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Las Musas



El origen divino del canto y del mito


Walter F. Otto

Las Musas - 
El origen divino del canto y del mito - 
Walter F. Otto




140 páginas
medidas: 14,5 x 20 cm.
Ediciones Sieghels
2022
, Argentina
tapa: blanda
 Precio para Argentina: 1340 pesos

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

En el presente ensayo se pretende demostrar que el culto a las Musas, que es propiamente griego, es una expresión de la esencia de las antiguas religión y cosmovisión griegas. Los testimonios antiguos prueban que él es la genuina religión, aunque los críticos modernos sólo pueden entenderlo en un sentido estético, salido de un prejuicio superficial. Él nos retrotrae al canto y al mito y, con ello, en un modo auténticamente griego, a todo conocimiento y verdad, a una inmediata inspiración divina, a una presencia sacra, cuyas iluminación y aparición significarán el ser de la esencia y así, pues, participa de los factores del orden cósmico. A través de él el género humano será alabado en el milagro del conocimiento y de una visión espiritual; sí, él es él mismo, el cual predica por boca de la verdad revelada.
El modo como los griegos han expresado lo divino se refiere a que las Musas, que tan decisivamente influyen en el ser de los hombres, habitan y actúan en la quietud y verdad de la naturaleza, manifestación palpable del cosmos divino.
El estudio de las, Musas en la Antigüedad exige penetrar en el horizonte mítico griego del que emana una categoría esencial, dado que la religión helénica es entitativamente la religión del Ser. De ese horizonte mítico-legendario se desprende también un modo simbólico de inteligir y de aprehender la realidad.
El error del mundo moderno se funda en buscar una explicación racional de los mitos. Los griegos no la buscaron, sino que lo aceptaron como tal, en tanto que para ellos el mito es solidario con la ontología, dado que, por su contextura sacra, es una puerta de acceso al mundo del Ser.
El propósito de Walter Otto en el presente ensayo, lejos de intentar una explicación racional del mito de las Musas, se centra en indagar, en torno de dichas figuras, el origen divino del canto y del mito.
Según la idea genuinamente helénica, que los filósofos heredaron de la religión, la música revela y vincula a los hombres con un orden universal, y por lo tanto está al servicio de una paideia espiritual. Esa naturaleza divina de lo musical es una de las formas más genuinas de manifestación de la Musa.
Otto no se interesa por explicar el mito sino que su interés se reduce a encontrar su esencia, aceptarla y hacerla propia, lo que es un verdadero contacto con lo sagrado. Él indica que el hombre moderno se extasía ante el arte y ante toda manifestación de la cultura espiritual griega, pero que olvida lo esencial, su aspecto divino, simplemente porque la modernidad ha perdido la vivencia de la deidad tal como la concibieron los griegos. Comprender el arte y la cultura griegos para Otro implicaría vivenciarlos, y de ese modo percibir la deidad que en ellos alienta.
Así, pues, se preocupó por restablecer el valor religioso de la mitología griega, en oposición a las corrientes positivista e historicista en boga en su época.
El mito —o más precisamente su expresión en poesía— es un acceso a lo divino, del mismo modo como —desde la vertiente del hombre— la fiesta religiosa y el culto son también las posibilidades que éste tiene de huir del tiempo profano, de contemplar—mientras dura el tempo de la fiesta o del culto— el rostro de la deidad y de adscribirse, por tanto, al reino eterno del Ser.

 

ÍNDICE

Introducción7
Prólogo27
I.- Las ninfas29
II.- Las musas49
I.- Esencia y origen49
II.- Los hijos de las musas72
Lino73
Orfeo80
Támiris83
Reso86
III.- Las musas con otros dioses91
IV.- Lugares de culto103
III.- El milagro del canto y del mito115

Introducción

 

El estudio de las, Musas en la Antigüedad exige penetrar en el horizonte mítico griego del que emana una categoría esencial, dado que la religión helénica es entitativamente —como subraya Walter Otto en varios pasajes de su obra— la religión del Ser.
De ese horizonte mítico-legendario se desprende también un modo simbólico de inteligir y de aprehender la realidad.
Las Musas —o la Musa, porque son Una y varias a la vez— son hijas de Zeus y de Mnemosyne. Su madre —según nos testimonia la Teogonía hesiódica (v. 135)— es una de las numerosas divinidades del mundo titánico, hija del Cielo y de la Tierra. El mito memora, que Zeus se unió a ella en la Pieria durante nueve noches seguidas, y al cabo del año nacieron las nueves Musas (Teog., v. 915. y sigs.).
El vínculo entre el padre de los dioses y Mnemosyne sugeriría de modo simbólico el logro de la eterna potestad olímpica de Zeus. Tal hecho habría sido señalado con claridad en una perdida composición de Píndaro que habría sido leída por Arístides, a través de quien conocemos su contenido (II 142,). En ella se narraba que cuando Zeus hubo vencido a los Titanes, consultados los restantes dioses sobre si faltaba algo, habrían respondido que era menester la presencia de seres que con sus cantos celebraran la gloria imperecedera de Zeus: fue entonces cuando surgieron las Musas y surgieron precisamente de la unión de Zeus y de Mnemosyne quien, en cierto modo, representa la memoria de la victoria de Zeus.
En cuanto a la interpretación de la palabra Musa, O. Bie sugiere que no sería más que una abstracción deificada, considerada como la personificación del don poético. Tal hecho —según Bie— se daría en tres direcciones diferentes: 1) un sentido personificado: Musa pensada como divinidad; 2) un sentido concreto u objetivo “canto, poesía, música”, es decir, composición musical o poética, y 3) un sentido abstracto o subjetivo, entendido como “inspiración, entusiasmo, facultad poética”.
En ese horizonte es forzoso señalar que la más antigua es la significación personificada, tal como se aprecia en la Ilíada (I 604; II 491; XI 218; XIV 508 y XVI 112, entre, otros).
En la Odisea y en los Himnos homéricos, en cambio, aparece la acepción objetiva, principalmente en XXIV 62. Por último, habría que destacar que el sentido subjetivo se lo ve recién en la siglo V a. C., tal como está esbozado por ejemplo en Esquilo (Vgr. Eumén., v. 308).
En otra perspectiva, hay quienes atribuyen a las Musas un origen naturalista.
Según esta interpretación, las Musas habrían sido primitivamente las Ninfas de las montañas y de las aguas; hecho que puede apreciarse en muchos textos lexicográficos arcaicos en los que se identifica a las Musas con las Ninfas.
El error del mundo moderno se funda en buscar una explicación racional de los mitos —y tal lo que ocurre en el caso particular de las Musas—, tendencia que en las últimas décadas se intenta superar. Lo de explicación es, pues, una necesidad forzosa de nuestra cultura; respecto del mito, los griegos —con antelación a Sócrates y a los sofistas— no lo buscaron, sino que lo aceptaron como tal, en tanto que para ellos el mito es solidario con la ontología, dado que, por su contextura sacra, es una puerta de acceso al mundo del Ser.
De ese modo, debemos despojamos de nuestros prejuicios “racionalistas” y aceptar el orbe de las Musas tal como lo sintieron los griegos.
Como se ha señalado, se desprende que para los griegos de la Antigüedad las Musas no han sido meras abstracciones, sino que han tenido corporeidad físico. Así por ejemplo, según nos testimonia el Proemio de la Teogonía, Hesíodo las ha visto. De igual modo la tradición evoca numerosos testimonios de quienes durante las noches las han visto descender de lo alto del “divino” Helicón, formando coro y entonando voces armoniosas. Tal tradición atestigua que las teofanías de las Musas han ocurrido en la mayoría de los casos en sitios próximos a arroyos, fuentes o corrientes de agua, lo que hace que su culto se vincule con el de las Ninfas, las que, como genios que habitan las corrientes y cavernas húmedas, fueron tenidas desde un principio como capaces de instruir al hombre sobre el futuro y de inspirarle una ciencia divina; inclusive sus oráculos son más antiguos que los del mismo Apolo. Eso explica por qué Walter Otto, al emprender el estudio de las Musas, comience por el de las Ninfas, que son “sus parientes más próximos”.
La mayoría de sus santuarios —colocados próximos a corrientes de agua y arroyos—, según nos corroboran la topografía y la etimología, confirman que han sido primitivamente divinidades del agua. En la elección de esos sitios pesa sin duda el recuerdo de la virtud purficadora de las aguas que se percibe como una creencia primitiva común a los restantes pueblos indoeuropeos. En ese aspecto, quienes buscan una interpretación racional de los mitos—tal el Caso de los evemeristas, por ejemplo— prestan particular atención al efecto terapéutico de muchas aguas termales.
De igual modo relacionada con el agua se presenta la leyenda que evoca la lucha de las Musas con las Sirenas.
El problema es discernir cómo esos genios femeninos de las aguas se convirtieron con el tiempo en divinidades del canto y de la inspiración poética.
Entre las tantas respuestas que se han propuesto hay una físico-naturalista (de difícil aceptación) y otra mítico-simbólica. La físico-naturalista sostiene que para las primeras poblaciones griegas, el sentimiento de armonía musical habría brotado del ruido cadencioso del agua, principalmente de la armonía natural de arroyos y torrentes; la mítico-simbólica, en cambio, postula que tanto las Musas como los diferentes genios de las aguas, en su mayoría femeninos, poseen el don de la profecía porque habitan el reino de Neptuno, poblado por un sinnúmero de divinidades fatídicas, así por ejemplo Glauco, Proteo y Nereo, entre otras.
Tal actitud profética —sugerida ya en la Teogonía (vv. 38-39) en tanto que las Musas son omniscientes— vincula de igual modo a estas con Apolo. Éste no es sólo el dios Musagete “conductor de las Musas”, sino que aquéllas son quienes asisten a los guardianes de su oráculo, tal como nos lo testimonia Plutarco (De Pyth. orac., 402 ti; ello explica que el mismo Plutarco (ibid., 398 c) también nos recuerde que del Helicón había salido la primera Sibila y que había sido adoctrinada por las Musas.
Pero, más que el don de la profecía, cabe a las Musas el de la de inspiración, en particular, la poética. Así por ejemplo nos lo indica la Odisea (VIII 482}, donde se señala que a los aedos “la Musa, ella misma, les ha enseñado su arte”.
Esas diosas del canto han formado durante largo tiempo un coro tan indisoluble como el de las Gracias. Pausanias, que había visto santuarios con grupos de Musas en el Helicón, no les atribuye diferencias. Ellas están confundidas en un mismo coro y en sus comienzos todavía no presentan la especialización en ningún arte particular, tal como ya se ha puntualizado respecto de la Ilíada.
Los primeros testimonios literarios vinculados con su culto pueden rastrearse en el citado poema homérico. En dicha epopeya las Musas son hijas de Zeus, nacidas de Mnemosyne, diosa de la memoria, a las que el poeta invoca por primera vez en el Proemio de la composición: “Canta, oh diosa, la cólera del pélido Aquiles” (v. 1). A través del mismo, vemos que es la Musa quien verdaderamente canta y donde el poeta es sólo un “oyente” de ese efluvio divino. En el mismo canto I (verso 604) Homero señala que los ocios afortunados de la vida del Olimpo poseen también el encanto de las Musas quienes, durante los festines de los inmortales les “cantan, alternando sus bellas voces, en tanto que Apolo ejecuta la cítara”.
En la Ilíada toda vez que se alude a las Musas, el poeta pone de relieve que, en tanto que hijas de Mnemosyne —quien es una suerte de memoria de la tradición—, son las depositarias de un saber originario que transmiten a los mortales. Es por ello que Homero siempre se dirige a estas deidades pidiéndoles invocación, doctrina o consejo.
Cuando el poeta jónico puntualiza: “Vosotras sois diosas, vosotras estáis presentes en todo, vosotras sabéis todo, en tanto que nosotros, nosotros no pretendemos más que la fama e ignoramos las cosas mismas” (IL., II 485 s.), sugiere que por ser hijas de Zeus participan de la ubicuidad y omnisciencia del padre de los dioses.
A esta sabiduría “omnisciente” y a una suerte de revelación de las esencias por medio del canto, se reduce en la Ilíada el carácter de las Musas, quienes forman un coro ilimitado donde no se ofrecen características distintivas.
Es en la Odisea, poema —según parece— compuesto con bastante posterioridad al anterior, donde se las aprecia en número de nueve y con atributos delimitados.
A pesar de que según Pausanias (IX 29) el culto de las Musas era considerado autóctono de Beocia, según testimonios en su mayor parte epigráficos, dicho culto habría sido originario de Tracia —o, más precisamente, de la zona próxima a la Olimpia tesálica—; sin embargo, fue en Beocia donde se consolidó y adquirió el carácter sacramente revelador con que lo veneró la antigüedad. Tal hecho fue consecuencia de la Teogonía de Hesíodo, en la cual, de modo preciso, el poeta explica la naturaleza divina de las mismas, su filiación, su función y de qué modo le inspiraron (enépneusan —v. 31—) ese canto que, por su naturaleza divina, es una suerte de revelación.
“Son ellas quienes un día a Hesíodo enseñaron un bello canto cuando él apacentaba sus rebaños al pie del divino Helicón. Y he aquí las primeras palabras que me dirigieron las diosas, Musas del Olimpo, hijas de Zeus que tiene la égida: ‘¡Pastores de los campos, tristes oprobios de la tierra, que no erais más que vientres! Nosotras sabemos contar mentiras que parecen verdades; pero también sabemos — cuando lo queremos— proclamar verdades’. Así hablaron las hijas verdaderas del gran Zeus y, por bastón, me ofrecieron una vara soberbia de olivo floreciente; después me inspiraron acentos divinos para que glorificara lo que será, lo que fue, mientras ellas me ordenaban celebrar la raza de los bienaventurados siempre vivientes y a ellas mismas, al principio y al final de cada uno de mis cantos” (vv. 22- 34).
Para agregar luego: “Comencemos, pues, por las Musas, cuyos himnos alegran el gran coro de Zeus, su padre, en el Olimpo, cuando ellas dicen lo que es, lo que será y lo que fue” (vv. 36-39).
A partir del Proemio de la Teogonía hesiódica se fortalece la idea según la cual el poeta es un ser inspirado quien, con una rama de olivo en la mano, canta a los dioses inmortales, y su canto —que es un canto celebrante— no es más que la misma voz de las Musas, siempre presentes.
Desde Hesíodo el número de las Musas quedó fijado en nueve, como así también sus nombres: Clío, Euterpe, Talía, Melpómene, Terpsícore, Erato, Polimnia, Urania y Calíope.
En el número nueve que las encierra, los neopitagóricos han querido ver una forma manifiesta de la perfección. Nueve es una cifra plena en tanto que encierra tres veces al tres, que es un número perfecto, puesto que posee principio, medio y fin. Esta tradición, de la que también participa Espeusipo —sobrino y discípulo de Platón —, sirvió igualmente para vincular al filósofo con el culto de las Musas porque, amén del conocido nacimiento “apolíneo”, Platón había muerto a los 81 años, cifra de naturaleza apolíneo-musical, dado que encierra nueve veces el número nueve, tal como se pone de relieve en la oración fúnebre pronunciada por el mismo Espeusipo con motivo de la muerte del filósofo, según nos lo ha transmitido Diógenes Laercio (IV 1, 11).
En la versión más arcana, corresponde a Calíope la tutela del coro “musical” que presenta nueve formas diferenciadas (Teog., v. 79); del mismo modo, uno puede pensar en el simbólico significado de su nombre: “la de la bella voz”, motivo por el cual —ulteriormente— fue tenida por la Musa de la elocuencia y de la épica; a la sazón, el género más sublime.
La supremacía de Calíope, entre otros testimonios, podemos apreciarla también en el conocido vaso de François donde está esbozado el casamiento de esta Musa con Apolo, a la vez que se pone de manifiesto que de la unión de esas dos fuerzas nacieron Hymeneo, Ialemo y Orfeo.
No obstante esas tradiciones, existen leyendas que difieren en cuanto al número y a los nombres. Así por ejemplo Plutarco (Symp., IX 14, 746a) puntualiza que para los pitagóricos el coro de las Musas estaba constituido por ocho deidades. En tal apreciación pesa el vínculo con las ocho esferas celestes.
Otra tradición habla de las siete Musas de Lesbos, en la que está subyacente ya la alusión a la heptacordia descubierta por Terpandro, ya el vinculo de las Musas con el Apolo Hebdomageta.
Pero la que guardó mayor fuerza luego de la consideración de las Musas novenarias fue la de las Musas ternarias. Tal división tripartita bajo los nombres de Melete, Mneme y Aoide —registrada igualmente en numerosos testimonios del ámbito de la plástica—, respondería, según Pausanias (IX 29, 2), a un culto establecido por los alóades, vale decir, por los fundadores mitológicos de Ascra.
No obstante la referencia de Pausanias a una posible antigüedad remota, se estima que esta división tripartita respondería a una época moderna de abstracción y reflexión en que las tres Musas indicarían las tres partes tradicionales del arte del aedo: invención, memoria y canto.
La citada división ternaria ofrece también un vínculo con las Chárites (“las Gracias”), concebidas también en forma trinitaria, divinidades de la Belleza que, junto con las Musas, forman parte del séquito de Apolo. Inclusive es lugar recordar que el nombre Talía designa tanto a una de las Chárites como a una de las Musas, la que con rostro sonriente despierta alegría y preside, por tanto, los banquetes.
En la genuina tradición griega las Musas no son mera imagen de un goce literario, de un divertimento superficial, sino que entrañan una significación más honda: ellas nos trasmiten la música universal y de ese modo hacen patente a los mortales el mundo bienaventurado de los que eternamente son. Así, pues, el thíasos pitagórico percibió en su melodía el eco de la armonía de las esferas. Por esa causa, los pitagóricos no sólo las honraron, sino que les tributaron un culto particular: les instituyeron fiestas religiosas y trataron de extraer de sus enseñanzas una suerte de paideia que dejó un influjo decisivo en la filosofía ulterior, aun cuando se haya obnubilado esa base religiosa originaria.
La concepción de la cultura del espíritu y del saber asumida como un don de las Musas alimenta, aunque de manera soterránea, los fundamentos radicales del pensamiento griego, y, aunque sorprenda, existen inclusive en el propio Aristóteles y en su discípulo Teofrasto vestigios reveladores de una actitud vinculada con las Musas.
Habría de ese modo una línea que arranca de las Musas y que pasando por Pitágoras conduce a Platón; de éste a Aristóteles y del estagirita a una vertiente de la filosofía posterior.
En Crotona —ciudad de la Magna Grecia que pasa por ser la más decisivamente pitágorica—, la figura de Pitágoras está vinculada con la de las Musas y la de Apolo. En Crotona existía un mouseion, ‘templo consagrado a las Musas’, donde, según la tradición, la muerte sorprendió al filósofo. Por esa causa, según Jámblico (V. P., 264), para expiar ese crimen sus discípulos instituyeron una fiesta religiosa en honor a las Musas donde se entonaban cantos tanto a estas diosas como al maestro.
A través de esas deidades, los pitagóricos buscaban el secreto de la vida, fundado en un principio de armonía cósmica, donde es la música la que hace posible su hallazgo.
A los pitagóricos se debe también la idea de que la verdadera música, concebida como don de los dioses, se encuentra en la filosofía.
A través de los pitagóricos el culto “musical” pasó a Platón, cuya Academia — fundada a posteriori de su “iniciático” viaje a la Magna Grecia— se encontraba bajo el patronato de las Musas. En ello radica una idea genuinamente helénica que los filósofos heredaron de la religión, según la cual la música revela y vincula a los hombres con un orden universal. En ese aspecto, P. Boyancé señala que Platón se comporta como un parédro, ‘compañero de las Musas’.
El testimonio más elocuente de ello está quizá en el Fedón. Nos referimos al pasaje del sueño de Sócrates y al consejo transido de misterio y devoción que el filósofo recibe: “Haz y practica la música” (60 e) que, en lenguaje hesiódico, no sería más que la veneración de las esencias. De ese momio, en el Fedro, al iniciarse el primer discurso de Sócrates (273 a), se explica que éste invoque a las Musas.
Como ya hemos puntualizado, Espeusipo —sobrino de Platón y su sucesor en la Academia— en el citado Encomio al maestro insistía en el vínculo del mismo con las Musas e igualmente con el Apolo délfico.
Una inscripción métrica encontrada cerca de Rodas y que pertenece al siglo III a. J. C. indica que los platónicos, en las épocas que pasan por las menos religiosas de la nueva academia, “au moment de la mort d’ un des leurs, reportant leur pensée vers les Muses et leur offrant un sacrifice”. Tal lo sucedido con motivo de la muerte de Arideikes, según lo evoca la mencionada inscripción. La misma está formada por tres dísticos elegíacos de los cuales los dos primeros —según la traducción que esbozamos— rezan: “No es como un desconocido que tú estás oculto en tierra doria, bajo esa tumba en la que reposas bajo suelo nutricio, Arideikes, hijo de Eumoireo, puesto que, en ocasión de tu muerte, hemos arrojado a las llamas ofrendas y tortas de sacrificio a fin de honrar a las Musas”.
El mismo vínculo de las Musas con el mundo post-mortem y con una posible inmortalidad, constituye también el fundamento del Himno a las Musas del neoplatónico Proclo.
De igual modo, la Vita Plotinis de Porfirio nos indica que bajo la conducción de Apolo el coro de las Musas deja oír un himno que glorifica la ascensión del filósofo a la condición de daimon.
Aristóteles, por su parte, siguiendo los ecos del Fedón da a entender en su Protréptico que la filosofía es la verdadera música y en lo que atañe a la organización de los thíasoi filosóficos, reconoce tácitamente el vinculo de los hombres con lo esencial, a través de las Musas.
En cuanto al aristotelismo, Teofrasto no sólo dotó al Liceo aristotélico de una suerte de estatuto jurídico, sino que lo puso bajo el patronato sagrado de las Musas. No obstante ello, el filósofo fue juzgado por impiedad en virtud de que —a los ojos de los gobernantes de su pólis— esa sociedad habría aparecido como atea.
Franz Cumont subraya que un poco antes del comienzo de nuestra era irrumpen en el ámbito del pensamiento clásico concepciones místicas procedentes del Oriente; empero, debe señalarse que esas ideas quizá encontraron un campo propicio en virtud de que el culto de las Musas y su influencia tanto en el orfismo como en el pitagorismo, había delineado un trasfondo místico, fundado en la encantación producida por una música que libera y purifica y que posibilita el acceso al Ser. No obstante, debe señalarse que lo griego, a diferencia del misticismo citado por Cumont, no implica unirse a la divinidad, sino que sólo significa vivir en su presencia.
En ese aspecto “musical”, cabe a la figura de Orfeo un papel destacadísimo, en tanto que su música —mágica y reveladora— produce una suerte de “encantamiento” tanto sobre los hombres, como sobre las cosas. Por esa causa, los órficos buscaron en la esencia de lo musical esa armonía “taumatúrgica”, la que trataron de transferir a todos los órdenes del saber humano.
Asimismo, es lugar destacar que la idea helénica del culto a las Musas ha puesto una semilla en cuanto a la creencia en la inmortalidad y en la divinidad del alma, idea que luego será desarrollada principalmente por los seguidores de Orfeo, tal como está testimoniado en un sinnúmero de tablillas fúnebres.
En ese aspecto, el culto a las Musas exige considerar el sentido y el valor de lo musical.
Así, en Platón, junto a la idea de una música que se presenta como intermediaria entre lo inteligible y lo sensible, existe también la concepción de una música universal. Ésta, ligada a la de perfección del movimiento circular, conduce —según se explica en un pasaje memorable y muy conocido del Timeo— a la idea de una teoría del alma, que funda su inmortalidad y su divinidad, precisamente en las analogías con los citados movimientos circulares. Por ello, en una vertiente del pensamiento griego, la Música está al servicio de una paideia espiritual.
En cuanto a Platón, no puede afirmarse a ciencia cierta que haya creído en la presencia de las Musas como seres personales, tal como por ejemplo asegura haberlas visto Hesíodo; lo que sí puede afirmarse —al menos por lo que se infiere del Timeo y de otros diálogos— es que el filósofo percibió la presencia de algo divino en lo musical.
Esa naturaleza divina de lo musical es una de las formas más genuinas de manifestación de la Musa, según explica Walter Otto en el presente trabajo.

 

Walter F. Otto (1874-1958) más que como un estudioso del mito, o simplemente un mitólogo, sería más justo considerarlo un teólogo de la religión griega, en tanto que estima que el mito helénico representa un aspecto de lo que el hombre percibe del rostro de la deidad. De ahí que Otto no se interese por explicar el mito (ya hemos puntualizado que lo de explicación es una preocupación moderna), sino que su interés se reduce sólo a aceptarlo.
En su Teofanía indica que el hombre moderno se extasía ante el arte y ante toda manifestación de la cultura espiritual griega, pero que olvida lo esencial” su aspecto divino, simplemente porque la modernidad ha perdido la vivencia de la deidad tal como la concibieron los griegos. Comprender el arte y la cultura griegos para Otro implicaría vivenciarlos, y de ese modo percibir la deidad que en ellos alienta.
Así, pues, se preocupó por restablecer el valor religioso de la mitología griega, en oposición a las corrientes positivista e historicista en boga en su época; esta última sustentada principalmente por Ulrich ron Wilamowitz-Moellendorff, el conocido discípulo de Mommsen, quien desde 1897 fuera profesor en Berlín.
Para W. Otto, Homero y Hesíodo son los verdaderos “teólogos”, puesto que han enseñado a los griegos los nombres de sus dioses y son, por tanto, una de las fuentes de la creencia en la deidad. En la medida en que Homero y Hesíodo estaban inspirados por las Musas, debemos señalar que sus poemas son —de alguna manera— una suerte de libros sagrados para los griegos. Se infiere de ahí que quien escuche esas composiciones inspiradas —según el pensamiento de Otto— inhabilita temporalmente el ámbito de la Musa y puede, por tanto, percibir a través del oído el reino bienaventurado de los que eternamente son.
Esa poesía inspirada que es una suerte de manifestación musical del mito, no es la mera narración de una fábula, sino una realidad divina que configura y determina el pensar y el actuar humanos.
En ese aspecto, W. Otto se adscribiría a una cosmovisión “órfica”, en tanto que considera la palabra como reveladora del Ser, cosmovisión que la modernidad recupera en una línea de la poesía germánica representada entre otros por el joven Hölderlin y con posterioridad por el R. M. Rilke de los Sonetos a Orfeo.
Las publicaciones de Die Götter Griechenlands. Das Bild des Göttlichen im Spiegel des griechischen Geistes (1929) y ulteriormente de Dionysos. Mythos und Kultus (1933) explican la idea según la cual el mito —o más precisamente su expresión en poesía— es un acceso a lo divino, del mismo modo como —desde la vertiente del hombre— la fiesta religiosa y el culto son también las posibilidades que éste tiene de huir del tiempo profano, de contemplar—mientras dura el tempo de la fiesta o del culto— el rostro de la deidad y de adscribirse, por tanto, al reino eterno del Ser.
El mito griego —tal como nos lo “revela” la Teogonía hesiódica— nos enseña que se es hombre a partir de la palabra y que el acto más sublime del género humano es su intento de alabar y glorificar a la deidad. Por ello W. Otto no sólo insiste en el valor sacro de la palabra, sino también en el papel substantivo y divino del mito griego, en tanto que lo divino se manifiesta ante todo en palabra, por medio de las Musas.
Amén de las obras mencionadas de Walter Otto, deben señalarse: Die Manen, von der Urformen des Totenglaubens (1923), Der Geist der Antike und die christliche Welt (1923), Die altgriechische Gottes Idee (1926), Gesetz, Urbild und Mythos (1951), Das Wort der Antike (1962), Mythos und Welt (1962), Die Wircklichkeit der Götter (1963) y en especial su Handbuch der Archäologie (München, Beck, 1939-54), que es parte del conocido Handbuch der Altertumswissenschaft.
Paralelamente a su labor de “teólogo” de la religión griega que se desprende de las obras mencionadas, no menos valioso ha sido su papel docente en las universidades de Frankfurt a. M. y Könisberg, donde fue profesor durante varios lustros.

HUGO F. BAUZA
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(En cuanto a los autores de la Antigüedad que se ocupan sobre las Musas —Homero, Hesíodo, los trágicos griegos, Jámblico, Porfirio, etc.— los mismos están citados en el presente trabajo de W. Otto, por ese motivo se excluyen de esta bibliografía complementaria).
Sobre Walter Otto en particular, en español, pueden consultarse dos trabajos.
Jesi, F., “W. Fr. Otto, ‘teólogo’” en Mito, Barcelona, Labor, 1976, pp. 97-99.
Sequeiros, O., “Realidad perdurable de la piedad griega el pensamiento de Walter F. Otto”, en Arkhé, Rey. Amer. de Filosofía sistemática y de hist. de la fil. Córdoba, 1967, IV, fasc. 1 pág. 15-33.