamos nada, que las ideas que exponemos tienen en efecto una fuente tradicional, y proporcionan al mismo tiempo el medio, a aquellos que sean capaces de ello, de remitirse a los textos en los cuales podrían encontrar indicaciones complementarias, ya que no hay que decir que no tenemos la pretensión de hacer una exposición absolutamente completa, ni siquiera sobre un punto determinado de la doctrina.
En cuanto a presentar una exposición de conjunto, eso es una cosa completamente imposible: o sería un trabajo interminable, o debería ponerse bajo una forma tan sintética que sería perfectamente incomprehensible para espíritus occidentales. Además, sería muy difícil evitar, en una obra de ese género, la apariencia de una sistematización que es incompatible con los caracteres más esenciales de las doctrinas metafísicas; no sería sin duda más que una apariencia, pero por eso no sería menos inevitablemente una causa de errores extremadamente graves, tanto más cuanto que los occidentales, en razón de sus hábitos mentales, están muy inclinados a ver «sistemas» allí mismo donde no podría haberlos. Importa pues no dar el menor pretexto a esas asimilaciones injustificadas a las que los orientalistas están acostumbrados; y valdría más abstenerse de exponer una doctrina que contribuir a desnaturalizarla, aunque no sea más que por simple torpeza. Pero afortunadamente hay un medio de escapar al inconveniente que acabamos de señalar: es no tratar, en una misma exposición, más que un punto o un aspecto más o menos definido de la doctrina, salvo para tomar a continuación otros puntos para hacer de ellos el objeto de otros tantos estudios distintos. Por lo demás, estos estudios jamás correrán el riesgo de devenir lo que los eruditos y los «especialistas» llaman «monografías», ya que los principios fundamentales jamás serán perdidos de vista, y los puntos secundarios mismos no deberán aparecer en ellos más que como aplicaciones directas o indirectas de estos principios de los que todo deriva: en el orden metafísico, que se refiere al dominio de lo Universal, no podría haber el menor sitio para la «especialización».
Se debe comprender ahora por qué no tomamos como objeto propio del presente estudio más que lo que concierne a la naturaleza y a la constitución del ser humano: para hacer inteligible lo que vamos a decir de él, deberemos abordar forzosamente otros puntos, que, a primera vista, pueden parecer extraños a esta cuestión, pero es siempre en relación a éste como los consideraremos. En sí mismos, los principios tienen un alcance que rebasa inmensamente toda aplicación que se puede hacer de ellos; pero por eso no es menos legítimo exponerlos, en la medida en que se puede, a propósito de tal o cual aplicación, y eso es incluso un procedimiento que tiene muchas ventajas bajo diversos aspectos. Por otra parte, no es sino en tanto que se vincula a los principios como una cuestión, cualquiera que sea, es tratada metafísicamente; es lo que es menester no olvidar jamás si se quiere hacer metafísica verdadera, y no «pseudometafísica» a la manera de los filósofos modernos.
Si hemos decidido exponer en primer lugar las cuestiones relativas al ser humano, no es porque éstas tengan, desde el punto de vista puramente metafísico, una importancia excepcional, ya que, debido a que este punto de vista está esencialmente libre de todas las contingencias, el caso del hombre jamás aparece en él como un caso privilegiado; pero comenzamos por él porque estas cuestiones ya se han planteado en el curso de nuestros precedentes trabajos, y necesitaban a este respecto un complemento que se encontrará en éste. El orden que adoptaremos para los estudios que vendrán después dependerá igualmente de las circunstancias y estará determinado, en una amplia medida, por consideraciones de oportunidad; creemos útil decirlo desde ahora, a fin de que nadie sea tentado a ver en ello una suerte de orden jerárquico, ya sea en cuanto a la importancia de las cuestiones, ya sea en cuanto a su dependencia; sería prestarnos una intención que no tenemos, pero sabemos muy bien cuantas de tales equivocaciones se producen fácilmente, y es por eso por lo que nos aplicaremos a prevenirlas cada vez que la cosa esté en nuestro poder.
Hay todavía un punto que nos importa mucho como para que le pasemos bajo silencio en estas observaciones preliminares, punto sobre el que, sin embargo, pensamos habernos explicado suficientemente en precedentes ocasiones; pero nos hemos apercibido de que no todos le habían comprendido; es menester pues insistir más en él. El punto es éste: el conocimiento verdadero, único que tenemos exclusivamente en vista, no tiene sino muy pocas relaciones, si es que tiene alguna, con el saber «profano»; los estudios que constituyen este último no son a ningún grado ni a ningún título una preparación, siquiera lejana, para abordar la «Ciencia sagrada», y a veces son por el contrario un obstáculo, en razón de la deformación mental frecuentemente irremediable que es la consecuencia más ordinaria de una cierta educación. Para doctrinas como las que exponemos, un estudio emprendido «desde el exterior» no sería de ningún provecho; no se trata de historia, ya lo hemos dicho, y no se trata tampoco de filología o de literatura; y agregaremos todavía, a riesgo de repetirnos de una manera que algunos encontrarán quizás fastidiosa, que no se trata tampoco de filosofía. Todas esas cosas, en efecto, forman parte igualmente de ese saber que calificamos de «profano» o de «exterior», no por desprecio, sino porque no es más que eso en realidad; estimamos no tener que preocuparnos de complacer a unos o de desagradar a otros, sino más bien de decir lo que es y de atribuir a cada cosa el nombre y el rango que le conviene normalmente. Si la «Ciencia sagrada» ha sido odiosamente caricaturizada, en el occidente moderno, por impostores más o menos conscientes, no por ello sería menester abstenerse de hablar de ella, y parecer, si no negarla, al menos ignorarla; bien al contrario, afirmamos altamente, no solamente que ella existe, sino que es de ella sola de lo que entendemos ocuparnos. Aquellos que quieran remitirse a lo que hemos dicho en otras partes de las extravagancias de los ocultistas y de los teosofistas comprenderán inmediatamente que aquello de lo que se trata es algo completamente diferente, y que esas gentes no pueden, ellos también, ser a nuestros ojos más que simples «profanos», e inclusive «profanos» que agravan singularmente su caso al buscar hacerse pasar por lo que no son, lo que, por lo demás, es una de las principales razones por las que juzgamos necesario mostrar la inanidad de sus pretendidas doctrinas cada vez que se nos presenta la ocasión de ello.
Lo que acabamos de decir debe hacer comprender también que las doctrinas de las que nos proponemos hablar se niegan, por su naturaleza misma, a toda tentativa de «vulgarización»; sería ridículo querer «poner al alcance de todo el mundo», como se dice tan frecuentemente en nuestra época, concepciones que no puedan estar destinadas más que a una elite, y buscar hacerlo sería el medio más seguro de deformarlas. Hemos explicado en otra parte lo que entendemos por la elite intelectual, cuál será su papel si llega a constituirse algún día en occidente, y cómo el estudio real y profundo de las doctrinas orientales es indispensable para preparar su formación. Es en vistas de ese trabajo cuyos resultados sin duda no se harán sentir más que a largo plazo, que creemos deber exponer algunas ideas para aquellos que son capaces de asimilárselas, sin hacerlas sufrir jamás ninguna de esas modificaciones y de esas simplificaciones que son el hecho de los «vulgarizadores», y que irían directamente en contra del cometido que nos proponemos. En efecto, no es a la doctrina a quien corresponde rebajarse y restringirse a la medida del entendimiento limitado del vulgo; es a aquellos que pueden a quienes corresponde elevarse a la comprehensión de la doctrina en su pureza integral, y no es sino de esta manera como se puede formar una elite intelectual verdadera. Entre aquellos que reciben una misma enseñanza, cada uno la comprende y se la asimila más o menos completamente, más o menos profundamente, según la extensión de sus propias posibilidades intelectuales: y es así como se opera de modo perfectamente natural la selección sin la cual no podría haber verdadera jerarquía. Ya habíamos dicho estas cosas, pero era necesario recordarlas antes de emprender una exposición propiamente doctrinal; y es tanto menos inútil repetirlas con insistencia cuanto más extrañas son a la mentalidad occidental actual.


Generalidades sobre el Vêdânta

EEl Vêdânta, contrariamente a las opiniones que tienen curso más generalmente entre los orientalistas, no es ni una filosofía, ni una religión, ni algo que participe más o menos de una y de la otra. Es un error de los más graves querer considerar esta doctrina bajo tales aspectos, y es condenarse de antemano a no comprender nada de ella; en efecto, eso es mostrarse completamente extraño a la verdadera naturaleza del pensamiento oriental, cuyos modos son completamente diferentes a los del pensamiento occidental y no se dejan encerrar en los mismos cuadros. Ya hemos explicado en una obra precedente que la religión, si se quiere guardar a esta palabra su sentido propio, es algo completamente occidental; no se puede aplicar el mismo término a doctrinas orientales sin extender abusivamente su significación, hasta tal punto que deviene entonces completamente imposible dar una definición de él que sea un tanto precisa. En cuanto a la filosofía, representa también un punto de vista exclusivamente occidental, y por lo demás mucho más exterior que el punto de vista religioso, y por consiguiente más alejado todavía de aquello de lo que se trata al presente; como lo decíamos más atrás, es un género de conocimiento esencialmente «profano», cuando no puramente ilusorio, y, sobre todo cuando consideramos lo que es la filosofía en los tiempos modernos, no podemos impedirnos pensar que su ausencia en una civilización no tiene nada de particularmente lamentable. En un libro reciente, un orientalista afirmaba que «la filosofía es por todas partes la filosofía», lo que abre la puerta a todas las asimilaciones, comprendidas aquellas contra las que él mismo protestaba muy justamente en otra parte; lo que contestamos precisamente, es que haya filosofía por todas partes; y nos negamos a tomar por el «pensamiento universal», según la expresión del mismo autor, lo que no es en realidad más que una modalidad de pensamiento extremadamente especial. Otro historiador de las doctrinas orientales, aunque reconoce en principio la insuficiencia y la inexactitud de las etiquetas occidentales que se pretende imponer a éstas, declaraba que no veía a pesar de todo medio alguno de prescindir de ellas, y hacía uso de las mismas tan ampliamente como no importa cual de sus predecesores; la cosa nos ha parecido tanto más llamativa cuanto que, en lo que nos concierne, jamás hemos sentido la menor necesidad de hacer llamada a esa terminología filosófica, que incluso si no se aplicara mal a propósito como lo es siempre en parecido caso, todavía tendría el inconveniente de ser bastante cargante e inútilmente complicada. Pero no queremos entrar aquí en las discusiones a las que todo eso podría dar lugar; solo queríamos mostrar, con estos ejemplos, cuán difícil les es a algunos salir de los cuadros «clásicos» donde su educación occidental ha encerrado su pensamiento desde el origen.
Para volver al Vêdânta, diremos que es menester, en realidad, ver en él una doctrina puramente metafísica, abierta sobre posibilidades de concepción verdaderamente ilimitadas, y que, como tal, no podría acomodarse de ninguna manera a los límites más o menos estrechos de un sistema cualquiera. Bajo esta relación, y sin ir más lejos, hay una diferencia profunda e irreductible, una diferencia de principio con todo lo que los europeos designan bajo el nombre de filosofía. En efecto, la ambición confesada de todas las concepciones filosóficas, sobre todo en los modernos, que llevan al extremo la tendencia individualista y la búsqueda de la originalidad a todo precio que es su consecuencia, es precisamente constituirse en sistemas definidos, acabados, es decir, esencialmente relativos y limitados por todas partes; en el fondo, un sistema no es otra cosa que una concepción cerrada, cuyos límites más o menos estrechos están naturalmente determinados por el «horizonte mental» de su autor. Ahora bien, toda sistematización es absolutamente imposible para la metafísica pura, al respecto de la cual todo lo que es del orden individual es verdaderamente inexistente, y que es enteramente libre de todas las relatividades, de todas las contingencias filosóficas u otras; y ello es necesariamente así, porque la metafísica es esencialmente el conocimiento de lo Universal, y porque un tal conocimiento no podría dejarse encerrar en ninguna fórmula, por comprehensiva que pueda ser.
Hablando rigurosamente, las diversas concepciones metafísicas y cosmológicas de la India no son doctrinas diferentes, sino solamente desarrollos, según algunos puntos de vista y en direcciones variadas, pero en modo alguno incompatibles, de una doctrina única. Por lo demás, la palabra sánscrita darshana, que designa cada una de estas concepciones, significa propiamente «vista» o «punto de vista», ya que la raíz verbal drish, de la que se deriva, tiene como sentido principal el de «ver»; así pues, no puede significar de ninguna manera «sistema», y, si los orientalistas le dan esta acepción, lo que no es más que por efecto de esos hábitos occidentales que les inducen a cada instante a falsas asimilaciones: puesto que no ven más que filosofía por todas partes, es completamente natural que vean también sistemas por todas partes.
La doctrina única a la que acabamos de hacer alusión constituye esencialmente el Vêda, es decir, la Ciencia sagrada y tradicional por excelencia, ya que tal es exactamente el sentido propio de este término: es el principio y el fundamento común de todas las ramas más o menos secundarias y derivadas, que son esas concepciones diversas de las que algunos han hecho sin razón otros tantos sistemas rivales y opuestos. En realidad, estas concepciones, en tanto que están de acuerdo con su principio, no pueden evidentemente contradecirse entre ellas, y no hacen por el contrario más que completarse y aclararse mutuamente; es menester no ver en esta afirmación la expresión de un «sincretismo» más o menos artificial y tardío, ya que la doctrina toda entera debe ser considerada como estando contenida sintéticamente en el Vêda, y eso desde el origen. La tradición, en su integralidad, forma un conjunto perfectamente coherente, lo que no quiere decir sistemático; y, como todos los puntos de vista que conlleva pueden ser considerados tanto simultánea como sucesivamente, carece de interés verdadero buscar el orden histórico en el que han podido desarrollarse de hecho y explicitarse, incluso si no se admite que la existencia de una transmisión oral, que ha podido proseguirse durante un periodo de una longitud indeterminada, hace perfectamente ilusoria la solución que se aportara a una cuestión de este género. Si la exposición puede, según las épocas, modificarse hasta un cierto punto en su forma exterior para adaptarse a las circunstancias, por eso no es menos cierto que el fondo permanece siempre rigurosamente el mismo, y que estas modificaciones exteriores no alcanzan y no afectan en nada a la esencia de la doctrina.
El acuerdo de una concepción de orden cualquiera con el principio fundamental de la tradición es la condición necesaria y suficiente de su ortodoxia, la cual no debe concebirse de ninguna manera en modo religioso; es menester insistir sobre este punto para evitar todo error de interpretación, porque, en occidente, en general no se trata de ortodoxia más que desde el punto de vista religioso únicamente. En lo que concierne a la metafísica y a todo lo que procede de ella más o menos directamente, la heterodoxia de una concepción no es otra cosa, en el fondo, que su falsedad, resultante de su desacuerdo con los principios esenciales; como estos están contenidos en el Vêda, resulta de ello que es el acuerdo con el Vêda lo que es el criterio de ortodoxia. La heterodoxia comienza pues allí donde comienza la contradicción, voluntaria o involuntaria, con el Vêda; es una desviación, una alteración más o menos profunda de la doctrina, desviación que, por lo demás, no se produce generalmente sino en escuelas bastantes restringidas, y que puede no incidir más que sobre puntos particulares, a veces de importancia muy secundaria, tanto más cuanto que la fuerza que es inherente a la tradición tiene como efecto limitar la extensión y el alcance de los errores individuales, eliminar aquellos que rebasan ciertos límites, y, en todo caso, impedirles extenderse y adquirir una autoridad verdadera. Allí mismo donde una escuela parcialmente heterodoxa ha devenido, en una cierta medida, representativa de un darshana, como la escuela atomista para el Vaishêshika, eso no supone ningún atentado a la legitimidad de este darshana en sí mismo, y basta reducirla a lo que hay de verdaderamente esencial para permanecer en la ortodoxia. A este respecto, no podemos hacer nada mejor que citar, a título de indicación general, este pasaje del Sânkhya-Pravachana-Bhâshya de Vijnâna-Bhikshu: «En la doctrina de Kanâda (el Vaishêshika) y en el Sânkhya (de Kapila), la parte que es contraria al Vêda debe ser rechazada por aquellos que se adhieren estrictamente a la tradición ortodoxa; en la doctrina de Jaimini y en la de Vyâsa (las dos Mîmânsâs), nada hay que no concuerde con las Escrituras (consideradas como la base de esta tradición)».
El nombre de Mîmânsa, derivado de la raíz verbal man «pensar», en la forma iterativa, indica el estudio reflexivo de la Ciencia sagrada: es el fruto intelectual de la meditación del Vêda. La primera Mîmansâ (Pûrva-Mîmânsâ) se atribuye a Jaimini; pero debemos recordar a este propósito que los nombres que se dan así a la formulación de los diversos darshanas no pueden atribuirse de ninguna manera a individualidades precisas: se emplean simbólicamente para designar verdaderos «agregados intelectuales», constituidos en realidad por todos aquellos que se libraron a un mismo estudio en el curso de un periodo cuya duración no está menos indeterminada que el origen. La primera Mîmânsâ se llama también Karma-Mîmânsâ o Mîmânsâ práctica, es decir, concerniente a los actos, y más particularmente al cumplimiento de los ritos; el término karma, en efecto, tiene un doble sentido: en el sentido general, es la acción bajo todas sus formas; en el sentido especial y técnico, es la acción ritual, tal como se prescribe por el Vêda. Esta Mîmânsâ práctica tiene por cometido, como lo dice el comentador Somanâtha, «determinar de una manera exacta y precisa el sentido de las Escrituras», pero sobre todo en tanto que éstas encierran preceptos, y no bajo la relación del conocimiento puro o jnâna, al cual se le pone frecuentemente en oposición con karma, lo que corresponde precisamente a la distinción de las dos Mîmânsâs.
La segunda Mîmânsâ (Uttara-Mîmânsâ) se atribuye a Vyâsa, es decir, a la «entidad colectiva» que puso en orden y fijó definitivamente los textos tradicionales que constituyen el Vêda mismo; y esta atribución es particularmente significativa, ya que es fácil ver que aquí se trata, no de un personaje histórico o legendario, sino más bien de una verdadera «función intelectual», que es incluso lo que se podría llamar una función permanente, puesto que a Vyâsa se le designa como uno de los siete Chirajîvis, literalmente «seres dotados de longevidad», cuya existencia no está limitada a una época determinada. Para caracterizar la segunda Mîmânsâ en relación a la primera, puede considerársela como la Mîmânsâ del orden puramente intelectual y contemplativo; no podemos decir Mîmânsâ teórica, por simetría con la Mîmânsâ práctica, porque esta denominación se prestaría a un equívoco. En efecto, si la palabra «teoría» es etimológicamente sinónimo de contemplación, por eso no es menos verdad que, en el lenguaje corriente, ella ha tomado una acepción mucho más restringida; ahora bien, en una doctrina que está completa desde el punto de vista metafísico, la teoría, entendida en esta acepción ordinaria, no se basta a sí misma, sino que va siempre acompañada o seguida por una «realización» correspondiente, de la cual ella no es en suma más que la base indispensable, y en vistas de la cual está ordenada toda entera, como el medio en vistas del fin.
A la segunda Mîmânsâ se le llama también Brahma-Mîmânsâ, puesto que concierne esencial y directamente al «Conocimiento Divino» (Brahma-Vidyâ); hablando propiamente, es ella la que constituye el Vêdânta, es decir, según la significación etimológica de éste término, «el fin del Vêda», y se basa principalmente sobre la enseñanza contenida en las Upanishads . Esta expresión de «fin del Vêda» debe entenderse en el doble sentido de conclusión y de meta; en efecto, por una parte, las Upanishads forman la última parte de los textos vêdicos, y, por otra, lo que se enseña en ellas, en la medida al menos en que puede enseñarse, es la meta última y suprema del conocimiento tradicional todo entero, libre de todas las aplicaciones más o menos particulares y contingentes a las que puede dar lugar en órdenes diversos: es decir, en otros términos, que, con el Vêdânta, estamos en el dominio de la metafísica pura.
Las Upanishads, que forman parte integrante del Vêda, son una de las bases mismas de la tradición ortodoxa, lo que no ha impedido a algunos orientalistas, tales como Max Müller, pretender descubrir en ellas «los gérmenes del Buddhismo», es decir, de la heterodoxia, ya que no conocía del Buddhismo más que las formas y las interpretaciones más claramente heterodoxas; una tal afirmación es manifiestamente una contradicción en los términos, y, ciertamente, sería difícil llevar la incomprensión más lejos. No se podría insistir suficiente sobre el hecho de que son las Upanishads las que representan aquí la tradición primordial y fundamental, y que, por consiguiente, constituyen el Vêdânta mismo en su esencia; de ello resulta que, en caso de duda sobre la interpretación de la doctrina, es siempre a la autoridad de las Upanishads a donde será menester remitirse en última instancia. Las enseñanzas principales del Vêdânta, tal como se desprenden expresamente de las Upanishads, han sido coordinadas y formuladas sintéticamente en una colección de aforismos que llevan los nombres de Brahma-Sûtras y de Shârîraka-Mîmânsâ; el autor de estos aforismos, a quien se llama Bâdarâyânâ y Krisna-Dwaipâyana, es identificado a Vyâsa. Importa destacar que los Brahma-Sûtras pertenecen a la clase de escritos tradicionales llamada Smriti, mientras que las Upanishads, como todos los demás textos vêdicos, forman parte de la Shruti; ahora bien, la autoridad de la Smriti se deriva de la Shruti sobre la cual se funda. La Shruti no es una «revelación» en el sentido religioso y occidental de esta palabra, como lo querrían la mayor parte de los orientalistas, que, aquí todavía, confunden los puntos de vista más diferentes; si no que es el fruto de una inspiración directa, de suerte que es por sí misma que posee su autoridad propia. «La Shruti, dice Shankarâchârya, sirve de percepción directa (en el orden del conocimiento transcendente), ya que, por ser una autoridad, es necesariamente independiente de toda otra autoridad; y la Smriti juega un papel análogo al de la inducción, puesto que también saca su autoridad de una autoridad diferente de sí misma». Pero para que nadie se equivoque sobre la significación de la analogía indicada así entre el conocimiento transcendente y el conocimiento sensible, es necesario agregar que, como toda verdadera analogía, se debe aplicar en sentido inverso: mientras que la inducción se eleva por encima de la percepción sensible y permite pasar a un grado superior, es al contrario la percepción directa o la inspiración únicamente la que, en el orden transcendente, alcanza el principio mismo, es decir, lo que hay más elevado, y de lo cual después no hay más que sacar las consecuencias y las aplicaciones diversas. Se puede decir también que la distinción entre Shruti y Smriti equivale, en el fondo, a la de la intuición intelectual inmediata y de la consciencia reflexiva; si la primera se designa por una palabra cuyo sentido más primitivo es «audición», es precisamente para marcar su carácter intuitivo, y porque, según la doctrina cosmológica hindú, el sonido tiene el rango primordial entre las cualidades sensibles. En cuanto a la Smriti, el sentido primitivo de su nombre es «memoria»; en efecto, puesto que la memoria no es más que un reflejo de la percepción, puede tomarse para designar, por extensión, todo lo que presenta el carácter de un conocimiento reflexivo o discursivo, es decir, indirecto; y, si el conocimiento es simbolizado por la luz como lo es más habitualmente, la inteligencia pura y la memoria, o todavía la facultad intuitiva y la facultad discursiva, podrán ser representadas respectivamente por el sol y la luna; este simbolismo, sobre el que no podemos extendernos aquí, es por lo demás susceptible de aplicaciones múltiples.
Los Brahma-Sûtras, cuyo texto es de una extrema concisión, han dado lugar a numerosos comentarios, de los cuales los más importantes son los de Shankarâchârya y de Râmânuja; ambos son estrictamente ortodoxos, de suerte que es menester no exagerar el alcance de sus divergencias aparentes, que, en el fondo, son más bien simples diferencias de adaptación. Es verdad que cada escuela se inclina muy naturalmente a pensar y a afirmar que su propio punto de vista es el más digno de atención y, sin excluir los demás, debe prevalecer sobre ellos; pero, para resolver la cuestión con toda imparcialidad, basta examinar estos puntos de vista en sí mismos y reconocer hasta dónde se extiende el horizonte que cada uno de ellos permite abarcar; por lo demás, no hay que decir que ninguna escuela puede pretender representar la doctrina de una manera total y exclusiva. Ahora bien, es muy cierto que el punto de vista de Shankarâchârya es más profundo y va más lejos que el de Râmânuja; esto puede preverse ya destacando que el primero es de tendencia shivaita, mientras que el segundo es claramente vishnuita. Una singular discusión ha sido suscitada por M. Thibaut, que ha traducido al inglés los dos comentarios: pretende que el de Râmânuja es más fiel a la enseñanza de los Brahma-Sûtras, pero reconoce al mismo tiempo que el de Shankarâchârya es más conforme al espíritu de las Upanishads. Para poder sostener una tal opinión, es menester admitir evidentemente que existen diferencias doctrinales entre las Upanishad y los Brahma-Sûtras; pero, incluso si ello fuera efectivamente así, es la autoridad de las Upanishads la que debería prevalecer, así como lo explicábamos precedentemente, y la superioridad de Shankarâchârya se encontraría establecida por eso mismo, aunque eso no sea probablemente la intención de M. Thibaut, para quien la cuestión de la verdad intrínseca de las ideas no parece plantearse apenas. En realidad, los Brahma-Sûtras, que se fundan directa y exclusivamente sobre las Upanishads, no pueden apartarse de ellas de ninguna manera; únicamente su brevedad, que los hace un poco oscuros cuando se los aísla de todo comentario, puede hacer excusar a aquellos que creen encontrar en ellos otra cosa que una interpretación autorizada y competente de la doctrina tradicional. Así, la discusión es realmente sin objeto, y todo lo que podemos retener de ella, es la constatación de que Shankarâchârya ha extraído y desarrollado más completamente lo que está contenido esencialmente en las Upanishads; su autoridad no puede ser contestada sino por aquellos que ignoran el verdadero espíritu de la tradición hindú ortodoxa, y cuya opinión, por consiguiente, no podría tener el menor valor a nuestros ojos; así pues, de una manera general, es su comentario el que seguiremos preferentemente a todo otro.
Para completar estas observaciones preliminares, todavía debemos hacer destacar, aunque ya lo hayamos explicado en otra parte, que es inexacto dar a la enseñanza de las Upanishads, como algunos lo han hecho, la denominación de «brâhmânismo esotérico». La impropiedad de esta expresión proviene sobre todo de que la palabra «esoterismo» es un comparativo, y que su empleo supone necesariamente la existencia correlativa de un «exoterismo»; ahora bien, una tal división no puede aplicarse en el caso de que se trata. El exoterismo y el esoterismo, considerados, no como dos doctrinas distintas y más o menos opuestas, lo que sería una concepción completamente errónea, sino como las dos caras de una misma doctrina, han existido en algunas escuelas de la antigüedad griega; se encuentra también muy claramente en el islamismo; pero ello no es así en las doctrinas más orientales. Para éstas, no se podría hablar más que de una suerte de «esoterismo natural», que existe inevitablemente en toda doctrina, y sobre todo en el orden metafísico, donde importa prever siempre la parte de lo inexpresable, que es incluso lo que hay más esencial, puesto que las palabras y los símbolos no tienen en suma otra razón de ser que ayudar a concebirlo, proporcionando «soportes» para un trabajo que no puede ser sino estrictamente personal. Desde este punto de vista, la distinción del exoterismo y del esoterismo no sería otra cosa que la de la «letra» y del «espíritu»; y podría aplicarse también a la pluralidad de sentidos más o menos profundos que presentan los textos tradicionales o, si se prefiere, las Escrituras sagradas de todos los pueblos. Por otra parte, no hay que decir que la misma enseñanza doctrinal no es comprendida en el mismo grado por todos aquellos que la reciben; entre éstos, hay quienes, en un cierto sentido, penetran el esoterismo, mientras que otros se quedan en el exoterismo porque su horizonte intelectual es más limitado; pero no es de esta manera como lo entienden los que hablan de «brâhmanismo esotérico». En realidad, en el brâhmanismo, la enseñanza es accesible, en su integralidad, a todos los que están intelectualmente «calificados» (adhikâris), es decir, a todos los que son capaces de sacar de ella un beneficio efectivo; y, si hay doctrinas reservadas a una elite, es porque no podría ser de otro modo allí donde la enseñanza se distribuye con discernimiento y según las capacidades reales de cada uno. Si la enseñanza tradicional no es esotérica en el sentido propio de esta palabra, es verdaderamente «iniciática», y difiere profundamente, en todas sus modalidades, de la instrucción «profana» sobre cuyo valor los occidentales modernos se ilusionan singularmente; es lo que hemos ya indicado al hablar de la «Ciencia sagrada» y de la imposibilidad de «vulgarizarla».
Esta última precisión trae consigo otra: en oriente, las doctrinas tradicionales tienen siempre la enseñanza oral como modo de transmisión regular, y eso incluso en el caso donde han sido fijadas en textos escritos; ello es así por razones profundas, ya que no es solo palabras lo que debe ser transmitido, sino que es sobre todo la participación efectiva en la tradición la que debe asegurarse. En estas condiciones, no significa nada decir como Max Müller y otros orientalistas, que la palabra Upanishad designa el conocimiento obtenido «sentándose a los pies de un preceptor»; esta denominación, si tal fuera su sentido, convendría indistintamente a todas las partes del Vêda; y por lo demás ésa es una interpretación que jamás ha sido propuesta ni admitida por ningún hindú competente. En realidad, el nombre de las Upanishads indica que están destinadas a destruir la ignorancia proporcionando los medios de aproximación al Conocimiento supremo; y, si no se trata más que de aproximación a éste, es porque, en efecto, éste es rigurosamente incomunicable en su esencia, de suerte que nadie puede alcanzarle de otro modo que por sí mismo.
Otra expresión que nos parece todavía más desafortunada que la de «brâhmanismo esotérico», es la de «teosofía brâhmanica», que ha sido empleada por M. Oltramare; y éste, por lo demás, confiesa él mismo que no la ha adoptado sin vacilación, porque parece «legitimar las pretensiones de los teósofos occidentales» a certificarse en la India, pretensiones que reconoce mal fundadas. En efecto, es verdad que es menester evitar todo lo que se arriesgue a mantener algunas confusiones de lo más fastidioso; pero hay todavía otras razones más graves y más decisivas para no admitir la denominación propuesta. Si los pretendidos teósofos de los que habla Oltramare ignoran casi todo de las doctrinas hindúes y no les han tomado más que palabras que emplean a diestro y siniestro, tampoco se vinculan más a la verdadera teosofía, ni siquiera occidental; y es por eso por lo que tenemos que distinguir cuidadosamente «teosofía» y «teosofismo». Pero, dejando de lado el teosofismo, diremos que ninguna doctrina hindú, o incluso más generalmente ninguna doctrina oriental, tiene con la teosofía suficientes puntos comunes como para que pueda dársele el mismo nombre; eso resulta inmediatamente del hecho de que este vocablo designa exclusivamente concepciones de inspiración mística, y por tanto religiosa, e incluso específicamente cristiana. La teosofía es algo propiamente occidental; ¿por qué querer pues aplicar esta misma palabra a unas doctrinas para las que no está hecha, y a las que no conviene mucho más que las etiquetas de los sistemas filosóficos de occidente? Todavía una vez más, no es de religión de lo que aquí se trata, y, por consiguiente tampoco puede tratarse más de teosofía que de teología; estos dos términos han comenzado por ser casi sinónimos, aunque, por razones puramente históricas, hayan llegado a tomar acepciones muy diferentes. Se nos objetará quizás que nos mismo hemos empleado más atrás la expresión de «Conocimiento Divino», que es en suma equivalente a la significación primitiva de las palabras «teosofía» y «teología»; eso es verdad, pero, primeramente, no podemos considerar estas últimas teniendo en cuenta solo su etimología, ya que son de aquellas para las cuales ha devenido completamente imposible hacer abstracción de los cambios de sentido que un uso demasiado largo les ha hecho sufrir. Después, reconocemos de buena gana que esta expresión de «Conocimiento Divino» misma no es perfectamente adecuada pero no tenemos otra mejor a nuestra disposición para hacer comprender de qué se trata, dada la inaptitud de las lenguas europeas para expresar las ideas puramente metafísicas; y por lo demás no pensamos que haya serios inconvenientes en emplearla, desde que nos tomamos el cuidado de advertir que no debe prestársele el matiz religioso que tendría casi inevitablemente si se refiriera a concepciones occidentales. A pesar de eso, todavía podría subsistir un equívoco, ya que el término sánscrito que puede traducirse menos inexactamente por «Dios» no es Brahma, sino Îshwara; solamente, el empleo del adjetivo «divino», incluso en el lenguaje ordinario, es menos estricto, más vago quizás, y así se presta mejor que el substantivo del que deriva a una transposición como la que efectuamos aquí. Lo que es menester retener, es que términos tales como «teología» y «teosofía», incluso tomados etimológicamente y fuera de toda intervención del punto de vista religioso, no podrían traducirse en sánscrito más que por Îshwara-Vidyâ; por el contrario, lo que traducimos aproximadamente por «Conocimiento Divino», cuando se trata del Vêdântâ, es Brahma-Vidyâ, ya que el punto de vista de la metafísica pura implica esencialmente la consideración de Brahma o del Principio Supremo, del que Îshwara o la «Personalidad Divina» no es más que una determinación en tanto que principio de la manifestación universal y en relación a ésta. La consideración de Îshwara es pues ya un punto de vista relativo: es la más alta de las relatividades, la primera de todas las determinaciones, pero por eso no es menos verdad que es «calificado» (saguna), y «concebido distintamente» (savishêsha), mientras que Brahma es «no calificado» (nirguna), «más allá de toda distinción» (nirvishêsha), absolutamente incondicionado, y que la manifestación universal toda entera es rigurosamente nula al respecto de Su Infinitud. Metafísicamente, la manifestación no puede considerarse más que en su dependencia al respecto del Principio Supremo, y a título de simple «soporte» para elevarse al Conocimiento transcendente, o también, si se toman las cosas en sentido inverso, a título de aplicación de la Verdad principial; en todo caso, es menester no ver, en lo que se refiere a ella, nada más que una suerte de «ilustración» destinada a hacer más fácil la comprehensión de lo «no manifestado», objeto esencial de la metafísica, y permitir así, como lo decíamos al interpretar la denominación de las Upanishads, la aproximación al Conocimiento por excelencia

(las notas se encuentran en la edición impresa)