Libreria Argentina Libreria Argentina Libreria Argentina

 

El simbolismo de la cruz

 

René Guénon

El simbolismo de la cruz - René Guénon

208 páginas
medidas: 14,5 x 20 cm.
Ediciones Sieghels
2017
, Argentina
tapa: blanda, color, plastificado,
 Precio para Argentina: 220 pesos
 Precio internacional: 16 euros

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Las obras de René Guenón han dejado una marca indeleble en el estudio de la metafísica, y la que aquí presentamos, aunque suele pasar desapercibida, bien puede ubicarse entre las más importantes de su bibliografía. El objeto tratado, la cruz, es un símbolo universal que, bajo diferentes formas y aspectos, se encuentra en casi todas partes y desde los tiempos más remotos.
El Simbolismo de la Cruz se situa, además, no por casualidad, en la última etapa de la vida del autor, cuando el mismo alcanza la realización efectiva de lo que este símbolo representa, es decir: el desarrollo de las posibilidades del Hombre Universal que la cruz de tres dimensiones simboliza.
La obra comienza con una orientación hacia el Principio Trascendente o sentido Metafísico del simbolismo de la cruz, del que se derivan los múltiples sentidos que se le han dado a través de todos los tiempos y formas tradicionales y que no son sino las diversas manifestaciones de este sentido Primordial, herencia de la Tradición Primordial.
El símbolo de la Cruz representa la manera como se llega a la realización por la comunión perfecta de la totalidad de los estados del Ser en expansión integral en dos sentidos: el de la amplitud y el de la exaltación. O sea: el horizontal, en un nivel o grado de existencia determinada, y el vertical, es decir en la superposición jerárquica de la indefinitud de grados: individuales y supra individuales, universales manifiestos y no manifiestos.
Una vez establecidos los principios metafísicos y lo que ellos significan a la luz de la doctrina de diversas formas tradicionales (Doctrina hindú del Vedanta, Doctrina del Islam, Doctrina extremo-oriental del Taoísmo, y doctrina hebrea de la Cábala, principalmente), y establecido el fulcro en la dimensión polar, el autor se dispone a la acción de desarrollar este significado metafísico mediante el estudio del simbolismo geométrico en una construcción que teje sobre la urdimbre de los principios trascendentes, la trama de lo inmanente que se revela gracias a la extensión.
Como la cruz no es sólo el símbolo del Hombre Universal sino también representa la manera como se llega a esta realización, esta presentación geométrica dinámica nos mueve en todas sus direcciones, realizando en el lector, un movimiento análogo al de la bendición.
El hombre debe constantemente realizar la unidad en sí mismo. Unidad de pensamiento (entendido como Voluntad Divina reflejada en la Verdad), y unidad de acción (entendida como la recta intención en todas las acciones de su vida); y lo más difícil, unidad entre el pensamiento y la acción.
EL SIMBOLISMO DE LA CRUZ, en suma, constituye una de las aportaciones más importantes en el campo de la metafisica y el simbolismo y nos permite describir cómo todo símbolo tradicional tiene un origen no humano y un valor universal.

 

ÍNDICE

Prefacio7
I.- La multiplicidad de los estados del ser15
II.- El hombre universal23
III.- El simbolismo metafísico de la cruz29
IV.- Las direcciones del espacio35
V.- Teoría hindú de los tres gunas47
VI.- La unión de los complementarios53
VII.- La resolución de las oposiciones59
VIII.- La guerra y la paz73
IX.- El árbol del medio79
X.- El Swastika91
XI.- Representación geométrica de los grados de la existencia97
XII.- Representación geométrica de los estados del ser103
XIII.- Relaciones de las dos representaciones precedentes107
XIV.- El simbolismo del tejido111
XV.- Representación de la continuidad de las diferentes modalidades de un mismo estado de ser119
XVI.- Relaciones del punto y de la extensión125
XVII.- La ontología de la zarza ardiente131
XVIII.- Paso de las coordenadas rectilíneas a las coordenadas polares; continuidad por rotación137
XIX.- Representación de la continuidad de los diferentes estados del ser141
XX.- El vórtice esférico universal145
XXI.- Determinación de los elementos de la representación del ser149
XXII.- El símbolo extremo oriental del yin-yang; equivalencia metafísica del nacimiento y de la muerte153
XXIII.- Significación del eje vertical; la influencia de la voluntad del cielo159
XXIV.- El rayo celeste y su plano de reflexión165
XXV.- El árbol y la serpiente173
XXVI.- Inconmensurabilidad del ser total y de la individualidad181
XXVII.- Lugar del estado individual humano en el conjunto del ser185
XXVIII.- La gran triada189
XXIX.- El centro y la circunferencia195
XXX.- Últimas precisiones sobre el simbolismo espacial201

Prefacio

 

Al comienzo de El Hombre y su Devenir según el Vêdânta, presentábamos esa obra como debiendo constituir el comienzo de una serie de estudios en los cuales podríamos, según los casos, ya sea exponer directamente algunos aspectos de las doctrinas metafísicas de oriente, ya sea adaptar estas mismas doctrinas de la manera que nos pareciera más inteligible y más provechosa, pero permaneciendo siempre estrictamente fiel a su espíritu. Es esta serie de estudios la que retomamos aquí, después de haber debido interrumpirla momentáneamente por otros trabajos necesitados por algunas consideraciones de oportunidad, y donde hemos descendido más al dominio de las aplicaciones contingentes; pero por lo demás, incluso en ese caso, jamás hemos perdido de vista un solo instante los principios metafísicos, que son el único fundamento de toda verdadera enseñanza tradicional.
En El Hombre y su Devenir según el Vêdânta, hemos mostrado como un ser tal como el hombre es considerado por una doctrina tradicional y de orden puramente metafísico, y eso ciñéndonos, tan estrechamente como es posible, a la rigurosa exposición y a la interpretación exacta de la doctrina misma, o al menos no saliendo de ella más que para señalar, cuando se presentaba la ocasión de ello, las concordancias de esta doctrina con otras formas tradicionales. En efecto, jamás hemos entendido encerrarnos exclusivamente en una forma tradicional determinada, lo que sería por lo demás bien difícil desde que se ha tomado consciencia de la unidad esencial que se disimula bajo la diversidad de las formas más o menos exteriores, puesto que éstas no son en suma sino como otras tantas vestiduras de una sola y misma Verdad. Si de una manera general, hemos tomado como punto de vista central el de las doctrinas hindúes, por razones que hemos ya explicado en otra parte, eso no podría impedirnos de ningún modo recurrir también, cada vez que haya lugar a ello, a los modos de expresión que son los de otras tradiciones, provisto, bien entendido, que se trate siempre de tradiciones verdaderas, de las que podemos llamar regulares u ortodoxas, entendiendo estas palabras en el sentido que hemos definido en otras ocasiones. Es esto, en particular, lo que haremos aquí, más libremente que en la precedente obra, ya que no nos ceñiremos a ellas, como tampoco a la exposición de una cierta rama de doctrina, tal como existe en una cierta civilización, sino a la explicación de un símbolo que es precisamente de los que son comunes a casi todas las tradiciones, lo que es, para nos, la indicación de que se vinculan directamente a la gran tradición primordial.
Nos es menester, a este propósito, insistir un poco sobre un punto que es particularmente importante para disipar muchas confusiones, desafortunadamente demasiado frecuentes en nuestra época: queremos hablar de la diferencia capital que existe entre la «síntesis» y el «sincretismo». El sincretismo consiste en amontonar desde fuera elementos más o menos disparatados y que, vistos de esta manera, jamás pueden estar verdaderamente unificados; no es en suma más que una suerte de eclecticismo, con todo lo que éste conlleva siempre de fragmentario y de incoherente. Es algo puramente exterior y superficial; los elementos tomados de todos lados y reunidos así artificialmente jamás tienen otro carácter que el de plagios, incapaces de integrarse efectivamente en una doctrina digna de ese nombre. La síntesis, al contrario, se efectúa esencialmente desde dentro; queremos decir con esto que la síntesis consiste propiamente en considerar las cosas en la unidad de su principio mismo, para ver como derivan y dependen de este principio, y para unirlas así, o más bien para tomar consciencia de su unión real, en virtud de un lazo enteramente interior, inherente a lo que hay de más profundo en su naturaleza. Para aplicar esto a lo que nos ocupa al presente, se puede decir que habrá sincretismo siempre que uno se limite a tomar elementos de diferentes formas tradicionales, para soldarlos en cierto modo exteriormente los unos a los otros, sin saber que no hay en el fondo más que una doctrina única de la cual estas formas son simplemente otras tantas expresiones diversas, otras tantas adaptaciones a condiciones mentales particulares, en relación con circunstancias determinadas de tiempos y de lugares. En un parecido caso, nada de válido puede resultarse de este ensamblaje; para servirnos de una comparación fácilmente comprehensible, uno no tendrá, en lugar de un conjunto organizado, más que un informe montón de residuos inutilizables, porque falta lo que podría darle una unidad análoga a la de un ser vivo o a la de un edificio armonioso; y es lo propio del sincretismo, en razón misma de su exterioridad, no poder realizar una tal unidad. Por el contrario, habrá síntesis cuando se parta de la unidad misma, y cuando no se la pierda jamás de vista a través de la multiplicidad de sus manifestaciones, lo que implica que se ha alcanzado, fuera y más allá de las formas, la consciencia de la verdad principial que se reviste de éstas para expresarse y comunicarse en la medida de lo posible. Desde entonces, uno podrá servirse de una u otra de estas formas, según la ventaja que tenga en hacerlo, exactamente de la misma manera en que, para traducir un mismo pensamiento, se pueden emplear lenguajes diferentes según las circunstancias, a fin de hacerse comprender por los diversos interlocutores a los que uno se dirija; es esto, por lo demás, lo que algunas tradiciones designan simbólicamente como el «don de lenguas». Las concordancias entre todas las formas tradicionales representan, podría decirse, «sinonimias» reales; es a este título, como las consideramos, y, del mismo modo que la explicación de algunas cosas puede ser más fácil en tal lengua que en cual otra, una de estas formas podrá convenir mejor que las demás a la exposición de algunas verdades y a hacer éstas más fácilmente inteligibles. Es pues perfectamente legítimo hacer uso, en cada caso, de la forma que aparece como la más apropiada a lo que uno se propone; tampoco hay ningún inconveniente en pasar de una a otra, a condición de que uno conozca realmente su equivalencia, lo que no puede hacerse más que partiendo de su principio común. Así, no hay ahí ningún sincretismo; éste, por lo demás, no es más que un punto de vista puramente «profano», incompatible con la noción de la «ciencia sagrada», a la que estos estudios se refieren exclusivamente.
La cruz, hemos dicho, es un símbolo que, bajo formas diversas, se rencuentra casi por todas partes, y eso desde las épocas más remotas; por consiguiente, está muy lejos de pertenecer propia y exclusivamente al cristianismo como algunos podrían estar tentados de creerlo. Es menester decir incluso que el cristianismo, al menos en su aspecto exterior y generalmente conocido, parece haber perdido un poco de vista el carácter simbólico de la cruz para no considerarla ya más que como el signo de un hecho histórico; en realidad, estos dos puntos de vista no se excluyen de ningún modo, e incluso el segundo de ellos no es en un cierto sentido más que una consecuencia del primero; pero esta manera de considerar las cosas es tan extraña a la gran mayoría de nuestros contemporáneos que debemos detenernos un instante en ella para evitar todo malentendido. En efecto, con mucha frecuencia se tiene tendencia a pensar que la admisión de un sentido simbólico debe entrañar el rechazo del sentido literal o histórico; una tal opinión no resulta más que de la ignorancia de la ley de correspondencia que es el fundamento mismo de todo simbolismo, y en virtud de la cual cada cosa, al proceder esencialmente de un principio metafísico del que tiene toda su realidad, traduce o expresa este principio a su manera y según su orden de existencia, de tal suerte que, de un orden al otro, todas las cosas se encadenan y se corresponden para concurrir a la armonía universal y total, que es, en la multiplicidad de la manifestación, como un reflejo de la unidad principial misma. Por eso es por lo que las leyes de un dominio inferior pueden tomarse siempre para simbolizar las realidades de un orden superior, donde tienen su razón profunda, y que es a la vez su principio y su fin; y podemos recordar en esta ocasión, tanto más cuanto que encontraremos aquí mismo ejemplos de ello, el error de las modernas interpretaciones «naturalistas» de las antiguas doctrinas tradicionales, interpretaciones que invierten pura y simplemente la jerarquía de las relaciones entre los diferentes órdenes de realidades. Así, los símbolos o los mitos jamás han tenido por función, como lo pretende una teoría muy extendida en nuestros días, representar el movimiento de los astros; sino que la verdad es que se encuentran frecuentemente en ellos figuras inspiradas en éste y destinadas a expresar analógicamente otra cosa, porque las leyes de este movimiento traducen físicamente los principios metafísicos de los que dependen. Lo que decimos de los fenómenos astronómicos, puede decirse igualmente, y al mismo título, de todos los demás géneros de fenómenos naturales: estos fenómenos, por eso mismo de que derivan de principios superiores y transcendentes, son verdaderamente símbolos de éstos; y es evidente que eso no afecta en nada a la realidad propia que estos fenómenos como tales poseen en el orden de existencia al que pertenecen; antes al contrario, es eso mismo lo que funda esta realidad, ya que, fuera de su dependencia al respecto de los principios, todas las cosas no serían más que una pura nada. Y ocurre con los hechos históricos como con todo lo demás: ellos también se conforman necesariamente a la ley de correspondencia de que acabamos de hablar y, por eso mismo, traducen según su modo las realidades superiores, realidades de las que no son en cierto modo más que una expresión humana; y agregaremos que es eso lo que constituye todo su interés desde nuestro punto de vista, enteramente diferente, no hay que decirlo, de aquel en el que se colocan los historiadores «profanos». Este carácter simbólico, aunque común a todos los hechos históricos, debe ser particularmente claro en aquellos que dependen de lo que se puede llamar más propiamente la «historia sagrada»; y es así como se encuentra concretamente, de una manera muy destacada, en todas las circunstancias de la vida de Cristo. Si se ha comprendido bien lo que acabamos de exponer, se verá inmediatamente que eso no solo no es una razón para negar la realidad de estos acontecimientos y para tratarlos de «mitos» puros y simples, sino que, antes al contrario, esos acontecimientos debían ser tales y que no podrían ser de otro modo; por lo demás, ¿cómo se podría atribuir un carácter sagrado a lo que estaría desprovisto de toda significación transcendente? En particular, si Cristo ha muerto en la Cruz, es, podemos decirlo, en razón del valor simbólico que la cruz posee en sí misma y que siempre se le ha reconocido por todas las tradiciones; es así como, sin disminuir en nada su significación histórica, se la puede considerar como no siendo más que derivada de este valor simbólico mismo.
Otra consecuencia de la ley de correspondencia, es la pluralidad de los sentidos incluidos en todo símbolo: una cosa cualquiera, en efecto, puede considerarse como representando no solo los principios metafísicos, sino también las realidades de todos los órdenes que son superiores al suyo, aunque todavía contingentes, ya que esas realidades, de las que depende también más o menos directamente, juegan en relación a ella la función de «causas segundas»; y el efecto puede tomarse siempre como un símbolo de la causa, a cualquier grado que sea, porque todo lo que él es no es más que la expresión de algo que es inherente a la naturaleza de esta causa. Estos sentidos simbólicos múltiples y jerárquicamente superpuestos no se excluyen de ningún modo los uno a los otros, como tampoco excluyen el sentido literal; antes al contrario, son perfectamente concordantes entre sí, porque expresan en realidad las aplicaciones de un mismo principio a órdenes diversos; y es así como se completan y se corroboran integrándose en la armonía de la síntesis total. Por lo demás, es eso lo que hace del simbolismo un lenguaje mucho menos estrechamente limitado que el lenguaje ordinario, y lo que hace de él el único lenguaje apto para la expresión y para la comunicación de algunas verdades; por eso es por lo que abre posibilidades de concepción verdaderamente ilimitadas; y es por eso también por lo que constituye el lenguaje iniciático por excelencia, el vehículo indispensable de toda enseñanza tradicional.
Así pues, como todo símbolo, la cruz tiene sentidos múltiples; pero nuestra intención no es la de desarrollarlos todos igualmente aquí, y los hay que no haremos más que indicarlos ocasionalmente. Lo que tenemos esencialmente en vista, en efecto, es el sentido metafísico, que es por lo demás el primero y el más importante de todos, puesto que es propiamente el sentido principal; todos los demás no son más que aplicaciones contingentes y más o menos secundarias; y, si nos ocurre considerar algunas de esas aplicaciones, será siempre, en el fondo, para vincularlas al orden metafísico, ya que es eso lo que, a nuestros ojos, las hace válidas y legítimas, conformemente a la concepción, tan completamente olvidada del mundo moderno, que es la de las «ciencias tradicionales».